{"id":12598,"date":"1998-12-25T00:00:00","date_gmt":"1998-12-25T00:00:00","guid":{"rendered":"http:\/\/montanismo.org\/revista\/?p=12598"},"modified":"2006-11-09T00:00:00","modified_gmt":"2006-11-09T00:00:00","slug":"al_asalto_del_khilikhili_parte_vii","status":"publish","type":"post","link":"https:\/\/montanismo.org\/1998\/al_asalto_del_khilikhili_parte_vii\/","title":{"rendered":"Al asalto del Khili-Khili, Parte VII"},"content":{"rendered":"
Capítulo VIII<\/p>\n

DE LA BASE AVANZADA AL CAMPAMENTO 2<\/strong><\/div>\n

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Al día siguiente nos reagrupamos. Wish había descubierto interesantes especímenes de hielo de los que quería medir el punto de ebullición; se quedó, pues, en la base avanzada con Burley, al que los esfuerzos de la víspera habían agotado y que, por tanto, no estaba en estado de continuar. Constant y yo debíamos acompañar hasta el campamento de base a los portadores sobrantes y regresar a la base avanzada al día siguiente. Jungle intentaría establecer el campamento I a nueve mil metros. <\/p>\n

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Shute se uniría a Jungle después de haber filmado nuestras partidas respectivas. Shute se afanaba desde el alba entre su material, pero los aparatos de toma de vista no estaban aún en estado de funcionar cuando Jungle partió; tampoco lo estaban una hora más tarde, cuando Jungle tomó de nuevo la salida, pues la primera vez había dado la vuelta en redondo. <\/p>\n

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Noté que ninguno de ellos hacia ningún comentario sobre las actividades del otro, y quise creer que no habría en aquello ningún síntoma del mal de las alturas. Pero cuando Jungle pasó por segunda vez ante Shute, murmuró algunas explicaciones según las cuales se trataba de "un simple ajuste del compás", mientras que Shute giraba la manivela como si filmara realmente. Esperé que estos manejos no significaran que trataban de engañarse mutuamente, pero yo tenía, por mi parte, demasiados asuntos en la cabeza para detenerme en éste. Después de haber terminado nuestros preparativos. Constant y yo retardamos nuestra partida tanto como fue posible, pues deseábamos dar a Shute la ocasión de ejercer sus talentos; pero tuvimos que marchamos sin ser filmados. <\/p>\n

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Alcanzamos el campamento de base sin incidente y nos encontramos a Prone anémico, pero alegre. Pasé la tarde poniendo al día mi Diario y zurciendo calcetines, mientras que Constant repetía a los portadores las ultimas instrucciones. <\/p>\n

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Por la noche, Prone, siempre tan altruista, rehusó dejarme compartir su tienda; dijo que Constant y yo, que debíamos hacer la ascensión juntos, no debíamos estar separados. Pensé que tenía razón; Constant y yo no debíamos olvidar ninguna ocasión de mejor conocernos. De hecho, todo lo que pude saber de Constant fue que tenía un buen dormir, pues apenas me había metido en mi saco, ya estaba él dormido. <\/p>\n

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Nos levantamos muy de madrugada, y expedí el mensaje siguiente: "Cara Norte conquistada, hemos comenzado el reconocimiento del Khili-Khili. Todos en buena salud e impacientes de atacar la potente montaña que se yergue por encima de nosotros, como desafiándonos a poner el pie sobre sus pendientes traidoras. La moral de la expedición continua siendo excelente, y los portadores son magníficos." <\/p>\n

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Dimos un último adiós a Prone. Era una gran decepción para él —tanta como para cada uno de nosotros— que no pudiese acompañarnos; me pregunté cómo su padre reaccionaría al saber que se había quedado atrás. En cuanto a su mujer, sin duda encontraría ahí otro medio de atormentar al pobre hombre. Traté de reconfortarle. Le declaré que la noble forma con que había soportado todos sus sufrimientos era para todos nosotros un constante ejemplo, y sobre todo para mí, que conocía su triste historia. Me golpeó afectuosamente el hombro, diciendo: "Sí, mi pequeño." Parecía que estaba encantado. Llegamos sin incidente a la base avanzada. Constant cayó en algunas grietas, y yo mismo tropecé en una o dos; pero fuimos sacados por los portadores, que no habían tardado en aprender el uso de la cuerda. Se llamaban So Lo y Lo Too. Eran pequeños y robustos. Cuando no fumaban groka —lo que era raro— se querellaban, o, al menos, esa era la impresión que me daban; no nos prestaban ninguna atención ni a Constant ni a mí, salvo cuando les dábamos órdenes, que ellos ejecutaban escrupulosamente, pero sin manifestar el menor signo de interés. Constant me dijo que ahora que habíamos sobrepasado los siete mil metros, el humor de los indígenas mejoraría rápidamente. <\/p>\n

