La pendiente es fuerte y parece que resbalamos sobre esta arena ligera que a cada paso se levanta en polvareda. O se hunde. Helmut va por delante y encuentra, como si los estuviera buscando, los agujeros de las taltuzas hasta quedar sumido a media pierna o, un par de veces, hasta la cadera. Es lo que llamamos después "El campo de las zanahorias", porque aún ahÃ, pese a lo lejos que está una población y a la inclinación del terreno, alguien ha logrado que en un plantÃo, algunas zanahorias se agarren con sus diminutas raÃces que en ocasiones no son suficientes para mantenerlas ahÃ. Entonces ruedan, como parece que lo haremos nosotros si seguimos por mucho tiempo aquÃ. Y es que llevamos todo el dÃa caminando y a pesar de el desnivel a superar no es demasiado, es el terreno el que nos impide avanzar con rapidez.
Don Eulogio, nuestro guÃa, se regresa a la finca después de habernos dejado aproximadamente a la mitad del camino. Hombre nacido y vivido en el volcán, nos han dicho que ha subido a la cumbre y regresado a la finca en un solo dÃa. Lo creo, pues no lleva con él nada más que su machete, aquella herramienta importante para abrir camino y para cortar algún bejuco lleno de agua para beber, del que nos dio a probar. Agua con sabor a ese zumo de plantas maceradas que uno se unta en las rodillas de los pantalones cuando se niño y que queda grabada en la memoria para siempre. Asà sabe, pero no es desagradable ni huele. Don Eulogio dice que es buena para la disenterÃa y para un puñado más de enfermedades. Por el momento es buena para lo más importante: quitar la sed. En este volcán de arena pura, casi sin roca, el agua está ausente salvo dentro de los vegetales y de los recipientes que cada uno de nosotros llevamos.
Al atardecer, Carlos Aldana y yo encontramos un emplazamiento para el campamento. Es mucho mejor de lo que comenzábamos a imaginar en la penumbra de esta montaña llena de verde (todo verde) que oscurece al dÃa pronto y que no deja ver ni paisaje lejano ni horizonte de estrellas.
"Es la tierra del Popol Vuh", me decÃa mentalmente. Pero no me sentÃa en una patria distinta a la mÃa. Más que nada, estoy muy acostumbrado a los amplios horizontes del noroeste de México o a los más amplios del PacÃfico, donde la vista resbala sin que nada le detenga. AhÃ, sin horizonte que mirar sino el verde continuo, no me dejaba ubicar geográficamente en un paÃs donde nunca habÃa subido una cumbre. Lo único que habÃamos visto era el lejano Volcán de Agua (el Hunahpú, en quiché), pero conforme el bosque nos fue rodeando, también dejamos de verlo. El Volcán de Fuego estaba hacia el sur, es decir: al otro lado del Acatenango, y lo verÃamos sólo desde la cumbre de éste. Además, el trato con los recientes compañeros era estupendo y siempre bromeábamos. La montaña es asÃ: se borra todo indicio de nacionalidades y se comparte una taza de café o un trago de agua. hacÃan de mà un montañista más, sin distinciones.
Al dÃa siguiente llegábamos a la zona donde la vegetación termina. El bosque tupido habÃa cambiado a un bosque de pinos muy reciente donde los árboles son todos del mismo tamaño y, más arriba, se transformó en manchas color esmeralda sobre la arena negra. En el collado entre el Yepocapa y la cumbre principal, nos asomamos a una zona de tierra blanca y amarilla, con olor a azufre. Si bien el volcán con merecida reputación de activo es el de Fuego, incluso el Acatenango no puede considerarse inactivo, aunque a veces sus fumarolas no se distingan.
Después, sólo arena y viento. La vereda que rodea por el lado occidental la formación de los tres cráteres nos llevó en cosa de una hora a la cima. AhÃ, Carlos Aldana "bautizó" a Rony con un poco de agua mezclada con arena del volcán "para que tenga el recuerdo de su primer ascenso". Todos le felicitamos pues para ser su primera excursión habÃa sido bastante pesada. Y mientras el agua le escurrÃa por el cabello, yo pensaba que nos faltaba bajar todo lo que habÃamos subido por una ruta que ninguno de nosotros conocÃamos.
El llamado Pico Mayor tiene una forma curiosa. En lo más alto, hay una hondonada rodeada por tres picos, como si fuera un cráter pero sin serlo, aproximadamente a la misma altitud. Es un sitio donde la gente llega a pernoctar con alguna frecuencia. Nosotros escapamos de ahà porque a la par nuestra subieron varios muchachos con grandes ramas de pino para encender una fogata y un radio enorme que garantizaba una fiesta nocturna a casi cuatro mil metros de altitud. Huimos del ruido y me preguntaba si la fogata podrÃan encenderla con semejante viento.
Al mediodÃa, estábamos metidos en una cañada sin veredas. La arena floja nos habÃa dejado deslizar con mucha rapidez y facilidad por muchos metros de desnivel. Pero era una trampa. A poco, aparecieron las primeras paredes de roca. Cinco metros que se bajaban con un poco de cuidado. Luego otra igual o más grande. Y asÃ, poco a poco, estábamos metidos en un embudo inexplicable de paredes que parecÃan haber salido de todos lados para cerrarnos el paso, al estilo de las narraciones de Tolkien.
Pero la pendiente se iba acentuando y el poblado al que Ãbamos se veÃa muy lejano todavÃa. DebÃamos salir de la cañada para entrar a una arista y avanzar más rápido, asà que constantemente buscaba una ruta (que no vereda) que pudiera ser accesible hacia esa zona. Exploré un rato solo y descubrà un paso, pero habÃa que escalar sobre la roca. Más abajo se veÃa una zona más fácil y mientras yo regresaba para avanzar por ahÃ, Romeo trató de adelantar. Su pie resbaló con las hojas sueltas y cuando quiso detenerse de una rama gruesa, se la llevó: sólo estaba puesta sobre la hojarasca. La polvareda que levantó nos hizo difÃcil localizarlo pese a saber por su voz en dónde estaba: "por ahÃ", decÃa, "no hay paso".
Pero lo habÃa. Primero la exploración hasta localizar el camino, luego pasó Helmut hasta alcanzar la cresta y después todos nosotros. HabÃa que tallar los escalones donde se pondrÃan los pies con mucho cuidado para no derribar el precario sostén de tierra suelta; habÃa que buscar también la pequeña roca o la raÃz Ãnfima de donde agarrarse. Fue lento, pero alcanzamos la cresta. Desde ahÃ, a fuerza de machete que abrió vereda por 300 metros, encontramos la vereda que bajaba del Volcán de Fuego hacia Alotenango.
Al pisar la vereda, vi las caras. O al menos lo que antes fueron caras: tras los terrones de tierra y arena, con los ojos un poco enrojecidos por tanto polvo, se veÃan caras llenas de alivio... y cansancio. HabÃa sido un dÃa pesado. SabÃamos, por supuesto, que llegarÃa el momento en que caminarÃamos casi como autómatas de tan cansados que estarÃamos, pero estar sobre la vereda fue un signo, una puerta. Fue como si alguien nos dijera: "Ya llegaron, sólo sigan por ahÃ".
Arriba quedaba el Acatenango, con su cumbre rodeada de horizontes.