Isla Blanca, Quintana Roo
Día de navegación 1: Sábado 20 de abril de 2002
El viento es largo, constante. Esta vez lo tenemos a estribor (lado derecho) porque los nortes ya terminaron. Justo ayer, por la tarde, llovió recio y el viento sopló del este, del pleno Caribe. Era momento de partir y dejar atrás todas las especulaciones, todos los temores de dejar tierra y meterse a la mar porque en tierra siempre se piensa que se está más seguro y se dilata la salida un poco más. La noticia de que este año habría un efecto de "El Niño" hizo que se tambalearan un poco los planes, pero de cualquier forma salimos. No estamos acostumbrados a decir "no se pudo" si antes no hemos estado ahí.
Así que ahí estábamos, en el mar, remando desde que apenas hubo luz de día y pudimos dirigirnos hacia el norte, hacia el final de Isla Blanca, ese largo brazo de tierra que apunta al norte, al final de la península de Yucatán. El mar, suave, con viento de lado, sólo nos dejó un poco mojados, apenas con rocío. Ese primer día era en realidad una prueba, como todos los inicios de expediciones porque las dudas asaltaban: ¿se podrá?, ¿habrá donde detenerse en playa? Porque los mapas que traemos no indican playas, sino manglares y en una distancia de casi 45 kilómetros que suponía un esfuerzo bastante grande para ser el primer día. Si todo era como lo pensábamos (y pensábamos lo peor, pero nos preparábamos para lo mejor), en dos días habríamos de recorrer 90 kilómetros en línea recta hasta Cabo Catoche, donde los españoles tomaron hacia el oeste en lugar de seguir hacia el sur por todo el Caribe.
Pero las primeras horas de remada fueron disipando todo. Era acostumbrarse nuevamente a Thor, al movimiento de las olas, a la intensidad de la luz, al movimiento continuo en los brazos y a tener las piernas casi fijas, sin movimiento alguno salvo los ligerísimos toques con la punta a cada pedal para dirigir el timón.
Horas después, luego del mediodía, Alejandro Niz y yo llegamos al límite norte de Isla Blanca. Ahí deberíamos decidir si remar hacia Isla Contoy (trece kilómetros más, contra el viento) o quedarnos en un lugar poniendo la tienda de campaña. Pero nuestra alegría no tuvo límites cuando, al doblar el extremo, vimos una población de pescadores. Ahí fuimos y entonces descubrí que en el 2000, cuando había navegado en solitario el Caribe, cometí un error que me desgastó: entrando apenas a las aguas de la laguna, la embarcación sufrió una desaceleración pronunciada. Remar los metros que había hasta la población fue enormemente pesado y no era precisamente el cansancio: se trataba de agua casi estanca, que no tenía más movimiento que el interno, y era escaso. Así, las veces que navegué en lagunas, mi velocidad había sido mucho más lenta entonces.
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Los pescadores nos recibieron con gentileza. Todos eran de Veracruz. De hecho, se trataba de un pueblo de jarochos —salvo uno de ellos que era originario de Vallarta, "donde el mar sí es fuerte de a de veras"—que vivían ahí desde hace diferentes fechas. Nadie había querido regresar a Veracruz porque la pesca era mejor aquí que en Alvarado, de donde eran.
Por la noche pasé platicando un par de horas con ellos mientras Alejandro dormía. Esa sensación de estar en medio de la plática y de que se le considere a uno como parte de la pequeña comunidad es increíble. Uno se entera de cosas cotidianas, pero importantes. Así, una mujer que se dedique a cocinar a una lancha de pescadores, tiene derecho a la mitad del producto de la pesca por día. Es decir: puede irle muy bien o tan mal que no cobre un centavo. Pero la mayoría de las mujeres que se dedican a ello se "enganchan" con varias lanchas y los jarochos dicen que hay quien gana hasta 15 mil pesos a la semana trabajando para hasta siete lanchas en la época grande, que comienza en junio.
Como quiera que fuera, habíamos empezado nuevamente el Proyecto Mares de México y eso implicaba que deberíamos hacernos a la idea de ser parte de la mar.