Son gigantes cazadores las montañas. Sentadas y en la
mano la barbilla, observan a su presa que se acerca. Si el escalador
es prudente, rectificará sus planes antes de arriesgar
la vida yendo demasiado lejos; pero a veces la prudencia le
abandona.
La cima está cerca y la retirada puede ser difícil
y peligrosa. Hace un esfuerzo supremo que espera ha de servirle
para alcanzar un asidero vital. Sus dedos se tienden hacia arriba
y fracasa; no ha logrado cogerse de la cornisa salvadora. La
mano resbala lentamente y se da cuenta que ha perdido el equilibrio.
Es posible que caiga; es posible también que el destino
sea amable con él y le permita recobrar el equilibrio
tras de una angustiosa batalla.
Las rodillas temblorosas golpean la piedra y le ponen en trance
de caer; mueve los dedos con cautela tentando a su alrededor,
siempre en busca de un nuevo apoyo. Al fin descubre algo que
puede ayudarle a mantener el equilibrio hasta que haya alcanzado
un asidero más alto y seguro. Al risco asido, helado
por el soplo del viento, el paso percibe de la muerte, la dura
camarada.
Todo es preferible a la inacción. Ha llegado el momento
de hacer un esfuerzo desesperado. Frente, ojos, mentón,
pies y manos, libran una batalla en la que se disputan su vida
la resistencia y la gravedad. Vacila un instante, ya e abismo
que se abre a sus pies se dispone a devorarlo. Pero en aquel
preciso momento consigue asirse a una fisura que el sol y los
vientos, dioses indiferentes hicieron al comienzo de los siglos.
Ahora, jadeante, sin aliento, con las uñas arrancadas
y la frente bañada en sudor, consigue izar el cuerpo,
y al fin recompensado por esa reacción exquisita de la
seguridad que sucede al terror, mas intensa que el alivio que
se experimenta al cesar unos dolores de agonía.
Y así los ecos aún perduran, deja los abismos
en la sombra; la paz de la montaña, la pasión
y el tumulto se detienen bajo el brillante sol que ya declina.
© Alpinismo, revista mensual. Tomo 2, número
13, octubre 14 de 1950. Páginas 25-30.