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Yo estaba al acecho del más ligero síntoma de esta evolución, pues, a decir verdad, yo soportaba difícilmente su independencia de espíritu y su impasibilidad. Yo sabía, ciertamente, que el Oriente es impenetrable, pero no pensaba que permanecería impenetrable a mis ojos. <\/p>\n

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Acabábamos de alcanzar un punto situado hacia la mitad de la primera pared de hielo, cuando Constant atrajo mi atención sobre una pequeña silueta que se acercaba a nosotros viniendo del campamento de base. <\/p>\n

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Hay ocasiones en que la vida golpea tan duramente al hombre, que éste no se siente dueño de su destino; en esos mementos se parece a un insecto aplastado por los pies de un gigante. <\/p>\n

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Esta era para mí una de esas ocasiones, y lo leí en el rostro de Constant, que no estaba menos afectado. <\/p>\n

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Bajé los ojos, esperando olvidar lo que acababa de ver en su mirada. <\/p>\n

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—¿No se puede hacer nada?—murmuré.<\/p>\n

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El sacudió la cabeza.<\/p>\n

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—Voy a intentarlo, pero sin esperanza.<\/p>\n

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La corta silueta escalaba los zócalos de hielo. Estaba casi plegada en dos bajo una inmensa pila de utensilios de cocina, que resonaban a cada paso. Se elevaba lentamente como una criatura surgida del infierno, para detenerse a algunos metros, volviendo hacia nosotros un rostro aplastado y de pesadilla. <\/p>\n

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Constant se entregó con el recién llegado a una conversación larga y animada, durante la cual So Lo y Lo Too chupaban con aire de beatitud de sus pipas, mientras que yo trataba de recuperar el dominio de mi destino meditando sobre las Reflexiones en alta montaña, de Totter. <\/p>\n

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La discusión llegó a su fin, y Constant me declaró que no había podido lograr persuadir a Pong a que se volviera; la corrupción, las amenazas, la astucia, todo se había revelado inútil. Pong —dijo— era, evidentemente, un hombre que tenía un fin en la vida; a menos de lapidarlo, Constant no veía ningún medio de hacerlo volver. Había, no obstante, precisado a Pong —me afirmó— que éste no debería pasar de la base avanzada, donde se tendría necesidad de él para velar por aquellos de nosotros que pudieran descender de la cima debilitados y desamparados. <\/p>\n

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Protesté, argumentando que esto era dar la puntilla a un hombre debilitado y desamparado. Constant manifestó estar de acuerdo conmigo, pero me dijo que no había otra alternativa. <\/p>\n

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Medité un momento. La presencia de Pong amenazaba poner en peligro a toda la expedición. Por encima de los siete mil metros los estómagos se hacen delicados; es absolutamente necesario incorporar al régimen de grandes alturas platos particularmente apetitosos. ¿No deberíamos Constant y yo resignarnos al supremo sacrificio: volver al campamento de base con Pong y soportar su cocina, a fin de perdonársela al resto del equipo? <\/p>\n

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Esto era exigir demasiado de sí mismo. Terminé por renunciar a este gesto. Se tenía necesidad de nosotros en la montaña; no podíamos dejar solos a los otros. <\/p>\n

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Tragué precipitadamente un comprimido antidispéptico y di la orden de partir. Alcanzamos la base avanzada. Todo estaba desierto. Lancé llamadas por walki-talkie y tomé contacto con Wish. Estaban todos en el campamento I. Pasarían allí un día o dos, para aclimatarse, antes de lanzarse al campamento II. <\/p>\n

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Esto era una buena noticia. Anuncié a Wish que Constant y yo llegaríamos al día siguiente, y le rogué nos describiera el camino que habían seguido. Mientras él hablaba, oí claramente a los otros cantar algunos compases de My darling Clementine<\/em>, y lamenté no encontrarme con esa alegre banda. <\/p>\n

