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Montañismo y Exploración
En el glaciar Atzintli
10 octubre 2004

Después de unos 10 minutos, estábamos temblando acurrucados en el enorme peñasco y alguien (¿Ajo, Laura, yo… la roca?, no recuerdo) dijo que ya estaba amainando el temporal, así que nos pusimos de acuerdo y a una voz encendimos las lámparas y corrimos a intentar armar la tienda.







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Aun debíamos remontar una larga cuesta de arena y grava suelta. Empezaba a caer la noche. Durante toda la tarde no había llovido, a pesar de las amenazadoras nubes en el cielo y pronósticos de tormenta en el ciberespacio. Así que pudimos poner en juego nuestra creatividad e inaugurar una nueva ruta de ascenso al Ayoloco. Estábamos felices. Nuestra ruta trazaba una diagonal desde la salida de los grandes peñascos hasta el último vallecito previo a las grandes lomas arenosas y rocosas (morrenas).


Por primera vez nos habíamos animado a cruzar de la cañada de Alcalican a la de Milpulco y después buscar el paso hacia arriba pasando exactamente por debajo de los grandes desfiladeros y las cascadas que ahí se desploman. Un paisaje mítico, de encanto. Cuando llegamos a la zona de terrazas con flores, el mismo ecosistema de ensueño que hacía dos años había encontrado en Huayatlaco, cuando estaba cerrado el acceso a La Joya y tuvimos que improvisar ese camino para llegar al Ayoloco. El Ajo propuso que no hiciéramos la travesía por la línea donde terminan los árboles, la ruta que él había recorrido una vez, sino que empezáramos a ascender en diagonal para salir... en dirección a unos peñascos que veíamos a lo lejos, y ahí buscáramos un paso para salir del otro lado.


Todo salió bien: tuvimos que escalar un poco, reptar por debajo de unos bloques gigantescos, caminar sobre grandes rocas inestables que se balanceaban con nuestro peso, pero finalmente salimos a un paraje donde pudimos orientarnos y descubrimos que estábamos a una media hora de la zona de acampada, cerca del refugio. Dejamos pendiente para una salida posterior acampar en ese paraje, rodeados de singulares peñascos y con dos o tres plataformas amplias y cubiertas de suave arena. Deliciosas.


Llegamos muy cansados a la cañada-explanada, unos cien metros abajo del refugio de Ayoloco, la misma que siempre usamos para acampar. La media hora que habíamos estimado para llegar resultó ser el doble. La tormenta de aguanieve parecía no ceder, por lo cual grité a mis compañeros que nos refugiáramos bajo una enorme roca, unos metros más allá, en lo que se pasaba la tormenta. Ahí esperamos unos minutos mientras nos volvían las fuerzas perdidas e intentábamos protegernos del viento y la nieve. Estábamos en silencio, tratando de calentar nuestros ateridos cuerpos, cuando escuchamos un grito apagado, pero no venía del refugio, sino de algún lugar más abajo, sobre la morrena pedregosa. Gritamos y esperamos, pero no hubo respuesta.


Después de unos 10 minutos, estábamos temblando acurrucados en el enorme peñasco y alguien (¿Ajo, Laura, yo... la roca?, no recuerdo) dijo que ya estaba amainando el temporal, así que nos pusimos de acuerdo y a una voz encendimos las lámparas y corrimos a intentar armar la tienda. Estábamos en eso, cuando de la oscuridad surgió una aparición alucinante: un cuate todo empapado, mal abrigado, sin lámpara y casi desfalleciente, para preguntarnos por el refugio de Ayoloco. Le dije que estaba un poco arriba, apenas sobre la cuesta que empezaba ahí mismo a unos metros. Dudó, preguntó que hacia donde. Le señalé la subida pero aún así dijo que no sabía como llegar. Nos agradeció que lo hubiéramos orientado con nuestras luces, porque estaba absolutamente perdido. Calló y nos miró. Quizá quería que le ofreciéramos refugio en nuestra tienda, pero era materialmente imposible, dado que éramos tres, apenas el cupo de la tienda, un poco apretados. Además, la verdad, no inspiraba confianza.


Al verlo tan dubitativo, el Ajo tuvo una inspiración genial, se ofreció a guiarlo hasta el refugio. Se fueron. Me empecé a enredar con la tienda, el viento no me dejaba armarla. Maldije al Ajo que se tardaba demasiado en regresar. Laura me ayudó a terminar de armarla y meter mantas, sleepings, mochilas. Cuando regresó Ajito, me explicó que al irle indicando el camino al chavo, éste iba tropezando y cayendo a cada momento, aparentemente de cansancio; no tenía energía para llegar al refugio, se negaba a continuar. Como pudo, él lo convenció de seguir, hasta que finalmente llegaron al McAllister-Ayoloco. Lo encargó a los montañistas que pernoctaban ahí e incluso parece que algunos lo reconocieron. Al saber que venía alguien desequipado y en estado lamentable dijeron: “Debe ser el Moy” (o algo así, no recuerdo el nombre). Y prometieron cuidarlo, inmediatamente le dieron atún y algo de beber.


Cuando me contó el Ajo todo eso, ya no le dije nada por habernos dejado con la bronca de la tienda. Cenamos y dormimos arrullados por la nevada. Pensábamos salir a las 4 AM hacia arriba, pero con el viento y la pereza, eran ya las 8 cuando apenas íbamos pasando en las inmediaciones del refugio. Ahí, fuera del mismo, preguntamos a una pareja por nuestro temerario amigo del día anterior. Nos dijeron que se despertó muy temprano a las 6 AM y salió ¡hacia arriba!, en dirección al glaciar de Ayoloco. No creo que le haya dado tiempo ni siquiera de secarse bien.


(Por cierto, esto fue apenas unos días después que se discutió el asunto de los gamberros y aquel incidente precisamente en ese mismo refugio. No sé, no tengo conclusiones válidas que extraer, todo este asunto me rebasó, es más que un caso típico de gamberros, me parece que es una persona con un fuerte desequilibrio emocional o incluso mental. Pero... ¿quien está realmente cuerdo?)


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