{"id":13024,"date":"2007-11-16T00:00:00","date_gmt":"2007-11-16T00:00:00","guid":{"rendered":"http:\/\/montanismo.org\/revista\/?p=13024"},"modified":"2007-11-16T00:00:00","modified_gmt":"2007-11-16T00:00:00","slug":"reflexiones_cerca_de_la_cumbre_del_antisana","status":"publish","type":"post","link":"https:\/\/montanismo.org\/2007\/reflexiones_cerca_de_la_cumbre_del_antisana\/","title":{"rendered":"Reflexiones cerca de la cumbre del Antisana"},"content":{"rendered":"
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Estaba solo en el glaciar del volcán Antisana. No me había dado cuenta, pero mis planes junto con mi compañero habían desaparecido 75 minutos antes. Mientras tanto, levantaba el campamento. Preocupado porque no llegaba mi compañero, bajé hasta el último lugar desde donde lo vi. No había rastro de él, pero tampoco había indicios de que hubiera sufrido un accidente durante el ascenso. Simplemente había dado la vuelta atrás.<\/p>\n

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Me llevó algún tiempo darme cuenta que la preocupación por él era una forma de aferrarme a los planes originales. Una vez más, la realidad se imponía haciendo añicos todo lo planeado. Sin embargo, una sombra de esperanza me hacía aferrarme al deseo de que todo marchara con normalidad.<\/p>\n

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Mi compañero llegaría al campamento y yo no estaba dispuesto a renunciar, no a levantar el campamento y salir en su búsqueda. No quería cederle la responsabilidad del fracaso, eso sería lo más fácil. Fracaso era el nombre del juego, lo sentí como mi sombra, sólo me restaba investigar como resultaría todo.<\/p>\n

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Eso hice.<\/p>\n

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Sin pensarlo mucho, entré en acción, pues creo que la fortuna sólo protege a los que se atreven y a los que se adaptan a las situaciones. Decidí iniciar el ascenso a la cumbre por la ruta normal. La directa tal como estaba (sin dos herramientas) no era una buena idea y la sur sin alguien que me asegurara, un suicidio. ¡Otra ruta normal!<\/p>\n

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Tomé el poco equipo que tenía y dejé la bolsa de dormir para no pensar en un vivac, pero cargué la chamarra de estancia por si no tenía más opción. Lancé los dados esperando que la fortuna me favoreciera, el glaciar intacto que me esperaba. Mi pensamiento giraba en torno a los 250 metros de desnivel por hora que tendría que subir para alcanzar la cumbre a las 6 de la tarde e iniciar el descenso con un poco de luz.<\/p>\n

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La primera hora no tuvo gran problema. Con paso lento, sondeé con el bastón la nieve como un ciego que sortea obstáculos, asumiendo que todo el terreno podría tener grietas, absorto en cada paso avancé más de que esperaba. Pero la situación cambió pronto: el collado que separa las cumbres máxima y la sur, reveló su verdadera cara, mostrando un laberinto de grietas frente a mí. La ruta normal en su simplicidad requería algo con lo que no contaba en ese momento: ir en cordada.<\/p>\n

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Pasar el primer puente de hielo fue la parte difícil. Me faltaba el valor porque no me agradaba mucho la idea de morir solo congelándome en el fondo de una grieta. Recordé un conversación con Jorge Colín —“No te preocupes, los puentes generalmente no ceden, sólo hay que estar preparado por si lo hacen”—.<\/p>\n

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Comprendí que la única forma de saber si cedería o no, era intentándolo. Sopesé el riesgo: si caía en la grieta sería con conciencia de ello y me vería obligado a luchar por mi vida (al menos no caería pensando: ¿cómo pasó esto?). Aunque podría dejarlo para otra ocasión, me sentí bien con el riesgo o mejor dicho, me convencí de que lo podía aceptar. El puente no cedió y mi confianza aumentó y pasé otro puente más sin novedad.<\/p>\n

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Me encontré a un lado del collado evitando las grandes grietas, por el lado derecho, mientras a mi izquierda pendían amenazantes los seracs. Acariciaba la idea de que podría pasar entre ambos, pero la realidad era distinta. El camino estaba obstruido por fragmentos del serac que caían en intervalos de algunos minutos, los trozos de hielo variaban desde el tamaño de un puño hasta mi estatura.<\/p>\n

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Comprendí que no pasaría por ahí con seguridad. En ese momento lo único seguro sería estar acostado en cama. Pensé en internarme por el collado agrietado pero no me agradó el riesgo entre tantas grietas abiertas, pues con facilidad me concentraría en evitar las que veo cuando me debo cuidar es de las que están ocultas. Estando solo en un terreno de esas características, consideré que mis posibilidades eran nulas. Miré hacia arriba, los seracs sobre mí parecían más estables, los escombros no mostraban pedazos superiores al tamaño de una naranja y nada caía por el momento.<\/p>\n

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Abandoné la ruta normal con una idea en mente: subir lo más directo que pudiese entre los seracs hasta al pie del hongo cimero. Luego vería cómo superarlo y si no encontraba el camino regresaría sobre mis pasos. Entre los seracs encontré un corredor de 50° a 60°. Mi pensamiento fue simple, me sentía más cómodo con la idea que los seracs eran más estables y que me estaba moviendo rápido. Si se desprendía uno grande, que podría suceder, me arrasaría de forma tan repentina y brutal que la muerte sería muy rápida. O los escombros pasarían a un lado y saldría ileso. Bien muerto o bien vivo, pensaba en ese momento, eso era preferible a caer por un descuido en una grieta, con la subsiguiente agonía en el fondo.<\/p>\n

