3. Volcán Ojos del Salado (6,878 metros, Argentina y Chile), enero del 2007

Decidimos subir por la ruta normal de Chile, la más sencilla pero menos atractiva. Los caminos de coche llegan hasta el último refugio (intransitable para vehículos esa temporada, pero muy cómodos para caminarlos). Nuestros vehículos nos llevaron al Paso de San Francisco pero nos encontramos con que no había combustible y tuvimos que viajar por él.

Fotografías: archivo de Adrián Sánchez
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Al regreso, directo a las termas, junto a la laguna y rodeados de un paisaje increíble. Intercambiamos información con otras expediciones y también discutimos si es más alto el Pissis o el Ojos del Salado. La conclusión: los dos son argentinos.

Martín y Joseba van a pie, yo acompaño a Fernanda Carricart, que va filmando. En un punto, tuvimos que batallar en un arenal más de media hora porque el vehículo no avanzaba. Estábamos a 100 metros de desnivel del campamento y el vehículo no tenía forma  de subir: tablones, pala, malacate… se nos agotaron todos los recursos.

Al rato pasó uno de los responsables de la empresa que administra el Ojos por del lado de Chile y tras un par de bromas no ayudó. Al final nos dijo que lo dejáramos ahí porque definitivamente no subirá. Pero soy testarudo y descendemos para ir por otro lado, un viejo camino de lajas inutilizado pero un rato después apareció una camioneta con dos argentinos tocando la bocina: lo habíamos logrado.

Descansamos un día y luego partimos hacia el C2 por un viejo camino de coches. Unos viejos contenedores forman el refugio, cuchetas y otras comodidades parecen increíbles a esta altura pero ojalá en Argentina no se les ocurra construir de éstos.

A un montañista de otra expedición le suministraban oxígeno y lo evacuaron pronto. Nosotros dormimos unas horas y a las cinco partí hacia la cumbre. Martín y Fernanda esperarían un día más y Joseba se demoraba tanto que decidí no esperarlo. El viento era intenso, mucha nieve en polvo y cuando la nieve vuela, hay poca visibilidad y los dedos sufren, mover las piernas se dificulta.

El día no es el mejor, pero ya había salido para arriba. Horas después, llegué al cráter, vi la chimenea cumbrera. El viento se arremolinaba sobre ella dificultando mucho la escalada. Reacio a usar las cuerdas fijas, fui a ellas con ilusión, pues no siento los dedos. Pero las cuerdas daban miedo porque llevaban meses a la intemperie. Sería suicida usarlas así que subí la chimenea con dificultad pero al final se me atoró la mochila y decidí quitármela y dejarla ahí. Unos metros más y por fin: ¡La cumbre!

Ahí arriba el viento superaba los 70 km/h así que escapé rápidamente y comencé a destrepar. Evité la tentadora cuerda porque estaba convencido de que no aguantaría. Tiene su costo: en cada agarre la mano se me abría sola y me costaba aguantarme. Con esfuerzo y muchas dudas llegué al pie de la chimenea y al mejor ritmo que pude, comencé el descenso. Paso a paso, la sonrisa aparece y va creciendo en mi cara. Al final, el refugio, los abrazos y los festejos. Al día siguiente mis compañeros partirían hacia arriba.

Dos días después nos encontrábamos de nuevo en la camioneta y antes de darle arranque nos asomamos a su motor: hielo por todos lados. Lo desarmamos todo con mucha paciencia pese al frío de –20º C. Tras dos horas de trabajos, la rearmamos pero como el radiaros perdía agua por todos lados, decidimos aprovechar la temperatura tal como estaba. En Fiambalá un mecánico solucionó el problema.