La aproximación al glaciar no fue difícil. Escogimos una ruta que va hacia la cumbre sur del Antisana para después hacer una travesía hacia la izquierda, al inicio de la ruta normal a la cumbre norte. Martín llegó primero al glaciar. Yo llegué más tarde pero sentía dolor en el abdomen y empezaba a sentir algo de fiebre.
Es de conocimiento que el Antisana tiene grietas escondidas. Afortunadamente era época de calor y algunas estaban al descubierto. Cuando veía hacia abajo, el hielo tenía una coloración azulosa. Por precaución empezamos a reconocer el terreno con los bastones para poder descubrir alguna grieta. Le sugerí a Martín que siguiéramos un colador de la izquierda para evitarlas.
Martín iba a vanguardia y yo detrás de él. El día anterior habíamos repartido el equipo: Martín llevaba un piolet técnico, un bastón y la tienda y yo por mi parte llevaba el piolet técnico, un bastón y la cuerda. Esta división, que parecía simple, al final costó el intento de cumbre para Martín.
En la subida éramos víctimas del “Viento Blanco”, un viento que corre de este a oeste desde el Amazonas, atraviesa la montaña y levanta la nieve acumulada en la cima para arrastrarla de este lado de la montaña con algo que parece una caída de nieve y hielo sin fin.
Para cuando llegué al final del colador —alrededor de los 4,700 metros— mi condición había empeorado: me sentía cansado y ya tenía fiebre y el cuerpo cortado. Así que tomé una decisión difícil pero sensata: regresar al campamento base y aprovechar las bondades de la pérdida de altura.
Llegué de regreso al campamento base como a las 2:30 de la tarde. Habíamos iniciado el ascenso a las 9 de la mañana. Cansando, me quité la mochila y tomé una cocacola pero unos minutos después la vomite y continué haciéndolo hasta que ya sólo era el arco reflejo, sin nada en el estómago. Reposé un rato y me dormí hasta que el calor y el sol me despertaron. Me sentía mejor, aunque débil. Intenté hidratarme y comer algo.
Mientras yo daba media vuelta, Martín se dio a la tarea de instalar la tienda y esperar mi arribo, pero como no llegué, decidió hacer el intento de cumbre ese mismo día. Desde el campo base sólo se distinguía un punto en la nieve. Pasó entre un grupo de seracs del lado izquierdo y un grupo de grietas del lado derecho, que desde abajo se veían imponentes. Observé que tenía buen paso y pronto alcanzó la arista de la ruta normal.
En algún momento, Martín descubrió una grieta y al momento de querer saltarla —sin querer— hizo palanca con él… y se rompió. En ese momento tenía que tomar una decisión: continuar el ascenso o regresar al campamento. No tenía cuerda ni el único bastón que llevaba. ¿Era prudente seguir a la cumbre?
Hacia medianoche desperté. Creí que podría ver la luz de la frontal de Martín y ver su progresión. La temperatura empezaba a descender considerablemente y a ratos la neblina no me permitía ver más allá de tres metros. En la montaña sólo nos encontrábamos Martín y yo y curiosamente pasamos casi 18 horas sin noticias uno del otro. A las dos de la mañana empezó a nevar.
A las seis de la mañana decidí levantarme y empezar a moverme para calentarme un poco. Seguía sin ver señal de Martín pero poco antes de las siete de la mañana lo vi descender. Una sensación de alegría me invadió.
Me contó lo que había pasado: subió por el colador y montó la tienda con el viento en contra. Esperó por mí pero al ver que no llegaba, decidió intentar la cumbre, aun cuando ya era un bastante tarde para intentarlo. Le pasó lo de la grieta y pensó que era demasiado arriesgado, así que bajó, pero ya no pudo llegar al campamento base sino hasta ahora.
Y como nos quedaba poco tiempo, el Antisana fue nuestra última montaña en Ecuador, aunque nos dimos la vuelta por Otavalo y la Laguna de Cuicocha.