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Montañismo y Exploración
Sian Ka’an o de la burocracia
15 diciembre 2000

Fue una remada deliciosa porque no había las olas enormes y porque en las partes angostas podía ver cuanta ave sobrevolara por ahí: garzas grises, pelícanos y flamingos.







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Después de cruzar la Bahía de la Ascensión en un largo trayecto de más de 28 kilómetros sin tocar tierra, Punta Allen representaba el término del aislamiento. Al menos eso parecía, porque el exceso de gente hacía de mí un extraño. La gente se refugiaba más en sí misma y no hacía caso de gente como yo, solo, en un kayak amarillo que se veía desde todos lados. Después de haber estado solo en un lugar donde no llegaba más sonido que el del viento o de las olas, las poblaciones me parecían dolorosas, aunque necesarias: necesitaba de la gente para vivir.


Al día siguiente, regresé a la punta al sur (un kilómetro, navegué hacia el oeste para meterme a la Bahía de la Ascención y luego me adentré en la laguna hacia el norte. Era cosa de evitar las olas todo lo posible y por ese lugar podría olvidarme un rato.


"No se vaya a bajar a tierra porque hay mucho lagarto", me habían dicho. Cuando pasé nuevamente por Punta Allen, pero esta vez del lado occidental, había remado ya seis kilómetros. Si me hubiera esperado un par de horas quizá alguien habría podido ayudarme a trasladar a Thor los 600 metros de playa hasta la laguna en vez de remar toda esa distancia. Pero decidí salir cuando apenas clareaba.


Fue una remada deliciosa porque no había las olas enormes y porque en las partes angostas podía ver cuanta ave sobrevolara por ahí: garzas grises, pelícanos y flamingos. Y así, después de un día de remar 49 kilómetros sin descansar en tierra —y sin ver un solo lagarto—, llegué a Boca Pailas, crucé el puente de madera y llegué nuevamente al mar. Ahí, en mera bocana, hay una instalación de los “Amigos de Sian Kaan”. No había nadie y me dormí después de comer.


Por la tarde llegó un camión con estudiantes de la Universidad de Chapingo y dos vigilantes que querían que me fuera de ahí. El más joven (21 años, aproximadamente) quería que me fuera caminando o “como había llegado” hasta Tulúm o Punta Allen y me preguntó si tenía permiso para navegar en la laguna y en kayak.

















Según él, necesitaba dos permisos diferentes, uno para usar el kayak y el otro para navegar en la laguna. Nada dijo cuando le mencioné que había varias lanchas de motor con turistas que pescaban en la laguna en una reserva donde no se permitía hacerlo pero sí insistió en que debía irme.


El otro hombre, de más edad, se llamaba Sergio y fue más razonable. Después de explicarle lo que estaba haciendo supo que era una estupidez decirme que me fuera de ahí. Me ofreció un lugar y ahí me fui. ¡Cómo cambian las cosas con la llegada de la gente!







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