{"id":12597,"date":"1998-12-10T00:00:00","date_gmt":"1998-12-10T00:00:00","guid":{"rendered":"http:\/\/montanismo.org\/revista\/?p=12597"},"modified":"2006-11-09T00:00:00","modified_gmt":"2006-11-09T00:00:00","slug":"al_asalto_del_khilikhili_parte_vi","status":"publish","type":"post","link":"https:\/\/montanismo.org\/1998\/al_asalto_del_khilikhili_parte_vi\/","title":{"rendered":"Al asalto del Khili-Khili, Parte VI"},"content":{"rendered":"
Capítulo VII<\/p>\n

CONQUISTA DE LA CARA NORTE<\/strong><\/div>\n

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Al día siguiente volvimos a partir al asalto de la pared. Burley estaba demasiado débil para salir de su saco de dormir. Envié, pues, a Shute y a Constant con sus dos portadores, seguidos de Wish y de Jungle, con sus propios portadores. Antes de ponerme yo mismo en camino, despaché a un mensajero con el siguiente mensaje: "Nos reagrupamos para el segundo asalto de la cara Norte. Todos en excelente forma. Espíritu de equipo por encima de todo elogio. Portadores de una admirable abnegación."<\/p>\n

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Lo que realizamos aquel día fue verdaderamente fenomenal. Al llegar al pie de la pendiente helada, Shute decidió, muy sabiamente, dar a sus portadores una lección sobre la escalada en terreno helado. Les enseñó primero como se tallan escalones y luego los dejó probar a ellos mismos. Lo asimilaron tan rápidamente, que a Shute y a Constant les costaba trabajo seguirlos. Escalaron esta pendiente abrupta tan rápidamente como eran capaces dentro de una atmósfera rarificada. Shute y Constant declararon que no habían visto jamás nada parecido. Los portadores no manifestaban ningún signo de fatiga; continuaban incansablemente, a pesar de su carga y del rudo trabajo que era tallar el hielo.<\/p>\n

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Cuando Wish y Jungle llegaron al muro de hielo, el primer equipo se había perdido ya de vista. Hubiera sido estúpido, evidentemente, no utilizar una escalera tan cómoda; renunciaron, pues, a su proyecto de atacar nuevamente una pared rocosa.<\/p>\n

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Yo llegué algunas horas más tarde. Los dos equipos ya se habían perdido de vista. Llame a Wish por radio. Me contó lo que había pasado. Todos los europeos —me dijo— estaban al borde del agotamiento: tan rápido había sido el tren que habían impuesto los portadores. Alcanzarían seguramente el col Sur en el mismo día. Me aconsejó me reintegrara al campamento de base y seguir al día siguiente con todo aquello de que tuviéramos necesidad en el campamento de base avanzada. Me recomendó, sobre todo, no olvidar el material médico, que sería, sin duda, más indispensable aún que en el campamento inferior.<\/p>\n

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Regresé, pues, al campamento de base; me agradó tener así la ocasión de descansar y pasar algunas horas tranquilas con Burley. Mi afecto por este buen gigante no había hecho más que crecer desde nuestro primer encuentro. Un jefe, claro es, no debería tener favoritos; pero yo debo confesar que, de todos mis compañeros, sería a Burley a quien hubiera escogido para compartir mi tienda.<\/p>\n

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Le encontré en su saco de dormir y le anuncié mi intención de pasar la noche con él. Me dijo que era muy amable, pero que, en su opinión. Prone tenía aún más necesidad de mi presencia. Prone —explicó— iba a estar muy solo en el campamento, y su larga vigilia le parecería menos penosa si le quedaba el recuerdo de una noche de cálida camaradería. Admiré el altruismo de Burley, y, a pesar de mi decepción, convine, en efecto, que mi deber me llamaba cerca del enfermo. <\/p>\n

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Encontré a Prone en su saco de dormir. El también se mostró reconocido a mi gesto, pero su altruismo no le cedía en nada al de Burley, y me dijo que no quería, a ningún precio, privar a éste ultimo de mi compañía. Yo le respondí que no le quería oír hablar de un tal sacrificio, y me quedé con él. <\/p>\n

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El pobre Prone parecía muy abatido, y, a fin de animarlo, le hice hablar un poco de su vida. ¿Tenía novia?, le pregunté. Me dijo que no, que su mujer no era del género comprensivo y que sus hijos estimaban que una sola madre bastaba.<\/p>\n

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Me excusé de mi yerro, pero añadí que me había sorprendido saber que estaba casado. Sir Hugeley me había afirmado que era soltero. Prone me dijo que Sir Hugeley tenía derecho a tener su opinión sobre este punto, como sobre cualquier otra cuestión; pero que esta era una opinión que el no compartía. Sin duda —continué yo—, encontraría la vida de familia agradable. Él me aseguro que al contrario, que la encontraba insoportable. <\/p>\n

