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Montañismo y Exploración
El caso de los exploradores de cavernas
18 noviembre 2008

El caso delos exploradores de cavernas se ha convertido en un clásico para los estudiantes de derecho pero es poco conocido por los espeleólogos, aunque les incumbe, pues se trata de la argumentación legal sobre un caso en un rescate de espeleólogos.







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Ministro Foster

Me choca que el Presidente de la Corte, en un esfuerzo por eludir los graves inconvenientes de este trágico caso, haya adoptado y propuesto a sus colegas una solución a la vez tan sórdida y obvia. Creo que en este caso está en juicio algo más que el destino de estos infortunados exploradores; está en juicio el derecho de nuestro Commonwealth. Si esta Corte llega a declarar que de acuerdo con nuestro derecho estos hombres han cometido un crimen, entonces nuestro derecho mismo resultará condenado ante el tribunal del sentido común, cualquiera sea la suerte final de los individuos implicados en este recurso de apelación. Pues nuestra afirmación de que el derecho que como jueces sostenemos y enunciamos nos arrastra a una conclusión que nos avergüenza y de la que sólo podemos librarnos apelando a excepciones diferidas al capricho personal del Poder Ejecutivo, equivale, pienso, a la admisión de que el orden jurídico de este Commonwealth no pretende ya realizar la justicia.

Personalmente no creo que nuestro derecho haga necesaria la monstruosa conclusión de que estos hombres son asesinos. Creo, por el contrario, los declara inocentes de todo crimen. Apoyo esta conclusión en dos fundamentos independientes que bastan, cualquiera de ellos, para justificar la absolución de los acusados.

El primero de estos fundamentos se basa en una premisa que puede despertar oposición si no es analizada sin prejuicio. Sostengo que todo el derecho positivo de este Commonwealth, incluyendo todas sus leyes y todos sus precedentes, es inaplicable a este caso, y que el mismo se halla regido por lo que los antiguos autores de Europa y América llamaban “el derecho natural”.

Esta conclusión se basa en la proposición de que nuestro derecho positivo presupone la posibilidad de la coexistencia de los hombres en sociedad. Al surgir una situación en la cual tal coexistencia de los hombres se hace imposible, entonces ha dejado de existir una condición implícita en todos nuestros precedentes y en todas nuestras leyes. Cuando esta condición desaparece, en mi opinión, desaparece con ella toda la fuerza de nuestro orden positivo. No estamos acostumbrados a aplicar la máxima Cesante ratione legis, cesta ipsa lex [del latín, significa: “Cesando el motivo de la ley, cesa la ley misma”. N. de MyE] al conjunto de nuestro derecho positivo, mas creo que este es un caso en el cual la máxima debe aplicarse.

La proposición de que todo derecho positivo está basado en la posibilidad de la coexistencia de los hombres suena extrañamente, no porque la verdad que contiene sea extraña, sino simplemente porque es una verdad tan obvia y omnipresente que rara vez tenemos ocasión de expresarla en palabras. Como el aire que respiramos está en nuestra circunstancia de manera tal que nos olvidamos que existe hasta que, de repente, nos vemos privados de ella.

Cualesquiera sean los objetivos que persigan las distintas de nuestro derecho resulta claro a la reflexión que todas ellas están encaminadas hacia la finalidad de facilitar y mejorar la coexistencia de los hombres y regular en forma razonable y equitativa las relaciones de su vida en común. Cuando la suposición de que los hombres pueden vivir en común deja de ser verdadera, como obviamente sucedió en ésta extraordinaria situación, en la que la conservación de la vida sólo se hizo posible quitando otra, entonces las premisas básicas subyacentes a todo nuestro orden jurídico pierden su sentido y su fuerza. Si los trágicos acontecimientos de este caso hubieran sucedido una milla más allá de los límites territoriales de nuestro Commonwealth, nadie pretendería aplicarles nuestra ley.

