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Montañismo y Exploración
EN EL CORAZÓN DE LA SIERRA

Lumholtz fue quien primero la apreció, pero no tuvo la suerte de atravesar esta extensa zona, así que lo que hagamos será considerado como de primera importancia, seremos pioneros. Pero, ¿cómo no serlo en la Sierra Madre Occidental? ¿Cómo, si de repente se abre una puerta, se nos ofrece un banco para sentarnos, un amigo para obtenerlo y una voz cargada de milenios para aprender? Tal es la voz de la sierra. Tal es la voz del hombre.







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Ayer, sobre un camión de arena, vimos la inmensidad de la sierra: justamente en el parteaguas geográfico, ahí donde la sierra baja para oriente de manera suave y para occidente abruptamente, el mundo parece hecho exclusivamente de dos colores: verde y azul, los dos extendiéndose hasta los cuatro horizontes en los cuales vivieron xiximes, acaxees, tepehuanes y tarahumares hace cientos, hace miles de años. Verde y azul. Pero estábamos muy alto y los hombres y la sierra viven siempre por debajo de esas alturas. Desde una avioneta todo parecería hasta ahora inmutable, estático, imperecedero. Pero hay que dejar las alas que parecen convertirnos en ángeles y caminar con los pies de los hombres para ver la realidad.


CANELAS, EL INICIO

Tuvimos que pasar por varios "raites", pues el autobús sólo funciona una vez a la semana ya que ahora la gente, con la instalación de una nueva mina de oro y plata, se transporta en "taxis aéreos" hacia cualquier parte. Camiones "leñeros", "troceros" o cargados de arena fueron los que nos acercaron durante todo un día y esa primera noche la pasamos al abrigo de una cueva, a unos kilómetros de Cuevecillas, el lugar donde uno tiene que elegir: Canelas o Topia. Por supuesto, escogimos Canelas, el pueblito techado de tejas color de barro y paredes blancas donde había llegado, en 1987, solo, empapado y con el cansancio embarrado en todo el cuerpo, cansancio de cinco semanas de atravesar la sierra.

Como siempre me sucede cuando regreso a un lugar lejano que ya conozco, me sentí en casa y fue realmente penoso separarme del pueblo y comenzar a caminar por ese largo camino que en ese entonces apenas se construía y que comunica Canelas con Topia, ese otro gran mineral descubierto en el siglo XVI. La temporada de lluvias había hecho estragos en el camino y algunas partes estaban derrumbadas, pero llegamos a Topia. Al otro día, pues la hora y media de camino se había transformado en ocho. El reloj de la sierra. En Topia, como en Canelas, la autoridad nos brindó las mayores facilidades. La gente de la sierra. De ahí en adelante, todo sería nuevo y nos dedicamos a preguntar a la gente por el camino más viable para seguir nuestro viaje hacia el norte, siempre hacia el norte. Hasta Guachochi, en Chihuahua.


UN DESCENSO NOCTURNO

Nos internamos en la niebla, en las subidas y bajadas de un camino que parecía llevarnos hacia cualquier parte pero que sólo iba, tras numerosas vueltas, hacia el punto al cual íbamos. La niebla, el bosque, la lluvia ocasional, los murmullos de aves, sus aleteos. Así hasta La Nopalera, donde tres muchachos nos guiaron en medio de la noche, barranca abajo, hacia La Huerta.

"No enciendan sus focos", nos habían dicho, y caminamos nadando en el crepúsculo, tropezando con piedras, ramas o resbalando en la pendiente por las hojas secas. La luz del crepúsculo duró lo que tres respiraciones profundas y se extinguió cuando nos internamos bajo los árboles. Un par de veces nuestros guías, reconocibles sólo por el fuego que desprendía su cigarrillo, se detuvieron a conferenciar y aunque hablaban frente a nosotros no sabíamos de lo que hablaban. "¿Por cual camino estar mejor?" "Yo creo que por detrás del arroyo".

