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Montañismo y Exploración
Primer ascenso al Pico Polaco (1958)
21 julio 2010

En 1958 el equipo, la ropa y la técnica eran muy diferentes del actual. A cincuenta años, leer el relato del primer ascenso al Pico Polaco tal como fue en su momento, es un verdadero viaje. Con este artículo continuamos con la recopilación de la historia del montañismo latinoamericano.







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A golpes de piqueta, tallamos durante dos horas las muescas y los agarres para subir la que llamamos “Escalera”, superando un desnivel de apenas 100 metros. Más arriba, el corredor estaba cubierto de diminutos penitentes, sobre cuya superficie los grampones mordían con firmeza. Continuamos a buen ritmo, esquivando las piedras que las rocas laterales iban descargando a causa del deshielo.

ABN antes de arribar al casquete cumbrero del Pico Polaco.

A los 5,500 metros el corredor terminó en embudo, que a su vez remataba al pie de una pared vertical. Buscando hacia la derecha, descubrimos una serie de peñones, rodeados de acarreos, que nos permitieron continuar el ascenso. Nos sentamos sin embargo unos minutos para comer un caramelo y tomar un trago de agua. Poco después, reconfortados con tan abundante almuerzo, nos adentramos entre los roquedales hasta alcanzar una nueva canaleta cubierta de nieve, cuyo recorrido nos dejó 200 metros más arriba.

La segunda canaleta terminaba abruptamente sobre un balcón, a cuyos pies se descolgaba un gran salto vertical. Imposible nos pareció poder bajar sin soga, e imposible trepar por la cresta rocosa sin clavos. Nos sentamos sin saber qué hacer. Ya eran las 15 horas; el cielo se había nublado, camuflando con sus nieblas la formidable pared Sur del Mercedario. Debajo nuestro, un punto naranja señalaba el último campamento. Alrededor tronaban los glaciares desprendiendo continuas avalanchas.

—Y bien —inquirí— ¿Qué hacemos?—Regresemos —contestó Yacante.—Quizás convenga bajar algo e intentar un pasaje entre aquellas rocas —repliqué.

Sopesada la idea, descendimos un centenar de metros, nos metimos en los roquedales, y zigzagueando entre un caos de pequeñas canaletas y acarreos diminutos, topamos por último con un callejón sin salida: varados sobre una cornisa, con paredes inseguras a un costado que aflojaban piedras a la menor presión, y un salto de muchos metros bajo nuestros pies.

Ya nos habíamos rendido, cuando observamos una incisión en la roca, era de unos 30 cm. de profundidad por 50 de altura y cruzaba transversalmente hacia abajo, para terminar a los pies de una chimenea vertical, cuyo remate no podíamos distinguir. Animándonos mutuamente, tiramos suertes para saber quien pasaría primero a través de la incisión. Yacante fue el “favorecido” por la suerte. Arrastrándose sobre el vientre, avanzó con mucho cuidado, mientras tiraba al vacío las piedras que impedían su paso. Yo lo seguía maldiciendo por lo bajo el haber dejado la soga en el campamento.

Glaciar Italia.

Pero Yacante pasó, ¡ahora me tocaba a mí!

¿Nunca habéis sentido miedo? ¿Nunca habéis luchado con vosotros mismos, empujados hacia adelante por el deber, y retenidos de los fundillos por una atroz angustia? Así me decidí y pasé.

La chimenea, de la cual no habíamos podido ver el remate, subía verticalmente unos diez metros, y concluía en una plataforma bastante espaciosa. Esta vez no tiramos suertes: era justo que yo hiciera punta. La roca era mala y los agarres, cedían. Trepé haciendo contraposición con pies y manos, mientras un diluvio de piedras se desplomaba sobre Yacante.

“¡Me estás matando!” gritó aquel desde abajo, mientras se deslizaba a toda prisa en la grieta, para no quedar sepultado de veras. Sin embargo no pudo evitar que algunas lajas le produjeran profundas escoriaciones en la cabeza y en las manos. Por mi lado, no podía ya hacer otra cosa que seguir hacia arriba.

Resollando, procuraba superar esos diez malditos metros reteniendo el alma con los dientes. ¿Qué son diez metros? Poca cosa en buenas condiciones físicas y en un ambiente normal; sin embargo en aquella oportunidad me significaron el mayor esfuerzo jamás realizado. Hubo un instante que pensé dejarme caer, para que todo terminara de una vez.

