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Montañismo y Exploración
¡Qué triste llegar a viejo!
16 noviembre 2004

Al otro día seguimos por la Laguna Madre. Enorme. Por muchos lados, lanchas y, en tierra firme, pueblitos de pescadores. Nos orillamos a uno para recargar agua. Niños que salían de la escuela, hombres que bebían cerveza esperando la salida a la pesca, mujeres en sus casas, una o dos tiendas en el pueblo de tierra lodosa y las lanchas de pesca. Ahí estaba toda su razón de ser.







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“¡Qué triste es llegar a viejo, pero más triste es no llegar!”


Quien lo dice es Carmelo Hernández, un hombre de unos sesenta años. Es de Campeche, pero hace 27 que abandonó su tierra natal porque “no aguantaba a la vieja”. La dejó sola con ocho hijos. Llegó a Tamaulipas y a los nueve meses se volvía a casar. Pero hace años que también abandonó a su mujer con tres hijos más y ahora vive en la entrada a la Laguna Madre, ahí donde el agua salobre se mezcla con la salada, en una cabaña de madera y cartón que está pegada a la escollera.


—¡Qué triste es llegar a viejo, pero más triste es no llegar! Si le contara, amigo, todo lo que es llegar a viejo. La vieja no me aguanta porque no quiere que tome. Ya no puede estar uno con ninguna mujer, ya las fuerzas se acaban, ya se va quedando uno solo. Por eso ¡qué triste es llegar a viejo, pero más triste es no llegar!


Su cabaña está a pocos metros del agua y dice que cuando pasó el huracán Gilberto, tuvo que aguantar trepado en las rocas. El agua lo había inundado todo y le llegaba a los pies aún trepado ahí. Debió tener frío, pero ahora lo que tiene es calor y ganas de platicar. Su vida, dice, es un fracaso, pero “¿qué le va uno a hacer? Hay que seguirle. Yo por eso tengo muchos amigos que vienen aquí a pescar. Hasta el diputado viene y me encarga que le haga mariscos de comer”.


Yo lo escuchaba, embelesado. Las historias de la gente siempre me han parecido importantes y las de los hombres que están a la orilla del mar, un tanto misteriosas. nadie puede imaginar lo que ellos pasan en el mar para conseguir su carga de pesca. Lo cuentan, claro, pero son más abiertos cuando quien lo pregunta es alguien que viene del mar, como nosotros ahora. Por eso, Carmelo se desgarra a sí mismo, palabra por palabra.


“Ya una vez fui a Campeche y encontré a mi hija. Ya está casada y tiene hijos grandes. No me conocía. Duré poco tiempo y cuando llegué acá, no aguanté a la vieja, que no quiere que tome, y me vine a mi casa. Ái le mando unos cincuenta pesos cuando hay.”


Lo habíamos dejado para seguir navegando por dentro de la Laguna Madre, la más extensa de todo México. Remar ahí era muy tranquilo. Claro que había olas, pero no tanto movimiento como en el mar, donde uno debe estar atento todo el tiempo. Esa noche dormimos en un caserío de pescadores. Olor a pescado, a grasa, a fritura y las casitas de cartón llenas de hollín. Casas temporales. Nosotros nos refugiamos de los mosquitos dentro de la tienda. Los mosquitos… se nos habían olvidado. El viento del mar los ahuyentaba pero aquí todo es más tranquilo.


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