Uno inicia cada día con unas ganas enormes de vivir, con ese gesto de abrir la boca y comerse el mundo a mordidas, pese a las sombras, pese a los pronósticos. Uno se levanta y dice “quiero vivir de esta manera y no de otra”. Y lo hace. Se encuentra en el camino con gente que piensa y hace lo mismo: a su manera, viven, gozan, ríen, hacen el amor, sudan, sangran, lloran, se emborrachan de risa y sol, de agua y sed.
Es fácil ver esas miradas insensatas que llevan al extremo de vivir, sea como sea, de ser uno mismo. El mundo de la vertical es así: pequeño; se conoce a quien de verdad vive y a quien finge vivir, a quien se despierta queriendo comerse al mundo a mordidas y a quien usa tenedor y cuchillo para ello. Es grato sujetar la vida y morderla, saborearla. ¿A qué los cubiertos?
Por eso, cuando llega la noticia de que uno de los nuestros se ha ido, la boca se queda quieta, cae. Asombrados, no sabemos de dónde sujetarnos, a quién acudir. A nadie, por supuesto: lo sabíamos desde el principio, incluso lo habíamos hablado entre nosotros, si fuimos lo suficientemente honestos como para comprender que nuestra vida lleva implícito el riesgo, el enorme riesgo de vivir, pero que tiene consigo la enorme satisfacción de ser felices.
Alrededor van cayendo los amigos, los conocidos o los más lejanos: aquellos que son tomados como ejemplo sin apenas mediar palabra, sin decirles que son el ejemplo, sin que lo sospechen incluso. Caen. Y no sabemos qué hacer. Ni siquiera sabemos cómo decirles adiós. Pero lo sabemos todos: unos antes y otros después, nos iremos.
Pero da pena, coraje, que caigan los buenos, aquellos a los que no les importa brillar: ya tienen un brillo propio. La vida continúa, pese a todo.
Amigos: somos los segundos en la cuerda. Gracias por puntear.