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Montañismo y Exploración
Un lugar común
30 septiembre 2004

El primer ascenso a una montaña tiene siempre un significado muy especial y uno lo recuerda siempre casi con todos sus detalles. ¿Qué pasa con el tiempo? Al regresar a la misma montaña, los recuerdos de esa ocasión son los mismos… pero la montaña no







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No era así cuando la conocí y la ascendí en mi pubertad. Siempre la miré desde lejos, con esa idea de subirla, tocarla. Quería saber qué observaba desde allá arriba. Pregunté muchas veces a mi jefe de tropa de scouts cuándo nos llevaría a encumbrarla. Siempre me contestó: “Estás muy flaco y no vas a aguantar.” No fue una respuesta que me quitara el sueño. Volví a insistir, presioné a mi guía de patrulla, quería que apareciera en el programa.


El aviso de la salida, al final de la reunión de la Tropa, fue una noticia que no me dejó dormir por días. Saldría, junto con la tropa, un 4 de octubre del año 1980. Sí, hace casi 24 años de esto. La lista de cosas no era tan grande como en los campamentos, pero cargué con más de lo que él nos pidió: una lata de duraznos en almíbar, otra de leche Nestlé (de esas condensadas), un refresco de botella de vidrio, una caja de galletas, tres latas de atún, manzanas y no recuerdo que más porquerías metí en una mochila que mi padre me regaló.


Era de cuero, resistente a todo, inclusive a cargarla. Dentro acomodé también mi sleeping, los trastes, todo el equipo que mi jefe de tropa pidió. Yo agregué dos bufandas, tres pares de calcetas, guantes de sobra, en fin: trapos que milagrosamente cupieron en la mochila. Hay algo que sé que no cargué de más: una cámara fotográfica de mi prima, una Kodak de esos rollos que ahora son historia, una 110.


A la salida me sentí el mejor expedicionario, no digo de la tropa, sino de todo el mundo. La espalda se quejaba. Estoy seguro que parecía el Pípila, pero en ese momento lo que más me agradaba era la libertad, esa libertad de sentirte todo, de que el sueño de subir una montaña se materializaba, era una realidad que rayaba otros lados, otras orillas. Sí, mi espalda se quejaba y mi cuerpo entero respondía con un “¡Sí puedes!”


El camino largo a la Peña fue el que tomó mi jefe —creo que no conocía otro— y en ese trayecto, el paisaje era lo mejor: podía a lo lejos distinguir el Cerro Pizarro, la Malinche, el Pico de Orizaba, las lagunas, entre bosque y aire fresco. Acampamos en Ramsa, poco antes de alcanzar la cima. El jefe ordenó guardias durante la noche y me tocó temprano, de cuatro a seis de la mañana, con otros dos más y el mismo jefe. El frío era tremendo, jamás me imaginé que en ese lugar lleno de árboles hiciera tanto frío.


Temprano, las estrellas eran un espectáculo. Conté las fugaces mientras pedía deseos amorosos. Levanté a los demás. Los miembros de a tropa que asistimos no pasamos de once. (¡Caray!, ¡qué manera de recordar las cosas, tengo memoria de 24 años pasados!). Teníamos que desayunar y seguir a la cumbre. Recuerdo que no abrí ninguna lata, pero que si acabé con las manzanas, la caja de galletas de chocolate y los dos litros de agua. La botella de vidrio del refresco se rompió a la intemperie porque se congeló. Guardamos las mochilas y limpiamos el lugar de acampado.


A lo lejos se distinguían dos torres de metal. “Son las antenas de televisión”, nos dijo nuestro jefe. El aire enrarecido provocó vómitos en dos scouts. Al pie de la peña, unas casas pequeñas emitían ruidos de turbinas o electricidad. Pasamos sin notar a nadie y en ese momento mi corazón latía muy fuerte mientras unas gotas pequeñas salían de mis ojos sin que lo notaran los demás. Disimuladamente las limpié.


Ya estaba arriba de esa montaña, mi cansado cuerpo era una sonrisa. Toqué la peña muchas veces y abracé a los amigos de ese entonces; nos felicitamos y yo tomé las últimas dos fotos que guardé en la cámara. En ese momento estaba feliz, quería escribir mi nombre en algún lugar de esa peña. Mi jefe advirtió “Quien raye las piedras, lo pongo a limpiar todo”. Nos miramos y reímos. Yo tomé una piedrita para llevársela al amor de aquel entonces. Era, para mí, la prueba de mi logro.


El pasado 16 de septiembre subimos cinco amigos. La ruta se llevó con una rapidez desde Tembladeras a la Peña del Cofre. Al llegar a las antenas encontramos una puerta que nos impedía el paso. Ya en febrero del presente año nos habíamos topado con una y alambres de púas alrededor de la misma. Ahora son tres puertas que te impiden el paso si vienes por la ruta de Tembladeras. Le pedí a Memo que se brincara una y que la abriera por dentro. Pasamos felicitándonos, pero un señor nos detuvo, nos dijo que ya estaba prohibido. “Ya es zona federal. Tienen que dar la vuelta por la derecha.” ¿Qué no todo el parque es zona federal? Pensamos todos. Creo que no teníamos ganas de pelear. Subimos y nos tomamos unas fotos.


Cruz, Graciela, Memo, Leticia y yo nos abrazamos y dimos cuenta de los detalles. Cruz preguntó “¿Cuántas veces has subido el Cofre?” “Ya no lo recuerdo”, le dije. Ellos contaron sus ascensos y yo recordé el mío, el primero.


En casa conecté la cámara a la computadora, vi las imágenes de la salida y de inmediato me dio por buscar una caja de zapatos donde guardo fotos viejas, de cuando yo era más joven. La encontré llena de polvo, descolorida. Me dio por comparar la peña que conocí hace más de 20 años, con la que acabo de visitar, la misma. Sí, también envejeció, se llenó de cables y de antenas, de construcciones viejas y nuevas, de grafittis, de sonidos urbanos y de siglas, de basura, de excremento, de modernidad.





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