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Le rogué me dijera algo mas, afirmándole que una preocupación compartida pesaba menos sobre el corazón. El pobre me manifestó estar de acuerdo en esto con alguna reticencia. Pero terminé por vencer al tímido y me contó su triste historia. Era de una familia pobre. Su padre era un descubridor de yacimientos de petróleo en paro, uno de esos artesanos de antiguamente, orgulloso de su estado y al que horrorizaba pedir limosna. Para enviar a su hijo a la Facultad debió meterse el orgullo en el bolsillo y tragarse muchas afrentas. <\/p>\n

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Prone me dijo que la vista de su padre tragando afrentas todos los días era el recuerdo más vivo de su adolescencia. Percibía socorros de seis obras de caridad bajo ocho identidades diferentes; escribía cartas solicitando limosnas, cartas llenas de amenazas y cartas anónimas; robaba, atacaba a los repartidores de los giros, se apoderaba de los bolsos de las señoras, birlaba los caramelos a los niños y escribía artículos de arrepentimiento en los periódicos salvacionistas. Sacrificios tan obstinados habían decidido al joven Prone a consagrarse enteramente al cumplimiento de los deseos de su padre. Resolvió que ningún obstáculo le impediría alcanzar este lejano ideal: llegar a ser médico de barrio. <\/p>\n

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Su primer cliente fue una viuda a quien la lectura de los periódicos de su hijo había completamente pervertido. Desde su primera visita odió al joven médico y concibió el horrible proyecto de casarlo con ella. Ella le dijo que si no la tomaba por esposa, le acusaría públicamente de haber extraviado su tarjeta de seguridad social. Antes que arriesgarse al deshonor y ver rotos los sueños de su padre. Prone consintió. Se casaron en Gravesend la víspera del día de Todos los Santos. <\/p>\n

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Su vida conyugal había sido un largo martirio. Su mujer era un monstruo de aspecto humano. Encantadora con los extraños, era demoníaca en la intimidad. Lo que ella le hacia sufrir era demasiado horrible para que se pudiese contar. Sus hijos —tenían ocho, y esperaban un noveno— eran dignos herederos de tal monstruo, y cada uno de ellos era más antipático que su precedente inmediato; tanto, que por un proceso bien comprensible de extrapolación, el que no había nacido aún le parecía a Prone una criatura salida de un film<\/em> de horror. Nadie —me sonrió Prone— podía tener la menor idea de lo que él había sufrido. Sus sábados por la tarde eran verdaderas pesadillas. <\/p>\n

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Su patético relato me conmovió. Aseguré a Prone que gozaba de toda mi simpatía, y le propuse ayudarle en la medida de mis fuerzas. Me dijo que esto era muy amable por mi parte y que había algo que podría hacer por el: deseaba experimentar un suero contra la peste. ¿Vería yo algún inconveniente en que lo ensayase sobre mí? <\/p>\n

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No hay que decir que me mostré encantado de hacerle este pequeño servicio. Cogió su jeringa hipodérmica y me administró una generosa inyección. <\/p>\n

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Me confió después que le había encantado el resultado. El pinchazo debía tener por efecto hundirme rápidamente en un profundo sueño, y así terminó la única conversación a corazón abierto que he tenido con Prone.<\/p>\n

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Al día siguiente, por la mañana, me desperté tarde; me sentía mal, no sé por qué. En la ausencia de Constant, debía, sin comprender una sola palabra de su lenguaje, dar instrucciones a los portadores. Afortunadamente, toda la impedimenta estaba ya preparada; no tuve más que ir a buscar a los portadores, uno tras otro, y conducirlos hasta su cargamento respectivo. No obstante, pareció que tenían sus ideas sobre la repartición de los fardos, lo que provocó una cierta confusión. Estábamos ya dispuestos cuando llegó la hora del almuerzo, y se fueron todos a restaurarse. Hubo que recomenzar después de la comida, y el día estaba ya muy avanzado cuando estuvimos, al fin, dispuestos a levantar el campamento. <\/p>\n

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Tuve alguna dificultad en persuadir a Prone de que nos confiara el material medico, pero terminó por ceder, no sin haberse antes quedado con todo lo que a él le pudiera hacer falta. Tuvimos una larga discusión sobre la cuestión de saber si el champaña —que formaba parte, claro, del material de enfermería— debería ser transportado hasta el col Sur. Terminamos por adoptar un compromiso: yo le dejaría una caja. El tenía particularmente necesidad de champaña —afirmó—, pues estaba seguro de caer en una anemia. <\/p>\n