Reconocemos que la jurisdicción tiene bases territoriales. La razón de ser de este principio no es nada obvia y raras veces se examina. Entiendo que este principio se apoya en la presunción de que sólo es practicable aplicar un orden jurídico único a un grupo de hombres si ellos habitan dentro de los límites de un área dada de la superficie terrestre. La premisa de que los hombres deban coexistir en un grupo, subyace pues, al principio territorial, como al derecho todo. Ahora bien, sostengo que un caso puede ser sustraído de la fuerza de un orden jurídico, no sólo en sentido geográfico sino también moral. Si atendemos a los propósitos del derecho y del gobierno, y a las premisas subyacentes a nuestro derecho positivo, nos percatamos de que cuando aquellos tomaron su funesta decisión, se hallaban tan remotos de nuestro orden jurídico como si hubieran estado mil millas más allá de nuestras fronteras. Hasta en un sentido físico su prisión subterránea estaba separada de nuestros tribunales y ujierías [ujier es el portero de un tribunal, N. de MyE] por una sólida cortina de roca que pudo despejarse sólo tras un extraordinario gasto de tiempo y esfuerzos.

Llego por ello a la conclusión de que en el momento en que Roger Whetmore perdió su vida a manos de estos acusados, todos ellos —para usar el arcaico lenguaje de los autores del siglo XIX— se encontraban no en un “estado de sociedad civil”, sino en “estado de naturaleza”. Tal cosa tiene como consecuencia que el derecho a ellos aplicable no sea el derecho sancionado y establecido por este Commonwealth, sino el que se deriva de aquellos principios adecuados a su condición. No vacilo en decir que bajo aquellos principios no son culpables de crimen alguno.

Lo que aquellos hombres hicieron fue un hecho en cumplimiento de un contrato aceptado por todos ellos y originariamente propuesto por el propio Whetmore. Desde que era obvio que su inusitada situación hizo inaplicables los principios usuales que regulan la conducta entre los hombres, se vieron en la necesidad de trazar, como quien dice, una nueva carta de gobierno, apropiada a las circunstancias en las que se hallaban.

Ya desde antiguo se ha reconocido que el principio último de toda ley o gobierno debe buscarse en la noción de un contrato o convenio. Pensadores antiguos, especialmente del periodo que va desde 1600 a 1900, solían fundamentar el gobierno mismo en un supuesto Contrato Social. Los escépticos hicieron hincapié en que tal teoría contradecía los hechos históricos conocidos, y que no existía evidencia científica para apoyar la noción de que gobierno alguno se hubiera jamás fundado de la manera supuesta por aquella teoría. Replicaron los moralistas que aunque tal hipótesis fuera una ficción desde el punto de vista histórico, la noción de contrato o convenio proveía la única justificación ética en que basar los poderes del gobierno, poderes que incluyen el de privar de la vida.

Los poderes del gobierno sólo pueden justificarse moralmente sobre la presuposición de tratarse de poderes que hombres razonables convendrían y aceptarían en caso de confrontarse con la necesidad de tener que volver a construir algún orden para hacer posible la vida en común.

Afortunadamente, nuestro Commonwealth no tiene que embarcarse en estas perplejidades que torturaban a los antiguos. Conocemos en calidad de verdad histórica que nuestro gobierno se fundó sobre un contrato o acuerdo voluntario entre los hombres. Las pruebas arqueológicas son concluyentes en el sentido de que en el período subsiguiente a la Gran Espiral, los sobrevivientes de aquella hecatombe se reunieron voluntariamente y trazaron una carta de gobierno. Autores sofistas han planteado la cuestión acerca del poder de aquellos remotos contratantes de obligar a generaciones futuras, pero sigue siendo un hecho que nuestro gobierno desciende en la línea ininterrumpida de aquella carta originaria.

Si, pues, nuestros verdugos tienen el poder de poner fin a la vida de los hombres; si nuestros oficiales de justicia tienen el poder de lanzar a inquilinos morosos, si nuestros agentes de policía tienen el poder de arrestar a ebrios escandalosos, tales poderes hallan su justificación moral en aquel convenio originarlo de nuestros antepasados. Si nosotros no podemos encontrar fuente más elevada para nuestro orden jurídico, ¿qué fuente más elevada era de esperar que hallaran aquellos hambrientos infortunados para el orden que ellos mismos adoptaron?

