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Montañismo y Exploración
LA ARISTA NORTE DEL PICO DE ORIZABA
1 septiembre 2001

Al contemplar lo lejos de las heladas cumbres de las montañas y los fuertes contrastes de roca y nieve en sus laderas un fuerte entusiasmo montañero brota y arrastra hacia delante, hacia lo alto en busca de las grandes emociones. …







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Al contemplar lo lejos de las heladas cumbres de las montañas
y los fuertes contrastes de roca y nieve en sus laderas un
fuerte entusiasmo montañero brota y arrastra hacia
delante, hacia lo alto en busca de las grandes emociones.

Seis personas: Jesús Alejandre, Cocinero Mayor; Federico
Espinoza, fotógrafo encargado de captar la acción
de esta aventura; Rebeca, su esposa, alegría del grupo
y primera mujer en internarse en esta vertiente del Citlaltépetl;
Mario Miranda y Antonio Díaz, a cargo de los campamentos
y quien esto escribe con la tarea de reseñar en breves
líneas las peripecias de la expedición, cargados
de entusiasmo y una mayor cantidad de kilos en mochila, se
dirigen hacia la nueva ruta que comprende la espinilla rocosa
que escabrosamente asciende hasta la cumbre del Espolón
de Oro o Cresta Azul.

La idea de hollar la inviolada majestad y pureza de esta
arista anticipa animados comentarios y juicios al acercarse
a través del bosque al escenario del campamento bajo.

Instalados en el primer campamento a 4,100 de altura los
inmensos farallones de la cara noroccidental del Citlaltépetl
se levantan imponentes. En lo alto se destaca la cumbre redondeada
del Pico Mayor que como roja antorcha se enciende al embrujo
del atardecer y de los contrastes nocturnos de la alta montaña.
Venus se ha incendiado y rápidamente su naciente reflejo
se multiplica en las heladas superficies y en las profundidades
estelares que se aniegan de cintilantes luceros.

La cena por donde desfilan abundantes "potes" y
"sopas calientes" meticulosamente preparados por
Alejandre dan calor a la reunión que con gran algarabía
festeja los chistes y las cómicas anécdotas
de anteriores excursiones. Se habla de todo, se declama, se
canta y cuando el frío se recrudece se refugian dentro
de las tiendas.

Al agradable calor de la paja sobre la que han quedado instaladas
las tiendas y las confortables bolsas de dormir la noche transcurre
y pronto el alba blanquea, apaga las estrellas y cubre las
tinieblas con un gran manto gris. La comida caliente humea
sobre el infiernillo, y un apetitoso olor de almuerzo escapaba
de la cacerola. Se levanta el campamento, se distribuye el
peso de las mochilas y ya satisfecho el estómago, lentamente
se inicia la ascensión.

Caminando sobre las nevadas rampas que bajan por los flancos
de los acantilados se deja oír como ruido de motores,
una avalancha de piedras que descienden velozmente. El pensamiento
y la acción se vuelven uno para esquivar el proyectil
que rasga la calma del ambiente. Dejando a un lado los peligrosos
corredores veteados por las huellas de continuos desprendimientos
se internan por una chimenea que con un pequeño escalamiento
llega al perfil de la arista rocosa donde se forman las cordadas.
Grandes murallas impiden apreciar los obstáculos que
más adelante se levantan; abajo, del lado opuesto a
donde se ha escalado corre una fácil rampa semejante
a la de Torrecillas, delimitada por otra arista nevada un
poco más al norte que desciende desde el cráter,
pasa al este del Espolón y forma una larguísima
y maravillosa pista de esquí. Hacia el oriente brillando
sobre el cielo azul destacan el Popo y la Iztaccíhuatl:
más cercana la Malinche, muestra sus contornos agrietados
y oscuros; hacia el norte la elegante figura del Cofre de
Perote emerge de una gran zona de escabrosa sierra y espesos
bosques.

Ascendiendo por terreno falso soldado con manchones de nieve
dura se laderean corredores, se bordean caídas vertiginosas
y más adelante una gran plancha de pulida roca obliga
a escalar el cantil. Se prepara el cable, se fija el seguro
y asciende el primero; los que le siguen habrán de
escalar con las pesadas mochilas a la espalda, los zapatos
herrados y los crampones colocados para abreviar tiempo.

Como toda ruta nueva ésta obsesiona tratando de adivinar
y calificar los futuros problemas. El terreno desconocido
absorbe demasiado tiempo y es así como a las seis de
la tarde a 4,900 metros sobre un cantil que se levanta de
un glaciar unos cien metros más abajo, a la luz de
las lámparas se instala el campamento en una meseta
inclinada apenas capaz de dar cabida a las dos tiendas de
alta montaña. Con los cables se ejecutan amarres para
asegurar los refugios en las clavijas y en las grandes rocas
que mayor seguridad ofrecen.

La noche se ha volcado sobre la montaña y entre los
grandes abismos que la rodean pequeñas luces se encienden
como fuegos espectrales que nadan y brindan una bienhechora
sensación de calor.

