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Montañismo y Exploración
Los que murieron en el cráter
8 marzo 2012

En la segunda década del siglo XX, el interés hacia el Popocatépetl fue la extracción de azufre. El siguiente es un cuento escrito por Gerardo Murillo, mejor conocido como Doctor Atl, sobre una “erupción” que hiciera el volcán, pero provocada …







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En la segunda década del siglo XX, el interés hacia el Popocatépetl fue la extracción de azufre. El siguiente es un cuento escrito por Gerardo Murillo, mejor conocido como Doctor Atl, sobre una “erupción” que hiciera el volcán, pero provocada por eluso de dinamita. La historia hay que tomarla como un relato literario y no completamente literal. Es imposible que el Dr. Atl escribiera el final que escribió a este cuento de haber sido verdad.


El capataz de una mina exhausta oyó decir que en el fondo del cráter del Popocatépetl había una gran riqueza: azufre en abundancia fácilmente explotable. Y desde Chihuahua, donde ya no podía trabajar porque las minas se habían agotado, llegó al pueblo de Amecameca, extenso y triste, humillado por la tremenda presencia del volcán. Aí le dieron informes exagerados. Le pusieron delante de los ojos montones de azufre fantásticos, y el hombre, impulsado por oscura ambición, organizó una pequeña empresa y con algunos peones subió hasta las lomas de Tlamacas, frías y constantemente batidas por el viento. En un pequeño rancho de zacate estableció su campamento, del cual subió, con veinte hombres, a la cima del volcán.

Se sentía fuera de su ambiente. Acostumbrado a los socavones y a los tiros de las minas, la montaña helada le parecía algo terrible —y lo era realmente—. Pero hombre de voluntad, venció su malestar y empezó sus trabajos.

Un sistema rudimentario de abastecimiento fue establecido entre el pequeño rancho de Tlamacas y el borde del cráter. Los veinte hombres que en su fondo trabajaban padecían mil privaciones y estaban sujetos a un frío polar. Pero lo que se les pagaba por sus fatigas les parecía suficiente para ir a emborracharse cada ocho días al pueblo de Amecameca.

Durante varios meses, mal que bien, la empresa tiraba adelante. Pero el capataz quería más azufre, y discurrió dinamitar las antiguas sulfataras para obtenerlo en cantidades mayores, y sin dar aviso a sus peones, una hermosa mañana —hermosa de veras, una de esas prodigiosas mañanas claras y profundas tan peculiares en las grandes alturas—, el audaz, ignorante y malévolo capataz colocó los cohetes de dinamita en torno a la antigua chimenea y los hizo explotar. Un trueno formidable resonó en el inmenso pozo cuyas paredes se sacudieron como en un tremendo temblor. Tronaban como si fueran de madera. Los peones, azorados,, buscaron refugio debajo de unas peñas.

De los lugares donde pusiera los cohetes brotaron chorros de piedras que se elevaron muy alto y cayeron luego por todos lados. Torrentes de piedras se desprendieron al mismo tiempo de los enormes muros cortados a pico, con ruido de avalancha.

El capataz, aprovechando la confusión, subió por el malacate, llegó hasta su extremo superior y como bestia perseguida saltó entre los peñascos y bajó precipitadamente por los flancos de la montaña. Nadie volvió a saber más de él.

Lo que pasó después de la explosión me lo contó el único que sobrevivió a la catástrofe.

El superviviente habló con elocuencia y con precipitación:

—Al poco rato —dijo— comenzó a soplar un viento que venía de ariba y que hacía remolinos tan fuertes en todo el cráter que no nos dejaba andar, y el cielo empezó a nublarse y el cráter se llenó, en unos cuantos momentos, de una niebla espesa y empezó a nevar como yo no había visto nunca en toda mi vida de volcanero.

Nos habíamos quedado sin tortillas y cuando llegó la noche nos comimos lo que había sobrado del almuerzo, que era muy poco. Tratamos de llamar al malacatero con el cable, pero este malvado ya se había marchado dejándonos enterrados. Algunos trataron de subir por las paredes, pero no pudieron porque estaban atascadas de nieve. Ya cuando se hizo de noche, nos arrimamos junto a los peñascos y nos apretamos los unos con los otros, esperando que amaneciera. Cuando amaneció el temporal siguió más violento y en medio de la nevada nos decidimos a escalar las paredes del cráter, pero ninguno lo consiguió porque, como están cortadas a pico y son altísimas y además estaban tapadas de nieve, no podíamos agarrarnos de ninguna parte. El cable es muy largo: tiene 90 metros a plomo y se había engrosado mucho con la nevada.

Todo el día veinte siguió nevando tupido, tupido. La nieve había subido más de dos metros en el fondo del cráter y tuvimos que treparnos a las peñas más altas. Ese día sólo comimos algunos pedazos de tortillas mojadas, y fue nuestra última comida.

