Muy temprano pasó por nosotros la camioneta que nos llevaría hasta la base de las montañas. Una parte del paisaje nos recordó mucho lo que por fotos conocemos del Himalaya, por lo que nos vimos aún más inspirados y emocionados. Llegamos a un lugar que se llama Baños Morales (por unas termas que ahí se encuentran y que al regreso visitaríamos) donde se consiguieron tres mulas para cargar los pesados costales de comida y equipo que llevábamos, además se hizo necesario contratar un caballo para cada quien ya que el acercamiento es tremendamente largo y bastante sinuoso.
Nos la pasamos como nunca, pues nos veíamos unos a otros y no podíamos creer que ya estuviéramos tan cerca del sueño que habíamos perseguido desde varios meses atrás. Para sorpresa de todos, los arrieros se fueron hasta atrás del grupo y nuestra guía fue una de las mulas, que obviamente habrá recorrido tantas veces el camino que ni por un momento dudó por donde seguir. Fue muy divertido ver como nos peleábamos por hacer que nuestros respectivos caballos nos hicieran caso porque a veces se iban para un lado, otras de plano se quedaban quietos; incluso uno decidió que era hora de descansar y simplemente se tiró al suelo, rompiendo terminantemente esa regla que dice que los caballos descansan de pie. Sólo hasta que llegó uno de los arrieros a moverlo pudimos seguir pues el caballo se negaba a continuar. Aún así hay que reconocer que estos animales son increíbles.
Con todo, pudimos disfrutar casi sin preocupaciones del recorrido por el hermoso lugar. Primero fue un camino empedrado para salir de Baños, luego este camino se convertía en un sendero entre la poca vegetación y las rocas, después venía un largo estero en donde cruzamos un caudaloso río y por último unas pendientes impresionantes con roca suelta que nos parecieron interminables. No quiero ni recordar el miedo que sentíamos cada vez que alguno de los caballos resbalaba, nada más de pensar en la pendiente por donde andábamos nos hacía recapacitar sobre los motivos que nos habían traído hasta acá. Pero tan sólo de ver cómo se imponía frente a nosotros, cada vez más grande, la mole de roca que escalaríamos, cualquier miedo se desvanecía transformándose en energías para seguir adelante. Afortunadamente no hubo ningún incidente y llegamos sanos y salvos hasta el refugio, a 3,130 m.
Refugio Plantar
Este refugio tiene una historia peculiar. Lo construyó Enrique Plantat hace sesenta años para su uso personal, pues acostumbraba venir acá a cazar y necesitaba de un lugar cómodo donde pasar largas temporadas. Después, los andinistas comenzaron a usarlo como escala obligada antes de continuar hasta las cimas del San José o del Marmolejo. Hasta que se convirtió eventualmente en "el Refugio Plantat". Algo muy bonito que se puede encontrar aquí son los testimonios de los montañeros que han pasado por el lugar. El Sr. Plantat comenzó a dejar cuadernos en blanco donde quien quisiera podía escribir sus impresiones, comentarios, tristezas... lo que quisiera. Cuando el cuaderno se termina siempre hay alguien que se encarga de llevárselo de regreso a su dueño original, quien actualmente posee todo un librero lleno de estos cuadernos. Ã?l se encarga de fotocopiarlos y alguien más regresa estas copias al refugio, donde cualquiera puede leerlos. Actualmente el Sr. Plantat cuenta con más de 80 años pero aún es fiel seguidor de los acontecimientos que suceden en las montañas.
Llegamos bastante cansados y nos dormimos muy temprano, ya con la imagen fresca de las montañas en la mente. Al día siguiente realizamos un porteo para preparar lo que sería el Campo Base Avanzado (CBA). Subimos principalmente las raciones de comida de los siguientes días. De vuelta en el refugio continuamos organizando el ascenso. Por suerte, aquí encontramos un par de mapas que nos ayudaron mucho. La emoción de estar aquí se acentuaba porque no sabíamos qué esperar, en muchas maneras era territorio desconocido para todos. Por la noche, la luna iluminaba todo el paraje llenando las montañas de alrededor con una tenue luz plateada que inspiraría hasta al más parco. No podíamos quitar los ojos del cielo estrellado.
