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Montañismo y Exploración
Frío
14 noviembre 2004

Pero si el viento había amainado, las olas eran grandes. Andrés era el único que disfrutaba completamente porque además de remar elegía las olas y se ponía a surfear. Su control sobre el kayak era total. Asombroso. Yo lo había visto dar marometas en su kayak en el río pero estaba en la orilla. Aquí, todos en el mar, daba un poco de envidia, pero no dejaba de causar admiración.







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“Ppppffffffff”…


Delfines. Eran tres que salían a respirar a unos metros de mí. ¡Qué difícil era calcular las distancias cuando el mar era inabarcable con la mirada! Negros por encima, grises por debajo, sus cuerpos eran puro músculo. Sin importar las olas, me detuve a observarlos. Impresionante. Pero seguían sin acercarse mucho. Sólo lo suficiente.


No, hoy, con este frío y estas olas, no hemos visto delfines. O quizá han estado cerca, pero no los hemos visto ni oído. ¿Cómo hacen cuando el mar está picado?


Debíamos salir del agua a las cinco, quizá media hora después, pero no más tarde. Alex, con su sorprendente buena vista, dijo: “Veo una antena y una bandera. Debe ser un puesto de marinos.” Los demás no le creyeron pero yo ya había comprobado que sí veía lo que ninguno de nosotros. Así que seguimos y media hora después, vimos la bandera ondear.


Un par de horas después, estábamos en una habitación con camas suaves y sábanas limpias. No era un puesto militar, sino un hotel exclusivo donde el dueño nos había proporcionado habitación, con un buen baño de agua caliente, y una cena. ¿Cómo describirlo? Habíamos remado por horas en una costa donde no había nada. Ni pescadores, ni lanchas, ni casitas solas. Nada. Y de repente se alzaba esta enorme casa de madera que era el centro de esparcimiento de los pocos clientes que venían a descansar y se dedicaban a la pesca.


Nicho era el nombre del propietario y los llevaba y traía de un lado al otro en un enorme vehículo anfibio con el que podían meterse a la laguna o simplemente desplazarse por la playa por kilómetros. Un vehículo anfibio y un hotel donde esperábamos dormir con la tienda cubierta tras las dunas costeras era algo que jamás nos hubiéramos imaginado. Pero ahí estábamos. Delante, cientos de kilómetros más de mar.


Y luego, abandonamos el hotel. Todos recordábamos el agua caliente, las camas suaves, la protección de unas paredes y la comodidad de la luz eléctrica. Ahora teníamos que defendernos del viento entre estas dunas. Yo levanté la tienda solo mientras los demás se encargaban de poner a salvo los kayaks. Temblaba pero el movimiento era lo mejor y, una vez comidos, la cosa cambió. Mañana, si el tiempo seguía igual, deberíamos remar poco.





































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