Todo ha cambiado. Por supuesto, tengo tiempo de arrepentirme y regresar al refugio, pero esa idea no cruza por mi mente. Sólo pienso en las soluciones a los problemas técnicos, en lo que voy a hacer en la pared yo solo. Regresar es algo que no viene a mí.
El año pasado, después que ambos bajamos al refugio en medio de la nevada, el tiempo mejoró y otra cordada subió en nuestro lugar. Sin preparación, sin equipo de apoyo. Mientras los demás regresaban a México, yo los esperaba en el refugio. Pero como no podía estarme quieto, ascendí nuevamente hacia la pared, para saber qué estaban haciendo. Hacia las tres, las nubes anunciaban una tormenta poco común y subí este mismo primer tramo sin cuerda para ayudarles a bajar todas las cosas que llevaban.
Así que ahora me es fácil trepar por la pared. Recupero la mochila a fuerza de brazos y cuando la tengo conmigo la dejo en un clavo. Una vez superado el tramo que ya conozco, mi siguiente problema a resolver es mi autoseguro. ¿De qué manera puedo avanzar rápidamente y con seguridad? En la cuerda hago los suficientes nudos hasta que llego a tener tres seguros al mismo tiempo, mas uno extra que se ha de estar moviendo continuamente; en total cuatro. Hay otro punto importante a mencionar: a partir de aquí, la escalada es artificial, con un desplome que se extiende por seis metros y luego... luego no sé, porque no alcanzo a distinguir. Además, la manera de autoasegurarme me deja totalmente libre y todo lo he de hacer a fuerza de equilibrio, sin tensión en la cuerda. Será pesado.
Por otro lado, es tarde y necesito llegar a un lugar donde pueda dormir. La ruta misma me facilita todo pues los clavos están ya colocados y no tengo necesidad de colocar ninguno. Un par de veces golpeo a los que no considero seguros. Después del desplome sigue un tramo que asciendo en libre para llegar a otro artificial. El mecanismo ha sido sencillo y todo se ha reducido a una mera acción mecánica de cambiar mis seguros de posición. Pero mi mente no está quieta. Al principio cantaba mentalmente, luego comencé a recodar una caricatura, ahora estoy tratando de resolver problemas matemáticos...
Pronto se termina la escalada artificial y debo seguir libre. Pero a los pocos metros algo me atora. La mochila. En la euforia de la rapidez, se me olvidó la reducida longitud de la cuerda con la que he de recuperarla. Subo un metro más hasta una clavija y me aseguro para subirla. Estoy en una diminuta repisa de 20 centímetros donde sólo caben los pies.
Desde ahí, sin la valiosa ayuda del seguro mecánico con el que podría descansar los brazos, elevo la mochila. Una, dos, tres, cuatro brazadas y tengo que descansar.
Repito el proceso una y otra vez hasta que llega conmigo. Entonces la pongo al clavo y relajo los brazos y las manos.
Estoy cansado. He superado el nivel donde creí encontrar una repisa para dormir y no la he hallado. Descanso. Acomodo mi equipo para que no me vuelva a dar un calambre como el de hace rato, cuando subía a viva fuerza la mochila. Descanso. Pero el descanso del solitario puede ser una trampa. Hace horas que todo está nublado y a veces escucho voces.
En busca de un vivac
Tiempo...
Tiempo es algo de lo que no dispongo.
Continúo escalando artificial. Esta vez se trata de otro desplome y, curiosamente, los clavos están más separados, así que mi método de ascenso se complica porque con un brazo hago la tensión necesaria en la cuerda mientras subo al último escalón de mis estribos para alcanzar el siguiente anclaje. Es difícil avanzar así.
