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Montañismo y Exploración
El paso de la montaña
4 octubre 2007

Una exploración en la taiga siberiana hace un siglo era muy distinta a como puede serlo hoy y un pequeño problema podía costar la vida de uno o todos los participantes. En este fragmento de su libro Por las montañas de la Sijoté-Alín, Arséniev narra un percance que estuvo a punto de costarles la vida a todos.







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El día 11 de agosto al atardecer, llegamos a una colina alta y rocosa. Los cosacos se ocuparon de montar el campamento y yo me fui al monte a ver si había humo en algún lugar, que indicara la presencia de personas. Desde allí arriba podía admirar bien el valle del Butú. Cerca de la rocosa orilla izquierda el agua hacía espuma contra las piedras. La orilla derecha, más baja, salía en forma de cabo. En aquel punto el río daba un giro. Justo al final de la orilla baja, crecía una gran pícea vieja, muy encorvada. Al volver al campamento, dije a Krilov que al día siguiente mantuviera la barca cerda de la vieja pícea y lo más lejos posible de la orilla izquierda, donde había muchas rocas peligrosas.


Hay que decir que viajar por el país de Ussuri, y especialmente navegar por los ríos de las montañas de la taiga, conlleva tantos contratiempos, que es imposible estar seguro de poder completar la ruta marcada. Y es lo que nos sucedió. Durante la noche, la vieja pícea inclinada cayó al agua y la copa se enganchó a las rocas de la orilla izquierda. Nosotros, que no sospechábamos nada, descendíamos en la barca, tratando de mantenerla cerca de la orilla derecha.


Tras el giro, una fuerte corriente arrastró a la ulimagda y en aquel instante vi la calamitosa pícea. La cepa yacía en la orilla, mientras que el tronco prácticamente tocaba el agua. Las ramas seguían la corriente. Sin haber tenido tiempo de coger las perchas, vimos cómo la pícea se nos venía encima a la velocidad de un tren rápido.


Entonces ocurrió algo de lo que no puedo rendir muy buena cuenta. Recuerdo tener agua a mi alrededor, luego franjas verdes y rocas como toneles, una al lado de la otra. Algo me enganchó por la camisa pero enseguida me soltó. Salí a la superficie y respiré a pleno pulmón. Frente a mí salía del agua la nariz rota de la barca; bajaban a su lado las perchas y otros objetos. Decidí seguir la corriente, dirigiéndome hacia la orilla. Rápidamente mis manos tocaron el fondo y me puse en pie.


El accidente no se cobró víctimas. Nos costó mucho trabajo sacar la barca de debajo del tronco. Estaba vacía y tan maltrecha que no valía para navegar. Lo habíamos perdido todo: los fusiles, las provisiones, el equipo de campaña y las mudas. Solamente nos quedaba lo que llevábamos encima. En mi caso, una navaja de cintura, un lápiz, el cuaderno de notas y una cajita embreada con cerillas. Perdimos el día entero buscando las cosas, pero no encontramos nada.


Nuestro campamento daba una imagen dramática. Todo el mundo comprendía la gravedad de la situación. El camino de vuelta estaba cortado. En el Gobilli no había barcas, ni personas. Sólo nos quedaba continuar adelante, sin ninguna esperanza de encontrar ayuda.


Debíamos decidir por qué lado del río avanzar. Era indudable que más adelante el río sería más ancho y más caudaloso, y que cruzarlo sería más difícil. Por alguna razón a todos nos pareció que sería mejor seguir por la orilla izquierda. En un punto el Butú se dividía en dos brazos cubiertos de troncos flotantes, por los que cruzamos al otro lado del río. Esto fue un error, como se demostró unos días más tarde. La orilla izquierda resultó ser montañosa y las frecuentes barreras nos obligaban a escalar paredes escarpadas, con las que perdíamos nuestras últimas fuerzas.


Es muy difícil explicar el hambre con palabras. Cogimos unas setas por el camino, nos mareamos. Mis compañeros estaban más delgados y más débiles. Gúsev fue el primero en quedarse atrás. En una ocasión, tardaba mucho en alcanzarnos. Volví atrás y lo encontré tumbado bajo un gran árbol. Me dio que había decidido quedarse allí a merced del destino. Lo convencí para que continuara pero, un kilómetro y medio más adelante, volvió a quedarse atrás. Entonces decidí que marchara entre los cosacos, para que lo vigilaran y le dieran ánimos constantemente.


El tercer día, al atardecer, Dzhan-Bao encontró un pescado muerto que apestaba. Los hombres se lanzaron a cogerlo, pero los perros se anticiparon y en un abrir y cerrar de ojos devoraron la carroña. Los hombres, hambrientos y desesperados, marchaban abatidos y en silencio uno detrás de otro. Sólo teníamos que llegar al río Jutú. Allí encontraríamos nuestra salvación.


Los jejenes nos martirizaban. Había muchos, especialmente durante la segunda mitad del día, cuando el sol empezaba a esconderse en el horizonte. Recibíamos el ocaso con alegría. El atardecer y la oscuridad de la noche nos dejaban descansar del terrible insecto.


El cuarto día llegamos a un pantano fangoso y tuvimos que trepar por otra pendiente escarpada. Alpa capturó un pequeño grévol e inmediatamente empezó a comérselo. Me lancé encima de ella para quitarle la presa. La perra corrió e intentó devorar el pájaro más deprisa. Le grité, le quité el grévol mordido y por primera vez en mi vida le di una patada. Se alejó y me miró con malos ojos. Aquella misma noche la sacrificamos y nos repartimos la carne. ¡Pobre Alpa! Había compartido conmigo privaciones durante ocho años de vida de campaña. Su muerte salvó mi vida y la de mis compañeros.


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