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Noté poco después que el material médico habían desaparecido, y concluí que había debido ser transportado hasta el campamento I. Esto me sorprendió. Después me dije que había, sin duda, un error.<\/p>\n

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Nuestra comida aquella tarde no fue tan repugnante como me había temido; fue solamente indigesta. Pero Constant dijo que esto era, probablemente, porque Pong no se había acostumbrado aún a la cocina en grandes alturas: en su opinión, cuando se acostumbrara, sería mucho peor. Fuera lo que fuese, aquella cena nos impidió a los dos dormir, y yo lo aproveché para inquirir con bondad de la vida privada de Constant. Le dije que no había podido comprender muy bien cuales de entre nosotros tenían novia y cuales no la tenían, y le pregunté si había dejado una novia en Inglaterra. Me respondió que no. Le pregunté si sus padres vivían aún. Me respondió que sí. Le pregunté si tenía hermanos o hermanas. Me dijo que sí. Yo le confié que tenía tres hermanas. El me dijo: "¡Oh!" <\/p>\n

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Algo no iba bien; bastaba tener antenas, como es mi caso, para comprenderlo. Estuve algún tiempo preguntándome cuál sería el mejor medio de establecer contacto con Constant y meditando sobre la soledad del alma humana, sobre todo en la aflicción. Sospechaba que el carácter taciturno de Constant escondía un corazón herido. <\/p>\n

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Este es un género de situación que un jefe digno de este nombre tiene a veces que afrontar, y, sin duda, éste es uno de los casos en los que la caridad exige que no se tengan en cuenta los sentimientos de los demás. Por difícil que sea hablar de las propias desgracias, es siempre un alivio; generalmente, es más caritativo hacer hablar a alguien de sus propios sufrimientos que respetar su deseo superficial de dejarlos en silencio. <\/p>\n

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El mejor medio de provocar las confidencias es comenzar por hacerlas. Adivinando que la reticencia de Constant tenía su origen en una historia de amor desgraciado, le conté una aventura por la que yo había pasado, y cuya herida, si un día me había hecho sufrir mucho, estaba hoy completamente cicatrizada. Esperaba animarlo así a esperar que su dolor también pasara. No hizo ningún comentario a mi historia; yo observé entonces que todos habíamos conocido experiencias semejantes. <\/p>\n

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Ninguna reacción. Pero oí algo extraño, y al mirar a Constant vi que estaba sacudido de estremecimientos. ¡El desgraciado sollozaba! <\/p>\n

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Conmovido, le puse una mano en el hombro. Los sollozos redoblaron. <\/p>\n

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—Cuéntemelo, mi viejo —dije afectuosamente. <\/p>\n

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Creí que iba a perder todo control de sus nervios. Pero poco a poco la crisis pasó. Y comprobé que sus mejillas estaban mojadas por las lagrimas. <\/p>\n

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—Cuéntemelo —repetí. <\/p>\n

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De nuevo metió el rostro bajo las mantas, mientras que algunos últimos sollozos le sacudían. Después permaneció perfectamente inmóvil. <\/p>\n

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Yo sentía que ahora la atmósfera no era la misma y esperaba con impaciencia. No fui decepcionado. Se puso a hablar lentamente, primero con un tono vacilante; después, con una animación creciente. <\/p>\n

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Desde su infancia Constant había sido siempre un apasionado por el circo, y, a pesar de los esfuerzos de sus padres por apartarle de él, esta pasión le había durado toda su vida, no haciendo más que afirmarse con los años. Los recuerdos más felices de Constant estaban todos ligados al circo; la mezcla tan particular de carácter, grandilocuencia y fantasía que encontraba en el circo respondía en él aún apetito novelesco sólidamente arraigado. Era —decía— esta misma tendencia la que le había guiado en la elección de carrera cuando había decidido a consagrarse a la diplomacia. La gente de circo era para él otra cosa que la gente corriente. Todos sus sueños de niño estaban centrados alrededor del circo. <\/p>\n

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Y su primero y único amor había sido una artista de circo. <\/p>\n

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Se llamaba Stella. Hacía un numero con una troupe de focas. Era —me aseguró Constant— la más encantadora criatura del mundo. Nobles y príncipes la adoraban; pero ella tenía un corazón sencillo, y rehusó a todos; había hecho la promesa de casarse con un hombre sencillo y darle hijos sencillos. <\/p>\n