Estoy convencido de que esta línea de argumentación que acabo de exponer no admite refutación racional alguna. Advierto que posiblemente será recibida con cierta inquietud por parte de muchos que lean esta opinión, pues se inclinarán a sospechar que algún sofisma debe ocultarse tras una demostración que lleva a tantas conclusiones poco familiares. El origen de esta inquietud es, sin embargo, fácil de identificar.

Las condiciones usuales de la existencia humana nos inclinan a ver en la vida de los hombres un valor absoluto, que bajo ninguna condición ha de sacrificarse. Hay mucho de ficticio en esta concepción, aun cuando se aplique a las relaciones ordinarias de la sociedad. Tenemos un ejemplo de ello en el mismísimo caso que nos ocupa. Diez obreros murieron en el proceso de despejar la roca de la abertura de la caverna. ¿Acaso no sabían los ingenieros y los funcionarlos públicos que dirigieron los esfuerzos del rescate que las operaciones adoptadas eran peligrosas e involucraban un serio riesgo para la vida de los operarlos que las ejecutaban? Si fue justo, pues, que aquellas diez vidas se sacrificaran para salvar la vida de cinco exploradores atrapados ¿a qué titulo, entonces, se nos dice que estuvo mal que aquellos exploradores llevaran adelante un convenio que salvaría cuatro vidas a costa de una sola?

Cualquier camino, cualquier túnel, cualquier edificio que proyectamos involucra un riesgo para la vida humana. Tomando estos proyectos en conjunto, podemos calcular con alguna precisión cuántas vidas humanas costará la ejecución de ellos: las estadísticas pueden informarnos acerca del costo medio en vidas humanas de cada mil millas de carretera de cuatro manos. y no obstante, deliberada y conscientemente asumimos y pagamos ese costo, en base a la suposición de que los valores creados para los que sobreviven compensan la pérdida. Si tales cosas pueden afirmarse de una sociedad que funciona sobre la superficie de la tierra de una manera normal y ordinaria, ¿qué diremos del supuesto valor absoluto de la vida humana en la situación desesperada en que se hallan los acusados y sus compañero Whetmore?

Con esto concluye la exposición del primer fundamento de mi voto. Mi segundo fundamento presupone el rechazo por vía de hipótesis de todas las premisas con las cuales he trabajado hasta ahora. Concedo a los fines de la argumentación que estoy equivocado al afirmar que la situación de estos hombres los sustrajo de los efectos de nuestro derecho positivo, y doy por sentado que nuestra Recopilación de Leyes tenía el poder de penetrar quinientos pies de roca e imponerse a aquellos hombres hambrientos, acurrucados en su prisión subterránea.

Ahora bien, es perfectamente claro, por supuesto, que estos hombres han cometido un acto que viola el texto literal de la ley que dice que quien “intencionalmente privare de la vida a otro” es un asesino. Pero uno de los trozos más antiguos de sabiduría jurídica nos dice que un hombre puede violar la letra de la ley, sin violar la ley misma. Toda proposición del derecho positivo, ya contenida en una ley, ya en un precedente judicial, debe interpretarse en forma razonable, a la luz de su propósito evidente. Es ésta una verdad tan elemental que no es necesario seguir dilucidándola. Los ejemplos de su aplicación son innumerables y se encuentran en todas las ramas del orden jurídico.

En Commonwealth c/ Staymore se condenó al procesado por aplicación de una ordenanza que consideraba delito el estacionar el automóvil en ciertos lugares por más de dos horas. El acusado había intentado sacar su coche, pero fue impedido de hacerlo porque las calles se hallaban obstruidas por una demostración política en la que no tomó parte y que no pudo razonablemente prever. La sentencia fue revocada por esta Corte, aunque el caso estaba encuadrado nítidamente por la expresión literal de la disposición. En otra oportunidad, en Fheler c/ Neegas, esta Corte se vio obligada a interpretar una ley en la que la palabra “no” había sido traspuesta de su posición prevista en la sección final y más importante de la ley.