Me preguntaba si había necesidad de elegir camino, pues por lo general a cada pueblo sólo llega uno y siempre es el más transitado. Una vez que lo decidían, nos poníamos en marcha y tal camino no era muy accesible en la noche, pues teníamos que agacharnos bajo las ramas de los árboles y finalmente entramos a una casa, en plena noche, saltando una barda y por la parte menos visible. Todo al amparo de una noche sin luna pero llena de estrellas. ¿Extraño? Todo lo parecía. Pero me hubiera resultado más extraño aún que no nos invitaran a quedarse en su casa. La gente es así.

Fue hasta el otro día que hicimos el descubrimiento diurno de esa barranca enorme por la que corre, hasta el fondo, el río Humaya, con sus paredes rojas, con sus lomeríos color verde esmeralda atravesados por veredas que subían y bajaban hasta las casitas que adivinábamos, según las explicaciones que nos daban sobre el camino, y por las que habríamos de pasar. Y también descubrimos el camino por el que habíamos bajado a tropezones, el mismo por el que habíamos de seguir hasta el fondo de la barranca.


CRUCE DEL RIO HUMAYA

—Dicen que hace muchos años había un oso que nomás se la pasaba matando el ganao, que le pusieron vigilancia y lo mataron en el rancho que está allá, del otro lao del río. Por eso se llama aquí "La Vega del Oso" —nos platicaban al abrigo de tortillas recién hechas y con un buen plato de frijoles frente a nosotros.

—Tengan cuidado de la Onza, es un animal muy peligroso. Habla como nosotros, pero es muy fiera.

Y cuando preguntábamos cómo era, las versiones eran múltiples: "como zorro", "como perro", "parece oso", "es algo como un tejón", "dicen que como león". Pero nadie de la casa había visto uno solo de estos animales fantásticos que podían ser desde culebras hasta grandes perros o gatos. "Así lo mientan, yo no lo he visto".

El problema más grande de la sierra, dado lo avanzado de la estación de lluvias ("¿Y por qué vienen ahorita, que hay tanta agua? Debieran venir para la Semana Santa. Entonces ¡sí que está chula la sierra!") era cruzar los grandes ríos. El Humaya era el primero, pero estaba tan crecido que la única solución fue cruzarlo a caballo y aún así el agua nos llegó hasta media pierna. No todos sabíamos montar a caballo y era realmente cómico ver nuestras andanzas en la grupa del animal mientras el jinete, uno de nuestros anfitriones de la noche pasada, tomaba las riendas con gran soltura.

Una vez del otro lado, sólo quedaba subir. De alguna manera, el pasar por un sitio por el que se sabe que no se podrá volver a cruzar es una especie de renunciación. El camino andado siempre es seguro, pues uno siempre se puede volver, pero no podíamos volver a cruzar el río. Ni queríamos. Sin embargo, veía los rostros de los muchachos y no dejaba de sentir esa antigua opresión. Ni modo: adelante.


"LA DAMA DE JUNTO"

El camino se nos perdió algunas veces y tantas otras tuvimos que regresar sobre nuestros pasos para buscar la vereda correcta. Por supuesto, en el fondo corría el río y el sudor desde los cuerpos. Más arriba, los arroyos eran la tentación inevitable de beber o meterse por completo en el agua.

Poco a poco, el polvo acumulado en uno por estar en la ciudad se iba quitando y descubríamos que habíamos traído más cosas de las realmente necesarias. Algunas resultaban un lujo, otras un simple estorbo que abultaba un poco más las mochilas, ésas que se veían a gran distancia porque eran llamativas y nos interesaba que fueran así porque no queríamos ser confundidos con quienes no éramos.

Un poco más arriba, en un pequeño mirador donde el alto se hizo casi obligatorio para descansar el cuerpo y recrear la vista en los espacios sin límites de la barranca, encontramos otro tipo de polvo, señalado éste con cruces de madera de fabricación muy reciente: "Aquí yace X. Murió el 24 de diciembre de 1992". Y junto otra que decía: "Murió el 27 de diciembre de 1992". En el mismo lugar había cinco cruces y a un lado, un pequeño cementerio de herraduras.

