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Montañismo y Exploración
Explorando la Sierra Juárez
6 julio 2005

Una de las primeras exploraciones del Grupo de Exploración de la UNAM fue en la Sierra Juárez, en Baja California. Realizada en el mes de julio de 1982, las temperaturas fueron muy elevadas, lo que representó un fuerte problema. Aquí se presenta una versión ampliada de la aparecida en la revista México Desconocido.







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LA CIMA DE LA SIERRA

Pasó la noche y nos detuvimos a las once de la mañana. A esa hora nos tumbamos bajo cualquier sombra, la menos raquítica, y sufrimos los zumbidos de las moscas, abejorros y hormigas. Estábamos tan cansados que no podíamos dormir. Ahora caminábamos como autómatas y nos hemos turnado para “arrear” al más lento. Era curioso que consideráramos “sombra” a un raquítico arbusto. Pero estábamos cansados. El día anterior nos habíamos levantado a las cuatro de la mañana y a las 31 horas después seguíamos despiertos.

—Desde aquí, sólo falta caminar por la parte alta y llegamos al rancho.


Y volvimos a caminar a las cuatro de la tarde, cuando el calor ha bajado un poco. A las seis, me detengo en donde estoy. No puedo creerlo. Según nuestros cálculos sólo deberíamos caminar en terreno suave y debajo de mí está un cañón. ¿De dónde salió? Es el cañón Guadalupe.


“Pero, ¿me distraje tanto que consideré que el cañón ya no existía? Sí, lo hice. Estaba más preocupado por sacar a Gustavo de ahí, de encontrar agua para todos y de darles fuerza de alguna manera, porque, a falta de agua, no comíamos mucho. Había sido una ilusión. Me senté en una roca y los demás fueron llegando. “¿Qué haces?” “Asómate ahí y me dices qué ves”. Mi preocupación se disolvió al ver sus rostros. Era increíble la transformación: incredulidad, desesperanza, cansancio, fastidio. “No, no más.” Nos echamos a reír y sólo así nos relajamos.


“¿Tendremos que bajar de nuevo y volver a subir del otro lado para llegar al rancho?” Sí, teníamos que hacerlo. Claro, podríamos rodear, pero allá abajo había agua. Sí, un pequeño brinco que tardaremos día y medio en completar. Jamás creí que un cañón más pequeño que el del Diablo me impusiera tanto respeto. Sin discusión: hacia abajo.


Mis compañeros comienzan a bajar entre las rocas. Allá abajo se ve el arroyo. Yo me detengo a mirar lo que nos rodea: bloques de granito, paredes gigantescas que ansiarían escalar muchos, cientos de rocas donde seguramente hay reptiles, plantas que nos han servido de sombra…


Abajo, el desierto y, en el recuerdo, las palmas, los dátiles, los arroyos, la sed sentida, las luces que preceden al crepúsculo. Es curioso, pero hasta ahora advierto que el día anterior pude caminar hasta las diez de la noche sin lámpara. El cambio del día a la noche anterior no había sido un salto brusco, sino gradual, con cambios de colores increíbles. Los objetos, las piedras, las sombras, iban perdiendo su identidad y se fundían en una oscuridad que sólo era rota por las estrellas. Así pasaría hoy también.


Ahora debo bajar: los demás están ya en camino porque les urge el agua. Un poco adelante, Raúl se detiene y le pregunto si le pasa algo. Su comentario es único:


—A más tardar, pasado mañana estaremos en San Luis otra vez. Tenemos sed, pero por el momento prefiero disfrutar el paisaje. ¡Qué bonito es todo esto!


En efecto. Todo llegaría a su tiempo, pero la belleza es —siempre ha sido— real, viva.





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