Los pulmones parecían explotar; la vista se nublaba; los brazos y las piernas temblaban convulsivamente por el esfuerzo. Pero llegué. Con un empujón final, caí de bruces sobre la plataforma superior y allí quedé estirado, como muerto. Sólo después de varios minutos atiné a mirar alrededor: ahí estaba la cumbre, casi a la mano, sin obstáculos visibles que nos la prohibieran.

¡Cumbre!

Cuando Yacante me alcanzó, bajamos algunos metros hasta entrar en el glaciar, que es pénsil entre ambas cumbres, pero suave e inclinado hacia el Este. Eran las 17. Una nevisca finita caía todo alrededor. Los grampones mordían la nieve dura con sonido de bisagras oxidadas.

Ruta seguida en 1958.

Cinco, diez pasos, y un descanso. Observamos a nuestros pies un abismo de mil metros; la misma curvatura del glaciar —que menguaba con el aproximarse de la cima— producía la ilusión óptica de trepar sobre una enorme esfera blanca suspendida en el vacío. Después dimos con un rellano atravesado por una profunda grieta; más arriba cruzamos sobre un delgadísimo puente de hielo; luego subimos por la cúpula blanca y nada más.

¡Lo habíamos conseguido!

Pero estábamos demasiado agotados para sentir alguna emoción. Leves copos de nieve nos envolvían. No hacía frío, no soplaba una brisa. Algo más abajo descubrimos algunos roquedales despejados de nieve, donde dejamos nuestros comprobantes de ascensión. En la primera página de un libro de cumbre, escribimos:

Primer ascenso al Pico Polaco, de 6,000 metros. Participamos: Sergio Fernández, Oscar Kümmel, Edgardo Yacante y Antonio Beorchia Nigris. Expedición organizada por el Club Andino Mercedario de San Juan. Domingo 19 de enero de 1958. (Estos comprobantes fueron luego retirados en 1970 por una expedición austriaca).

El regreso

El regreso resultó peor que la subida. Otra vez lidiamos con la chimenea, después con los roquedales, más abajo con las canaletas, los acarreos, hasta que desembocamos como náufragos sobre el último corredor.

Anochecía.

Las puntas de los grampones se habían torcido y no mordían bien. Teníamos los zapatos y las medias empapadas. Sobre la “escalera” final,  sufrimos el último gran temor, la última verdadera dificultad, que sin embargo conseguimos superar incólumes. Ya era noche cerrada cuando nos metimos al fin entre los enormes penitentes del glaciar.

Allí fue el caernos de cabeza entre los profundos surcos helados; allí el golpearnos la cara contra la durísima nieve; el putear de rabia y el cansancio; el escupir sangre por los labios partidos. Cruzado el glaciar, trepamos a cuatro manos sobre un desecho de lajones que se desprendían bajo nuestro peso y nos transportaban hacia abajo con chispas y entrechocar de lajas.

Antonio B.N. regresando del Pico Polaco en 1958.

Así, dos, tres veces, hasta que la Providencia permitió que alcanzáramos un pequeño balcón abierto sobre el vacío, no más ancho de un metro, encerrado entre dos láminas de roca. Imposible avanzar sin luz, o retroceder. Desatamos pues los torcidos grampones, nos quitamos los zapatos y las medias de lana embebidas de agua, envolvimos los pies con nuestras bufandas, nos acurrucamos uno al lado del otro y, tiritando, esperamos a que amaneciera.

No había espacio ni para estirar las piernas. Otra vez nos envolvieron las nieblas y pronto la nieve empezó a repicar sobre las capuchas de los “anoraks”. De vez en cuando, el tronar de los hielos en movimiento nos sacaba providencialmente del sopor que se adueñaba de nosotros. No había que dormir. ¡No debíamos dormir! Cualquier andinista sabe eso. El que se duerme, como durmió el malogrado Antonio Melone 25 años después sobre el mismo glaciar, no despierta más.

Cuando al fin amaneció, comprobamos que las medias y los zapatos se habían congelado de tal modo, que debimos golpearlos sobre piedras para ablandarlos y podernos calzar. Media hora más tarde nos echamos en los brazos de Fernández, que nos esperaba con lágrimas en los ojos.

Ver Cerro Mercedario y Pico Polaco en un mapa más grande

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