Hhacia arriba
Al siguiente día preparamos las mochilas y ascendimos al CBA. A todos nos pareció más corto el camino, después de todo nos sentíamos un poco familiarizados con él. Hasta el momento la montaña nos había tratado muy bien, a pesar de las condiciones del lugar, que distaban mucho de ser un ascenso cualquiera. Como muchas zonas altas, el terreno aquí es pedregoso y arenal, lo que hacía de la marcha algo cansado. Aún así era increíble poder contemplar cómo las rocas a nuestro alrededor iban tomando diferentes tonalidades en tanto oscurecía, desde el amarillo hasta el violeta, pasando por el naranja y el rojo. Desde el principio todos quedamos embelesados con la visión de la pared Oeste del San José, similar al Aconcagua pero de menores dimensiones. Esta pared abarca gran parte del paisaje por la ruta que íbamos siguiendo. En la parte alta podíamos ver, un poco más atrás, la cima, con la forma de un domo y constantemente azotada por nubarrones que a veces tomaban formas caprichosas, casi irreales. Y mientras, nosotros simplemente disfrutando de la vida a nuestra muy especial manera.
Con muy buen humor nos levantamos al día siguiente y temprano hicimos un porteo, esta vez al Campamento 1 (C1) a 3,700 m. Al regreso nos desviamos un poco para conocer más el terreno y verificar las posibles rutas alternas de ascenso, debo recordar que todo era nuevo para nosotros; es muy diferente ver fotos, mapas y aprender de los que ya han estado ahí, que pararse frente a la montaña y verla en toda su magnitud. Antes de atardecer se nubló sorpresivamente y el frío aumentó de manera drástica, lo que nos obligó a refugiarnos pronto en las tiendas al abrigo de nuestros sacos de dormir. Ya nos habían advertido acerca de éste fenómeno, que consiste en que alrededor de los 4,000 m y hasta las cimas se asienten bancos de nubes que no permiten visibilidad alguna, y esto principalmente después de mediodía para que al día siguiente amanezca de nuevo despejado.
Contra lo esperado, la mañana venía acompañada de lluvia, no demasiado fuerte pero sí lo suficiente para hacer que los ánimos disminuyeran por la posibilidad de aplazar los planes. Aún así se optó por continuar y ese mismo día nos trasladamos hasta el C1.
Montaña viva
A veces oíamos desprendimientos de rocas procedentes de la pared oeste, a relativamente poca distancia de nosotros. Pero no por ser común dejó de ser atemorizante, nunca sabíamos cuando iba a ocurrir el siguiente ni donde. Este tipo de experiencias son las que le recuerdan a uno que la montaña está viva en cierta forma y que en ningún momento se debe bajar la guardia. La belleza de éstos lugares radica en que se imponen sin miramientos, sin consideraciones por ser vivo alguno. A nosotros, invasores, corresponde mantenernos en nuestros lugares y no pretendernos superhombres.
Comenzamos a realizar porteo y ascenso al mismo tiempo, por lo que las cargas de cada quien se vieron aumentadas. Hicimos un mayor esfuerzo y llegamos hasta el C2 justo cuando el clima comenzaba a cambiar. Hacia el valle, a nuestras espaldas, se seguía viendo un paisaje espectacular, propio de las alturas; hacia la cima la cosa era diferente: una gran masa de nubes cubría gran parte de la cordillera. Aún podíamos haber seguido avanzando, pero con el riesgo de un mal clima sobre nosotros con lo que esto conlleva. Haciendo gala de prudencia instalamos el nuevo campamento y esperamos.
Para nuestra fortuna amaneció bastante despejado y de nuevo pudimos ver la cima del San José frente a nosotros, única referencia tangible con que contábamos. La cima del Marmolejo aún se mantenía escondida detrás del escenario de nieve y roca a la izquierda de la ruta que llevábamos. El sabor de la aventura no había disminuido con el ascenso; al contrario, aumentaba con cada jornada que llevábamos a cabo.
Obstáculos
Como era de esperarse, no tardamos mucho en llegar a una verdadera encrucijada: glaciar a la izquierda (grietas), una extraña combinación de rocas y hielo de frente (desprendimientos) y, lo que parecía más viable, una larga pendiente de nieve que corría junto a una canaleta (más desprendimientos) a la derecha. Por experiencias tenidas en otras montañas, sabíamos que lo más seguro para continuar sería la pendiente de la derecha, siempre teniendo la precaución de mantenernos separados de la zona de deslaves, aunque en ocasiones esto no sería posible. Recordando los consejos de ruta recibidos por montañistas chilenos optamos, por fin, por esta pendiente. Era tan empinada que los crampones se hicieron necesarios. En apariencia sería una ascensión de unas dos horas antes de salir a una zona rocosa, pero la carga, la inclinación y los penitentes de nieve que inundaban el lugar hicieron de la jornada una casi interminable y extenuante.
