Gómez FarÃas es un pueblo "de amortiguación ecológica", largo y estrecho como una sola lÃnea que separa la civilización y el progreso de aquello que ha estado siempre ahÃ. El crepúsculo cae lentamente sobre la tarde lenta, parsimoniosa, una tarde como las de siempre, con el calor del trópico rodeando cada una de las casas que se alinean a lo largo de la carretera, con los pájaros de cantos incontables, con el grito eterno de los grillos, con el croar intenso de las ranas y los sapos después de la lluvia, con el aletear de murciélagos que salen de sus cavernas y los verdes intensos de esa capa vegetal que recubre los cerros que se levantan hacia el cielo, hasta el lugar que fue decretado, en 1985, la Reserva de la Biósfera "El Cielo".
EN LA ORILLA DEL FIN DEL MUNDOUno sale de Gómez FarÃas y recorre un camino ancho que parte rumbo a la parte alta de la sierra. La vegetación va cambiando con la altura, poco a poco; los arbustos van escaseando y aparece el bosque mesófilo de montaña, de árboles fuertes y altos con grandes mechones de heno colgando de todas sus ramas, de todas las sombras. Es entre ese juego de luces y sombras proyectado sobre el suelo de roca caliza, como una gran pantalla blanca, donde se pueden descubrir diminutos fósiles incrustados en casi cada piedra.
Acaso la única desgracia sea que con ese bosque tan espeso la luz disminuye a tal grado que es difÃcil hacer fotografÃas y, en cambio, aparecen nuestros viejos conocidos de todos lados: los mosquitos que se pegan a la ropa impregnada de sudor y que se lanzan como consumados suicidas a los ojos, a los oÃdos, a todas partes; uno bien puede aplastar cien o mil y el trabajo ser en vano porque en un segundo estará la misma cantidad supliendo a las que han caÃdo en la lucha por obtener agua o sangre. Vida, en una palabra.
Es cuando uno está hasta allá arriba cuando se da cuenta que el nombre dado a este lugar no parece ser el más adecuado ya que del cielo no se ve gran cosa, al menos durante los primeros dÃas de caminar entre el bosque.
Inmerso en un océano de verde intenso y oscuro, parece difÃcil pensar en el cielo como algo más que aquello de donde vienen las lluvias, que está por encima de nosotros y por encima de los árboles, pero nada más. Sólo se ven manchones pequeños teñidos de azul o de blanco. Todo lo demás es verde vegetal que envuelve hasta las veredas.
Entonces aparece el "Rancho El Cielo". Allà hay espacio abierto. Un letrero que prohibe la entrada hasta que uno de los moradores del rancho vaya a la reja (para lo cual hay que gritar) es el inicio. Después, el azul y el verde se mezclan. Uno sale de la oscuridad para entrar de lleno al reino de la luz atronadora de los dÃas calurosos del estado de Tamaulipas.
Un poco más adelante, dentro del mismo rancho, siguiendo una pequeña senda, se llega a un mirador y desde allÃ, a escasos segundos de tronar el aguacero, uno parece estar de espectador en la misma orilla del fin del mundo, con nubes, relámpagos y grandes gotas como protagonistas.
UN POCO DE ENSEÃ?ANZANos deslizábamos por sobre la vereda amplia, por entre la vegetación siempre dominantemente verde, desde El Cielo hacia el noroeste porque querÃamos atravesar toda la Reserva en esa dirección hasta Jaumave. El camino nos llevó primero hasta el rancho El Malacate. AhÃ, rodeado de selva, platiqué con una señora que hacÃa nixtamal.
"Una vez una vÃbora de cascabel picó a mi marido y se puso retemal. Ã?l se puso listo y en cuanto [la vÃbora] lo picó se sacó toda la ponzoña y se vino caminando rápido con la culebra muerta en la mano. Aquà yo le puse una inyección de suero que me habÃan dado unos estudiantes y lo trepé a la mula para bajarlo hasta Gómez [FarÃas], a la clÃnica. Entonces me dijo el doctor que ya no habÃa nada qué hacer porque entre mi marido y yo, él sacándose la ponzoña y yo que le di el piquete de la medicina que me habÃan dejado, no habÃa más qué hacer, asà que nomás lo tuvo un dÃa en el centro de salud mientras se reponÃa de la pérdida de sangre. Eso es lo que nosotros hacemos cuando nos pica una vÃbora. Hay que caminar hasta Gómez..."
