Había tenido siempre deseos de una novia, me dijo. Ya desde cuando era niño este deseo llenaba su corazón. Pedía siempre al Papá Noel le enviara una, y sus decepciones repetidas le habían llevado a conocer, a una edad muy tierna, un sentido de la desilusión que más de un hombre hubiera podido envidiarle. Cuando descubrió que el Papá Noel no existía, decidió en su pequeña cabeza que no podía tener confianza en sus padres. De ahí a dudar de todo lo que se le decía no había más que un paso. A los seis años ya era un perfecto escéptico.
Me preguntó si yo podía comprender sus sentimientos. Le dije que sí; un niño sensible e inteligente podía muy bien reaccionar de esa forma. Yo tenía, por mi parte, desde hacía largo tiempo, dudas sobre la conveniencia de la creencia en el Papá Noel, y la experiencia de Wish me interesaba vivamente. Le rogué que prosiguiera su relato.
A la edad de siete años había pedido a su padre que le revelara los misterios de la vida, especialmente en lo que concernía a las novias. Pero él juzgó perfectamente increíble lo que se le enseñó; eso le pareció más inverosímil aún —me dijo— que la existencia del Papá Noel. En su confusión, consultó a algunos de sus pequeños amigos que, igualmente desconcertados, interrogaron a sus padres sobre esta cuestión. Las explicaciones que le dieron eran tan variadas y contradictorias, que el pobre niño se encontró confirmado en su opinión de que todo eso no eran más que mentiras. Estaba convencido de que las novias no existían más que el Papá Noel.
Los padres de sus pequeños amigos se habían emocionado de ese súbito interés por un tema tan delicado. Habiendo descubierto quién era el origen de ese movimiento, se reunieron en consejo y, después de madura reflexión, escotaron para comprar al joven Wish una honda, con la esperanza de que eso desviaría sus preocupaciones hacia otros temas.
Aparte de los gastos de vidrios rotos, se mostraron muy satisfechos del resultado. El placer bien natural que experimentaba el niño en poseer un aparato de destrucción desvió efectivamente su atención del problema de las novias, suprimiendo así una tensión interna que hubiera si no podido provocar —¿quién sabe?— quizá una carrera política.
Algunos años más tarde, cuando era estudiante, el interés que había dedicado a este tema se encontró reavivado por una observación hecha de paso por una sirvienta. Consultando obras de referencia y dirigiéndose a las autoridades en la materia, adquirió muy pronto un conocimiento exhaustivo de las creencias establecidas sobre la cuestión. Pero su escepticismo era aún más robusto que su credulidad. A pesar de un vivo deseo de creer, era incapaz. Tenía la impresión —me dijo— de ser el único de toda la raza humana en ser capaz de percibir la penosa verdad y en escapar al confortable espejismo de la ilusión. Llegó a creer que su misión en la vida era revelar a la Humanidad la luz que él solo había sido capaz de distinguir. Era elocuente, hábil en las discusiones, y fundó un grupo titulado "¿De dónde venimos?", cuya divisa era: "¿Adónde vamos?" Escribió incluso una monografía que llevaba por título “Las novias: un mito patético”, que fue publicada por las "Ediciones de la Razón" y cuyas diez ediciones fueron sucesivamente agotadas.
Su negativa obstinada a no creer nada de lo que se le enseñase le llevó a ser expulsado de la Universidad. Los adheridos a su grupo le hicieron una escolta triunfal y le proclamaron primer mártir de la nueva falta de fe. Pero no debía tardar, como muchos jóvenes antes que él, en comprender que el mundo de los hombres y los negocios se parecía muy poco al mundo de sus sueños. Su primero y brutal despertar se produjo un sábado, por la tarde, en el bar "La Ardilla Psíquica". Wish acababa de arengar a los consumidores, como de costumbre, después de haber expuesto, estimaba él, de una forma particularmente brillante y clara, su teoría del escepticismo. Apenas había terminado, cuando un señor de cierta edad, y de un género más bien excéntrico, pronunció algunas frases que tuvieron el don de hacer perder a Wish toda su suficiencia. El desconocido declaró que no negaba a Wish ciertos vagos resplandores prometedores en tanto que escéptico. Pero tenía aún mucho camino que recorrer. Le era preciso aprender la verdad fundamental, a saber: que el verdadero escéptico es escéptico por disposición de espíritu más bien que por convicción; que el ropaje intelectual con que viste su escepticismo no tiene más importancia que las demostraciones del creyente; es decir, que sirve para violar más la verdad que para revelaría toda desnuda. Además, sabiendo que su espíritu le permitirá poner todo en duda, el escéptico desprecia el método que consiste en formular su incredulidad; debe contentarse con viviría. Pero incluso —declaraba el viejo señor— esto era ir demasiado lejos. El verdadero escéptico rehusaba incluso creer en sí mismo y en su propio escepticismo. Guardaba una amplitud de ideas indiscernible de la ausencia de ideas; su escepticismo encontraba su última expresión en la aceptación de los prejuicios ciegos como sana base de existencia y como la forma más penetrante de filosofía. He ahí —dijo— cual era la última fe, pues ella despreciaba el pretexto intelectual. Y concluyó afirmando que el verdadero escéptico tenía una fe más robusta que cualquier creyente.