Reflexiones cerca de la cumbre del Antisana
16 noviembre 2007
Titubeante, el dolor de mi corazón me hizo reír y mi estupidez me hizo llorar, una ráfaga de viento blanco pasó y barrió mi vanidad dejando desnudo mi enorme temor, con ello, mis dudas se disiparon. No subiría por las razones equivocadas. El tiempo de aceptar el fracaso había llegado.
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Fue penoso y demandante progresar en la rampa con un solo piolet y un bastón que por momentos clavaba como puñal, con el azote repentino del viento blanco y el temor de que se borraran las huellas con él. Con todo, en poco más de dos horas había alcanzado los 5,400 metros. Valía la pena, sentía que el mundo sonreía conmigo. El hongo cimero se dejaba ver como una promesa que se cumpliría.
Con esa sensación empecé a visualizarme, alcanzando mi objetivo como cuando me preparaba para esprintar en una carrera de bici. Me imaginé a mi mismo llegando a la cumbre a las seis de la tarde, bajando al campamento, recogiendo la tienda y encontrando a Carlos en la morrena por la noche.
La pendiente de la rampa cedió un poco y observé una cueva de hielo a mí derecha. “En caso de que las cosas se pongan feas es bueno recordar dónde está”, pensé. La rampa perdió inclinación tal vez hasta los 45° y con mi avance perdí de vista la cumbre. Mi mente seguía ocupada con mi visualización de la cima.
Continué avanzando, esta vez haciendo zetas, pero cargando a la derecha. Repentinamente el piso debajo del bastón cedió con un leve crujido. “¡Ya valió!”, pensé horrorizado mientras se hundía el bastón. Di un salto atrás. O simplemente un paso, no lo sé en realidad. Miré cómo el bastón se fracturaba y sus restos eran tragados por un hueco en la pendiente de no más de doce centímetros de diámetro.
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