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El avance era más lento y mi confianza iba disminuyendo con cada ráfaga de viento blanco <\/em>que pasaba, pero había una compensación: ganaba  altura. Pronto encontré entre los seracs una gran rampa que llevaba al hongo cimero. Salté dos largas y aparentemente delgadas grietas casi cubiertas que separan un serac de la rampa. No esperaba encontrar grietas de ese lado y no me hizo feliz su presencia. Como sea, el terreno mucho más inclinado me daba la seguridad de que no encontraría más problemas de ese tipo.<\/p>\n

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Estaba a 5,437 metros. El pánico cedió ante la desesperación. Sabía lo que significaba perder el bastón: tenía que abandonar. Ése es el precio que hay que pagar cuando se va solo y tan limitado. Cometes un error y te bajas.<\/p>\n

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No conforme con cometer mi primer error, cometí el segundo: miré hacia arriba. “Está tan cerca”. Como un pequeño e inocente gusano que se arrastra para introducirse en la hendidura de una manzana, ese pensamiento penetró mi mente y otro gusano (el de la vanidad) creó un hoyo en mi cabeza.<\/p>\n

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Pensé que estaba haciendo una ruta “nueva”, en solitario, en una montaña donde únicamente estábamos Carlos y yo, no un “solitario” donde encuentras la morrena  y la nieve bien pisada todo el trayecto, como en el Urus, o donde además encuentras gente a lo largo de toda la ruta, como en el Ishinca. Y lo que parecía mejor en ataque de un solo día, no gran cosa por cierto; pero la idea me seducía como una amante fácil de conseguir, pero difícil de abandonar. <\/p>\n

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Me quise obligar a continuar para colgarme una medalla que dijera: “Ruta nueva”, “En solo”, “Ataque en un día”, “Montaña difícil”… Pero estaría quebrantando mi regla de ascenso en solitario: basta un error consiente para descender.<\/p>\n

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Titubeante, el dolor de mi corazón me hizo reír y mi estupidez me hizo llorar, una ráfaga de viento blanco<\/em> pasó y barrió mi vanidad dejando desnudo mi enorme temor, con ello, mis dudas se disiparon. No subiría por las razones equivocadas. El tiempo de aceptar el fracaso había llegado.<\/p>\n

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Me bajé de la montaña.<\/p>\n

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El viento blanco<\/em> no apareció más. Las nubes pasaron de largo como burlándose de mí. No me importó. Cuando llegué a ella, levanté la carpa y fui en busca de mi compañero. Dejé de ver el reloj cuando pasaron 12 horas de que había empezado a caminar por la mañana. Me perdí en la morrena, sufriendo a cada paso, sin ánimo para dar uno más. Acabé improvisando un vivac.<\/p>\n

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Dentro de la bolsa de dormir me dejé caer en la colchoneta, la comodidad me invadió mientras recordaba el descenso del Tocllaraju. Escuchaba mi voz: “Prefiero fracasar que subir la montaña con guía”.<\/p>\n

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“Deseo cumplido”, pensé y me dormí.<\/p>\n

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Fue penoso y demandante progresar en la rampa con un solo piolet y un bastón que por momentos clavaba como puñal, con el azote repentino del viento blanco<\/em> y el temor de que se borraran las huellas con él. Con todo, en poco más de dos horas había alcanzado los 5,400 metros. Valía la pena, sentía que el mundo sonreía conmigo. El hongo cimero se dejaba ver como una promesa que se cumpliría.<\/p>\n

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Con esa sensación empecé a visualizarme, alcanzando mi objetivo como cuando me preparaba para esprintar en una carrera de bici. Me imaginé a mi mismo llegando a la cumbre a las seis de la tarde, bajando al campamento, recogiendo la tienda y encontrando a Carlos en la morrena por la noche. <\/p>\n

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La pendiente de la rampa cedió un poco y observé una cueva de hielo a mí derecha. “En caso de que las cosas se pongan feas es bueno recordar dónde está”, pensé. La rampa perdió inclinación tal vez hasta los 45° y con mi avance perdí de vista la cumbre. Mi mente seguía ocupada con mi visualización de la cima.<\/p>\n

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Continué avanzando, esta vez haciendo zetas, pero cargando a la derecha. Repentinamente el piso debajo del bastón cedió con un leve crujido. “¡Ya valió!”, pensé horrorizado mientras se hundía el bastón. Di un salto atrás. O simplemente un paso, no lo sé en realidad. Miré cómo el bastón se fracturaba y sus restos eran tragados por un hueco en la pendiente de no más de doce centímetros de diámetro.<\/p>\n

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Titubeante, el dolor de mi corazón me hizo reír y mi estupidez me hizo llorar, una ráfaga de viento blanco pasó y barrió mi vanidad dejando desnudo mi enorme temor, con ello, mis dudas se disiparon. No subiría por las razones equivocadas. El tiempo de aceptar el fracaso había llegado.<\/em><\/p>\n<\/td>\n

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