A la salida del desplome, coloco dos anclajes que me permiten recuperar la mochila. Me la pongo a la espalda y subo a una repisa que no es lo suficientemente grande. Arriba hay otra mayor. En ella cabrían seis personas cómodamente instaladas, pero tiene un grave inconveniente: una estalactita de hielo de proporciones gigantescas (serán unos diez metros) me ha inquietado desde el inicio de la escalada. Parece que toda la ruta se hubiera trazado con el objetivo de alcanzarla. Y justo la repisa en la que estoy es la que está directamente bajo ella. La presencia de gran cantidad de rocas pequeñas y medianas es evidencia más que suficiente para estar en este lugar sólo el tiempo estrictamente necesario.
Son las seis de la tarde y debo seguir escalando. Dejo nuevamente la mochila y avanzo hacia la derecha. Ahí, un poco arriba hay una pequeña repisa de 60 centímetros de ancho por tres de largo. Para llegar a ella es necesario pasar un desplome... libre. No lo dudo. El lugar es perfecto porque el mismo desplome que hace problemática la llegada la protege totalmente de cualquier caída de rocas. No tengo que perder un minuto.
Oscurece. Fijo la cuerda y regreso por la mochila. Las maniobras de regreso a la repisa son más difíciles porque es necesario un buen equilibrio para no caer por el peso de la mochila. Además, estoy cansado. Son las siete y cuarenta y llego en medio de la noche a la repisa. Debo apresurarme porque Iseo espera señales mías desde las siete. El primer paso es repartir el equipo en el pequeño espacio de que dispongo. La mochila, arriba... equipo y comida en el pequeño nicho entre las rocas.
Sale a relucir la ropa extra y mi bolsa de dormir. Pero lo más importante por el momento son las señales. Son las ocho y media. Enciendo una vela que está forrada de papel; la combinación produce mucha luz, pero se consume con mayor rapidez. Si Iseo está viendo hacia acá Â?y sé que lo está haciendoÂ? verá la luz agrandada en la pared.
Mientras ceno admiro el paisaje. He estado solo en el Abanico, allá en el Popocatépetl, y aunque la pared es más grande, más impresionante, el espectáculo escénico es mucho mejor en las Inescalables. Todavía se me hace difícil creerlo: hace cuatro años vi esta pared y en mi inquieta imaginación me vi a mí mismo subiendo solo por aquí. Pues bien, ahora lo estoy haciendo.
—¿Quiere decir esto que me puedo fijar una meta más alta aún? Seguro, pero, ¿cuál? ¿El Abanico? ¿El Capitán?, ¿El Everest?
Insomnio
Por la noche despierto. No sé qué hora es. La luna ha salido y tiene algo de maravilloso ahora. Ilumina con su luz mortecina la pendiente nevada y los corredores que, en combinación con la pared, la altura a que estoy y la ciudad iluminada, hacen un espectáculo formidable. No puedo dormir. Aunque el arnés me molesta, no debo quitármelo.
Me muevo hacia un lado y hacia el otro, pero no puedo dormir.
¡Vaya! ¿Porqué no? ¿Acaso no estás cansado?
Dormito a ratos y el tiempo pasa. A lo lejos veo una mancha que no atino a saber qué es. Pienso en muchas cosas. Iseo debe tener mucha sed porque no tiene cantimplora.
Caramba con el muchacho. La que estaríamos gozando ahora ¿Habrán llegado Manuel y los demás a la Cabeza? Tenían más ganas de acampar en el Pecho. Sí, pero me gustaría que estuviesen aquí arriba.
Pienso en todo, menos en el tiempo. Me gustaría escribir todo lo que pienso, pero no me muevo.
Amanece.
Pero no pienso moverme hasta que el sol llegue a mí. Descubro con sorpresa que la mancha que veía anoche es, ni más ni menos, que el Pico de Orizaba. ¡Cuánta claridad en el cielo!, ¡ cuánto brillo el de la luna! De repente mi mente queda en blanco y trato de adivinar por donde saldrá el sol.
Un poco a la derecha.
Pero fallo.
¡El sol!
Comienza a calentarme y salgo de mi bolsa de dormir. No tengo espacio, tiempo ni energía para acomodar con precisión el equipo en la mochila y termino por meterlo en desorden. Ya después lo arreglaré.