Reposando como en un lecho de fakires, a través de
las bolsas de dormir las duras piedras que han quedado bajo
la tienda se clavan en los costados y en las partes nobles
del cuerpo. Sólo Alejandre y Mario ignorando esas pequeñas
molestias y la angustiosa sensación de estar al borde
del vacío, duermen a pierna suelta.

A la mañana siguiente ya el sol flota como una gran
ave dorada sobre un cielo puro cuando se continúa la
ascensión. Una nueva plataforma que se desvanece impide
seguir ladereando y hay que escalar. El golpe del martillo
y el sordo eco de la clavija repercuten allá en lo
alto de los acantilados helados y van a morir en la suavidad
desolada de las rampas bajas y el valle. Una roca que gime
en su caída y los fragmentos de una cornisa helada
que caen como lluvia de rocío indican los obstáculos
encontrados por quien va escalando. Cuando el último
remonta la pared y se sacude la nieve adherida a la ropa un
reconfortante trago le hace reponerse de las últimas
fatigas y las heladas manos.

Más arriba, sobre las firmes rocas del Espolón
esta última arista, suave y oscilante que da acceso
a la cumbre de 5,100 metros. ¡Qué fácil
se apreciaba desde abajo!

En la pequeña meseta rocosa, atalaya del Espolón,
el grupo descansa con ojos pensativos, perdidos en lontananza.
Admiran la inmensidad de los bosques y los valles extendidos
a sus pies y la magnificencia de la montaña. En la
mirada chispeante de esos "locos" brota el orgullo
feliz de sentirse los primeros en contemplar parajes desconocidos
y esas perspectivas diferentes que la cámara de Federico
imprime sobre la placa fotográfica. Reanudando la marcha
bajan al Gran Collado. La cara norte, último obstáculo
para llegar al cráter, como altiva catedral al frente
se levanta, imponente, desafiante, derramando vidrio centelleante
de su inmensidad helada.

Las dos cordadas ascienden firmemente y para aliviar la tensión
de los tobillos al subir por el pronunciado declive buscan
los bordes de las cubiertas grietas que mejor terreno ofrecen
para la ascensión mientras el piolet hiende y rompe
la consistencia granítica del hielo.

A las 16:00 hs. se arriba al cráter. Un viento desatado
gime en los bordes desolados, se arremolina en la concavidad
del cráter, recobra ímpetus y penetra a través
de los rompevientos hasta la tibieza del cuerpo haciéndolo
temblar. Ante la furia del vendaval se busca refugio en la
Media Naranja, donde se instala la carpa en una meseta de
nieve dura. Con clavijas de hielo, piolets y cables se fija
firmemente la tienda para no ser arrastrada por el fuerte
viento. Dentro, en un espacio para tres quedan instaladas
seis personas y seis mochilas!

La tercera noche bajo un cielo estrellado a 5,500 metros
sobre el nivel del mar transcurre entre sueño y vigilia.
La terrible ventisca que desenfrenadamente sube por los ventisqueros
azota las débiles paredes del refugio. En esta confusión
de pies, mochilas y el aullar del viento sólo el calorcillo,
distinguido huésped del amontonamiento, ayuda a conservar
el ánimo.


Una vez más el equipo de alta montaña ha soportado
airosamente la dura tempestad en las altas cumbres. Al calor
del sol la tienda y las mochilas empiezan a deshelar. La ululante
llama azul de la estufa calienta el café mientras las
faenas para levantar el campamento ayudan a recobrar el calor
del aterido cuerpo.

Continuando la circunvalación al cráter llevando
a cuestas el campamento, se llega a la Cruz de Hierro y al
Pico Mayor, donde la actividad de Federico imprime las placas
fotográficas y Chucho, científico ante todo,
verifica las alturas y registra las orientaciones de las principales
cumbresque destacan en la lejanía.

Con la alegría del triunfo en los corazones, el agotamiento
físico desaparece momentáneamente y las palabras
sinceras, los recuerdos lejanos, brotan de los labios agrietados
por el frío, y las oscuras gafas esconden lágrimas
vertidas en un abrazo...


El descenso por la deliciosa rampa cubierta de nieve suave
y muelleante nos lleva hasta el pie de torrecillas y del buen
Chóforo. Este, preocupado por la tardanza al descubrir
con su mirada de lince al grupo que baja, se apresura a encontrarlos,
y compartiendo el triunfo, los recibe feliz con efusivos abrazos
y abundante agua con vino.

Una nueva ruta, la Espinosa, ha quedado marcada sobre el
Citlaltépetl y una vez más el deseo de subir,
la inquietud de explorar y la voluntad de vencer se ha fortalecido
en la lucha contra los elementos de la montaña. ¡Una
locura, sí, pero edificante, colmada de bellas e impresionantes
experiencias que vale la pena conocer.

México, D.F., noviembre de 1950


© Alpinismo, revista mensual. Tomo 2, número
15, diciembre 16 de 1950. Páginas 11-14.





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