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Montañismo y Exploración
Primera escalada mexicana en la pared de El Capitán
1 noviembre 1998

Diez años después de la escalada al Capitán por la Salathé, Juan Manuel Leal publicó en la revista Impacto el siguiente artículo. En realidad se trata del primer ascenso a la Salathé pero del segundo mexicano al Capitán.







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ESCALADA MEXICANA A LA GRAN PARED DE EL CAPITÁN

En septiembre hace 10 años. Eduardo Mosqueda, Carlos Rangel y Mauricio López, realizaron el primer ascenso mexicano a la gran pared de Salathe Wall, El Capitán, en el Valle de Yosemite, California.

Después de este ascenso, la pared ha sido escalada por muchas cordadas mexicanas y cada vez se proponen rutas más difíciles. Este es el relato inédito del primer ascenso a la pared Salathe por mexicanos, narración literal a cargo del extraordinario explorador, biólogo y excelente amigo, Carlos Rangel Plasencia.

Estoy parado sobre los estribos especiales para escalar a seiscientos metros de altura. Mi mano busca el mejor lugar en la roca para poner un clavo. Al principio le pego con el martillo poco a poco, después con fuerza. Treinta metros por debajo mío está Eduardo Mosqueda asegurándome con la cuerda. Una vez listo, coloco una anilla diminuta alrededor de este pedazo de metal, un mosquetón y mi segundo par de estribos. Voy pasando poco a poco el peso de mi cuerpo (aproximadamente unos 80 kilos si contamos el material de escalada que cargo) de un pie a otro hasta que compruebo que el clavo no se saldrá. Entonces recupero los estribos en los que estuve parado antes y subo peldaño tras peldaño con suavidad hasta llegar al más alto. Ahí cruzo las piernas para tener un mayor equilibrio y repito el proceso tardo más en platicar que en hacerlo.

Durante muchos años, el sueño de los escaladores mexicanos fue esta pared de mil metros de desnivel, que se yergue en el Valle de Yosemite, en California. En 1971, de entre todos los escaladores, surgió una cordada de tres personas que viajó hasta el valle y escalaron parte de la pared. Entonces fue un acontecimiento importante, pues subir la triple directa representaba haber pasado varios días en la pared. No obstante, los escaladores jamás regresaron al escenario y, como ha sucedido tantas veces en la historia del montañismo nacional, hubo otros muchos intentos de volver a subir. Tal vez demasiados porque sólo quedaban en eso: intentos. ¿Se había olvidado la ascensión de Nieto y sus compañeros? La pared fue tornándose mítica al grado de que un escalador mexicano no podía decir que iba a El Capitán sin que se pronosticara, tarde o temprano, su fracaso.

En septiembre de 1979, cinco escaladores de la UNAM estábamos en el famoso y entonces mítico Valle de Yosemite. Nuestro objetivo era la ruta Salathe Wall de El Capitán. Habíamos atravesado uno de los túneles de acceso al valle desembocamos en un mirador frente al cual estaba la pared. Era de noche y las estrellas y el frío fueron un excelente fondo en el que dominaba la silueta del gigante. A la mitad se veía una luz: ¡Hay gente vivaqueando! (colgados en el vacío sobre alguna cuerda tratando de descansar y dormir). Todos sentimos ganas de estar ya ahí, pegados al granito.

Al otro día, bajo el monolito rocoso más grande del mundo, nos sentimos sumamente pequeños. Eduardo Mosqueda, quien ya había estado escalando en el valle en ocasiones anteriores, nos observaba sonriente. Sabía lo que sentíamos pues él mismo había tenido ya su primer encuentro ante esa mole de granito blanco y pulido que tenía forma cóncava, con la parte baja de una pendiente moderada y al superior más allá de lo vertical. Este era el gran reto. Después de entrar y ?cascarear? varias pequeñas rutas hicimos un primer intento para reconocer la ruta, escalada en la que no llegamos a la mitad de la gran pared.

