{"id":12525,"date":"2006-05-31T00:00:00","date_gmt":"2006-05-31T00:00:00","guid":{"rendered":"http:\/\/montanismo.org\/revista\/?p=12525"},"modified":"2006-06-01T00:00:00","modified_gmt":"2006-06-01T00:00:00","slug":"chachalacas","status":"publish","type":"post","link":"https:\/\/montanismo.org\/2006\/chachalacas\/","title":{"rendered":"Chachalacas"},"content":{"rendered":"
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Las miradas de los muchachos de Villa Rica se habían posado en mí apenas puse pie en la arena. Luego, cuando caminé por las pocas calles, me seguían sin moverse, sin cambiar su plática. Hasta más tarde, cuando me encontré con el profesor de la escuela primaria, me dijo lo que decían entre ellos: no se meterían al mar en esa panguita. “Y mire que están acostumbrados al mar”.<\/p>\n

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Me dormí por la tarde y a las nueve de la noche que desperté, el cielo estaba estrellado. Una pareja estaba haciendo drama, ambos muy borrachos. La chica vomitó y luego se fueron. Esa noche fue la única en todo el viaje que tuve frío.<\/p>\n

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Al amanecer los pescadores iban del pueblo a sus lanchas, de las lanchas a su pueblo, echaban las redes y platicaban antes de echarse a la mar. Algunos ya habían regresado. Sus pasos en la arena y sus voces en la oscuridad me despertaron. Tienen a adentrarse unos cuantos kilómetros en la mar y regresar con su cosecha de peces.<\/p>\n

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Me levanté con torpeza. Estaba muy cansado pero tenía que seguir: sólo faltaban menos de 60 kilómetros para llegar al puerto. Sí, quería llegar a Antigua para dormir ahí, donde empieza la fiebre de Cortés, pero ¿valdría la pena quedar más cansado? Decidí que no. No quería ir con prisa. Hacía cuatro años, cuando veníamos desde Cancún, nos había agobiado la desesperación de llegar ya y terminar. Terminamos y dijimos que era bueno ya no tener sal en la piel. Pero ahora quería hacerlo a mi ritmo, sin prisas. De todos modos, era una experiencia única.<\/p>\n

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Cuando me metí al agua, los muchachos se juntaron para ver cómo es que se podía navegar en la panguita<\/em> amarilla que tanta desconfianza les daba. Era imposible. Cerré la bañera y me empujé de la arena con los puños. Una sola ola me puso en el mar y remé. “Hasta luego”, escuché.<\/p>\n

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Y dejé atrás la Villa Rica.<\/p>\n

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Salir de la bahía de la Villa Rica fue largo. El cerro de Quiahuztlán iba quedando atrás, más atrás. En esa agua tranquila, casi quieta, costaba mucho avanzar. La quilla rompía la superficie del agua pero parecía muy espesa, el mar, profundo y azul, a diferencia del verde que había estado en casi todo el viaje. El remo se hundía a su ritmo.<\/p>\n

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Laguna Verde quedaba más atrás. Los grandes edificios se pueden ver desde lejos, rodeados de dunas. Es poco más al norte donde inician las grandes dunas costeras. Villa Rica tiene dunas de tamaño suficiente como para que los turistas jueguen y den marometas. Kilómetros más adelante, aún seguían.<\/p>\n

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Dunas. Mar. Y, más adentro, volcanes. Estaba ya en la zona del Eje Neovolcánico y por eso se notaban las montañas. La combinación me hizo recordar Altar. Ahí también había volcanes, mar y dunas. Pero allá las dunas eran gigantescas. Acá, en la costa de Veracruz, a unos cuantos cientos de metros del mar, estaban la carretera y los pueblos.<\/p>\n

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Esta zona era la que habitaban los cempoaltecas a la llegada de Cortés con el cacique gordo del que no se conoce nombre, en la ciudad construida de piedra de río y argamasa. Alrededor: caña de azúcar y los ingenios. Desde el mar veía incendios por muchos lados, unos más grandes que otros. Se olía el olor a quemado, a madera crepitando, olor nuevo estando en el mar.<\/p>\n

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En Nautla había pasado la desembocadura del río Bobos donde, kilómetros más arriba, se hacía el descenso del río Filobobos; pero la bocana, antes amplia y en donde podían entrar embarcaciones de gran calado, estaba casi oculta, tapada por la inundación de 1999, cuando el río se llevó la mitad de las ruinas del sitio y sepultó parte de un pueblo. Tres metros abajo, apenas estaban los techos de lo que habían sido casas.<\/o:p><\/span><\/p>\n

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En Chachalacas desemboca el río Actopan, otro de los destinos para río. Hace años, un proyecto hotelero quería construirse en donde nace el río: el Descabezadero. Pero no fructificó y la gente se alegra de ello.<\/o:p><\/span><\/p>\n

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Sólo me faltaría cruzar por el río Antigua. Muy arriba, se llama Barranca Grande. Después, Pescados, y finalmente, Antigua. Y es en Antigua donde comienza la fiebre del cortesianismo. La casa de Hernán Cortés, la ceiba donde fueron amarradas las naves de Hernán Cortés… A pesar de haberlo decidido por la mañana, seguía pensando en Antigua. Estaría navegando en agua dulce.<\/o:p><\/span><\/p>\n

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Me detuve en una playa donde había gente y techumbres de hoja de palma. Una familia comía y me acerqué a preguntar. “Este es el Paso de Doña Juana”. A doscientos metros había un arroyito en el que se enjuagaban los que ya salían del mar. La abuela me ofreció un vaso de naranjada con hielo. “Chachalacas está a dos o tres kilómetros”. Me despedí y volví al mar.<\/o:p><\/span><\/p>\n

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Dos o tres kilómetros eran nada. Pero esa distancia la sentía ahora muy larga. El cansancio. Además, en esta zona se navega yendo de punta en punta y no a lo largo de una playa recta. Así había sido el Paso de Doña Juana. Una punta. “Le das la vuelta a esta y ya lo verás”.<\/o:p><\/span><\/p>\n

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Di vuelta a la punta y vi el pueblo. “Nadie me hará caso aquí y es peligroso”. Por la larga bahía habían muchas acuamotos, “bananas” y lanchas con turistas. En la playa, mucha gente se mojaba. Ansia del mar, del sol, de la arena. Y yo ya tenía mucho de ello. Sólo en dos ocasiones me había metido al mar después de salir de él. La primera fue para limpiarme de la arena que se me había pegado. La segunda, ayer, en Villa Rica, porque el agua invitaba a meterse.<\/o:p><\/span><\/p>\n

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Pasé por una alfombra de “garbancillo”, algas rojas que crecen en el fondo y se desprenden. Muchos peces viven de ellas. La alfombra de algas era tan densa que detuvo al kayak completamente. Se podría decir que estaba en una pequeña isla. Me reí. Me imaginaba los titulares de los diarios: “Detenido por el garbancillo”. Me volví a reír.<\/o:p><\/span><\/p>\n

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Esa noche, desde el balcón del hotel en Chachalacas, a un lado del río Actopan, vi las luces del puerto de Veracruz. Casi las podía tocar con la mano. Había pensado mucho en ese momento previo a la llegada. Saber que uno está por terminar pero faltarle el último empujón. El viejo dicho de los maratonistas: “Si no me dan miedo los 42 kilómetros, ¡sino los últimos 198 metros!”<\/o:p><\/span><\/p>\n

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Ahí estaba el puerto de Veracruz, en donde terminaría la navegación de la costa oriental de México.<\/o:p><\/span><\/p>\n

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Pero eso sería mañana.<\/span><\/p>\n

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