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Se amaron desde la primera mirada y fueron felices como sólo pueden serlo aquellos que se aman por primera vez. El asistía a todas sus representaciones; ella le enviaba besos dos veces cada tarde, más el miércoles y el sábado, en matinee. <\/p>\n

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No había más que una sombra en la perfección de su paraíso privado. Travers<\/em>, el viejo macho de la troupe de las focas, no amaba a Constant. Stella decía que era por celos. El ladraba cada vez que Constant se acercaba a ella, y durante las representaciones se aproximaba al borde de la pista y le hacia muecas que espantaban a los niños. Pronto se puso a rehusar todo alimento. La crisis estalló el día que Stella apareció llevando en el dedo por primera vez el anillo de pedida. Al ver el anillo, Travers<\/em> lanzó un grito que desgarró el corazón de todos los que lo oyeron. Se lanzó al suelo y metió la cabeza debajo de sus aletas. <\/p>\n

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Stella estaba desesperada. Se sentía muy ligada a sus focas, y su dolor la hacía sufrir como si se hubiera tratado de un hijo. Declaró a Constant que no podía soportar la idea de apenar durante más tiempo a Travers<\/em>. Además, ella tenía una gran confianza en el juicio de la foca; la aversión que Travers<\/em> experimentaba por Constant era, quizá debida a algún grave defecto que veía en éste y que ella misma no había sabido descubrir. Si Constant no podía hacerse simpático a las focas, todo debía terminar entre ellos. <\/p>\n

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Constant juró que ganaría su amistad. Esta era una empresa hecha para seducir su alma novelesca. Se fue a los puertos más lejanos para traer a Travers<\/em> chucherías frescamente pescadas y se pasó muchas tardes ante la foca intentando conquistarla. Pero la bestia permanecía insensible. Travers<\/em> no aceptaba alimento más que de la mano de Stella, y aún muy poco. Se puso tan delgada como una anguila. <\/p>\n

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Constant estaba desesperado. Consultó autoridades en materia de psicología focuna, y fue a ver a viejos lobos de mar a los cuatro rincones del mundo. Se pasaba las horas muertas en su bañera ensayando, tratando de ponerse en el lugar de Travers<\/em>. Los dedos de los pies se le quedaron definitivamente arrugados, pero el secreto del afecto de la foca le seguía resultando un misterio. <\/p>\n

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Un día que, presa de la más negra desesperación, erraba por el West End de Londres, fue acometido de un irreprimible deseo de justificar su triste condición entregándose a un acto que le envilecería para siempre. Lanzando un grito que conmovió la existencia de tres peatones, se precipitó como un poseso a un cine que no proyectaba más que cortometrajes. Acababa de comenzar un dibujo animado. Las primeras imágenes mostraban una ribera rocosa en la que una bonita sirena encantaba con sus canciones a las criaturas del mar. Entre su auditorio se encontraba una gruesa foca, estallante de salud, que escuchaba con una expresión de completo éxtasis. Gimiendo, Constant se dio cuenta de que esta foca era el retrato mismo de Travers<\/em> cuando aún era feliz. Salió del cine corriendo, saltó a un taxi y se hizo conducir a toda velocidad al circo. Allí se precipito donde Travers<\/em> y, poniendo su corazón al desnudo, dio una interpretación vibrante de pasión al Te he dado mi corazón. El efecto fue asombroso. Los leones se pusieron a rugir; los perros, a aullar; los elefantes, a barritar y a patear el suelo. Un acróbata cayó sobre su partenaire<\/em> y tres clowns<\/em> plantearon su dimisión en el cuarto de hora que siguió. <\/p>\n

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Pero Constant no se preocupaba apenas de estos menudos incidentes, pues Travers<\/em> estaba sentado en el agua, exhibiendo una sonrisa de perfecta beatitud, y acompañaba a Constant con una voz de bajo bien timbrada. <\/p>\n

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El director del circo corrió para ofrecer a Constant un contrato fabuloso. Constant le apartó y se precipitó hacia Stella. Volvieron los dos en seguida, y Constant reemprendió su dúo con Travers<\/em>. <\/p>\n