El primer día nos enfrentamos a la realidad de El Capitán. Por un lado, su blancura nos trajo problemas: no podíamos ver bien y yo, que aseguraba continuamente al puntero (Eduardo) tenía que basarme en la tensión de la cuerda para saber que necesitaba, sobre todo si estaba lejos. Otro problema era el calor y consumimos ocho de los 23 litros de agua que llevábamos. Sin embargo, estos problemas eran, por el momento secundarios pues ya desde el principio nos dimos cuenta que el principal problema era nuestra falta de experiencia en grandes paredes: pese a que conocíamos la técnica para ascender y la habíamos practicado varias veces, lo que sabíamos era poco. No pasaba de ser mera preparación en paredes pequeñas. En El Capitán esa práctica es extensa y continua.

En cuanto me reunía con Eduardo y recuperábamos los costales, había que seguir escalando. No había tiempo de descanso... ni de errores. No obstante cometimos varias fallas y nos dimos cuenta que el principal fue el haber llevado dos costales en vez de uno, que a la hora de ser recuperados resultaron un obstáculo formidable en cuanto a fuerza y para la velocidad de avance que queríamos imponer. Es cierto que ese día llegamos a Las Terrazas pero Eduardo tuvo que escalar un tramo y medio en la oscuridad. ¿Lámpara? La llevábamos pero es más molesta usarla que trepar casi a ciegas: con la luz artificial es fácil crear fantasmas y apoyos que parecen más grandes de lo que son. Utopía.

Entre los dos hacíamos la tracción necesaria bajo el principio de polea, para que los costales llegaran a nosotros mientras Mauricio se encargaba de desatorarlos cuando quedaban atrapados en alguna parte de la roca. Cuando llegamos a las Terrazas nos quedamos dormidos de cansancio antes de que los costales llegaran a nosotros y sólo despertamos cuando Mauricio llegó a nosotros: había estado gritando por más de media hora que el costa estaba ya libre y lo podíamos recuperar.

Ese día fue uno de los tres más importantes en toda la escalada. Habíamos avanzado diez tramos de cuerda, algo más de 400 metros. Comenzamos a racionar el agua, eliminamos uno de los costales y una gran parte de la comida porque toda era seca y era imposible tragarla estando tan limitados de agua. En adelante, cada día dejaríamos diversas cantidades para eliminar peso porque no la consumíamos. Así sólo significaba un estorbo.

El segundo día descendimos a la gran repisa de El Corazón, donde encontramos un tesoro: un galón de agua. A partir de ahí la rusa Salathe asciende muy poco pero avanza mucho hacia la izquierda de la gran pared, hasta uno de los lugares claves: el gran péndulo de Hollow Flake, delicado y a partir del cual no es imposible pero sí problemático, que es mejor seguir subiendo.

En este punto es necesario bajar colgado veinte metros al primer escalador y éste debía ?correr? por la pared, de un lado al otro, hasta alcanzar una grieta donde el escalador debe sostenerse y evitar su retroceso. En ese momento quien lo asegura tendría que dejar de correr un poco más de cuerda para ayudarle. Entonces comenzaba lo más difícil: subiría por espacio de treinta metros hasta llegar a una repisa... sin anclaje de ninguna especie en toda esa distancia. Si llegara a desprenderse, caería 30 metros hasta quedar suspendido de la cuerda y quién sabe lo que le pasaría con semejante impacto. Toda Salathe, pero en especial ese péndulo, debía hacerse sin fallas de ningún tipo.

A menudo cuando voy a comenzar a escalar, me sudan las manos; sólo cuando se trata de algo importante aparece una sensación de cosquilleo en las palmas de las manos. Pero esa fuer la primera y, hasta ahora, la única ocasión en que el cosquilleo se produjo con una violencia tal que me rascaba las palmas y sin ser yo quien iba a escalar. En esta ocasión me tocaba estar al otro extremo de la cuerda. No podía ver nada del avance ni de los problemas que tuviera Eduardo. Ambos sabíamos que en ese lugar el papel más importante lo jugaba el segundo.

Por eso, cuando tomó la cuerda y me lo dio con un "asegúrame", sentí que me entregaba toda su seguridad, el éxito de la escalada, el... ¡bueno!.. en una palabra: su vida. No veía nada porque la roca lo impediría y tendría que hacer todas las maniobras al puro tacto. Sabría cuando empezaría a correr por la pared, cuando llegaría. Pero lo más importante, puesto que tampoco lo escucharía, era saber cuando estaba en peligro de caer, para recuperar toda la cuerda posible.

(Continuará).

IMPACTO, 1989




 



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