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Montañismo y Exploración
MÁS ALLÁ DEL SILENCIO

De la internacionalmente mencionada Zona del Silencio aún se sabe poco, el único medio de ir sumando información consiste en penetrar y recorrer ese desierto. Para saber lo que usted o yo encontraríamos el día que decidiéramos cruzar el erial, Carlos Rangel lo ha hecho por nosotros, y así nos narra sus impresiones.

Harry Moller







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Estamos a varios kilómetros al oriente de la famosa Zona del Silencio, un lugar donde grandes extensiones de roca blanca parecen pecosas por los innumerables meteoritos que -dicen- caen del espacio. Luz y sonido naturales, fantásticos, aterradores. Dentro de poco caer el maná del cielo: agua que el desierto beber ávidamente, una esperanza que llega muy de vez en cuando.

SABOR A DESIERTO
Hace cuatro días que llegamos a Ceballos, pequeña población del estado de Durango que se ha hecho famosa principalmente por ser la puerta a la Zona del Silencio. Una camioneta nos transportó hasta unos kilómetros al noreste del rancho La Flor y nos dejó ahí, en medio de esa gigantesca zona árida. En adelante, el éxito de nuestro proyecto iba a fundarse en nuestras piernas y -más que nada- en nuestra voluntad. Nos propusimos atravesar 80 kilómetros de uno de los lugares más fascinantes de México: cruzar la Zona del Silencio y seguir más allá, por el grandioso desierto chihuahuense.
Dos días nos bastaron para llegar al rancho Las Lilas, último lugar habitado y la puerta a la Zona. Ahí, entre esa absorbente sequedad, hay hombres que se afanan codo a codo con el sol y logran sacar algunos cultivos a la tierra. El señor Amado nos escuchó con paciencia sobre lo que pensábamos realizar: "Muchos lo han querido hacer y nadie ha regresado. Una vez un gringo llegó (a la sierra de) Tlahualilo. Allá lo vieron con su mueble (camioneta) descompuesto. Pidió agua para regresar aquí, pero nunca llegó... Todo es puro desierto." Hablaba como todas las personas que viven en y del desierto: con un profundo respeto hacia la tierra que les da la vida pero que, en un descuido, se las puede quitar.
Dos días caminando nos habían dado a probar un ligero sabor a desierto: una lengua seca que clama agua en una zona de calor penetrante donde abundan las víboras de cascabel, los coralillos, las tarántulas, los alacranes, los coyotes ("que a veces están rabiosos") y los pumas. Habíamos visto también el otro lado de la moneda en forma de tortugas, liebres, patos, camaleones y garzas.
Una laguna de 150 metros de diámetro rodeada de grandes árboles y una vida animal innumerable forma un oasis y, aunque no estamos ni con mucho en un desierto extremadamente árido, disfrutar del azul del agua y el verde intenso del follaje es una delicia en donde todo tiene un color pardo o verde opaco.
Habíamos delimitado de antemano la hora de mayor calor y las más frescas (las propicias para caminar con una mochila) e incluso ya habíamos caminado de noche gracias a la luz de la luna, esa luna de octubre. Ahí, en Las Lilas, descansamos bien y comimos mejor, pues faltaba lo más arduo: atravesar la inmensa llanura que nos separaba de la sierra Tlahualilo, ya en el estado de Coahuila.
HACIA EL CREPÃ?SCULO
Comienzan a caer las gotas de lluvia. Son lentas, pero es inevitable que sean cada vez más frecuentes, más gordas. El ruido de los relámpagos persiste, pero ya no se ve el aspecto fantasmal del metal electrizado. Repaso con rapidez las características del lugar donde acampamos: un lugar algo elevado del resto de la planicie y con un buen drenaje natural que se ha formado a través de muchos años de lluvias torrenciales espaciadas entre sí por varios meses, tal vez años.
Salimos hacia oriente a las cuatro de la tarde y sabíamos que no regresaríamos a menos que obtener agua fuera del todo imposible. La consigna era llegar hasta la sierra Tlahualilo y buscar agua en las cañadas m s profundas. Podría suceder una de dos cosas: si hallábamos agua, subiríamos la sierra para explorar su parte superior y después regresaríamos; si no existía, habría que regresar hasta Las Lilas con cero agua en un lugar donde se necesitan entre seis y siete litros diarios por persona como mínimo.
Dos horas después hallamos un automóvil completamente cerrado con un enorme recipiente de agua dentro y nos detuvimos. Ubaldo, geólogo al fin, aprovechó para colectar fósiles y meteoritos. "¿Por qué nos detuvimos?", me preguntaron. La respuesta era simple: el desierto es un lugar donde la distancia, el tiempo y las dimensiones normales se transforman. Se cree fácil dar un paseo por los alrededores y después no se encuentra el punto de partida. Quizá los del automóvil se habían extraviado Después de gritar bastante tiempo, apareció un estadounidense acompañado de su esposa. Con pico y martillo de geólogo había colectado unos amonites de 60 millones de años de antigüedad; había uno que medía 40 centímetros de diámetro y constituía una verdadera pieza de museo, pero era evidente que no sería para un museo mexicano.
Caminar hacia el oriente en el crepúsculo es toda una experiencia, pues se dirige uno hacia la noche, al encuentro con la oscuridad. La luz se diluye poco a poco y el crisol solar se opaca; el cielo cambia lentamente del azul pálido y brillante hacia un violeta oscuro pasando por toda la gama de los azules mientras a la espalda parece haber un incendio con los colores vivos. Luego, lo opaco se transforma nuevamente en luz: las estrellas. El espectáculo es fascinante y siempre lo he disfrutado en los amplios y limpios espacios del norte. Esta vez, sin embargo, la contemplación nos hizo cambiar de rumbo y de repente notamos que íbamos hacia el sur. Comenzábamos a caminar en círculo.

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