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Montañismo y Exploración
Al asalto del Khili-Khili, Parte X
10 enero 1999

La montaña más alta del mundo no es el Everest, sino una que tiene más de catorce mil metros. Esta es la historia de su primer y único ascenso. Una novela que, además de divertida, es la única que trata al montañismo de forma sarcástica.







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Capítulo XI

AÚN MÁS ALTO


Al día siguiente, yo estaba suficientemente recuperado para emprender el camino del campamento IV, que yo distinguía justamente por encima del horizonte como un minúsculo punto negro en el inmenso desierto blanco. Avanzaba lentamente. Mis rodillas temblaban; mis pies marcaban las diez y diez; me caía frecuentemente. Todo esto, añadido al hecho de que no experimentaba apenas el deseo de buscar transversiones, me llevó a pensar que me estaba debilitando. Comprobé que mis pensamientos rehusaban elevarse más arriba de mi estómago. Estaba a punto de perder el control de mi destino y de la expedición.


He aquí lo que era grave. Cuando el jefe abandona, el equipo se disgrega.


¿Quién sabía qué luchas se libraban allí abajo? ¿Iba yo a ser el primero en flaquear?


No, no flaquearía. Ya era tiempo —me dije— de dejar de compadecerme de mí mismo, de mi suerte. Me había repetido largamente que yo tenía motivos para quejarme, y como no tengo la costumbre de mentir, me lo había creído. El remedio era evidente: debía mantener propósitos reconfortantes.


Me dije que tenía las rodillas seguras y los pies rectos. Me dije que a cada paso adquiriría fuerzas nuevas. Me repetí que mis dolores de estómago no merecían apenas que se hablase de ellos. Me dije que estaba impaciente de encontrar transversiones.


Me hablé todo el día. Estaba a punto de convencerme, cuando al fin de la tarde me imaginé súbitamente que mi vista bajaba, y comencé a temer la ceguera de las nieves. Me repetí que esto no estaba más que en la imaginación. Hice lo posible por persuadirme de esto, y me pareció, al fin, que mi vista mejoraba. Pero cuando llegamos al campamento IV me di cuenta de que los cristales de mis gafas estaban enteramente escarchados.


Encontré a Wish muy bien instalado. Me dio una larga e interesante lista de aparatos científicos que había creído ver durante la ascensión de la víspera. Me tuvo así largo tiempo escribiendo. Reproduciría esta lista aquí, pero temo que no suscite apenas interés, pues se parece mucho a un catálogo de la manufactura de armas de Saint-Etienne.


Dije a Wish que me proponía pasar un día en el campamento IV para aclimatarme, puesto que reemprendería mi avance lo más pronto posible, a fin de llegar lo más arriba que pudiera antes de estar al cabo de mis fuerzas. Esperaba —le dije— que me acompañaría.


Wish me dijo que eso era precisamente lo que él hubiera querido. Pero su permanencia en el campamento IV le había sentado mal y le era imprescindible descender para reponerse. Añadió que eso le permitiría servir en el campamento III de enlace para la transmisión de los mensajes entre nuestros compañeros y yo. Era indispensable —explicó— mantener contacto con los otros, y éste era el único medio práctico para lograrlo.


Espero no dar pruebas de demasiada indulgencia hacia mí si atribuyo a los efectos de la altura la pasajera irritación que me inspiraron las conclusiones lógicas de Wish. Reconocía la lógica de su proceder, pero me pareció que en aquel momento la lógica y Wish se habían ligado contra mí. Esto era mezquino por mi parte, sobre todo si se piensa en la compasión que me había testimoniado Wish en circunstancias análogas en el campamento III.


Después de una frugal cena de lentejas y pemmicam, me encontré suficientemente repuesto y sentí deseos de tener una franca conversación con Wish. Wish era un sabio acostumbrado a mirar de frente a la verdad; por ello vi natural el confesarle que me interesaba mucho en el estado amoroso del equipo y el preguntarle si por su parte tenía novia. Me respondió que esta era una cuestión muy interesante, en efecto. Le dije que esa era mi opinión, y entonces permanecimos por unos instantes silenciosos. Al cabo de algunos instantes, le recordé que no había respondido a mi pregunta; yo esperaba —añadí— que él interpretaría rectamente mi interés. Él me aseguro que desde luego, que estaba conmovido del interés que le manifestaba. Pero que él mismo no tenía sobre la cuestión una opinión bien definida. Le afirmé que me encantaría el que se confiara a mí. Me contó entonces su historia, pero lenta y penosamente. ¡El pobre! Tan viva era su emoción, que las palabras le llegaban difícilmente a sus labios.


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