Esta trasposición había ocurrido en todas las publicaciones de la ley, por aparente equivocación de los redactores e informantes de la ley. Nadie pudo comprobar el origen de este error, pero el hecho era que tomando el contenido de la ley en su conjunto, el error saltaba a la vista, ya que el sentido literal de la cláusula final volvía inconsistente con todo lo que la precedía y con el objeto de la disposición, tal como surgía de sus considerandos. Esta Corte se negó a aceptar una interpretación literal de la ley, y rectificó su texto introduciendo la palabra “no” en el lugar donde evidentemente debía figurar.

La disposición que ahora debemos interpretar jamás ha sido aplicada literalmente. Cientos de años atrás se estableció que matar en defensa propia es excusable. Nada hay en la letra de la ley que sugiera esta excepción. Se han hecho varias tentativas para conciliar la aceptación jurisprudencial de la defensa propia con las palabras de la disposición legal, pero, en mi opinión, todas son sofismas ingeniosos. La verdad es que excepción a favor de la defensa propia no puede reconciliarse con las palabras de la ley, sino sólo con su propósito.

La verdadera reconciliación de la excusa de defensa propia con la ley que define como delito el matar a otro, se halla en el siguiente razonamiento. Uno de los principales objetivos de toda legislación penal es el de motivar a los hombres a no cometer crímenes.

Ahora bien, es evidente que si se declarara que la ley califica la defensa propia, tal regla no podría operar de una manera preventiva. Un hombre cuya vida es amenazada rechazará a su agresor, sin importarle lo que la ley diga. Atendiendo, pues, al propósito principal de la legislación criminal, podemos declarar con certeza que esta ley no se concibió con la intención de que fuera aplicada a los casos de defensa propia. Cuando la razón de ser de la defensa propia es explicada de esta manera, se hace notorio que precisamente el mismo razonamiento es aplicable al caso de autos. Si, en lo futuro, cualquier grupo de hombres se hallare alguna vez en las mismas circunstancias trágicas de estos acusados, podemos estar seguros de que su decisión ante la alternativa de vivir o perecer no estará controlada por el contenido de nuestro Código Penal. Por ende, si leemos esta ley inteligentemente, se hace claro que ella no es aplicable al presente caso. La eliminación de esta situación de los efectos de la ley se justifica precisamente por las mismas consideraciones aplicadas por nuestros colegas hace cientos de años al caso de la defensa propia.

Hay personas que ponen el grito en el cielo, alegando usurpación judicial, en cada caso en que un tribunal, después de haber analizado los fines de una ley, da a sus palabras un sentido que no es inmediatamente obvio para el lector distraído que no ha estudiado la disposición con detenimiento y que no ha examinado los objetivos que ella busca alcanzar.

Permítaseme decir enfáticamente que acepto sin reserva la premisa que esta Corte se halla obligada por las leyes de nuestro Commonwealth y que ejerce sus poderes en subordinación a la voluntad debidamente expresada de la Cámara de Representantes. La línea de razonamiento que acabo de aplicar no plantea el problema de la fidelidad a las disposiciones legisladas, si bien puede quizás llegar a plantear el problema de la distinción entre la fidelidad inteligente y la no inteligente. Ningún superior desea un criado que carezca de la capacidad de leer entre líneas. La sirvienta más estúpida se da cuenta de la intención de su patrona, cuando se le ordena “pelar la sopa y espumar las papas”.

También sabe que cuando el señor le ordena “dejar caer todo y venir corriendo”, éste no ha considerado la posibilidad de que ella en ese momento esté sacando al niño del recipiente de desagüe. Por cierto que tenemos el derecho de esperar por lo menos el mismo quántum de inteligencia por parte de los magistrados. La corrección de obvios errores u omisiones legislativas no significa suplantar la voluntad del legislador, sino hacerla efectiva. Por ello concluyo que cualquiera sea el punto de vista desde el cual se encare este caso, los acusados son inocentes de haber asesinado a Roger Whetmore, y que la sentencia debe ser revocada.

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