Al atardecer llegamos a La Difunta, una pequeña extensión de tierra con tres casas juntas cada vuelta del camino a la mitad de la barranca. Nosotros la llamábamos "Lady Together". El porqué es el siguiente. El señor de La Vega del Oso hablaba sobre el camino: "Siguen todo ese camino siguiendo las huellas del macho, que se va adelante de ustedes y se llegan a la Dijunta..." Gustavo, quien estaba junto al señor, le preguntó inmediatamente: "Lady ¿qué?" En un proceso mental raro, había escuchado "Ladi Junta" y de ahí en adelante, el nombre del rancho, entre nosotros, fue "La dama de junto".

En la Difunta viven sólo un puñado de mujeres que trabajan lo mejor que pueden la tierra. Uno de los vaqueros dela Vega del Oso había subido hasta ahí delante de nosotros y había desaparecido de nuestra vista, pese a que sabíamos que estaba en "el pueblo". No lo vimos más y las huellas de su caballo se perdieron bajo las de los animales de la ranchería. Es extraño estar así, en un lugar totalmente aislado del mundo y con sólo mujeres. Dormimos en el portal de una casa mientras "afuera" llovía a cántaros y dentro se rascaban los perros
sus pulgas.


EL FIN DE LA BARRANCA DEL HUMAYA

De La Difunta salimos al otro día por un camino no muy claro. Pero ahora que escribo esto, me doy cuenta que cada vez que juzgamos un camino, un caserío, un paisaje en general, lo hacemos sintiéndonos hombres de ciudad, que tal somos. Pero para la gente de ahí no es oscuro ni complicado. Es simplemente el camino que han visto y recorrido toda su vida y seguramente les parecería tonto que alguien se plantara delante de ellos y les dijera con ese tono tan de moda en algunas partes: "Pero, ¿verdaderamente ése es el camino que usan?" Lo más que haría la gente sería mirarnos con esa mirada suya tan profunda como respondiendo: "Ese es el camino que he andado de arriba para abajo durante toda mi vida y a mí me parece normal. No será muy bonito para otros, pero a nosotros no nos pesa, pues hemos crecido con esa senda al lado de nuestras casas y bajo nuestros pies".

Por ese camino, como cualquiera otro de la sierra, llegamos poco a poco a lo alto, ahí donde la subida termina y uno se detiene en una roca saliente para ver hacia abajo las profundidades que el jesuita Hernando Santarén recorrió en el siglo XVII para evangelizar a los acaxees. Yo siempre veo hacia atrás con un poco de nostalgia pues Machado tenía razón: aquellos caminos que hemos andado, nunca los volveremos a pisar. Y como no era cosa de quedarse en un solo sitio, llegamos a La Joya, un rancho muy bonito en lo alto de la barranca donde al amanecer se escucha el viento que sube desde la barranca y por la tarde los goterones caen desde los naranjales. Ahí terminaba nuestro viaje por la barranca del río Humaya.


DESPEDIDA DE DURANGO


—¿Pa' ónde van?

—Para Guadalupe y Calvo.

—Yo los llevo por unos pesos.

—No tenemos ese dinero, si no, no estaríamos pidiendo raite.

—Pos me pagan con una de esas maletas.

—No podemos. Ahí llevamos nuestro equipaje, comida, todo lo que necesitamos para estar en la sierra y no creo que le sirva nada de lo que traemos. Nos sirve a nosotros.

—Así que su equipaje... Yo lo único que cargo como equipaje es un "cuernito". A ver, ¡pásame el "cuerno"!

Nuestros sentidos se pusieron alerta. Los ojos de algunos se abrieron esperando ver lo que no deseábamos ver.

