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Montañismo y Exploración
En libre el Segundo Escalón
29 junio 2007

En 1985, Oscar Cadiach llegó a la cima del Everest por la ruta norte. Subió el Segundo Escalón sin usar la escalera que han usado los miles que han pasado por ahí y fue el primero. Este es el relato de Oscar de ese primer ascenso.







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Antes de la ocho alcanzamos el pie del Segundo Escalón. Lo miro y trago saliva. La poca que puedo. Tengo la garganta reseca de la escasa humedad del aire y del cansancio prolongado. No paro de jadear. Desde el año 1980, nadie ha vuelto a subir por aquí. Se ve una pared casi vertical de unos cuarenta metros, si la vista y la falta de oxígeno no me engañan.


Oscar CadiachObservo hacia arriba entre jadeos los dos peldaños que sobresalen entre la nieve de una vieja escalera de aluminio china. No me servirán. La escala se halla, como mínimo, a un metro de separación de donde creo que debe subirse. Junto a mí está Shombu. El resto viene más atrás. Saco la cuerda de la mochila. Me ato a un extremo y se la paso al sherpa para que me asegure. Clavo un pitón tipo universal marca Faders. Golpeo y golpeo, y me aseguró a él. Desde donde estoy, como en una oquedad al pie de las rocas, se intuyen dos posibles formas de superar la primera parte de la pared. Descarto la chimenea que comienza en mi vertical. A su derecha una especie de muro en forma de bloques parece que me lo pondrá más fácil. Me lanzo. Los movimientos son torpes y creo que lentos en comparación a las alturas donde acostumbro a escalar. Subo poco a poco pero seguro, convencido de continuar hacia arriba. Los bloques dan paso a una placa de nieve vertical como nunca y de una altura de unos veinticinco metros. Con el piolet me abro paso en la nieve. Con profundas inspiraciones mis pulmones intentan abrirse paso en el aire enrarecido.


Me planto al pie de una fisura. Una grieta amplia en la roca, donde me cabrían un brazo entero y una pierna. Estoy mal equilibrado. Me siento cansado. Me encuentro a casi 8.700 metros. Entonces recuerdo con calor las canciones y la música que nos retransmitían ayer por la radio nuestros compañeros desde el campo III. Sus dedicatorias y sus deseos para animarnos creo que están produciendo su efecto.


Miro la fisura. Empotro el brazo como si ya supiera perfectamente cómo debo resolverlo; aunque no había estado nunca allí. Y también encajo una pierna. Alzo la mirada. Tengo que llegar. Paso una cinta de seguro por un escalón de la escalera. Paso la cuerda por el mosquetón. Y con un impulso me alzo poco a poco, centímetro a centímetro. Echo en falta el aire. Estoy sudando. La pared es vertical. A mis pies se extiende toda la profundidad de la cara norte del Everest. Arriba... Arriba... Me saco la manopla de la mano empotrada. Necesito más tacto. Encuentro buenas presas para los pies. ¡Suerte! ¡Uff!... Respiro y escalo..., respiro y escalo...





Al acabar la fisura me encuentro con una cornisa de nieve que cuelga, retorcida, en lo alto de la pared. Saco el piolet. La mano sigue empotrada dentro de la grieta. Un pie también. El otro se equilibra como puede. Cavo, cavo, golpeo y hago saltar poco a poco la nieve pared abajo. Lentamente, como todo aquí arriba, dibujo una especie de canal por donde vuelvo a ver el cielo azul marino. No sé qué dificultad tendrá todo esto, pero lo encuentro muy difícil y agotador. Cavo..., respiro..., cavo..., respiro... ¡Uff! Me alzo con mucho cuidado. La concentración debe ser como el equilibrio: absoluta y precisa. Entonces clavo el piolet encima de la nieve asiéndolo por la cruz. Con la otra mano me apoyo en la nieve. Subo los pies. Todo, tan rápido como puedo. Finalmente me incorporo. Resoplo como una máquina de tren de vapor, y entonces miro abajo, y después arriba. En ese instante, tengo más claro que nunca que la cima ahora sí que está cerca. ¿Qué dificultad tenía todo esto? ¿Quinto superior? A 8.650 metros, realmente me cuesta encontrarle la graduación adecuada.





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