{"id":12711,"date":"2007-05-15T00:00:00","date_gmt":"2007-05-15T00:00:00","guid":{"rendered":"http:\/\/montanismo.org\/revista\/?p=12711"},"modified":"2007-05-14T00:00:00","modified_gmt":"2007-05-14T00:00:00","slug":"semana_santa_en_el_desierto","status":"publish","type":"post","link":"https:\/\/montanismo.org\/2007\/semana_santa_en_el_desierto\/","title":{"rendered":"Semana Santa en el desierto"},"content":{"rendered":"
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Viejas cosas y encuentros extraños<\/strong><\/p>\n

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Decidimos salir de la barranca para irnos por un lugar que le llaman “La Abandonada”. Seguimos lo que alguna vez fue la carretera que llegaba a este pueblo, ahora, como el pueblo abandonado, esta tenía ya en algunas partes desgajamientos y lugares invadidos por vegetación. La Abandonada era un pueblo fantasma con casas de dos o tres cuartos, algunas hasta con puertas de metal, hornos de piedra y con vestigios de carritos de juguetes con los que alguna vez jugaron los niños que ya no estaban, bicicletas, zapatos, molinos para maíz y todo un inventario, además de contar cada casa con terrenos para sus parcelas.<\/p>\n

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En algún lugar de esta inmensidad árida, vimos a dos personas con mochilas para ir a la montaña. Julia de broma dice “Son Blanca y Lalito”, dos de las personas que no habían venido a la caminata. Para nuestra sorpresa, resultaron ser ellos y también estaban sorprendidos de habernos encontrado.<\/p>\n

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Panorámica de la zona del Valle del Mezquital, Hidalgo<\/em><\/p>\n

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El recuerdo<\/strong><\/p>\n

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En el año de 1990, a mis 13 años, en compañía de algunos familiares y un par de amigos hicimos una caminata en Semana Santa. Empezó en las grutas de Xoxafi para después de varios días terminar en Tolantongo, en particular en El Zapote.<\/p>\n

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En esa época, no tomaba más decisiones que lo que decía la mayoría o lo que me pareciera lo más lógico. En el 2007, con la capacidad necesaria para hacerlo de manera autónoma, hice esta travesía de nuevo y ver esos lugares que hicieron que mi vida se llenara de montañismo. Esta salida iba a ser de 5 personas, pero terminamos yendo sólo dos: Julia y yo.<\/p>\n

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Comenzamos en Lagunilla, con esos tediosos 10 km de una carretera de piedras para luego convertirse en terracería que lleva directamente a las grutas de Xoxafi.<\/p>\n

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Hace 17 años Xoxafi no tenía carretera que llegara hasta la gruta. Además tenía varias entradas, unas con tiros y otras por las cuales se podía entrar y bajar sin equipo. Ahora sólo están las entradas con tiros, con diferente costo de entrada cada una. Decidimos seguir de largo y meternos en los cerros.<\/p>\n

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Sorteando cerros<\/strong><\/p>\n

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Empezamos a escuchar algo y no podía precisar bien qué era. Un motor de una camioneta o algo parecido a una sierra eléctrica. Se acercaba cada vez más a nosotros, metidos entre arbustos espinosos. En pocos segundos apareció una mancha grisácea, a un metro por encima de nosotros y el sonido tomó forma: era el zumbido de decenas de abejas que volaban juntas, como un regimiento que va a invadir algún lugar. Una migración enorme a plena luz del día y con este calor. Nos quedamos quietos por temor o por el espectáculo increíble, pero vimos cómo pasaron encima de nosotros para perderse en el monte.<\/p>\n

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La lluvia había cambiado el color de la tierra de gris o pardo a verde. Lluvia en ese lugar semiárido es vida en abundancia. El viento traía las nubes desde el norte.<\/p>\n

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Nosotros íbamos hacia el norte y sorteábamos no sólo los cerros para caminar en sus collados, sino también las enormes nubes. Era como si pasáramos por los “collados” de las nubes. Toda esa tarde esperamos que en cualquier momento lloviera pero no fue sino hasta bien entrada la tarde —estábamos en una barranca— cuando la lluvia ya no fue una amenaza, sino un hecho. Lluvia y atardecer hicieron que el paisaje en la barranca cambiara de colores. Y los apreciamos resguardados en nuestro refugio.<\/p>\n

