…una llanura de arena, que en realidad es un pequeño Sahhara, en el cual adquiere el viento una rapidez asombrosa; la arena es de una finura tan sutil que forma en el terreno olas semejantes a las del mar. Estas olas son tan grandes que en pocas horas puede transportarse de un sitio a otro una colina de veinte o treinta pies de altura. Es cosa increíble a la que no me fue posible dar crédito hasta haberla visto, pero aquel transporte no se hace súbitamente como comúnmente se cree, ni es capaz de sorprender y sepultar una caravana en marcha… Es tal la cantidad de arena que vuela por el aire, que se necesita ir con el mayor cuidado para que no golpee el rostro y sobre todo guardar los ojos y boca. (p. 344-345)
La marcha seguía siempre acelerada, por el temor de encontrar a los cuatrocientos árabes de quienes tratábamos de huir. Por esta razón marchábamos separados de los caminos por medio del desierto, caminando sobre cantos rodados y a través de las montañas redondeadas.
Este país está enteramente falto de agua, no se ve ni un árbol ni una roca aislada que pueda ofrecer el más ligero abrigo o un poco de sombra. Una atmósfera perfectamente transparente, un sol inmenso que alancea la cabeza, un terreno casi blanco y ordinariamente de forma cóncava como un espejo ustorio, un vientecito ardiente como la llama, tal es el cuadro fiel de los sitios que recorríamos.
Todo hombre que se encuentra en esta soledad es considerado enemigo…
Sin embargo, ni hombres ni bestias habían comido ni bebido apenas desde el día anterior, ni cesado de caminar a paso acelerado desde las nueve de la noche. Poco después de mediodía, ya no nos quedaba una gota de agua y tanto mis gentes como sus cabalgaduras comenzaban a ceder a la fatiga. A cada instante caían las mulas con sus cargas y era preciso irlas levantando continuamente, sosteniendo el peso de la carga que llevaban. Tan penoso ejercicio acabó de agotar las pocas fuerzas que nos quedaban.
A las dos de la tarde, extenuado de sed y de fatiga, cayó un hombre en el suelo, yerto como un cadáver. Paréme a socorrerle con dos o tres de mis criados. Exprimióse la poca humedad que quedaba en un odre y logramos introducirle en la boca algunas gotas de agua, pero tan débil socorro produjo muy poco efecto. Yo mismo empezaba ya a sentir una debilidad que, acrecentándose de un modo espantoso, me anunciaba que también a mí me iban a abandonar las fuerzas. Dejé a aquel desgraciado y volví a montar a caballo.
Desde aquel instante fueron cayendo sucesivamente al suelo varios de mi comitiva y quedaron abandonados a su suerte fatal, pues la caravana marchaba ya a sálvese quien pueda. También se dejaron varias mulas con sus cargas. Hallé al paso dos de mis grandes maletas en tierra, mas no pude saber qué fue de las mulas que las llevaban; nadie cuidaba ya de mis efectos e instrumentos. Miré aquella pérdida como cosa que no me atañía y seguí adelante. Ya sentía a mi caballo temblando debajo de mí y eso que era el más fuerte de la caravana. Marchábamos abatidos y silenciosos. Si quería yo animar a alguno a que redoblase el paso, su respuesta era mirarme de hito en hito y llevar el índice a la boca para manifestar la ardiente sed que le devoraba.
Finalmente, sobre las cuatro de la tarde caí a mi vez desfallecido de fatiga y sed. Tendido sin conocimiento en medio del desierto, con sólo cuatro o cinco hombres a mi lado, de los cuales uno había caído casi al mismo tiempo que yo, y los otros incapaces de darme el menor alivio, pues no sabían dónde buscar agua y aun cuando lo supiesen, les faltaban las fuerzas para ir a buscarla…
Media hora había pasado después de que me hallaba en tierra sin sentido, como luego me contaron, cuando se divisó a lo lejos una gran caravana de más de dos mil hombres que venía hacia nosotros. Comandábala un morabito o santo, llamado Sidi Alarbi, que iba a Tlesem o Tremecén de orden del sultán, Ciéndonos en tan horrible situación, se apresuró a mandar derramasen sobre nosotros varios odres de agua.
Después de que me la echaron repetidas veces en la cara y manos, comencé a recobrar el conocimiento, abrí los ojos y miré a todas partes sin poder reconocer a nadie. Al cabo vi siete u ocho cherifs y alfaquíes que, acercándose a mi alrededor, me hablaban amistosamente. Quería responderles, pero me lo estorbaba un nudo que me obstruía la garganta y sólo me di a entender por señas, indicando la boca con el dedo.” (p. 420)
El ataque de la sed se manifiesta por el cuerpo con una suma aridez de la piel: los ojos parecen ensangrentados, la lengua y boca se cubren tanto por fuera como por dentro, de un sarro tan grueso como una pieza de cinco francos; el color de esta capa es amarillo oscuro, su gusto insípido y su consistencia perfectamente semejante a la cera blanda de los panales.
Un desfallecimiento o languidez suspende todo movimiento, cierta congoja o nudo en el diafragma y garganta detienen la respiración, escápanse de los ojos algunas gruesas lágrimas aisladas, cae uno a tierra y a los pocos instantes pierde el conocimiento. Tales son los síntomas que advertí en mis desgraciados compañeros de viaje y experimenté en mí mismo.
Monté a caballo con bastante dificultad y volvimos a nuestro camino. Mis beduinos y fiel Salem habían ido, cada cual por su lado, a buscar agua; dos horas tardaron en llegar y vinieron unos tras otros, trayéndome agua buena o mala. Como todos llegaban con prisa a presentarme lo que habían ido a buscar, fue preciso gustar de todos y bebí más de veinte veces, mas apenas había tragado un poco de agua, se me quedaba la boca tan seca, como si no la hubiera humedecido. En fin ni podía escupir ni aun hablar.
Si no hubiese llegado dicha caravana, todos hubiéramos perecido sin remedio, porque hubiera llegado demasiado tarde el agua que trajeron los beduinos y Salem; nuestra respiración y funciones vitales se hallaban ya interrumpidas y tengo por imposible permanecer dos horas más en tan violento estado sin perecer. (p. 417-422)
Tomado de: Alí Bey. Viajes a Marruecos. Ediciones B, Barcelona. 1997. 514 páginas. ISBN: 84-406-7673-5