{"id":12084,"date":"2004-04-28T00:00:00","date_gmt":"2004-04-28T00:00:00","guid":{"rendered":"http:\/\/montanismo.org\/revista\/?p=12084"},"modified":"2004-04-27T00:00:00","modified_gmt":"2004-04-27T00:00:00","slug":"barranca_de_piedra_parada","status":"publish","type":"post","link":"https:\/\/montanismo.org\/2004\/barranca_de_piedra_parada\/","title":{"rendered":"BARRANCA DE PIEDRA PARADA"},"content":{"rendered":"
Debo empezar con una advertencia: el relato siguiente no abunda en datos técnicos para quien llegue hasta aquí buscándolos. Es más bien la narración de una anécdota reconstruida a grandes rasgos y trabajosos empeños de la memoria.
La historia que contaré es pieza del mosaico de actividades realizadas en una expedición en el sureste del estado de Durango, conformada por mexicanos e italianos. Como ya mencioné, ésta es sólo una porción de algo más extenso y el hecho que refiere no se alcanzará a percibir por completo sin sus narraciones fronterizas que se ha destinado a otros vivir y relatar. Sin embargo, confío en que sus respectivos narradores tengan lugar antes y después de estas páginas para contar su historia.
LOS PARTICIPANTES<\/b>
La exploración del cañón de Piedra Parada, cuyo recuerdo tengo cada vez más aneblado, consistía en un recorrido de cuarenta y seis kilómetros delimitados por verticales rocosas que serpentean descendiendo gradualmente un desnivel desde 2500 hasta 1300 metros sobre el nivel del mar, si mi memoria no me engaña.
Tal empresa admitía cuatro personas a lo más, ya que el resto del grupo se encontraba elaborando otras tareas que, según supe después, no resultaron sencillas.<\/p>\n
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Uno de los integrantes de la cordada era Martino, un italiano miembro del grupo La Venta, cuya experiencia en tenaz progreso lo condujo hasta un digno lugar en este episodio.
Otro italiano presente fue Corrado, miembro también del grupo de La Venta. Historiado ya en marchas de este calibre y envidiable habitante de una isla italiana llamada Cerdeña.
Un integrante más era Miguel, oriundo de Durango y parte importante del grupo Pantera en la ciudad del mismo estado. Inscrito en esta anécdota por sus cualidades atléticas que rinden frutos en el ámbito ciclista antes que en cualquier otra disciplina.
El cuarto y último individuo del conjunto fui yo. Mi nombre es Arturo. Pertenezco a la Asociación de Montañismo y Exploración de la UNAM, y tuve lugar en los acontecimientos siguientes, más por una red de casualidades que de méritos, ya que mis compañeros gremiales gozaban y gozan de facultades científicas de las que yo carezco y, por lo tanto, sólo pude ingresar en la actividad extenuante de trasladar el material necesario para la exploración del cañón de Piedra Parada.
INICIO<\/b>
El cuatro de noviembre empezó nuestro recorrido. Después de seis horas de trayecto en carretera, nos detuvimos a la orilla de un pueblo llamado �Tambores de abajo� (el porqué de ese nombre sigue siendo un misterio indescifrable para mí).
Nos encontrábamos a 2500 metros sobre el nivel del mar y el terreno era boscoso. Atardecía y procuramos no demorar. Tomamos las cuerdas que nos acompañaron casi todo el viaje (dos de 60 metros y una más de 40), el equipaje personal, comida para siete días, radios, cámara de fotografía y de video, un taladro hermoso (si tal cosa existe) que usaba gasolina blanca por combustible y embestía como un toro al cumplir su función. Función, que por cierto, se vio truncada cuando tuvo la desfachatez de abandonarnos en el peor momento tres o cuatro días después.
Nos despedimos de todos y acatamos nuestra ruta. Aquella tarde no caminamos más de quinientos metros debido a que casi anochecía. Nos instalamos bajo un conjunto de árboles quebradizos. Recolectamos y encendimos maderos secos para sobrellevar mejor la noche.
Miguel fue el único de nosotros �y quizá el único ser humano en toda la región� que no sintió frío esa madrugada.
Durante la mañana del día siguiente, un hombre al que le sigo agradecido porque nos guió por una suerte de veredas que atajaban el camino, ahorrándonos cuatro horas de caminata, según sus cálculos certeros. Creo se llama Roberto. Aun así, la jornada fue extenuante. Anduvimos hasta el atardecer por una vereda larguísima y plana entrecortada de cuando en cuando por el caudal pacífico del río, que fluía entre declives boscosos.<\/div>\n

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PRIMEROS PROBLEMAS<\/b>
La luz del sol ya descendía oblicua cuando el terreno cambió. Los costados del río se distanciaron y caminamos sin más opción a través de una capa de agua cristalina cuyo grosor no rebasó nuestros tobillos. Al pie de esta capa se abrían grietas profundas entre la roca lamosa del suelo.