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Burley fue incapaz de ayudarme, pues estaba aún encerrado en su saco de dormir. Vino a desearme buen viaje. ¡Un bravo compañero este Burley! Pareció muy inquieto al ver que partía con el material médico; no sabía que me llevaba todo al col Sur. <\/p>\n

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Después de afectuosos adioses a Prone, nos pusimos en ruta, y no habíamos apenas avanzado, cuando Burley se nos reunió. No le gustaba verme partir solo —declaró—, y como se había sentido súbitamente mucho mejor, había decidido acompañarme. Se aclimataría, sin duda, más rápidamente —aseguró— en el col Sur. <\/p>\n

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Me conmovieron a la vez su coraje y su atención. Quizá fuese por aquella prueba de amistad por lo que decidí contar algunas intimidades a Burley. Le hablé de mi familia y de mis amigos, y cuando hicimos alto, le enseñé algunas fotografías. Burley se mostró extremadamente brusco; casi se podría decir que desagradable. Él también, con toda evidencia, se sentía lejos de los suyos y le costaba disimular sus sentimientos. Le puse sobre el hombro una mano amistosa y él soltó un pequeño bufido. Este bufido me dijo más que un largo discurso. Dudé que su brusca decisión de seguirme hubiera sido motivada por su deseo de aprovechar mi compañía, y estaba seguro de que quería decirme algo, pero que le faltaban las palabras. Le dije, pues, con un tono afectuoso: "¿Hay algo que quiera usted decirme, amigo mío?" A lo cual me respondió: "¡No sea idiota!", lo que me parece reflejaba bastante el estado de espíritu en que se encontraba el pobre. <\/p>\n

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El resto de la jornada lo pasamos escalando penosamente los escalones tallados en el hielo. Habíamos tendido cuerdas en los pasajes más difíciles, y no teníamos más que subir regularmente, manteniendo el ritmo tan necesario en alta montaña. A pesar del peso de su carga, los portadores no manifestaban ninguna tendencia a caerse hacia atrás; se comportaban magníficamente. <\/p>\n

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Al fin de la tarde franqueamos la última pendiente dulce que conducía al campamento de base avanzada. No distinguimos al principio ningún signo de vida; pero al aproximarnos más, el eco de sonoros ronquidos proviniendo de las cuatro tiendas nos reveló que nuestros compañeros y sus portadores recobraban fuerzas después de sus terribles esfuerzos de la víspera. <\/p>\n

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Empezamos a levantar nuestras tiendas y Pong no tardó en afanarse sobre sus hornillos de gasolina. Yo no podía comprender como se encontraba en el campamento avanzado; Dios sabe que no estaba en mis intenciones llevarlo conmigo. Por un momento tuve una sospecha, de la que luego me avergoncé. ¿No lo habría mandado Prone a la cola de nuestro pequeño cortejo? Esto hubiera sido muy poco británico por su parte; pero ¡que tentación!, y se le podía perdonar a un hombre como él, en el estado en que se encontraba, el haber cedido a ella. Debo precisar, en descargo de Prone, que el negó toda intervención en este asunto. Más bien habría que creer en que Pong vino por propia iniciativa, furioso ante la idea de dejar escapar tantas víctimas. <\/p>\n

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Fuera por quien fuese, cuando los otros emergieron de sus tiendas se pusieron furiosos al reconocer al verdugo familiar, y forzoso me es decir que en esta ocasión fueron pronunciadas algunas palabras desagradables. A pesar de mis protestas de inocencia, fue tachado de incompetencia, y la cena, que era, como siempre, la más terrible prueba del día, se desarrolló en un ambiente de ásperas recriminaciones. <\/p>\n

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Veía bien que aún no nos habíamos aclimatado, y mis compañeros me confirmaron en esta opinión. El tren endiablado al que los portadores habían tallado los escalones les había agotado a todos —me confiaron—. Aconsejaban unánimemente mostrarse prudentes hasta el extremo en el empleo de los portadores para esta tarea; no sería preciso, en lo sucesivo, considerar su fuerza brutal y su resistencia como uno de los peligros inherentes a las ascensiones en el Yogistán. <\/p>\n

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Este era un serio problema. Está fuera de duda que el yogistanés es un montañero nato. Para Llegar a la cima del Khili-Khili hacía falta el concurso del músculo y del cerebro; el músculo era indispensable, pero debía ser subordinado al cerebro. Convinimos que en lo sucesivo habría que cuidar de que los portadores no pusieran en peligro la salud y la seguridad misma de la expedición.<\/p>\n

