Cuando los primeros escaladores tenían una caída, era considerada como un accidente. Se carecía de los elementos necesarios para equipar una vía que fuera segura y por lo tanto era común escuchar “prohibido caerse”. Entonces, la caída como parte habitual de la escalada no existía.
Con el desarrollo de la escala en roca, principalmente la exterior en la modalidad deportiva, las rutas empezaron a equiparse con anclajes fijos que dan al escalador seguridad y —hasta cierto punto— confianza en el momento de una caída, al grado que caer ya se considera rutinario y propio de la escalada. Por eso, las caídas son un elemento técnico más que aprender en escalada en roca.
En general podemos considerar dos tipos de caídas: La caída instantánea y la premeditada.
La caída instantánea supone un “vuelo” en el momento menos esperado al estar escalando, provocada por un mal movimiento, un mal lance, una ruptura del agarre o pisadera, un resbalón que provoca desequilibrio, la falta de fuerza provocada por estar en un estado máximo de esfuerzo muscular, etc.
Este tipo de caída sencillamente no da tiempo para ver dónde caeremos; sin embargo, debemos considerar adoptar una posición ligeramente encorvada, poner una o ambas manos en la cuerda para tenerla como un punto de referencia y, por lo tanto, cierto balance para evitar caer en forma descompuesta; la mano o manos deben estar inmediatamente arriba del nudo de encordamiento y doblando rodillas y hacia fuera para amortiguar el impacto, cuando llegue.
En la caída premeditada, el escalador asume la inminente caída. De hecho, el escalador decide el momento y lugar para caer, controlando así el “vuelo”. Se produce cuando se está cansado o cuando se está comprometido en cierto movimiento, por ejemplo.
También se debe adoptar la misma posición: encorvar un poco el cuerpo y, para caer con cierto equilibrio, agarrar con una o ambas manos la cuerda por arriba de nuestro nudo de encordamiento; las rodillas medio flexionadas y hacia fuera para amortiguar con los pies el impacto contra la pared.
Debería saltarse un poco hacia atrás y nunca dejarse caer en la vertical, pues podrían rozar y/o impactar las puntas de los pies con las pequeñas repisas, bloques o salientes de la ruta.
En ciertas condiciones se puede hablar de una tercera caída: la fingida. Ésta se refiere a los famosos colgones, que son “vuelitos” y no van más allá de unos centímetros por debajo de la plaqueta para que el escalador termine colgado del arnés. En estos tipos de caídas pequeñas se debe considerar el peligro objetivo o real que implican.
Cuando “volemos” debemos ser capaces de observar y distinguir varios puntos del escenario que nos rodea: desde la posición correcta de nuestro equipo, hasta las repisas, pendientes a favor, bloques o simplemente la zona en donde caeremos. Se trata de tenerlo en cuenta para no impactar contra algo que pueda lastimar.
Esta capacidad para observar y distinguir los detalles del escenario en que estamos escalando se adquiere con la práctica y se empieza desde el momento en que nos paramos al pie de una vía para leer la secuencia de movimientos que nos llevará hasta arriba, incluso cuando nos acercamos a la base de la pared.
Hay que tener en cuenta que el caer implica un peligro subjetivo —es decir, meramente mental— que a veces frena el desarrollo deportivo. No se trata de provocar miedo, sino de controlarlo.
Como recomendación: nunca se debe exagerar la posición de la cabeza con la vista hacia abajo, porque podemos chocar con alguna repisa, bloque o simplemente tener un rozón con la pared. Tampoco sujetarse de las anillas o las plaquetas en el momento de caer, pues significa con seguridad una lesión, desde un tirón muscular, quemadura por fricción, dislocamiento del hombro o incluso el corte de un dedo en la plaqueta.