Hace cinco siglos, cuando América fue apresada por el mercado mundial, la civilización invasora confundió la ecologÃa con la idolatrÃa. La comunión con la Naturaleza era pecado y merecÃa castigo. Según las crónicas de la conquista, los indios nómadas que usaban cortezas para vestirse, jamás desollaban el tronco entero, para no aniquilar el árbol, y los indios sedentarios plantaban cultivos diversos y con perÃodos de descanso, para no cansar la tierra. La civilización que venÃa a imponer los devastadores monocultivos de exportación, no podÃa entender a las culturas integradas a la naturaleza, y las confundió con la vocación demonÃaca o la ignorancia.
Y asà siguió siendo. Los indios de Yucatán y los que después se alzaron con Emiliano Zapata, perdieron sus guerras por atender sus siembras y las cosechas del maÃz. Llamados por la tierra, los soldados se desmovilizaban en los momentos decisivos del combate. Para la cultura dominante, que es militar, asà los indios probaban su cobardÃa o su estupidez.
Para la civilización que dice ser occidental y cristiana, la naturaleza era una bestia feroz que habÃa que domar y castigar para que funcionara como una máquina puesta a nuestro servicio desde siempre y para siempre. La naturaleza, que era eterna, nos debÃa esclavitud.
Muy recientemente nos hemos enterado de que la naturaleza se cansa, como nosotros, sus hijos; y hemos sabido que, como nosotros, puede morir asesinada. Ya no se habla de
someter a la naturaleza; hasta ahora sus verdugos dicen que hay que
protegerla. Pero en uno u otro caso, naturaleza sometida o naturaleza protegida, ella está fuera de nosotros. La civilización que confunde a los relojes con el tiempo, al crecimiento con el desarrollo, y a lo grandote con la grandeza, también confunde a la naturaleza con el paisaje, mientras el mundo, laberinto sin centro, se dedica a romper su propio cielo.