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Antes de acostarme aquella noche, fui hasta un pequeño promontorio que dominaba el campamento para examinar el panorama. Era de una grandeza que cortaba el aliento. A la izquierda, el Guili-Guili erguía por encima del campamento su masa temible e inhospitalaria. A la derecha, el gran Khili-Khili se elevaba, sombrío y terrible, en la luz de la tarde. Abajo, sobre el glaciar, el campamento de base no era más que un grupo de pequeños puntos minúsculos. El glaciar se perdía a los lejos, en medio de un caos de picos encrestados de nieve y de agujas. Al Este se extendía un paisaje desolado de cimas sucediéndose una tras otra tan lejos, que se extendía más allá de la mirada. Yo estaba sin aliento. Las agujas y los picos se elevaban hacia el cielo, haciéndole a uno perder el aliento. <\/p>\n

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Llegué jadeante a mi tienda, para encontrar a Burley ya instalado en su saco de dormir y ocupando las tres cuartas partes de la alfombra sobre el suelo. Me instalé en la cuarta parte que quedaba lo mejor que pude, agradeciendo al Cielo no haberme hecho más grande de lo que soy. Burley y yo estabamos, al fin, reunidos; yo esperaba que íbamos a proseguir nuestras confidencias de la tarde. <\/p>\n

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Reposamos algunos instantes en silencio; después dije a Burley que quizá quería hablar de su novia. Me respondió: "¿Por qué no?", y creí discernir en su tono una cierta reticencia. Declaré que nada ligaba más a los hombres que hablar entre sí de sus familias, de sus amigos. Me dijo que si lo tomaba así, no veía ningún inconveniente en relatarme sus aventuras; pero —añadió— esto era un tema delicado de abordar, y yo comprendería, sin duda, que él no tenía la costumbre de abrirse al primer curioso llegado. <\/p>\n

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Yo respondí que comprendía muy bien y que apreciaría tanto más la confianza con que se me honraba. Me contó que había encontrado a su novia, un sábado por la tarde, detrás del aparador del comedor de M. Burley, padre. Era pequeña y menuda, coja y con unos labios de liebre que le hacían sufrir de un ligero acento de pronunciación. Era miope y no se desplazaba nunca sin una corneta acústica, pues era demasiado nerviosa para utilizar un aparato eléctrico que remediara su sordera. Era daltoniana, no tenía la memoria de los nombres y confundía los colores. No era muy bonita, pero, como decía Burley, no se puede tener todo. <\/p>\n

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Estaba, cuando la vio, estudiando la estructura del aparador para la sociedad local de arte antiguo; pero, desgraciadamente, se había quedado encajada entre el mueble y el muro, y llevaba así quince días cuando Burley la había descubierto. Sin duda, era demasiado tímida para pedir ayuda, o bien demasiado débil para hacerse oír. Burley había logrado sacaría de este mal paso, y eso había dado un giro a su vida. Había, al fin, realizado un sueño de su infancia: salvar a una joven en peligro. Había sido tentado por la idea de enamorarse de ella. Es lo que hizo. <\/p>\n

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Ella tenía —me dijo— un gran número de cualidades admirables, que no eran menos admirables porque se escaparan a una mirada distraída. Él mismo no sabía exactamente cuales eran, pero ya el hecho de procurarle el sentimiento de vivir una misteriosa aventura era una prueba de su delicadeza. Las más bellas cualidades —concluyó— no son jamás las que saltan a los ojos. <\/p>\n

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Yo le dije que estaba de acuerdo con él. Le aseguré también que estaba conmovido por su relato, que revelaba un refinamiento que un observador superficial no hubiera creído encontrar en un mozo de su temple. En mi emoción, Llegué a confesarle el afecto que me inspiraba y a expresarle la esperanza de que su novia y él no dejaran de visitarme cuando estuviéramos de regreso. <\/p>\n

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Respondió con un ronquido sonoro. El pobre debía de estar agotado. Me instalé tan confortablemente como pude en el poco espacio de que disponía y pasé una noche de insomnio meditando sobre muchos temas y tratando de descubrir algo que nos librara al día siguiente de Pong. A pesar de las incómodas condiciones, fue una de las noches más agradables que he pasado jamás. La expedición progresaba de manera satisfactoria; formábamos un grupo unido y alegre; los portadores se comportaban magníficamente; estaba en compañía de mi amigo. <\/p>\n

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¿Que más podía pedir?<\/p>\n

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La montaña más alta del mundo no es el Everest, sino una que tiene más de catorce mil metros. Esta es la historia de su primer y único ascenso. Una novela que, además de divertida, es la única que trata al montañismo de forma sarcástica.<\/p>\n<\/td>\n

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