Después de esta larguísima y empinada rampa de nieve llegamos a la mencionada roca, que resultó más arenal que otra cosa. Muy cansados pero con los ánimos por delante llegamos a la orilla de un glaciar gigantesco. Nos habían indicado que debíamos seguir por la arista que ahí iniciaba hasta llegar poco más arriba de la mitad del glaciar para evitar pasar por la zona de grietas; desde ahí sólo quedaba cruzar el hielo diagonalmente manteniendo la cima al frente para llegar al emplazamiento del último campamento, el C3, en aproximadamente dos horas; de esta manera la cima quedaba a sólo un día de distancia.
El último tramo
Calculamos realizar llegar al C3 en menos de las dos horas previstas. Nada más errado que esto. Después de subir por la arista nos enfrentamos, ahora sí, con la magnitud del glaciar. Aunque podíamos ver nuestro destino ilusoriamente al alcance de la mano, con cada paso que dábamos parecía alejarse más. Para nuestra fortuna, la nieve era menos profunda de lo que esperábamos, unos 50 cm en promedio. A veces era hielo lo que pisábamos y el paso se volvía peligroso. La engañosa suavidad de la nieve podía hacernos sentir seguros pero cada vez que cruzábamos uno o dos metros de hielo la situación se volvía contra nosotros. Un resbalón y sólo el suelo varios kilómetros abajo nos detendría, no obstante nuestra preparación y precauciones tomadas. Los nervios iban de punta.
Nos turnamos muchas veces para ir abriendo paso. Descansábamos cada vez con más frecuencia y el día se terminaba. El "una hora máximo" se estaba desintegrando en las garras de la realidad. Todos ascendíamos y todos éramos los agotados. Por fin, ya con un sol crepuscular a nuestras espaldas, uno a uno fuimos saliendo del interminable glaciar. No obstante nuestro objetivo se mantenía lejos. Todavía nos faltaba subir otros 300 o 400 metros antes de tirar a un lado las cosas y gritar "¡Llegamos!" La montaña nos acababa de recordar una enorme lección de humildad, axioma que debería estar presente en cada montañista, y el precio había sido un agotamiento casi extremo.
Último campamento
Todavía teníamos que derretir hielo para rehidratarnos y comer algo. La verdad es que no teníamos energías ni siquiera para organizar nuestro campamento. El glaciar había extraído la última caloría de nuestros cuerpos; si derretir hielo para preparar agua potable se nos tornaba insoportablemente desgastante, no lo fue menos preparar el terreno para las tiendas, tarea que se había vuelto prodigiosa a éstas alturas (a poco más de los 5,000 metros). Necesitábamos descansar cuanto antes. A regañadientes comimos cualquier cosa, atún o jamón, ya que bajo estas especiales circunstancias el hambre no suele ser una visita frecuente. Después de preparar de mala gana la tienda simplemente me guardé en la bolsa de dormir y me olvidé de todo. Afuera hacía un frío intenso y no quedaban ganas ni para platicar con el compañero.
Despertamos sólo porque la luz había llegado con el siguiente día, creo que nadie escuchó despertador alguno. De cualquier manera era día de descanso. Sólo hasta este momento recapacitamos en la gran fortuna que habíamos tenido al no habernos enfrentado con las nubes características de la cota por donde andábamos. No menos extraño nos pareció al reconocer los alrededores que ninguna formación nubosa se divisaba en kilómetros a la redonda. Tal parecía que habíamos llegado al lugar previsto en el momento adecuado.
En este punto estábamos justo entre la cima del San José y la del Marmolejo, un collado conocido como el Portezuelo y que es frontera entre Argentina y Chile. Un andinista chileno nos había hecho una cómica petición: "Por favor pongan las carpas del lado chileno y el baño del lado argentino".
El volcán San José
A pesar de estar tan cerca del Marmolejo, aún no lo habíamos visto del todo. Se hizo necesario una excursión a las lomas que se interponían para verlo en todo su esplendor. Impresionante. Un trapecio gigantesco erguido a imponentes 6,100 metros. Glaciares inmensos a todo su derredor, lagunas color turquesa al final de estos, nieve hasta la cima. En suma, una montaña hermosa y desafiante. Así mismo, caminamos un poco entre las dos montañas en dirección a Argentina para ver que se podía divisar desde estas alturas. No había sorpresas, sólo el paisaje inhóspito característico de semejantes altitudes.
Debíamos mantener la calma y planear las cosas bien. Nuestro primer objetivo era la cima del volcán San José. Con el nuevo día nos alistamos para subir. La ruta no parecía demasiado difícil, por lo menos no en apariencia, pero después de la lección recién recibida sabíamos que debíamos esperar casi cualquier cosa.
Día de cima
Nuestro principal enemigo en ese momento se materializó en el intenso frío que reinaba. Traíamos agua que en las mochilas de ataque ya se estaba congelando, clara indicación de temperaturas bajo cero. El viento era fortísimo y no dejaba que uno estuviera parado sin tambalearse de un lado a otro, lo que de vez en cuando arrancaba comentarios cómicos pues nos hacía parecer borrachos. Atravesamos un arenal, rocas sueltas y tuvimos que rodear por el borde un enorme cráter que emanaba bocanadas de azufre.