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Al otro día en La Florida, platicábamos con la señora de la tienda, quien se sorprendía que camináramos desde “tan lejos y solos”. A Julia: “¿Y no te da miedo? Ahí hay coyotes.” Nos recomendó que fuéramos a Pozo Seco, un lugar en la barranca a unos ocho km de allí. Pero nos advirtió que hay algunos donde el hombre no puede caminar. Esto, en lugar de asustarnos, nos llamó más la atención. Era un cañón con pozas y caídas de agua, un buen lugar para recorrer con equipo, aunque corto, pero interesante.<\/p>\n

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Los festejos de Semana Santa<\/strong><\/p>\n

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Pozo Seco es un manantial. En parte entubado para llevar agua a los pueblos y rancherías aledañas, también de ahí se recoge agua para llevarla a la propia casas a lomo de burro. Y de paso alimenta un río y unas pozas donde se cría mojarras. Con tanta agua nos preguntamos de dónde venía el nombre de Pozo seco. No hubo más respuesta que el de que antes no había tanta agua.<\/p>\n

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Llegamos temprano, comimos y nos quedamos a pasar la noche pues nos invitaron a quedarnos a los festejos del día siguiente. Nos quedamos allí y compartimos un poco de esa satisfacción que tienen los antropólogos de ver una forma de vivir diferente, de platicar con ellos, beber en pleno calor y probar la rica barbacoa de pollo, pues era vigilia.<\/p>\n

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Temprano en la mañana, la gente empezó a llegar para formar sus cubetas y pasar a pescar, pesar y pagar su pescado. El ritual de la pesca comenzaba por acorralar a los peces para que luego otra persona desde afuera del estanque los pesque con su red. Había peces de todos tamaños y uno llegó a pesar seis kilos.<\/p>\n

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En otro lado se hacía una rifa de un saludable borrego grande que berreaba como si supiera cual era su destino. Otros llevaban su anafre y algunos kilos de comida, no para venderla sino para ellos mismos, que no excluía invitarle algún taco a la gente que llegaba y se ponía a platicar con ellos, como dos forasteros curiosos con cámara para sacar fotos.<\/p>\n

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Otros iban con sus hijos los cuales se divertían en “la guitarra”, esa enorme piscina que sonó toda la noche al llenarse de agua del manantial que surte el “bombero”, aquel que con su bomba de gasolina conectada a mangueras surte el agua. Dos hombres que vimos en el camino nos reconocieron y contaban a sus conocidos que veníamos caminando “desde muy lejos y además a pie”. Si nosotros estábamos sorprendidos, ellos no lo estaban menos.<\/p>\n

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Los cuatro platicamos y nos confundimos con las explicaciones que nos habían dado para llegar a la barranca de Tolantongo sin que fuera mucho rodeo. Pero tuvo una recompensa: nos metimos en un cañón con grandes paredes y corredores pequeños e incluso hicimos un pequeño rappel junto a una cascada, encontramos un lugar para poner el refugio y dormir.<\/p>\n

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Al siguiente día salimos del cañón pues seguían algunas caídas más grandes y no traíamos el suficiente equipo. Subimos a la loma movidos por los latigazos de las ramas de los arbustos y por los pinchazos de las espinas. Llevaba tiempo lloviendo y la vegetación se llenaba de hojas y flores, se hacía muy espesa y finalmente nos hizo bajar de a otro cañón que no llevaba con seguridad a la barranca. Al final, decidimos regresar porque queríamos evitar la entrada a la ciudad el domingo, con cientos de miles regresando a la ciudad después de Semana Santa.<\/p>\n

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La lluvia había cambiado el color de la tierra de gris o pardo a verde. Lluvia en ese lugar semiárido es vida en abundancia. El viento traía las nubes desde el norte. Y en el desierto, descubrimos a la gente que vive en él. Estas son algunas de las vivencias adquiridas en un lugar que es más amigable de lo que se ve en las fotografías.<\/p>\n<\/td>\n

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