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Stella lanzó un grito de amor y se echó en los brazos de Constant. Travers<\/em> entonces emitió un rugido cavernoso. Estupefacta, ella se volvió hacia el animal e intentó acariciarle la cabeza. Ante el horror de Stella, la foca le mordió la mano. <\/p>\n

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Aquello fue el fin. La foca había transferido su afecto a Constant y experimentaba hacia Stella unos celos rabiosos. Furiosa y con el corazón roto, ella dijo a Constant que se fuera llevándose al animal cuyo corazón le había robado. El cogió a Travers<\/em> en sus brazos y huyó, sollozando, a la calle, donde cogió un taxi hasta el Zoo. Durante todo el trayecto, Travers<\/em> no ceso de acompañarle cantando Te he dado mi corazón. <\/p>\n

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Constant había de nuevo estallado en sollozos, el rostro hundido en su saco de dormir. Yo esperé a que pasara la crisis; después le aseguré que contaba con mi profunda simpatía, y le dije que sabía cuán grande habría sido el alivio que habría sentido al contarme todo esto. El movió la cabeza. Ya —afirmó— se sentía mejor. Comenzaba incluso a creer que había terminado por vencer su pesar. <\/p>\n

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Me volví para enjugarme una lágrima furtiva. Las recompensas del oficio de jefe no son siempre tan inmediatas ni tan intensas. Cuando hube dominado mi emoción, le pregunté qué había sido de Travers<\/em>. El desgraciado animal —me dijo— había formado una coral entre las focas del Zoo. Constant iba a cantar con ellas todos los sábados por la tarde.<\/p>\n

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Aquella noche Constant y yo dormimos muy mal. Yo fui visitado por una pesadilla en la que el rostro de Constant se me aparecía sin cesar en el momento en que había reconocido a Pong en la silueta misteriosa que nos seguía. Pero al aproximarse, su rostro se convertía en el hocico aplastado de una foca que sollozaba hasta romperle a uno el alma y trataba de disimularse en un saco de dormir demasiado pequeño para él. Me desperté, roto por la fatiga. Constant no estaba mejor. Había sido acometido de crisis de sollozos que habían conmovido la tienda. Me afirmó que estas crisis no eran más que una costumbre, que no eran debidas al pesar, lo que me consoló. <\/p>\n

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No estábamos verdaderamente en condiciones de reemprender nuestra marcha, pero la montaña era menos terrorífica que la perspectiva de la cocina de Pong. Le dejamos atrás con un inmenso alivio, y no sin antes repetirle que no habíamos comido tan bien jamás. Le dijimos que nos apresuraríamos a regresar para poder gozar, lo más pronto posible, de sus maravillas culinarias. Esto sería —le aseguramos— el coronamiento de nuestra aventura, la recompensa después de tantas dificultades vencidas, la calma después de la tempestad. <\/p>\n

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Nos dirigimos hacia el campamento I siguiendo el camino que Wish nos había descrito. <\/p>\n

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Constant y yo utilizábamos aparatos de oxígeno; pero nos parecieron tan incómodos, que dejamos a So Lo tomar la cabeza de nuestro primer grupo. Los portadores habían rehusado emplear aparatos respiratorios; se imaginaban, creo, que era cosa de brujería. <\/p>\n

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Muy pronto la pendiente se hizo más abrupta, y debimos, o más exactamente, los portadores debieron tallar escalones en el espesor del hielo. Nuestra progresión era lenta: la escalada de cada zócalo, en efecto, exigía un esfuerzo equivalente al que hubiera sido preciso para correr sobre una distancia de cincuenta y un metros al nivel del mar; estimación debida a los cálculos de Wish. La gran prueba había, al fin, comenzado. Podíamos en lo sucesivo contarnos entre los que habían pisado las más altas cimas y penetrado en el último bastión que la Naturaleza oponía al espíritu de conquista del hombre. <\/p>\n

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Traté de recordar todo lo que había leído sobre la técnica de la ascensión en semejantes altitudes. Yo daba un paso adelante; después, esperaba diez minutos. Esto era indispensable; nuestros predecesores habían unánimemente insistido sobre este punto: un paso hacia adelante y después diez minutos de reposo, reducidos a siete en caso de urgencia. Este método me pareció más difícil de practicar de lo que había supuesto. Quedar en una misma posición durante diez minutos no era fácil. Primeramente yo tenía tendencia a vencerme de un lado; después me sentí atacado de un calambre en las pantorrillas; la nariz comenzó a helárseme; un pie se me puso a temblar, y lo tuve que sujetar con las dos manos. Esto era extremadamente fatigoso, y cuando me puse en cuclillas para mantener mi pie, me encontré en una posición más baja que antes de haber dado mi paso hacia adelante, lo que me llevó a preguntarme si ganaba altura o la perdía; la tensión mental se hizo tan grande, que perdí el control de mis movimientos y me caí al suelo. <\/p>\n