Nosotros esperábamos el auxilio a cada instante, a pesar de comprender la imposibilidad de que la gente de Amecameca pudiera auxiliarnos en medio de aquella tempestad tan terrible.

El día 21 algunos compañeros empezaron a sufrir por el hambre y el frío, pero se aguantaron. Nos pasábamos todo el día y toda la noche sacudiéndonos la nieve, y a veces nos amontonábamos seis o siete para poder calentarnos un poco. El día 22, después de tres días de no comer y de estar mojados, varios empezaron a sentir dolores en todo el cuerpo. El día 23 el temporal calmó, salió el sol y nos calentamos un poco; nos parecía revivir. Secamos nuestras ropas y nuestras cobijas. Con esta pequeña calma y el calorcito que nos reconfortó, tratamos de ver por dónde subir, pero no pudimos lograrlo. La nieve de las paredes se derretía con el calor del sol y por todos lados caían grandes montones. Uno sepultó a varios de nuestros compañeros, que con muchos trabajos sacamos, helados y muertos del golpazo que recibieron.

Por la noche de ese día el cielo estuvo despejado y la luna iluminó nuestro triste campamento, pero hizo un viento tan helado que otros dos muchachos no pudieron resistir el frío y se murieron congelados. ¡Qué noche, señor, qué noche!... El aire nos destrozaba hasta los huesos y teníamos helada hasta la lengua. Se nos hizo eterna, y al amanecer empezó a nevar de nuevo. Ahora estábamos sobre grandes témpanos de hielo, con un frío terrible. Apenas hablábamos. Ya entrada la mañana uno de mis compañeros, que estaba muy pegado a mí, me dijo con voz muy triste: “José, me siento muy mal, me duele mucho la espalda, a ver si me la puedes frotar.” Yo me levanté con mucho trabajo, lo arranqué del suelo donde estaba pegado con costras de hielo, lo voltié [sic] boca abajo, le sobé el pulmón, y al volverlo boca arriba se puso pálido, pálido, y arrojó por la boca un chorro de sangre que tiñó la nieve que estaba a su alrededor. Lo tendí sobre el hielo, lo tapé con la cobija y encomendé su alma al Señor. Este esfuerzo, y el dolor que sentí por la muerte de mi compañero, me dejaron aniquilado.

Cerca de mí otros pobres se habían acurrucado metiendo la cabeza entre las rodillas, cubriéndolas con los brazos. No se movían y la nieve les cayó encima hasta que los tapó completamente. Yo oía salir de aquellos montones de nieve fuertes ronquidos, y desesperado, arañé los témpanos hasta sangrarme los dedos, pero me faltaron fuerzas. Entonces con uno de mis pies empujé aquel bulto, lo sacudí con furia; tardé mucho en moverlo y al fin logré despegarlo del suelo. A gatas me acerqué y vi que los hombres estaban ya muertos y llenos de sangre. Y allí se quedaron como una fruta cubierta.

De repente, vi que dos desesperados, como locos, arañando las paredes, lograron escalarlas. Yo no sé cómo lo hicieron.

El día 24 por la noche, los cuatro que quedábamos vivos nos empezamos a mirar de modos muy extraño, pero sin poder hablar. Ya teníamos cinco días sin comer, soportando aquel frío, señor, que nos llegaba hasta los huesos, y la nieve que caía sin reposo nos tenía mojados hasta el alma. Frente a mío uno de los cuatro compañeros se quejaba muy quedito. Me levanté a auxiliarlo. Le quité la nieve que tenía encima y me dijo: “me siento mal; tócame aquí”; le toqué el estómago, lo tenía duro como una piedra. Se murió en mis brazos, poniendo los ojos en blanco, pero antes de morir sonrió. Nunca podré olvidarlo.

La noche del 24 quedábamos tres vivos, yo tenía un pie helado y empecé a sentir frío en el estómago. Comprendí que si me quedaba quieto me moriría y procuré ponerme en pie y moverme en un solo sitio como si le estuviera bailando al señor del Sacromonte. Y así pasé la noche hasta que amaneció el día 25, medio nublado, pero sin nevar. Yo confiaba que ese día moriría. Estaba recargado junto a una peña, mirando pasar las nubes pesadas sobre el cráter, como en un sueño, y el sol que asomaba de vez en cuando. De repente oí gritos en el labio interior, junto al malacate. Eran los muchachos de Amecameca que nos venían a auxiliar. Y nos sacaron a los vivos y a los muertos.