Tomo cinco tragos de té. Los últimos. Después observo el final: una grieta que parece estar en desplome y será con toda seguridad, lo más difícil de la ruta. Inexplicablemente, al volver a observar con detalle la roca y los problemas que presenta, el cansancio se ha desvanecido o, mejor dicho, no lo recuerdo.
El último problema
Veo hacia abajo. Me parece curioso no tener miedo. Todo me parece hermoso y sencillo. Pero sé que debo tener cuidado pues no tener miedo es más peligroso que llevarlo consigo.
Me pongo la mochila y subo hacia la grieta, al último problema que presenta la pared. Al acercarme veo algo que me alegra: lo que prometía ser un difícil encuentro entre montaña y hombre, será sólo un saludo: la grieta es tan amplia en su parte baja que puedo pasar por en medio de ella. Me acomodo dentro y dejo la mochila para escalar la chimenea que está recubierta de hielo cristalino que me hace resbalar varias veces. Al final de ella veo la pendiente de nieve que lleva a la cumbre.
Recupero la mochila, me calzo los crampones y guardo el resto del equipo. No más roca. Ahora se trata de caminar sobre la nieve hasta la cima. Estoy cansado por la noche en vela, por la escalada misma.
¿Qué estará haciendo Iseo?
La subida es pesada. Si Manuel, Cristóbal y Juan acamparon anoche en la Cabeza, me bastaría un grito para que me ayudaran, se acabarían las dificultades.
¿Desistir en lo más fácil? No. Debo llegar solo.
Cada diez pasos me detengo a descansar. En dos ocasiones hago alto para acomodarme los crampones.
Una arista.
La adivino, la pienso primero por la luz que se difunde en su orilla: un magnífico contraluz. Después, la sigo. Me pongo los gogles y encuentro huellas en esta pendiente pronunciada.
¿Huellas? ¿Escaladores? Imposible, no vi a nadie en la pared. ¿Efecto del viento? Tal vez.
Lo único que me importa es que, pisándolas, me hundo menos, me canso menos.
La cumbre
Finalmente llego a la cumbre. Se presenta así, de repente. Es el espectáculo más grandioso que haya podido imaginar. Todas mis escaladas en solitario se unen a esta porque me han sido de gran utilidad. El Pecho luce brillante, tan brillante que parece difícil creer que exista la noche.
La Arista de la Luz me indicará el camino de bajada hacia el Cuello... La bajada. ¿Y si no han llegado los muchachos?
Camino por la planicie hacia el Cuello y al dar vuelta a una roca distingo algo. Instintivamente rechazo la visión. ¡Cuántas veces he imaginado lugares y personas estando solo! Pero está ahí. Una tienda de campaña. Aparecen dos personas y les silbo.
Son ellos...
Se acercan a mí, que ya me he dejado caer en la nieve. Estoy agotado, más psicológica que físicamente. Manuel, sorprendido por mi presencia solitaria y temiendo lo peor, me pregunta:
—¿Dónde está Iseo?
—Se quedó en el Teyotl.
Tiene que repetirme la pregunta y yo la respuesta para que me mire incrédulo y pregunta:
—¿Te la echaste solo?
—Sí... ¿No tienen agua? Tengo mucha sed.
Me felicitan, me quitan el equipo, la mochila, el arnés. Manuel me toma fotos desde todos los ángulos. Siento algo que no puedo describir: alegría, victoria y felicidad mezcladas con derrota, tristeza y una sensación de vacío muy grande. Todas juntas y de golpe. Me hubiera gustado compartir esto con Iseo. Es agradable sentirse rodeado de amigos.
En el refugio de Glaciares Orientales encontramos a Iseo, mi gran compañero de cordada. No sabe qué hacer. Por otro lado, entre nosotros existe tanta comunicación no verbal que no hace falta saber lo que quiere decir. Finalmente me da su mano y dice con mucha emoción:
—¡Mucho!