Por fin, pasadas las once, llegamos a la cima. Estamos a 5,830 metros. La emoción de ver todo bajo nosotros era incontenible; nos abrazamos y felicitamos. Fotos y más fotos, con la bandera de México, sin la bandera, cualquier foto era buena. La visión de los dos cráteres junto a nosotros era lo más maravilloso que habíamos visto además del Marmolejo frente a nosotros, esperándonos. No podíamos quedarnos arriba mucho tiempo pues la racha de buen tiempo podía terminar ese mismo día. Por otro lado, dos de nuestros compañeros comenzaban a presentar algunos malestares en apariencia propios de la altitud, no obstante nuestra aclimatación.
Sueños y realidad
Ahora, tras haber logrado terminar uno de los objetivos de nuestra expedición, sólo era cuestión de días culminar la siguiente cima, pero esa cumbre que se nos fue de las manos. Uno de nosotros ya no estaba en condiciones de un esfuerzo más. Su energía se había disipado justo a la llegada cima del San José debido al extremo esfuerzo al que nos habíamos visto sometidos. Otro presentaba un intenso malestar en las vías respiratorias: tos, dolor de garganta; y una irremediable mengua de energía. Ni aún con el descenso al C3 su condición mejoró. Esto cambiaba radicalmente los planes. Por un momento se contempló la posibilidad de esperar un día más para observar alguna mejoría. Pero las afecciones no parecían disminuir.
Por otro lado nos encontramos con una terrible realidad: el clima volvía a tornarse en nuestra contra y permanecer ahí en espera de una mejoría supondría una merma en los alimentos destinados al ascenso del Marmolejo. No obstante nuestros concienzudos planes y la organización logística, nos dimos cuenta que si queríamos permanecer los días necesarios para completar la segunda cima tendríamos que enfrentarnos, tarde o temprano, con una escasez de comida.
Descendimos, y más por la seguridad de nuestros compañeros enfermos que por el hambre que podría afectarnos después. Seguro que a nadie hubiera importado apretar el estómago con tal de seguir adelante. Pero había que mantener la cordura y ubicarnos manteniendo la unidad del grupo. Primero estaba la salud.
Hacia la base
Ese mismo día, bajando de la cima, se tomó la decisión de regresar cuanto antes así que ni siquiera nos quedamos a descansar. Creímos bajar en máximo dos días, era el glaciar, el arenal, la rampa y una tortuosa pendiente antes de llegar al refugio. Cuando dos personas no se encuentran en las mismas condiciones que el resto del grupo, es de esperarse que el descenso se torne lento. Pero para nuestra sorpresa hicimos muchísimo menos tiempo de lo que pensamos.
Con las últimas luces del día, bastante cansados pero aliviados, escuchamos un sonido como de campana que provenía del refugio. Era el Sr. Nelson, acostumbrado visitante del refugio, que tocaba con un palo un trozo de vía férrea colgado junto a la puerta en señal de felicitación reservada sólo a los que vuelven de la cima. Recuerdo que hasta el clima nos premió con un regalo muy especial: antes de que el sol se ocultara parecía rodearnos un halo de luz verde. A todos nos llamó la atención pero nadie supo explicar la razón de éste fenómeno. Quizá veníamos aún con el éxtasis de la cima en nuestra mente y veíamos todo color de rosa, o en este caso, extrañamente verdoso.
Esa noche la pasamos estupendo, sentados en una mesa y comiendo bien. La tos de uno y el agotamiento del otro comenzaban a ceder. Dormimos como reyes, sin preocuparnos por el viento de fuera, ni por los ruidos extraños, ni por nada. Simplemente descansamos.
La montaña pendiente
Temprano del día siguiente partimos hacia Baños Morales, con una montaña en nuestro haber y otra en la lista de pendientes. Sobra decir el despilfarro de gritos y porras cuando nos encontramos abajo, cuando pudimos decir: "lo logramos y hemos regresado sanos y salvos".
Constituyó esta experiencia el mejor bautizo andino que pudimos haber recibido los novatos. Con orgullo dimos un último vistazo al San José, que ahora se nos presentaba como una montaña amiga, digna del máximo esfuerzo que uno pueda dar por alcanzarla.
Participantes: Joaquín Durand, David López, Juan Cabello, Claudia López de Lara y Octavio Mancilla, Salvador Mendoza y Raymundo Arciniega (jefe de la expedición). Diciembre de 1999.
Localización del Nevado San José, en los Andes chilenos