El Denali, la montaña más fría del mundo, es el objetivo de muchos montañistas, sobre todo de aquellos que van en pos de las Siete Cimas. En este relato, Andrea Cardona nos entrega el relato de sus vivencias al ascender el Denali.
El gran día llega pero por alguna razón el ánimo del grupo no es de los mejores: parecemos vacas yendo al matadero. Tal vez porque nadie puede dar marcha atrás aunque la mayoría lo piense, tal vez porque dormir dos noches a esa altitud y con ese frío nos deja aún mas cansados, tal vez porque llevamos 16 días de expedición y ya soñamos con las comodidades de nuestro hogar, tal vez porque tenemos miedo de lo desconocido. Yo le temo al fracaso y al frío. Aunque estoy dispuesta a dar todo de mí para llegar a la cumbre, dependo del tiempo y de mis compañeros para logarlo.
La bendición de un Lama de Nepal hecha especialmente para esta expedición.
Casi todo mundo está listo para salir. Soy la segunda de la primera cordada, detrás de Chris y me alegro al sentir que mi ritmo es bueno. Me siento llena de energías. El viento y la temperatura aumentan y nos escondemos detrás de una roca. Por primera vez uso mi chaqueta de plumas de ganso para –40 grados. De repente salimos de la arista expuesta y el calor aumenta bruscamente. Chris hace un alto para quitarnos un poco de ropa.
Me quito la mochila, la abro, pongo la chaqueta dentro, la estoy cerrando… ¡y se me escapa de las manos! Es resto pasa en cámara lenta. Le grito a Manoel que la detenga, pero pasa muy lejos de él. Mil preguntas sin respuesta aparecen mientras veo la mochila deslizarse. ¿Puedo continuar? ¿Adónde fue a parar, dentro de una grieta? ¿Cuántos metros bajó hasta detenerse? ¿Me dará tiempo de recuperarla e ir a la cumbre? Me sentía desconcertada. Un error de principiante había echado a perder mi posibilidad de ir a la cumbre tras meses de entrenamiento, gastos de tiempo y de energía y buena parte de mis ahorros. Todos eso se había llevado mi mochila al precipicio.
Nadie comenta nada. Tal vez es tan grave que nadie sabe qué decir. Sin decir una palabra, Chris baja hacia a mí. Nos encordamos y yo me dispongo a bajar lo más rápido que puedo. Quiero, necesito saber si mi mochila aún existe o tendré que seguir bajando hasta el campo 4 para esperar allí, sola en mi desgracia, mientras el grupo va a la cumbre. No, eso hubiera sido más, mucho más, de lo que hubiera sabido soportar ese día.
Siento las piernas débiles y el corazón da un salto cuando veo al fondo del valle un puntito rojo. Aumento la velocidad y siento que jalo a Chris que va está tras de mí. La operación nos demora unos 40 minutos, el tiempo suficiente para que una buena parte de los otros grupos nos superaran y para que ahora nos veamos en la parte trasera de una larga fila que avanza despacio hacia la cumbre.
Nuestro grupo se va quedando poco a poco más atrás: George y Anush disminuyen el ritmo considerablemente. Chris les pide que bajen asistidos por guías de otra expedición de la misma compañía, que ya están considerando bajar con dos de sus clientes, pero deciden continuar. A paso de tortuga, paramos cada 20 metros para que recuperen el aliento. Chris dice que los otros guías decidieron comenzar a bajar en ese momento, que si deciden continuar arriesgarán a sus compañeros de cuerda para bajar con ellos. Un argumento fuerte. Deciden regresar. Estaban dando todo de sí, pero su seguridad y la de los otros estaba en peligro. Nos despedimos. Sé lo frustrante que puede ser no llegar a la cumbre, especialmente después de tanto esfuerzo y tiempo.
De vuelta a casa con el corazón feliz y satisfecho.
En la cima de mi corazón
Después de doce interminables horas estamos caminando en la última arista que conduce hacia la cumbre. El camino es muy angosto. Del lado derecho hay una caída de tres mil metros. Siento la adrenalina en las manos y mariposas en el estómago. Me concentro en el camino.
Otros van bajando de la cumbre y nos hacemos a un lado. Con todos los eventos de la jornada, no me doy cuenta que el tiempo ha estado despejado durante todo el día. La madre naturaleza me está concediendo ese privilegio y yo ni lo había notado. Veo a mi derredor y puedo ver la inmensidad de Alaska iluminada por la luz de la tarde, una tierra salvaje y dramática. Hay montañas hasta donde me alcanza la vista.
Mi único incidente, una quemadura superficial en la mejilla por el frío.
El Foraker y el Hunter, los dos picos que en el campo 3 veía erigidos imponentes, ahora se ven pequeños en la distancia. Una sensación de libertad me invade. El viento me trae aromas de las tierras bajas, de los glaciares, de las montañas, del mar, de los árboles. El viento se lleva también mi olor y mi calor y lo mezcla con el de todos los seres a los que ha acariciado antes de mí.
Llego a la cumbre y la vista sublime se empaña con mis lágrimas de emoción. Han sido 16 días de mucho esfuerzo, de muchas emociones contrastadas, además de un largo entrenamiento, planeamiento y mucha expectativa.
Sólo estoy pisando el punto más alto de Norte América pero yo me siento en la cumbre del mundo y de mi corazón.