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Montañismo y Exploración
Primer ascenso al Pico Polaco (1958)
21 julio 2010

En 1958 el equipo, la ropa y la técnica eran muy diferentes del actual. A cincuenta años, leer el relato del primer ascenso al Pico Polaco tal como fue en su momento, es un verdadero viaje. Con este artículo continuamos con la recopilación de la historia del montañismo latinoamericano.







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Hablar de Antonio Beorchia Nigris es adentrarse en la historia del montañismo de gran parte de los Andes. Comenzó la labor cuando gran parte de estas montañas eran vírgenes o sólo poseían ascensos precolombinos. No sólo los ascendió sino que también estudió su historia, arqueología y leyendas publicando gran parte de estas vivencias en formato papel. Con esta narración de su ascenso al Pico Polaco, comenzamos a rescatar esa historia sólo conocida por aquellos que llegaron a leerla.

El Pico Polaco (6,001 metros) es una montaña exquisita de atrevidas formas. Antonio, junto al recientemente desaparecido Edgardo Yacante, lograron la primera ascensión con el equipo de tenían entonces y con poquísimos elementos. La fuerte pareja cumplió con esta aventura, un sueño hecho realidad a pesar de las adversidades.

Pico Polaco (6,001 metros).Fotografías: archivo Antonio Beorchia Nigris.
Click en las imágenes para agrandar.

Por Antonio Beorchia Nigris

Hasta el valle Colorado (enero de 1958). Fue una expedición de sólo 12 jornadas.

No crean por esto que tuvimos los días contados, porque el tiempo fue lo único que nos sobraba. Lo escaso era el dinero y los víveres; los equipos eran lo que eran: una sola carpita, una pesadísima cuerda de cáñamo, antiguos grampones militares de seis puntas, piquetas con el cabo largo de caña colihue, bolsa-cama casera, un calentador “Primus” a nafta, zapatones militares…

Las prendas “douvet” (plumón de ganso) aún no se conocían, al menos entre nosotros, y en cuanto a los clavos de hielo, los mosquetones de aluminio, las sogas de perlón, las mochilas anatómicas o las livianísimas e impermeables carpas de “Goretex”, como tantos otros equipos que hoy tiene el mercado, entonces ni siquiera los soñábamos.

Eso sí, éramos jóvenes, y la juventud todo lo suple con imaginación, con entusiasmo.

Sergio Fernández en 1958

Recuerdo que viajamos hasta Barreal en el jeep de un señor Molina (quien nos acompañó hasta el campamento base), de quien no he vuelto a tener noticias hasta el día de hoy. Luego, con tres jornadas a lomo de mula, llegamos al valle Colorado, guiados por el baquiano don Lorenzo Gallardo, de Sorocayense, que a su vez contaba con el auxilio de dos ayudantes, cuyos nombres olvidé.

Este Gallardo, viéndome bisoño y por añadidura con acento “gringo”, de entrada nomás me tomó ojeriza e hizo lo que estuvo a su alcance para fastidiarme. ¡Ni un mate me convidó durante el viaje!, detalle que llegó a irritarme sobremanera. En esos años era yo muy impulsivo; a punto estuve  —cuando en una rueda me salteó ostensiblemente— de tomarlo por las solapas y sacudirle el polvo, pero Sergio Fernández me llevó aparte y me calmó con buenas razones. Cuento esta anécdota, si se quiere intrascendente, porque de los muchos baquianos que conocí y estimé, sólo de éste no conservo un buen recuerdo.

De izquierda a derecha: Alvarez Condarco, Ramada Sur, La Ramada, La Mesa, Pico Polaco y Mercedario.

Como decía, el campamento base (léase: la única carpa), lo instalamos sobre la margen izquierda del anchísimo valle Colorado, junto al sitio donde acamparon los polacos en el año 1934. Fueron esos polacos los que intentaron por primera vez escalar el misterioso pico “N”, que años después don Ricardo Faltis rebautizó con el nombre de “Pico Polaco”, en honor a sus descubridores pues antes de 1934 no se conocía la existencia de esta montaña.

Cuesta arriba

El 17 de enero atravesamos el amplio valle Colorado, a la sazón cruzado por varios brazos del río homónimo, hasta alcanzar las altísimas morrenas frontales de los glaciares de la vertiente sur del Mercedario.

Superadas las primeras morrenas, nos adentramos entre un caótico laberinto de canales, filos, lagunitas y arroyos que corrían un tramo y desaparecían al rato tragados por las grietas; la capa de agudas piedras que cubría al glaciar iba adelgazándose a medida que subíamos, hasta que a los 4,300 metros aparecieron grandes porciones de hielo verde surcado por profundas rajaduras, donde el tránsito de las mulas se hizo imposible.

