Reflexiones cerca de la cumbre del Antisana
16 noviembre 2007
Titubeante, el dolor de mi corazón me hizo reír y mi estupidez me hizo llorar, una ráfaga de viento blanco pasó y barrió mi vanidad dejando desnudo mi enorme temor, con ello, mis dudas se disiparon. No subiría por las razones equivocadas. El tiempo de aceptar el fracaso había llegado.
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Tomé el poco equipo que tenía y dejé la bolsa de dormir para no pensar en un vivac, pero cargué la chamarra de estancia por si no tenía más opción. Lancé los dados esperando que la fortuna me favoreciera, el glaciar intacto que me esperaba. Mi pensamiento giraba en torno a los 250 metros de desnivel por hora que tendría que subir para alcanzar la cumbre a las 6 de la tarde e iniciar el descenso con un poco de luz.
La primera hora no tuvo gran problema. Con paso lento, sondeé con el bastón la nieve como un ciego que sortea obstáculos, asumiendo que todo el terreno podría tener grietas, absorto en cada paso avancé más de que esperaba. Pero la situación cambió pronto: el collado que separa las cumbres máxima y la sur, reveló su verdadera cara, mostrando un laberinto de grietas frente a mí. La ruta normal en su simplicidad requería algo con lo que no contaba en ese momento: ir en cordada.
Pasar el primer puente de hielo fue la parte difícil. Me faltaba el valor porque no me agradaba mucho la idea de morir solo congelándome en el fondo de una grieta. Recordé un conversación con Jorge Colín —“No te preocupes, los puentes generalmente no ceden, sólo hay que estar preparado por si lo hacen”—.
Comprendí que la única forma de saber si cedería o no, era intentándolo. Sopesé el riesgo: si caía en la grieta sería con conciencia de ello y me vería obligado a luchar por mi vida (al menos no caería pensando: ¿cómo pasó esto?). Aunque podría dejarlo para otra ocasión, me sentí bien con el riesgo o mejor dicho, me convencí de que lo podía aceptar. El puente no cedió y mi confianza aumentó y pasé otro puente más sin novedad.
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