Proseguimos subiendo por nuestra cuesta “particular”, la ruta que usualmente hemos seguido en nuestras últimas salidas, que rodea por la derecha de la Peña Aguilera. Aún la sombra de la montaña nos cubría cuando Laura dio un grito intempestivo: ¡las gafas! Se les habían olvidado, tanto a ella como al Ajo. Para eso ya estábamos bien arriba, en las primeras laderas nevadas.
Supimos que sin la protección para los ojos, no podríamos seguir subiendo durante mucho tiempo, el sol ya empezaba a iluminar un poco debajo de nosotros. De todos modos optamos por seguir ascendiendo, al menos para llegar al glaciar Atzintli. Al menos así lo acordamos. Sentí una punzada de remordimiento y se los dije, porque cuando saqué mis gafas para llevarlas en mi mochila de ataque, vi las suyas colgadas dentro de la tienda, pero no se las pasé, si bien mientras nos alistábamos les recordé que debían llevarlas.
De cualquier manera seguimos subiendo, pero cuando llegamos al paso clave de esta ruta, una inclinada pendiente de arena —ahora cubierta por más de un metro de nieve— Ajo decidió regresar para no arriesgarse más, pues estaba totalmente nevado y el reflejo del sol en la nieve empezaba a lastimarle los ojos. Lauris y yo continuamos hasta donde se termina la inclinada pendiente y rodeamos unas lomas para llegar con esa alegría auténtica que sólo se siente en la montaña, a situarnos sobre el glaciar, nuestra cima por ese día.
También había un metro de nieve, o más, sobre la superficie casi plana del Atzintli. Al menos, con el piolet incrustado hasta el fondo, no alcancé a tocar el hielo. Avanzamos hasta el mismo centro del glaciar y nos sentamos. Observamos que se forma una especie de anfiteatro con la arista y picachos que lo circundan. Un poco arriba de nosotros, como si se tratara de fantasmas en medio de la niebla, un grupo de tres o cuatro montañistas se dibujaba difusamente sobre la arista del Sol mientras regresaban de cumbre por la ruta normal. Se sentía tan bien estar ahí, sentados, sin decir nada, sólo viviendo esos momentos de absoluta paz. Me di el abrazo de una cumbre simbólica con Laura y empezamos a descender a nuestro campamento, prestándonos las gafas por ratitos para evitar cualquier problema a los ojos.
Ella comentó que de no haber olvidado los lentes, habría sido un día perfecto para cima. Pero el estado del tiempo estaba muy incierto, caprichoso: ya empezaba a soplar un viento helado, ya se nublaba alternativamente. Esa es la naturaleza en este mes en el Iztaccíhuatl.
Una nube negra nos estuvo amenazando desde que descendíamos por la enorme cuesta de Cruz de Rosas, pero las primeras gotas de lluvia no empezaron a caer sino hasta que estábamos a unos pasos de La Joya. Era tiempo de descalzarse las botas y partir de ahí, ya habíamos tenido nuestra montaña, de nuevo todo estaba en su lugar y podríamos empezar a ilusionarnos con la idea de regresar... ¿muy pronto?