Y eso cuesta algunas horas.
Una vereda menos transitada que el ancho camino por el que habÃamos andado me hizo ganar media hora sobre mis compañeros y asà llegué primero a El Julilo, la morada de la familia de don AgustÃn Esqueda. En esa casa vimos una verdadera obra de arte hecha estufa (en el noroeste de México le llamarÃan calentón, aquÃ, simplemente chimenea). Toda construida de barro, tiene adornos que surgieron de la mente creativa del michoacano que vive todavÃa dentro de don AgustÃn. "En ningún lugar van a hallar otra igual porque esta no la hacen en Michoacán ni aquÃ."
El hijo de don AgustÃn, Abraham, se ofreció a acompañarnos durante un tramo del camino hacia Joya de Salas porque, decÃa, habÃa un corte que era un poco perdedizo. Además aprovecharÃa para buscar un "jabalÃn". En realidad lo que hacÃa era acompañarnos por gusto. Pocas veces llegan hasta allà visitantes con los que se pueda hablar de lo que uno mismo es, asà que habÃa que aprovechar la oportunidad. A nosotros nos agradó esto porque pudimos convivir más tiempo con él, una persona sincera y con grandes deseos de aprender cualquier cosa. "¿Pero qué podemos enseñarle?", pensaba yo mientras caminábamos. Al fin me di cuenta que aprendÃa cómo éramos nosotros.
CAMBIO DE VEGETACIÃ?NConforme Ãbamos subiendo, la vegetación seguÃa cambiando. Pero no sólo subÃamos, sino que también cambiábamos de vertiente en la sierra, de la oriental a la occidental, y eso nos habrÃa de ofrecer paisajes sorprendentes. El camino se habÃa vuelto desierto salvo por las aves, los mosquitos, las ardillas, y otros animales que adivinábamos, más que ver, por sus olores, sus ruidos y sus huellas. Hacia lo más alto, el bosque se volvió blanco, casi del mismo color de la roca. Los troncos tenÃan un color de ceniza apagada y estaban desnudos de hojas, pero no carecÃan del perenne heno que colgaba como melena.
En una ocasión en que me quedé solo haciendo anotaciones en mi bitácora mientras los demás se adelantaban, fui testigo de un acto impresionante. El bosque estaba lleno de ruidos, con sus cantos y reclamos de aves, el picoteo de carpinteros sobre el tronco de un árbol, el chirrido de cigarras, las lagartijas corriendo con sus colores iridiscentes sobre las rocas blancas, una Mantis que atrapaba insectos a un lado de la vereda...
Todo, en fin, estaba lleno de vida. Yo estaba sentado bajo uno de los árboles más grandes y encima de él estaba un ave de tamaño regular habÃa llamado mi atención por su plumaje café. Hasta ahÃ, habÃa visto por todos lados aves llamativas, como el cardenal, asà que un color café era de notar. Además, no cantaba.
De repente lo hizo con gran fuerza y se dejó caer unos cuatro metros hasta una rama del mismo árbol. Las cigarras y las aves callaron y todo el ruido del bosque cesó cuando el ave cantó. Unos segundos después, pasó una pequeña águila por encima de nosotros, dio tres vueltas y se fue. Entonces el ave café regresó a su mirador y cuando hubo revisado para todos lados, volvió a cantar con fuerza. El bosque recobró la voz entonces: era el centinela.
Hacia el atardecer, en las cercanÃas de Joya de Salas, el bosque volvió a cambiar y aparecieron los encinos. En una sola sierra y en unos cuantos kilómetros habÃamos pasado por cuatro diferentes tipos de vegetación. Joya de Salas es un pueblo de casas de madera con un par de lagos grandes donde pudimos abastecernos plenamente de agua por primera vez aunque los animales también beben de ella.
A un lado de la escuela hay una gran abertura en la tierra, un sótano en cuyas profundidades las piedras arrojadas tardan siete segundos en hacer el contacto, pero sólo el primero porque los demás se pierden y no pueden contarse sin error. Algunos muchachos nos dijeron que una vez aventaron una viga para ver qué tan hondo estaba y fue a salir por el rÃo Sabinas. La reconocieron porque la habÃan marcado. El rÃo Sabinas está a una distancia de doce kilómetros en lÃnea recta y entre éste y la entrada de la cueva hay un desnivel de más de un kilómetro, asà que la cueva en cuya boca nos detenÃamos para ver la oscuridad debÃa ser bastante profunda.