Corrado mencionó que cuando el caudal de un río adquiere tales características (en específico la baja profundidad del agua), es porque aproximadamente doscientos metros delante se encuentra una cascada. Una vez andada esa distancia, se hallaba una poza honda e ineludible que se precipitaba en una pendiente de quince metros desde donde se alcanzaban a divisar otras dos pendientes que acababan en sus respectivos descansos acuosos y en cuya superficie tiritaban difusos reflejos de sol.
La segunda de las pozas era una franja de agua que decoraba un pasaje acotado por paredes lisas y altas. A todo ese sitio la gente que lo frecuenta le llama Â?El saltito.Â?
Después de algunos preparativos necesarios, Martino y Corrado comenzaron a equipar de anclajes el primer descenso a modo de avanzar con mayor fluidez el día siguiente. Me delegaron la tarea de filmar sus ocupaciones y a Miguel la de �hacer el campo,� como decían ellos, debido quizá a su imperfecto español. Miguel y yo tardamos dos noches en comprender que tal operación consistía en instalar una cuerda que oficiara de tendedero, encender la fogata y calentar agua para preparar comida. Una vez �hecho el campo,� Miguel dio inicio a una retahíla de chistes que duró seis días y cinco noches, amortiguando las desventuras conforme fueron llegando.
OTRO DÃ?A<\/b>
A media mañana del día siguiente, continuó nuestra tarea. Descendimos entre cascadas y pozas azules que rebajaron su gloria visual con su hostilidad táctil al momento de introducirnos en ellas. Transportamos el material hacia una tercera y más grave pendiente que no alcanzamos a ver la tarde anterior.
De los nueve sacos que viajaban con nosotros, (cuatro personales, uno donde venía el taladro, tres de cuerda y otro de comida) uno de ellos no flotaba y lo averigüé de la peor forma.<\/p>\n
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Martino, que nos daba instrucciones a Miguel y a mí mientras Corrado instalaba anclajes y cuerdas, me dijo que trasladara el taladro que se encontraba en una bolsa seca, que por cierto tenía más de bolsa que de seca, ya que no estaba manufacturada con el material adecuado y se inundó al primer chapuzón. Intenté nadar con el bulto a cuestas, pero era muy pesado, y por primera vez en mucho tiempo sentí ahogarme. Por fortuna la orilla estaba cerca y salí sin problemas. El taladro, a partir de entonces, fue transportado hasta su triste fin unido a otro costal que fungió como flotador.
Nuestro camino siguió a través de un laberinto de pasadizos por entre rocas enormes en agolpado acomodo.
Caminamos hasta que apareció el crepúsculo vespertino. El ámbito boscoso había disminuido gradualmente su rastro, dando lugar a una atmósfera más calurosa. �Hicimos el campo� y esa noche la adversidad de las jornadas anteriores comenzó a surtir su efecto. Yo me encontraba recostado pero lejos del reposo debido a la punzada aguda de un pequeño esguince en el pie.<\/div>\n

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PÃ?RDIDA DEL TALADRO<\/b>
Llegamos hasta lo que creímos la última cascada. Por cierto: aún no lo he mencionado pero la única certeza que teníamos de nuestro trayecto era que la última cascada del cañón medía cien metros de altura porque Corrado la había divisado desde el helicóptero. Elegimos el equipo necesario para instalar lo indispensable y comenzó nuestro descenso de sesenta metros paralelamente con una cascada que sucumbía en una poza ancha y profunda, bordeada a penas por un filo de roca lavada que a su vez daba inicio una rampa de veinte metros de altura y calzaba otra poza larga donde el tiro tenía fin.
Cuando Corrado se encontraba en la primera de estas dos pozas, distanciado veinte metros del suelo y sesenta metros de nosotros, buscaba, envuelto en la brisa categórica de la catarata, el lugar adecuado para el anclaje siguiente.
A sus pies reposaban inmóviles dos bultos. Uno de ellos llevaba el taladro dentro y estaba desunido al otro por un descuido. Las ondas producidas en la poza debido el ajetreo tenaz de la cascada fueron golpeando y movilizando poco a poco ambos bultos, hasta que el más pesado y sumergible se escurrió sobre la piedra y deslizó a través del agua incrementando su velocidad hasta perderse en el fondo sin posibilidad de verle más.
Descendí por la vertical de sesenta metros y me uní al desconsuelo general cuando Martino me explicó que habíamos perdido el taladro y el martillo en un mismo desatino. No teníamos con que instalar anclajes, estábamos los cuatro al borde de una rampa de veinte metros que se erguía por debajo de nosotros, encerrándonos dentro de una poza sin fondo aparente y con una cascada helada encima.
La solución a este percance técnico por fuerza tuvo una solución técnica también. Es por eso que sólo quien sepa algo acerca de asuntos relacionados con la instalación de cuerdas, posea una imaginación avispada y lea tres veces mi incipiente redacción, podrá comprender el enmiendo a nuestro infortunio.
