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Montañismo y Exploración
EN LA ISLA TIBURÓN
15 julio 2000

La Isla del Tiburón tiene una extensión de 1,208 km cuadrados, por lo que representa la mayor superficie insular del país. Es propiedad de los seris, grupo étnico ganador del Premio Nacional de Artes y Tradiciones Populares en 1987, razón por la que se necesita el permiso del gobernador de los seris para entrar en ella. Pese a ser propiedad de este grupo, en 1963 la Isla del Tiburón fue convertida en Reserva Natural y Refugio de la Fauna Silvestre. Actualmente se encuentra bajo la jurisdicción de la Semarnap.







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EL DESIERTO

Debemos andar con calma pese a estar cerca de la cumbre; andamos sobre roca, es cierto, pero parece que pisáramos cascarones: granito duro erosionado a lo largo de miles de años, con frecuencia se escucha el golpe seco de nuestros pasos, entonces sabemos que estamos en una costra rocosa, que bajo nosotros se encuentra una cueva de desconocidas proporciones. Por ello cambiamos continuamente de ruta. A veces escalamos y en lo alto, ante los dos abismos que se abren a los lados, nos sentimos insignificantes. El panorama es espectacular.

Las dos primeras exploraciones las hicimos hacia el poniente buscando detalles de la sierra y del valle del Tecomate y una vez que nos encontramos lejos de los pocos caminos existentes, comenzaron las sorpresas: astas de venados, huellas recientes de liebres, correcaminos y venados, pájaros azules, rojos, verdes y de todos los colores. Ocasionalmente, huellas de coyotes y zorros. Alguna vez, un campamento de cazadores furtivos, de esos que se meten a la isla en una lancha nocturna y matan venados por grupos para tener carne y, cada vez más, tan sólo por tener sus astas en su casa de trofeos.

Subimos por la ladera de un cerro y desde ahí valoramos la magnitud de la isla: es tan grande que tuvimos que restringirnos a explorar una pequeña zona. Para conocerla, Juan Hermosillo necesitó 20 años. ¿Qué podíamos hacer nosotros en 12 días? Lo más importante es que ya sabíamos lo que perseguíamos. Entonces planeamos explorar hacia el oriente.

Más adelante, bajo el Kunkaak, en lo más profundo de una cañada que descendía del cerro San Miguel, hallamos un aguaje: de lo alto de una cañada, prendida a una roca prieta, manaba un diminuto chorro que ennegrecía la pared aun más. Tuvimos que escalar para alcanzar la preciada agua. Pero al llegar, descubrimos que se trataba tan sólo de una línea escurriendo por la pared y tardamos diez minutos en llenar un bidón de un litro. No era ridículo, sino maravilloso. El desierto es así, simple y fuerte.

Al mediodía llegamos a un collado donde la fuerza del viento nos cortaba la respiración si lo enfrentábamos. Allá, tras esos dos cerros, se escabullía el San Miguel. Podríamos llegar a la cumbre en 24 horas pero volvería a faltarnos agua. ¡Agua! En el desierto la vida radica principalmente en este líquido. Era un paso muy largo para arriesgarnos, así que bajamos por el occidente y regresamos a El Caracol.



FUEGO EN EL CIELO

Diciembre 31. Ya eran tres los intentos para llegar a la cumbre de la isla, así que decidimos cambiar nuestro objetivo y realizar una caminata de 20 km hasta punta Willard. Tardaríamos cinco días tal vez y lo más seguro era que regresáramos molidos, pero aun así sería interesante.

Recorrimos una vez más el camino hacia las tinajas del San Miguel bordeándolo en dirección sur. Realmente me sentía aliviado de la tensión de la montaña. Sencillamente no nos interesaba ya. En cambio, me sentía alegre por nuestra travesía. Recorrer ese paisaje desértico por kilómetros y kilómetros hasta un punto que sólo nos habían mencionado y donde muriera el alemán por la picadura de una serpiente venenosa. Observé la cumbre apuntando al cielo, ahí, tras esa roca... «y luego por la izquierda, se evita aquella pared por el lado derecho, se escala un poco más allá y...» ¡Era la vía de acceso!

Cambiamos de rumbo y mientras nos abríamos paso entre los espinosos arbustos, escuchábamos el correr de los borregos cimarrones sobre las rocas, escurridizos e invisibles como siempre. Subimos metro tras metro trepando, cuidándonos de las rocas sueltas. Muy arriba, una hora antes del crepúsculo rojizo, nos detuvimos en una plataforma rocosa para colocar la tienda. El espectáculo era impresionante. Los grandes �infinitos� espacios abiertos del desierto creaban atardeceres incendiarios y presenciamos el lento paso del arcoiris crepuscular: color tras color, tono tras tono, la tierra se fue durmiendo, se fue cubriendo con su manto de estrellas. Hasta el viento calló... Y las partículas de las cámaras fotográficas se impregnaron de esta magia.


LA CIMA

Estamos muy cerca de la cumbre, las nubes nos han vuelto a cubrir y, si queremos permanecer un rato arriba, hemos de abrigarnos bien pues el viento es fuerte. Trepamos lentamente, casi a ciegas, la áspera, roja y quebradiza roca. De repente, la pendiente se suaviza y luego... nada. Ya no hay más que subir.

Casi al mismo tiempo, escampa. No hay nada por encima de nosotros, sólo el azul profundo del cielo. Hacia el suroeste, el sol se refleja en el Mar de Cortés. Estamos en la cima de la isla más grande de la República Mexicana. Desde aquí se pueden ver todas las costas de la isla, desde el norte, donde debe seguir pudriéndose la ballena varada, hasta el sur, en aquella Punta Willard que ya no alcanzaremos sino en otra ocasión.

Estuvimos casi una hora en la cumbre contemplando esa belleza, disfrutando la sensación de sentirse en el punto más alto de esa tierra. Mucha gente dice que el San Miguel tiene menos de 700 metros de altitud, pero nuestra lectura marca 1450 metros sobre el nivel del mar.

Metimos una nota dentro de un botecito de película y la dejamos bajo una mojonera que construimos. Al parecer nadie había estado antes aquí. Sin embargo, no nos importa mucho porque, de cualquier manera, la Isla Tiburón es un lugar tan poco conocido que cada paso representa, para el explorador que se interna en sus misterios, una nueva aventura.


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