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Montañismo y Exploración
LA SIERRA DE CUCHUMATANES

Al norte de Huehuetenango y al sur de la Alta Verapaz, la Sierra de los Cuchumatanes se eleva por encima de todos los pueblos serranos con extensas planicies parecidas a las peruanas: también ahí se cultiva y vive de la papa. Y también se padece el frío todo el año.







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Era ya de noche y el pueblo se hallaba cerca. Por lo menos se escuchaba cerca. Ladridos, sonidos de pueblo que llegaban a los oídos en ese crepúsculo largo. Pero ningún olor. Kilómetros atrás, habíamos llegado por fin a un lugar con rapadas colinas suaves y verdes por cuyo fondo corría un hilo de agua. Era el atardecer y queríamos descansar, poner las tiendas y tirarnos a preparar la comida y dormir después de la larga caminata del día. Un hombre que andaba tras de su recua nos dijo: "No es seguro que se queden ahí. Por la noche pasa la patrulla y echa bala. Mejor váyanse a la escuela. Está dando la vuelta a esa curva del camino."

Y caminamos más kilómetros de los que ya habíamos andado allá arriba en esa superficie enorme, amplia hasta el horizonte y sin un solo árbol, sólo zacatón creciendo por todos lados cuando el ganado lo dejaba crecer y con agujeros que parecían formar parte de un paisaje lunar y se sumían nadie sabe cuántos metros en la tierra. Fue una planicie de kilómetros largos y arduos por el aire helado por el aire que soplaba libre de estorbos vegetales, a más de tres mil metros de altura, en la Sierra de Cuchumatanes, Guatemala. Por el paisaje, parecía más bien una provincia de Perú: las mujeres llevaban sombreros y sólo faltaban las llamas y alpacas. Por eso había sido tan reconfortante ese paisaje de pastos ralos y agua corriendo por un cauce natural adonde las grandes manadas de ovejas y las mulas iban a beber.

Pero no queríamos saber nada de balas ni de advertencias. Así que caminamos. Dimos la vuelta al camino y vimos que se extraviaba entre más curvas. Miguel nos dijo que escuchaba un altavoz. Paco lo escuchó y yo también. Por eso es que ahora seguimos caminando en busca de ese sonido, aunque poco a poco me he preguntado qué es lo que en un pueblo tienen que anunciar al anochecer sino el sueño. Han pasado kilómetros desde entonces y aunque la luz del día se acabe y nuestras piernas pidan descanso, aunque el grupo se haya dividido en dos (el más rápido delante), debemos llegar y pedir permiso para quedarnos en el pueblo y que la gente no recele de personas extrañas llegadas con la oscuridad. Después de todo, es la tierra del nahual y de las leyendas.

TODOS SANTOS

Un día antes, habíamos subido desde Todos Santos Cuchumatanes por una aguda pendiente llena de vegetación y con la esperanza de encontrar un paraíso allá arriba. Pero con los metros subidos, la vegetación cedió y nos encontramos con un paisaje andino donde la gente trabajaba la tierra y cultivaba papas en vez de maíz, porque éste, la materia de la que fue hecho el hombre, se "quema" por las noches. Abajo, Todos Santos parecía un valle visto desde una alta montaña, entre las nubes. ¿Dónde estaba la "tierra de la eterna primavera"? Se había quedado abajo, metida entre los preparativos para las celebraciones de la próxima Semana Santa, con los bullicios de gringos metidos en el pueblo, con los olores a pom [incienso], los rezos en pame y los trajes multicolorados de la gente de Todos Santos o de Huehuetenango.

Allá abajo habíamos descansado medio día esperando que la fiebre que tenía Lalo no le hubiera mermado las fuerzas considerablemente. Una gripa aquí era un serio problema y ninguno queríamos que se fuese al apenas haber tocado la primera población. Fue una noche de cuidados. Cuando íbamos a cenar, Paco le colocó un escapulario en la frente mientras decía: "para que lo cuide mientras no estamos", mientras Miguel decía que sería mejor que le diera los santos óleos. También abajo habíamos ido a lo que la gente llama una "pirámide" y que no era más que un conjunto de colinas en miniatura que no pasaban de los dos metros de alto. Alguien había desplumado una gallina negra ahí, junto a los restos de varias candelas de cera quemadas recientemente, mientras del otro lado de la colina olía a orines. Y se veía al pueblo con su mercado blanco y sus techos de teja y lámina. Al pie de una montaña impresionante de la cual no se podía ver el fin: las nubes la tapaban.

Sí: estábamos muy alto, a más de tres mil metros de altitud. Un año antes habíamos estado apenas a pocos metros, en la Alta Verapaz y el calor hacía polvo todo lo que tomábamos. Cuchumatanes es la sierra más alta de Guatemala y hacía frío. A la mañana siguiente, la cisterna de la que nos proveíamos de agua mostraba un engrosamiento de hielo: cinco centímetros. La noche había pasado casi sin notarlo porque en cuanto oscureció totalmente, todos nos metimos a las tiendas de campaña. Allí comencé una ronda que después se haría común: visitaba a todos de tienda en tienda y platicaba con ellos. "La Visita de las Siete Casas", le llamábamos.

¿Dónde andábamos? En cualquier parte al oriente de todos Santos Cuchumatanes. Los nombres de los lugares no los entendíamos con claridad y había confusión cuando queríamos ponernos de acuerdo. Además, no llevábamos más mapa que una fotocopia de uno a escala 1:250,000 que nos servía de referencia, pero nunca como modo para orientarnos. Lalo sobrevivió a esa primera noche helada en medio de la tos y de la fiebre, ahora disminuida.

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