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Montañismo y Exploración
Al asalto del Khili-Khili, Parte II
15 noviembre 1998

La montaña más alta del mundo no es el Everest, sino una que tiene más de catorce mil metros. Esta es la historia de su primer y único ascenso. Una novela que, además de divertida, es la única que trata al montañismo de forma sarcástica.







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Tales eran los escasos informes recogidos hasta entonces, y nosotros sentíamos deseos de aportar a nuestra vez nuestra cosecha de informaciones. El más ansioso de entre nosotros era Wish, que alimentaba, quizá, la secreta esperanza de añadir el Eanthropus Wishi al árbol genealógico de la familia humana. Wish pasaba largos ratos por encima del límite de las nieves eternas, examinando toda cosa susceptible de ser una huella de pie; pero aunque oyó gruñidos, silbidos, suspiros y borborigmos, no descubrió ningún indicio válido. Su entusiasmo se enfrió considerablemente cuando, después de haber seguido durante toda una semana las huellas de unos pasos sobre una vertiente de montaña muy escarpada, comprobó que era la pista trazada por un portador enviado por Burley.


Los portadores parecían poco entusiasmados. La montaña, para ellos, era la oficina. Habíamos convenido una jornada de ocho horas, por la cual recibiría cada uno cinco bohees (1 peseta 80 céntimos). Nada en el mundo podría persuadirles a trabajar más allá de esas ocho horas, a no ser el dinero. Cuando parábamos la marcha, se ponían en cuclillas en grupos, fumando un horrible tabaco llamado groku. Tenían un aire en extremo avinagrado. Su aspecto contrastaba tanto con la descripción que de ellos nos había dado Constant, que me vi obligado a preguntarle discretamente. El me explic6 que tenían la costumbre de vivir por encima de los siete mil metros; sus cualidades no comenzaban a manifestarse mas que a esta altura. Me afirmó que irían mejorando a medida que fuéramos ascendiendo, y que a trece mil trescientos metros alcanzarían el summum de esa imperturbable dignidad que no excluía la alegría. Esto me alivio grandemente.


En su trabajo de portadores no había nada que reprocharles. A pesar de su pequeña talla —raros eran los que sobrepasaban el metro cincuenta—, eran casi tan anchos como altos y muy robustos. Cada uno de ellos llevaba una carga de cuatrocientos cincuenta kilos. No se podría encomiar demasiado a los portadores, sin los cuales la expedición hubiera conocido el fracaso.


De entre todos ellos destacaba el cocinero, un tal Pong. De estos tres mil bárbaros. Pong era, sin duda, el que tenía peor aspecto. Tenía el rostro extrañamente aplastado, como si se lo hubieran planchado. Su alma parecía haber sufrido el mismo proceso de aplastamiento. Su cocina reflejaba fielmente su carácter. Los platos más suculentos, extraídos de cajas de conservas, se convertían en sus manos en una especie de repugnante pasta de un marrón oscuro que había que comer con una cuchara sólida y que contenía los grumos más desagradables. El hecho de que hayamos sobrevivido a sus servicios constituye un verdadero triunfo del espíritu sobre la materia, pues todos sufrimos abominables indigestiones. Todos nuestros esfuerzos para apartarle de la cocina resultaron vanos. A la menor alusión que pudiera darle que pensar que no estábamos contentos de sus repugnantes servicios, entraba en una especie de frenesí y nos amenazaba con sus cuchillos.


El bang no podía o no quería hacer nada. Quizá tenían leyes sindicales muy estrictas; fuera lo que fuese, tuvimos que acostumbramos a Pong. Y en nuestro ardor por atacar el Khili-Khili, entraba en gran parte el deseo, que pronto se convirtió en obsesión, de escapar a nuestro demoníaco cocinero. Mientras marchábamos, yo me complacía en ensoñaciones en las que Burley y yo, en nuestra tienda, nos cocinábamos deliciosas comidas, mientras que abajo, en el campamento de base, Pong se retorcía de despecho.


Atravesamos numerosos poblados, cuyos habitantes eran invariablemente desagradables y poco amables, salvo cuando Constant trataba de entrar en conversación, en cuyo caso su actitud se hacía francamente hostil. Nos explicó que no eran indígenas típicos, sino una clase degenerada de la población que, atraída por la vida fácil mas abajo de los siete mil metros, había terminado por desmoralizarse y por perder las cualidades fundamentales de su raza, a saber: la dignidad y la alegría. Yo podría hacer notar aquí que no encontramos ningún indicio de vida mas allá de los siete mil metros; pero, como dijo Constant, esto era debido al hecho de que nuestro itinerario no seguía las rutas comerciales.


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