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Montañismo y Exploración
POR QUÉ VOY A LA MONTAÑA

El recorrido y la estancia en los grandes espacios naturales reúne los dos extremos de una actitud noble y plena del existir.







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El primero, o mejor dicho, el primario, está determinado por lo plenamente sensorial. Caminando y durmiendo en el monte vuelvo al animal perceptivo. Nada más conciliatorio con la fisiología, con los ciclos vitales del individuo que la tensión muscular eficiente, que rasguea el aire puro el encarar una pendiente o al subir a un árbol. En la naturaleza, establezco la comunicación con el universo, tanto como mis pies, mis ojos, mi nariz y mis oídos lo permitan. Soy dueño de una infinita fortuna en esos momentos, responsable e independiente en mis sentimientos y sensaciones. Un cuerpo entrenado en la naturaleza devuelve con creces esa autonomía que las máquinas y las instituciones sociales han mutilado.
Las rutinas intelectuales de la vocación a la que atendí, la ecología, me transportan permanentemente a través de diferentes escalas del tiempo y del espacio. En el juego de las escalas el mensaje sensorial desde la naturaleza delinea la puerta de entrada a la armonía con lo demás. En el monte abrir esta puerta, mirar lo que hay tras de ella y empezar a amarlo, se da con una eficiencia asombrosa, con certeza indiscutible. Ninguna de estas dos condiciones se da fácilmente en los conglomerados humanos.
Es enorme la distancia entre nuestro ser cultural y nuestro ser biológico. El tiempo transcurrido en los grandes espacios naturales atempera en mí esta diferencia, la hace manejable. Después de intensas jornadas de trabajo y goce en la selva, las aguas de sus ríos en noches oscurísimas me han remitido a la tibieza amniótica, al principio. ¿Cómo encontrar otro sitio y otra manera de sentirse hijo predilecto de la Tierra?
Solamente la montaña ha hecho que me formule preguntas que delatan la divinidad a la que aspiramos. Vuelvo a la montaña y sondeo misterios intangibles, atestiguo la eternidad. La simpatía que emanan las texturas, los volúmenes y los aromas, sugiere sutilmente que estamos hechos de lo mismo que las piedras, las nubes, los árboles y yo. Los caminos que humanizan cumbres, que hacen accesibles playas, desiertos y sabanas son �símbolo e imagen de la vida variada y dinámica� que pretendo construir.
El sol saluda y espera ser saludado al colarse por entre las hojas del dosel o al descubrir temprano en la mañana las comisuras en la pared. El glaciar y el vértigo enseñan la humildad sin inmutarse y los árboles mantienen así sus ramas para que nos abracemos. La fraternidad así establecida es el otro extremo de esa intención plena y noble del existir que se plantea en la montaña.
Alegría fisiológica del músculo y los sentidos, fraternidad trascendente, son dos extremos que se unen y forman un círculo al que quisiera entrar para nunca salir.
Por eso voy a la montaña.

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