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Montañismo y Exploración
LA SIERRA ZAPOTECA
1 agosto 2000

Una exploración por el corazón de la Sierra Norte del estado de Oaxaca, en tierra de zapotecos y chinantecos, donde las costumbres y el trato humano es lo más importante.







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SAN MIGUEL TALEA DE CASTRO

Bajo el aguacero, llegamos a una pequeña troje donde tuvimos que dormir apretados y asaltados por las pulgas. No había otro lugar, ni siquiera para colocar la tienda. Llovió toda la noche y todo el día siguiente. Las nubes no dejaban ver más allá de veinte o cincuenta metros. Esa humedad nos ponía irritables, como también lo hacía la falta de suficiente comida, el desconocimiento de lo que seguía y, sobre todo, las semanas ya vividas juntos. Como en toda expedición, uno descubre a los demás, incluyendo a sus mejores amigos, sólo en condiciones extremas. Y el resultado no siempre es satisfactorio. La segunda noche dormimos en una cabaña. Las goteras eran interminables y pasamos un par de horas arreglándolas y aún así me levanté a medianoche para hacer un arreglo más. Al otro día deberíamos llegar, a como diera lugar, a un lugar habitado porque la comida se nos había terminado.

Bajamos por una ladera hecha selva. Abajo se adivinaba un gran río y en ocasiones podíamos ver cascadas blancas que nos daban una idea de su caudal. Hacia allá nos dirigíamos. Arriba, árboles de gran talla cubiertos por más plantas y, de vez en vez, retazos de cielo azul. Era el camino, salpicado de cruces y flores, hacia San Miguel Talea de Castro, un camino poco común por el que transitaban camiones o camionetas abarrotados de gente que, en ocasiones, se desbarrancaban con personas que, extrañamente, habían sido amenazados poco tiempo antes. Un camión de los años sesenta llevaba hacia la ciudad de Oaxaca tantos pasajeros que unos diez iban montados en pleno techo, entre grandes bultos de ropa y de panela.

Talea viene del zapoteco Ltac-Lea, que quiere decir "pendiente del patio". Es un pueblo prehispánico que está regado por la pendiente del cerro. Un pueblo grande con una iglesia también del siglo XVII que hace admirar el tesón de los misioneros coloniales por hacer construcciones monumentales. Por otro lado, todos los pueblos de la sierra están, de alguna manera, colgados de los cerros.

Talea nos cautivó por varias razones, pero la principal fue una familia que, literalmente, nos adoptó. Llegamos a desayunar a una casa y ya para la tarde nos habían hablado tanto del pueblo que era difícil precisar cuánto tiempo habíamos permanecido ahí. Paco enfermó y tuvimos que permanecer ahí hasta el día siguiente. Mientras, conocimos la iglesia, el mercado, la cárcel municipal, vacía por el momento de presos pero herrumbosa y oscura.

La despedida fue muy especial. Siempre ha sido difícil dejar atrás lugares y gente que conozco y quienes me platican sus vidas, sus problemas, sus tradiciones como si fuera uno de ellos. Esta es la "magia" que los viajeros extranjeros tanto han alabado desde la época de la colonia. Esta vez, nos marchábamos cargados de varias plantas medicinales, que después usaríamos en nosotros mismos. Con la cabeza llena de tradiciones que a través de nuestros hospederos y recientes amigos nos había hecho llegar un pueblo zapoteco que se niega a dejar de ser él mismo, la despedida era en verdad dolorosa. Cada uno se despidió lo mejor que pudo y cuando me llegó el turno, doña Roberta tomó mis manos y en voz muy baja y clara me dijo "Cuídate, papá. Cuida de los muchachos. Que Dios los bendiga en la misión que traen por estos lugares tan lejos de sus casas."

Nadie habíamos protestado cuando nos diera un té para reponernos, nadie se ofendió cuando se burló de nuestro sentido común con ese algo que hizo frente a nosotros y que no dejaba lugar para duda alguna. Con esas manos que trabajaban todo el día envolviendo cálidamente las mías, con esos ojos pequeños y entrecerrados puestos sobre los míos como hurgando en lo más profundo de mí y despidiéndonos como se despide a los hijos, esa señora que se movía tan familiarmente en el ámbito del curanderismo familiar y a quienes las madres de familia acudían en busca de remedios y de consejos, nos hacía temblar en cada palabra de esa despedida tan especial. Ningún lugar antes nos había dejado esa impresión de estar dejando el hogar. Las lágrimas en sus ojos se me quedaron muy grabadas.

CON UN PIE EN LA CÃ?RCEL

Finalmente abandonamos la cabaña. Al amanecer comenzamos a caminar por una vereda que se deslizaba por entre las plantas, por entre la niebla y que se enredaba entre nuestros pies. Nadie corría. Esta vez todos iban detrás mío y yo marcaba el ritmo. La consigna tácita era salir de ahí lo más pronto posible y sabíamos que estábamos lejos de cualquier poblado. Subimos y subimos. Con un piso de licopodios y musgos abundantes, rodeados de helechos arborescentes y árboles cuya copa era escondida por los jirones de niebla que se desprendían de un lado y otro de la arista por la cual subíamos, el ascenso fue embriagador durante horas... hasta que alcanzamos una brecha para camiones troceros. Si ya talaban los bosques de esta parte, ¿cuánto más durarían? Con los bosques desaparecerían los licopodios, esas plantas tan antiguas biológicamente, los fantasmas que la imaginación creaba a cada vuelta del camino, los bellísimos "niños" de piedra que eran capaces de hablar y que no podían moverse del lugar si ellos no querían... ¿Cuánto tiempo más permanecería así?