Estábamos a la salida de El Durazno, pidiendo el raite que nos llevara lejos de la zona donde, al decir de todos aquellos con quienes habíamos platicado desde Topia, los asaltos eran cosa de todos los días. Al principio, allá en Topia, lo habíamos tomado como un simple rumor, pero conforme nos acercábamos a El Durazno y los comentarios de este tipo se iban haciendo más unánimes, optamos por la prudencia. Entonces llegamos al Durazno y decidimos quedarnos ahí, pues era tarde.

La presentación a la autoridad había sido, por mucho, una agresión no física. Una demostración de fuerza. Dejé a los muchachos en una casa donde tomaban refrescos mientras yo iba a la oficina, amplia y con una mesa grande al centro. No había nadie pero cuando iba a salir, entraba el delegado municipal, un hombre alto, de cuerpo fuerte y voz elevada y firme. A las "buenas tardes" siguió un pesado silencio mientras él se ponía detrás de la mesa y me indicaba con una mano que me sentara y sacaba la pistola que traía atrapada en el pantalón. La puso en la mesa.

—Ahora sí, amigo: ¿qué es lo que lo trae por aquí?

Así las cosas y con muchos más comentarios del mismo pueblo, las cosas no pintaban muy bien para meterse a los grandes barrancos que hay al oeste del pueblo y que eran nuestro principal objetivo. Ahí habría más vestigios de las casas que habíamos encontrado en Bacís. Pero ahí se quedarían por el momento. Decidimos desviar nuestra ruta y dirigirnos hacia Guadalupe y Calvo, en Chihuahua. Ahorraríamos unos kilómetros caminados pero evitaríamos un seguro asalto. Así estaban las cosas y por eso estábamos esperando el raite. Después de todo, en la sierra no hay transportes para pasajeros.

Al parecer no había bastado esta precaución y ahí estábamos nosotros, esperando que el hombre sacara su "cuerno de chivo" desde su pick-up. Finalmente, el acompañante del hombre que manejaba la camioneta negra no le dio nada porque "¡estás borracho, compadre!". Entonces se volvió hacia donde estábamos nosotros y se nos quedó viendo con profundidad.

—¿Qué hacen?

—Estamos leyendo unos libros —dijo Juan.

—A ver: déjeme ver su libro.

Juan se acercó al vehículo y le extendió el libro pensando que ya lo tenía perdido. Era preferible dárselo y que se fuera de una vez, pues todos estábamos nerviosos. Una vez que lo hojeó (como si supiera leer de cabeza, hay que decirlo) le extendió nuevamente el libro y dijo:

—Mis respetos. De veras, mis respetos. Y para que vean cuánto los admiro, los voy a llevar a Guadalupe sin cobrarles nada. Nomás arreglo un asuntito y regreso por ustedes.

Y se fue, dejándonos más preocupados por su ausencia que por su presencia. No podíamos negarnos porque lo consideraría una ofensa imperdonable, pero el sentido común nos hacía rechazar esa oferta. Afortunadamente, su "asunto" tardó más litros de cerveza por terminarse y no regresó. La autoridad nos consiguió un raite para el día siguiente y ya en camino supimos que el personaje que habíamos nominado entre nosotros como "el charro negro", había huido del pueblo mientras a su esposa la llevaban a un hospital de Parral para ser atendida de la paliza que le dio durante la noche.


UNA NUEVA ETAPA

Entramos al estado de Chihuahua y pudimos respirar con alivio. Estábamos en otra zona, en otro estado (Durango nos había despedido de la peor manera, pero no por una sola persona guardábamos un mal recuerdo del estado y de tantas personas que nos tendieron la mano y su amistad) y la gente se veía más tranquila, más tratable. Estábamos en el municipio de Guadalupe y Calvo, el más meridional del estado más grande de la república: Chihuahua. Ahí comenzaba una nueva etapa, porque la expedición a la Sierra Madre Occidental todavía no terminaba. Debíamos ir al Mohinora, la mayor elevación de Chihuahua, a Nabogame y Baborigame, donde viven los tepehuanes del norte (diferentes de los tepehuanes del sur, que viven en la parte sur del estado de Durango, vecinos de coras y huicholes), debíamos andar y desandar todavía muchos caminos.


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