A los vivos, que éramos tres, pero de los cuales dos estaban moribundos, los bajaron en petates arrastrándolos en la nieve hasta el Provincial, y a los muertos, como si fueran bultos, los echaron a rodar por las pendientes de nieve. Abajo nos esperaban los deudos de los difuntos que habían traído las cajas para los muertos, pero prefirieron colgar los cadáveres de los árboles, lejos del campamento, porque hedían muy fuerte. ¡Había que oír por la noche el aulladero de los coyotes que ventearon la carne, y de los que tuvimos que defendernos a pedradas y a palos! Fue una noche de pesadilla.

Las mujeres y los parientes de los difuntos se pasaron toda la noche llorando y maldiciendo al capataz.


Así habló el único superviviente de aquella hecatombre, y al hablar, bajo la presión de terribles recuerdos, su faz demacrada parecía estar todavía bajo el influjo helado de la racha de viento y de nieve que mató a sus compañeros.


Mucho tiempo después, un grupo de volcaneros —gente vigorosa y violenta—, algunos militares y yo estábamos tomando mezcal en una pequeña cantina de un pueblo del estado de Morelos, llena de indios que se habían reunido en grupos para emborracharse y olvidar sus penas entre el alcohol y las disputas.

De repente, uno de los volcaneros, un hombre chaparrón, fuerte y mal encarado, dejó su copa de mezcal sobre el mostrador, se recogió sobre sí mismo como si fuera a dar un salto y se quedó mirando fijamente hacia uno de los rincones de la cantina.

—¿Qué ves? —le pregunté.

Sigilosamente se me acercó y a mi oído murmuro en voz baja:

—¡Ahí está!

Volví la cara. Era el capataz. No nos había visto. Rápidamente los volcaneros se dieron cuenta de la presencia del criminal. Todos eran parientes de los que habían muerto en el cráter y, obedeciendo a un mismo pensamiento, dijeron: “¡Hay que agarrarlo!” Los militares y yo nos hicimos solidarios de aquel violento deseo, y en masa, sin miramientos, nos echamos encima de aquel hombre que no pudo defenderse. Lo sacamos de la cantina, y a empellones lo llevamos por las calles oscuras del poblado hasta el camino que conduce a Amecameca.

—Si grita —dijo uno de los volcaneros que iba muy cerca—, aquí se muere.

El hombre no respondió y seguimos caminando. No era prudente conducirlo al pueblo y decidimos llevarlo al monte, por las veredas que conducen a la cima del volcán. Ahí llegamos cerca del amanecer. Cuatro o cinco nos quedamos cuidándolo y otros se dirigieron al pueblo a traer bastimentos y noticiar el hallazgo.

Durante la mañana estuvieron llegando grupos de indígenas sedientos de venganza. El cerebro de todas aquellas gentes remolineaba en un solo deseo: matar al capataz. Arrojarlo al fondo del cráter sería su mejor castigo.

Entre injurias y empellones, aquel cobarde que abandonó a sus trabajadores fue conducido por los bosques y por las pendientes nevadas de la montaña hasta el borde del abismo. Rendido por la fatiga y el terror, el criminal suplicaba, lloraba.

—Tú los abandonaste —dijo alguien— y por tu culpa murieron helados. ¡Tienes que pagar!

—¿Tuviste misericordia? —interrogó algún otro—, ¿les avisaste siquiera que te ibas?, ¿pediste auxilio? ¿Por qué no nos llamaste?

—¡Abajo, abajo! —gritamos todos.

Y empujado violentamente por muchas manos, el capataz se desplomó en el abismo.

Su cuerpo zumbó en el aire. Luego oímos un golpe opaco como el de una piedra que cae en un lodazal…


Tomado de: Dr. Atl. Cuentos bárbaros y de todos colores. Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Lecturas mexicanas, tercera serie, No. 7), México. 1990. 233 páginas. ISBN: 968-29-2803-6. Páginas 103-107


José Gerardo Murillo nació en Guadalajara, Jalisco, el 3 de octubre de 1875, y fue mejor conocido como Dr. Atl (Atl, en náhuatl, significa agua). Fue un personaje original, polifacético y amante de las aventuras, gran paisajista, escritor de diversos temas: vulcanología, política, arte, poesía, entre otros. Fue un gran promotor de artistas mexicanos y del arte indígena, participó en la lucha revolucionaria. A la edad de 21 años, entró en la Escuela Nacional de Bellas Artes en la Ciudad de México. Continuó sus estudios en Europa con una pensión que le otorgó el presidente Porfirio Díaz. Estudió filosofía y leyes en la Universidad de Roma. Pasó largas temporadas en los alrededores del volcán Paricutín, sobre el que estudia, pinta y escribe. En 1949, le amputan una pierna debido a los problemas que le ocasionó la inhalación de gases del volcán. En 1958 le fue otorgado el Premio Nacional de Artes y Ciencias.



 



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