El tiro de sesenta metros que ya habíamos descendido fue armado con cuerda doble para poder recuperar ésta jalando una de sus dos puntas. Hicimos un nudo a modo de que fungiera de argolla y pusimos un mosquetón en ésta. Después, enmosquetonamos la extensión de la cuerda en contrabalanceo y tiramos de ella a modo de que el nudo que portaba el mosquetón se empotrara en el anclaje ubicado sesenta metros arriba e impidiera la caída de la cuerda. Con esto, conseguimos optimizar al máximo la elongación de la cuerda que asumíamos perdida y pudimos descender hasta la mitad de la rampa que nos separaba del suelo. Después, con otro nudo en forma de argolla, instalamos otra cuerda doble a modo de recuperarla llegando al final del tiro.
PERO… ¿FUE EL Ã?LTIMO PROBLEMA?<\/b>
Una vez librados del problema, Martino me informó de lo que todos ya sabíamos: esa cascada no era la última. Nos encontrábamos en la parte más vertical del cañón, sin taladro ni martillo, y con una cuerda menos. Aquella noche pernoctamos con preocupaciones y perturbados por un viento que arremetía incesante.
Amanecimos casi acostumbrados a la potencia del aire que nunca rebajó sus fuerzas, y continuamos con nuestro quehacer. Descendimos tiros de alturas diversas, encontramos tarántulas y huellas de serpientes dibujadas en texturas arenosas.
Nadamos lo que me parecieron distancias abrumadoras, siempre por debajo de rocas gigantes que fungían como techos al estar empotradas en las partes altas del cañón. Una de las pozas era particularmente extensa y su horizonte se confundía con el cielo. Yo avanzaba en ella y conforme lo hacía se elevaba poco a poco la punta de una mole de roca que crecía junto con su reflejo en el agua a cada brazada.
Al llegar al que había sido el horizonte nos encontramos con un abismo de cien metros coronado por una pared aún más grande que éste en forma de media luna que abrazaba y protegía la última cascada del cañón. Sin más preámbulo descendimos uniendo las cuerdas que nos quedaban y que siguen ahí desde entonces hasta hoy.
Nuestras labores verticales habían terminado. Pasaron todavía dos días extenuantes en que nuestras fuerzas declinaron aún más �sobre todo las mías� como último matiz del desgaste incesante que conlleva el recorrido de un cañón así. Hasta que una tarde, después de muchas rocas y de mucho agua, encontramos a nuestros compañeros. Habían llevado a nuestro encuentro galletas y café.<\/div>\n
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UN SERIO DESACUERDO<\/b>
La siguiente jornada fue una de las más duras y golpeadas por el sol. Caminamos durante horas entre complejos vericuetos rocosos situados sobre el caudal del río. El bosque quedó atrás, como atrás queda todo en un viaje de ida. Los árboles fueron relevados por palmeras, los arbustos por ortigas y la tierra por arena. Parecía en todo una barranca distinta. Al atardecer de ese día, nos establecimos en una pequeña extensión arenosa. �Hicimos el campo� y echamos a reposar nuestro menguado cuerpo.
Fue en la mañana del día siguiente en que tuvo lugar nuestra errónea interpretación del mapa. He de advertir en este punto, que mi destreza analítica en cifras topográficas es nula. Así que he optado por evitarme el riesgo de caer en un autoengaño y simplemente describir el percance sin las cifras involucradas.
El caso fue que el mapa y el altímetro tenían un serio desacuerdo acerca de dónde estábamos y cuánto restaba del recorrido. El primero afirmaba que sólo faltaba un día de camino para llegar al campamento base. Que era el lugar donde se encontraban nuestros compañeros. El segundo insinuaba que aún faltaba mucho andar.<\/p>\n
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Influidos por nuestro optimismo y por lo que Corrado memoraba del reconocimiento aéreo del cañón �hecho un par de días antes de emprender nuestro camino en manos de un piloto particularmente osado que zigzagueó las curvas del recorrido en cuestión� elegimos hacer caso al mapa y desdeñar al altímetro como a un cacharro vetusto.
Fue así como el cuarto día, anduvimos con el ánimo repuesto, más por la certeza efímera de que esa jornada sería la última que por el descanso adquirido durante la noche. Recorrimos más de lo mismo, al igual que pozas gigantes que se extendían a nuestros pies y que nos eran imposibles de eludir.
En el punto geográfico en que nos encontrábamos la barranca incrementó la esencia de su especie. Las paredes, ahora marrones, se habían enaltecido y los zigzagueos se evidenciaron mejor que en los kilómetros anteriores.<\/div>\n

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La barranca de Piedra Parada fue otro de los objetivos de la exploración mexicana e italiana en la Sierra Madre de Durango, en busca de Un mundo olvidado.<\/i> Arturo Robles, uno de los participantes universitarios perteneciente al GEU, comenta sobre la exploración.<\/div>\n

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