No nos podíamos mover de ahí. Mi "caso" se había expuesto frente a mí con tanta claridad que todo el mundo entendió y asintió... menos yo, porque no conocía ni una palabra en zapoteco. La pena era la prisión. ¿Por cuánto tiempo? "Hasta que llegue la autoridad o pague la multa". La multa era excesivamente elevada y la "autoridad" llegaría ahí en días, semanas o meses, nadie podía precisarlo. ¿Cómo es que había sucedido todo esto? El topil primero, un muchacho de 19 años totalmente embriagado y con el rostro manchado de sangre por una caída que tuvo cuando estuvo embriagado, me acusaba de haber entrado a la iglesia sin autorización y querer robar un pequeño cuadro que tenía una oración escrita en latín y al cual me había acercado para copiarlo. Pero no alcancé a hacerlo, pues apenas me acercaba dijo que saliera de la iglesia y, una vez fuera, tocó su silbato a todo volumen. Todos los otros topiles llegaron.

"¿Qué pasa?", preguntaban los muchachos. No podía decirles porque yo tampoco lo sabía. Sencillamente estaba tranquilo y ante la asamblea que se reunió en la agencia municipal hablé con tranquilidad porque tenía un testigo del pueblo: si el topil decía que había entrado a la iglesia sin autorización, ¿cómo es que había entrado conmigo? Pero no pude tener testigos del pueblo para la segunda acusación y se jugaba el valor de su palabra contra la de nosotros siete, forasteros vestidos con pantalones cortos y cargando voluminosas mochilas. Hasta entonces nos enteramos �y no por las personas que hacían las veces de autoridades� que la iglesia había sufrido un robo hacía quince años y que desde entonces toda persona que llegaba a Santiago Yagallo debía pedir permiso si quería verla por dentro. "En quince años ha habido muchos abusos de los agentes municipales porque quieren sacar dinero a todo el que llega", nos dijo días después el padre irlandés que estaba en Yagavila.

Yo me veía con un pie en la cárcel... y el otro también. La fiesta del pueblo había pasado hacía casi una semana y había un hombre en la cárcel que fue preso porque no quiso beber con los topiles. Si eso pasaba con un vecino del pueblo, ¿qué le esperaba a un extraño que ni entendía el zapoteco? Los muchachos no podrían irse del pueblo bajo ninguna circunstancia si yo era apresado por carecer de dinero para la multa. De reojo, veía a la puerta las caras confundidas de mis compañeros. Dos de ellos asustados porque a sus 17 años no habían encontrado algo tan difícil como aquello. ¿Qué tan lejos estaban de sus casas si habíamos caminado por días? Durante tres horas argumenté y finalmente la multa fue rebajada hasta ser el 20% de la inicial, pero no por ello dejaba de ser una suma alta. ¿Seguir discutiendo? Pagamos y salimos de ahí como alma que lleva el diablo. En el camino de bajada me lamentaba: "¡Y mira que no haber tomado una sola foto del interior!"

DE PASO POR YAGAVILA HACIA LA CHINANTECA

Con el alivio que significaba el haber dejado atrás Santiago Yagallo y la amenaza de pasar una cantidad indefinida de días tras las rejas, cruzamos un río y llegamos a Yagavila. En zapoteco, quiere decir "árbol que canta" y el nombre se refiere a la leyenda de la entrada de los españoles al lugar. Se dice que en el centro de la población había un árbol cuyas hojas cantaban cuando las movía el viento, lo cual era muy frecuente. Los españoles llegaron a esa población precisamente por la barranca por donde nosotros subimos y en cuanto hicieron su irrupción en el pequeño pueblo, el árbol dejó de cantar pese a que el viento soplaba.

Tiempo después, los conquistadores hicieron la cruz principal de la iglesia con la madera de ese árbol que los indígenas adoraban tanto. Ignoramos si la cruz existe todavía ahí puesto que la iglesia la hallamos cerrada, pero precisamente fuera del templo hay un pequeño monolito de unos 60 centímetros de alto, parcialmente enterrado y del cual nadie pudo decirnos algo sobre su origen.

SALIDA DE LA SIERRA ZAPOTECA

Cuando llegamos a la parte más alta de la sierra, salió el sol. En tres días no lo habíamos visto y estábamos empapados. Habíamos cruzado la selva y al mediodía nos detuvimos para secarnos un poco. El camino en el que estábamos era amplio y en pocas horas más llegaríamos a la carretera federal 175 y de ahí hasta Yólox. A partir de ahí abandonábamos la sierra zapoteca y entrábamos en plena Chinantla. Otra gente, otras costumbres diferentes, otro idioma antiguo pero nuevo para nosotros. Atrás dejábamos lugares impresionantes para la fotografía y para el espíritu, sobre todo para esa riqueza interior que no puede transmitirse por medio de palabras o de fotografías.

Pero nuestra aventura no concluía ahí. Simplemente se terminaba una etapa y debíamos seguir todavía hasta llegar a la zona cuicateca. No lo sabíamos todavía, pero lo verdaderamente interesante, después de casi dos semanas de viaje, apenas comenzaba. Lo que nos alegraba por el momento era algo tan simple como los rayos del sol. Ya tendríamos tiempo para pensar en la comida que desde ayer no ingeríamos y en el cansancio.

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