Antonio Beorchia Nigris, en 1958.

Tuvimos pues que apearnos y seguir a pie. ¿Cuánto pasarían las mochilas? ¡Quién podrá decirlo! Nos baste saber que, además del equipo y de los víveres, cada uno de nosotros cargaba un buen atado de “cuerno” (leña de las alturas), para ahorrar el último litro de nafta que nos quedaba. Yo nunca había estado tan alto y, con solo diez minutos de experiencia, ya deseaba abandonar.

El mochilón me aplastaba como una piedra de molino y el terreno mismo, cubierto de lajas cortantes, dificultaba el avance; perdí terreno rápidamente, y más me atrasé cuando mis tres compañeros (Sergio Fernández, Oscar Kümmel y Edgardo Yacante), llegados a suelo firme, pudieron avanzar con más soltura.

“Yo no sigo” me dije, y me dejé caer como una bolsa vacía, mordiendo casi el aire, que nunca era suficiente. Quedé quieto un buen cuarto de hora, mientras el silbar de los oídos se aplacaba y el corazón retomaba su ritmo normal. Allá abajo, el baquiano con los mulares sólo eran puntitos negros perdidos en la vastedad del valle. Alrededor, los mayores glaciares de nuestra provincia relumbraban al sol.

Pico Polaco y Mercedario vistos desde el Valle Colorado.

Me levanté, tiré con bronca el atado de leña y apretando con fuerza los dientes, reinicié el ascenso; fue entonces cuando se produjo el milagro: los pulmones y el corazón empezaron a trabajar armónicamente, poco a poco gané altura, y por último alcancé a los demás. A los 4,500 metros, acampamos.

Al reparo de las piedras, encendimos un raquítico fuego, cuyo humo gris se arrastraba sobre el suelo como una gran serpiente, para deshilacharse más allá presa del viento. Luego, el sol se escondió detrás de las cimas del pico Polaco, y si bien no era tarde, la temperatura bajó instantáneamente hasta algunos grados bajo cero.

Por más que sopláramos sobre la llama, no conseguíamos derretir la nieve puesta en un recipiente metálico. Cansado, Fernández se alejó un tanto para observar la ruta que seguiríamos el día después, y nosotros entramos a la carpa, para intentar obtener agua con el “Primus”. Ahí pasamos una noche de perros, sentados la mayor parte del tiempo, bufando a ratos, apretados como sardinas, dos con la cabeza hacia la entrada y dos hacia el fondo.

Al otro día poco fue lo que ganamos en altura y, para variar, la noche del sábado resultó aún peor que la precedente. Cefaleas, vómitos, sensación de asfixia; nadie cerró un ojo. Por el mismo motivo, nos levantamos mucho antes del alba, con el propósito de intentar la cumbre ese mismo día. Pero Fernández y Kümmel estaban demasiado débiles para seguir. Entonces con Yacante preparamos una mochilita de ataque donde ubicamos los grampones, algo de agua, unos caramelos, y no recuerdo que complejo vitamínico.

Oscar Kümmel.

Nada de soga, era demasiado pesada. En media hora coronamos la cresta rocosa que nos separaba del Polaco. Allí nos sentamos a deliberar: los últimos mil metros de nuestro nevado formaban un formidable cono rocoso, surcado por canalones y corredores cubiertos abajo de hielo y arriba de nieve. Muy alto, un pequeño glaciar pénsil remataba en un casquete blanco que envolvía la cumbre.

Ajustamos los grampones—esos pesadísimos grampones de seis puntas que usaba el RIM22— a los zapatos y nos adentramos entre un mar de penitentes altos como un hombre, duros como la roca, cortantes como cuchillas. Ese infierno de puntas blancas, donde no se podía avanzar si no era “decapitándolas” con las piquetas para luego caminar sobre sus crestas, nos hizo perder tres horas preciosas; recién a las 11 alcanzamos la base de un corredor cubierto de hielo, que subía derecho, entre paredes de roca, hasta los 5,500 metros.

El primer tramo resultó un hueso duro de roer, pues el hielo derretido y vuelto a congelar cien veces, había formado una especie de escalera, cuyos escalones inclinados hacia abajo, presentaban los bordes romos y la superficie lisa como un espejo. Es decir: se trataba de una serie superpuesta de capas de hielo, con una inclinación mayor de 50 grados, que no ofrecía el menor agarre. Allí notamos enseguida la falta de soga y de algún buen clavo, pero ya era tarde para arrepentimientos.

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