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Montañismo y Exploración
UNA OFRENDA PARA LOS DIOSES

1986: un grupo de universitarios hacen un descubrimiento arqueológico de primera importancia siguiendo los datos que la gente del lugar les proporciona. En una cueva en lo alto de un cerro rodeado de desierto, entran para averiguar lo que hay ahí. Quizá sea cierto todo lo que les dijeron en el valle acerca de restos de los







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UN ANGOSTO PASO EN LA OSCURIDAD


Sin esperar más, comencé a reptar en el suelo para poder traspasar por el pequeño agujero. Había que sacar el aire de los pulmones en su parte más estrecha y moverse lo más rápido posible. Aunque no padezco claustrofobia, la sensación de estar sin aire en un sitio tan reducido, es simplemente aplastante. Cuando la luz desapareció de mis ojos, vi a mi compañero junto a mí. Dirigía su linterna a los lugares donde había que poner los pies. Pocos y muy escasos porque iniciaba un tiro de aproximadamente ocho metros. No había señal de los "huesos de los antiguos" ni de ningún tipo de pintura rupestre. Ni un petroglifo siquiera. Nada. Pero esa caída vertical se abría a mis pies. Pensé en los espeleólogos. Si esta cueva seguía, les podríamos decir y que ellos regresaran hasta llegar al final.

�Voy a bajar �anuncié, y desde afuera vino la voz de Manuel preguntando si no era peligroso y si podría subir. Volví a mirar hacia abajo y le respondí afirmativamente.

�Entonces espera a que pase el camarógrafo y te grabe en el descenso.

Minutos después, tres personas estábamos en un lugar donde apenas cabe una, con una cámara de televisión y potentes reflectores para la grabación. "¡Qué más da! De cualquier forma sólo bajo y vuelvo a subir". Hugo Rojas se colocó su equipo y comenzó a grabar mientras yo desescalaba por una chimenea amplia y rugosa hacia un fondo que luego se perdía en un pasillo. ¿La caverna seguiría por ahí?



LA CARA DE LOS DIOSES

Ya abajo del tiro, dirigí mi linterna al suelo para ver lo que pisaba. Había huesos. "Hasta huesos de los antiguos hay", recordé y comencé a buscar con la mirada las "jarras donde comían los antiguos" y todo lo demás. Pero mis ojos se toparon primero con algo que me llamó mucho la atención: una máscara hecha de madera. Su forma no era complicada; incluso se parecía a las muchas que venden en mercados de artesanías, sólo que sin colores.

Desde arriba me preguntaban qué pasaba mientras yo trataba de hacer una narración hablada de lo que hacía. Hacía pocos días había terminado de leer el libro de Howard Carter, La tumba de Tutankamón, y estar ahí me hacía regresar a ese libro, a los incontables años en que estaba entrando por primera vez. Una máscara... pero ¿desde cuándo? Estaba tan conservada que parecía tener a lo más unas cuantas decenas de años. Desde arriba preguntaban: "¿Una máscara?" Se estaban impacientando.

En el ramal más corto, pero más amplio, mi asombro llegó al límite: gran cantidad de jícaras policromadas, todas volteadas hacia abajo, pedazos de escudos también de madera y más máscaras estaban regadas por todos lados. Estaba de frente al pasado, a un pasado que nadie conocía o sospechaba, salvo los habitantes del valle. ¿Entrarían ellos aquí? No había ninguna huella en el suelo arenoso.

"No debes tocar nada", me dije. Iluminaba el suelo en busca de una piedra o suelo firme, lo tocaba con la mano y luego, con mucho cuidado, ponía el pie y daba el paso. Una operación lenta. "No debes tocar nada". Pero desde arriba llegaban las prisas. ¿Podían bajar? ¡Por supuesto que no! No hasta saber qué habíamos encontrado. Así recorrí parte del ramal más largo, hasta que se perdía en un segundo tiro, más complicado. "Puedo bajar, pero se van a desesperar si no regreso pronto o me pierden la voz". A la mitad había una pequeña cueva donde habían más objetos y huesos, sobre todo huesos.



HACIA FUERA

Manuel y Antonio bajaron también. Les esperé al final de ese tiro y les indicaba los lugares donde habían de pisar y aquellos a los que no debían acercarse para evitar romper algo. "Esto es muy importante. Hay que dar noticia a los arqueólogos", decidimos. Pero nadie nos creería sin tener una prueba en la mano. Sabíamos que una fotografía no tendría tanto impacto, ni siquiera la vista de un video bien tomado como el que Hugo estaba realizando de pie en esa minúscula repisa de allá arriba. Así que decidimos tomar algunas sin mover las demás para llevarlas a los investigadores.

Cuatro horas después, volví a cruzar el angosto pasaje sin aire en los pulmones y regresaba a la luz. Cuatro horas. Para mí habían sido apenas más largo que el tiempo que tardé en pasar de luz a sombra. Y lo primero que descubría era el silencio. Risas, bromas y cualquier otro comentario se habían apagado ante la vista de las piezas que iban saliendo de la mochila envueltas cuidadosamente en ropa. Fue un largo momento de expresiones atónitas. Los rostros reflejaban admiración, desconcierto, misterio, sobresalto y gran humildad mezclada con el orgullo de cualquier descubridor de tesoros arqueológicos. Hubo poco movimiento y palabras.

Cuando hasta arriba llegó la primera noticia de que había hallado una máscara, todos lo habían tomado a broma y me habían urgido a regresar: todos querían bajar del cerro y regresar a casa. Ahora, todos estaban reunidos y asombrados. De alguna manera, todos nos habíamos convertido en los descubridores que soñamos cuando de niños pensábamos en hallar un rico tesoro., aunque éste consistiera en máscaras de madera que representaban a Tláloc (dios de la lluvia), �ztotl (dios de las cavernas) y a otros que en ese momento no reconocimos; escudos y tablillas, todos de madera y con incrustaciones de jade, concha nácar, hueso y otras piezas; algunas puntas de lanza de obsidiana de 30 centímetros de longitud. 21 piezas en total. El hallazgo era valioso artísticamente, pero sobre todo en el plano histórico. ¿Por qué las habían dejado ahí? ¿Hace cuántos años o siglos? Estas y otras muchas más eran las preguntas que correspondía solucionar a los especialistas.

La primera exhibición de algunas piezas ante todo el equipo, a plena luz del día, Fue una contemplación que mentalmente nos alejaba a épocas remotas. Nuestra respiración palpitaba fuera de ritmo. Estábamos como acalambrados, estáticos ante la mirada fija de ojos inexistentes de dioses, semidioses o hechiceros que nos observaban tras de las máscaras. ¿Habíamos violado un recinto sagrado y la divinidad del lugar tomaría represalias contra nosotros?

Afuera, el calor había desaparecido y el aire era fresco, casi nocturno. Debíamos caminar todavía tres horas hasta los autos y manejar otras cuatro a la ciudad. Poco a poco, la plática regresó mientras bajábamos por las laderas de guijarros sueltos con un cargamento valioso rodeados de crepúsculo.

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