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So Lo me levantó y yo hice una nueva tentativa. Comenzaba a comprender verdaderamente todo lo que había leído concerniente a las dificultades de la alta montaña. Me di cuenta entonces que los demás no parecían practicar el mismo método. Mientras que yo hacía esfuerzos desesperados para no moverme, ellos andaban libremente, dando incluso ciertas señales de impaciencia. Esto era comprensible en los portadores, pero esperaba encontrar a Constant en disposiciones más razonables. Iba a decírselo, cuando me lanzó: "¿Qué es lo que le pasa, Lazo de Unión?" Se lo expliqué, y, ante mi gran sorpresa, se echó a reír a carcajadas. Me dijo que los primeros escaladores habían estado obligados a reposar, cada pocos pasos, para recobrar el aliento. Esto era porque no habían empleado aparatos de oxígeno. Pero nadie —me aseguró— tenía necesidad de tomar más descanso del necesario; al tren que íbamos, no llegaríamos jamás hasta la cima. <\/p>\n

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Sus palabras me causaron algún asombro; pero, reflexionando, eso me pareció bastante sensato, y decidí intentar la experiencia. Descubrí, encantado, que la marcha no era más penosa de lo que lo había sido la víspera, por ejemplo. Cito este incidente, que no me hace ningún favor, pues ilustra de forma terminante a qué errores puede llevaros el conocimiento libresco. Esto fue para mí una doble lección: en tanto que lector, sabré, en adelante, no poner tanta confianza, y en tanto que escritor, aprenderé a no extraviar a mis lectores. <\/p>\n

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Gemí pensando en lo que hubiera sido mi progreso si Constant no hubiera estado allí para iluminarme.<\/p>\n

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La marcha no tardó, sin embargo, en hacerse más difícil, y yo esperaba ver manifestarse algunos de esos extraños fenómenos que se producen en una atmósfera rarificada. Recordé a Constant que me gustaría me tuviese al corriente de toda sensación insólita que pudiera experimentar, y, cuando nos detuvimos para descansar un poco, tomé contacto por radio con los otros para hacerles la misma recomendación. Burley, que me respondió, me dijo que Wish se había mostrado particularmente desagradable aquella mañana. ¿No sería eso uno de los síntomas de que yo hablaba? Le aseguré que no había que dudarlo y le agradecí su comunicación. Wish, en aquel momento, debió apoderarse del aparato, pues oí bruscamente su voz explicarme que la actitud que le reprochaba Burley estaba perfectamente justificada. Burley había roncado pesadamente toda la noche y el no había podido pegar un ojo. Los ronquidos —declaró— no se atenuaban, como había esperado, por la rarificación de la atmósfera, sino que, al contrario, eran más potentes y más complejos; en una palabra: más odiosos que nunca. Se tenía ahí un ejemplo —concluyó— de la forma en que la verdadera naturaleza bestial de un hombre se revela a grandes alturas. Burley no estaba manifiestamente hecho para la vida social arriba de los siete mil metros, admitiendo incluso que lo pudiese estar a una altura más baja. <\/p>\n

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Compadecí a Wish, pero le exhorté a mostrarse caritativo con su compañero, que sufría tanto. El me prometió que haría lo que pudiera y me pidió que mirara si veía transversiones de Wharton. <\/p>\n

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Reanudamos la marcha a buen paso, teniendo, no obstante, que frenar al impetuoso So Lo, a quien, si se le hubiera dejado, habría escalado la pendiente a paso de carrera, un error en el que incurren la mayoría de los debutantes. Un novicio se agotara así en una hora, mientras que el montañero experimentado marchara todo el día al mismo paso regular. <\/p>\n

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Nos elevábamos cada vez más y teníamos las piernas cada vez más pesadas y el aliento más corto. Teníamos ahora que detenernos muy frecuentemente; pero estos altos me parecieron entonces un placer, porque eran necesarios, y no porque creía que eran necesarios. El magnífico paisaje que nos rodeaba me interesaba mucho menos. <\/p>\n

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Llegamos a los nueve mil metros en un tiempo notablemente corto y buscamos con la mirada el campamento I. Ante nuestra viva decepción, el campamento no aparecía. Llamé a los otros por radio. Fue Shute quien me respondió. Le describí el camino que habíamos seguido y el sitio en que nos encontrábamos. Me dijo que, en su opinión, estabamos efectivamente en el campamento I. Me aconsejó buscara alguna eminencia desde la que pudiéramos dominar un horizonte más amplio. Esto era fácil de decir. Allí había un verdadero laberinto de eminencias; las tiendas podían muy bien estar disimuladas detrás de cualquiera de las agujas rocosas que nos rodeaban. Partimos en reconocimiento, lanzando gritos de llamada. Silbamos, cantamos canciones tirolesas, hicimos explotar bolsas de papel. Todo fue en vano. Acabábamos apenas de sentarnos para meditar sobre la situación, cuando Constant lanzó un grito ahogado designando un punto más bajo sobre la pendiente. <\/p>\n

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Una silueta sombría y siniestra escalaba los zócalos que habíamos tallado: ¡Pong! <\/p>\n

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Era terrible. <\/p>\n

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Sostuvimos un rápido consejo de guerra. Pong estaba pesadamente cargado. Parecía haber traído con él todo el material de cocina y la mayor parte de los víveres que le habíamos dejado en la base avanzada. Quizá pudiéramos desembarazarnos de él. Abandonaríamos nuestra búsqueda del campamento I. Reemprenderíamos nuestra ascensión y escalaríamos tan alto como fuéramos capaces. Nosotros estableceríamos el campamento II cuando no pudiéramos ir más lejos. <\/p>\n

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Mientras discutíamos. Pong se había peligrosamente acercado. Y cuando emprendimos la marcha, tuve que luchar con un pánico indigno de nosotros. Constant me dijo que no había nunca conocido nada semejante desde el día que había sido perseguido por un toro en Broadstairs. <\/p>\n

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Dejamos a So Lo tomar la cabeza y tallar los escalones e hicimos lo que pudimos para seguirle. Marchaba a un tren endiablado. Dudo que hayan sido tallados escalones sobre el hielo en ningún sitio a tal velocidad. Había en nuestra aventura algo de irreal. Hacer alpinismo a nueve mil metros esta reputado como una hazaña casi sobrehumana, y, sin embargo. So Lo, sin aparato de oxígeno, tallaba escalones tan rápido como nosotros, con nuestros respiradores, podíamos escalar. Todo esto era demasiado fantástico. Me preocupaba también lo del toro de Constant. Me parecía muy poco verosímil que se hubiese encontrado un toro escapado en Broadstairs. ¿Me había mentido? Me dio vergüenza dudar así de él, lo que se añadía aún a mis preocupaciones. <\/p>\n

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A pesar de la rapidez de nuestro avance. Pong continuaba ganando terreno. Íbamos, sin embargo, cada vez más de prisa. Constant y yo no tardamos en ser presas del vértigo y en tropezar frecuentemente. <\/p>\n

<\/p>\n

Muy pronto estuve cubierto de cardenales, y Constant estaba aún en más triste estado: como era más alto que yo, se caía desde mayor altura. El colmo fue cuando, después de una caída particularmente mala, se encontró levantado por Pong, que nos había alcanzado. Constant lanzó un grito horrible y perdió el conocimiento. Yo le reanimé dándole golpes en la cabeza y le pregunté qué era lo que debíamos hacer. Me dijo que, puesto que con toda evidencia yo no estaba en condiciones de continuar, lo mejor sería que acampáramos. <\/p>\n

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Fue lo que hicimos. Estábamos a nueve mil seiscientos metros. Habíamos establecido el campamento II como estaba previsto en nuestro plan. Pero esto no era para nosotros más que una pequeña compensación; no podíamos más que pensar en las abominaciones culinarias que nos esperaban.<\/p>\n

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La montaña más alta del mundo no es el Everest, sino una que tiene más de catorce mil metros. Esta es la historia de su primer y único ascenso. Una novela que, además de divertida, es la única que trata al montañismo de forma sarcástica.<\/p>\n<\/td>\n

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