{"id":11577,"date":"2001-10-01T00:00:00","date_gmt":"2001-10-01T00:00:00","guid":{"rendered":"http:\/\/montanismo.org\/revista\/?p=11577"},"modified":"2003-05-08T00:00:00","modified_gmt":"2003-05-08T00:00:00","slug":"pueblo_de_recuerdos_pueblo_de_fantasmas","status":"publish","type":"post","link":"https:\/\/montanismo.org\/2001\/pueblo_de_recuerdos_pueblo_de_fantasmas\/","title":{"rendered":"PUEBLO DE RECUERDOS, PUEBLO DE FANTASMAS"},"content":{"rendered":"
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Un pueblo silencioso, profundamente dormido bajo las cobijas llenas de estrellas que se tiende sobre él con algunas manchas de nubes difusas. Algunas pocas personas todavía platican en voz muy baja fuera de sus casas con unos vecinos igualmente trasnochados y nos ven pasar como si fuéramos fantasmas surgidos de alguna parte. ¿De dónde? Ausencia de perros… de perros y ladridos. En fin: un pueblo callado. Sólo el murmullo atronador del río, el canto de sapos de tamaño descomunal y el escándalo de la planta hidroeléctrica, que trabaja las 24 horas, estaban presentes. ¿Lluvia? Sólo unas cuantas gotas que no espantaron ni a los mosquitos que parecían seguirnos desde hacía días para alimentarse de nosotros, piquete sobre piquete. Ese era el Batopilas que se había convertido de un puñado de luciérnagas vistas a través de los árboles oscurecidos, a todo un pueblo al que entrábamos después de haber caminado con las linternas puestas en la frente para no caer a un vacío que adivinábamos sin verlo. A estos sonidos se añadía de vez en cuando otro seco, apagado, que nos decía que un mango había caído cerca de la tienda de campaña. Pero el cansancio era más fuerte que el hambre y la necesidad de un baño que no fuera de sudor, más fuerte que ésta, así que dormimos bañados.<\/p>\n

ALGO PARA BUSCAR… Y ENCONTRAR<\/b><\/p>\n

Con el día, Batopilas cambió su aspecto. Todavía no salía el sol cuando la gente se había levantado de sus camas y hacía a toda prisa sus labores, desde la comida hasta el camino que debían tomar hacia alguna otra parte. Todo parecía resucitar en la madrugada pues había que aprovechar los pocos minutos de fresco durante el día porque una vez que el sol toca los techos de las casas, el calor lo domina todo y hay que recordar que está a 570 metros de altitud. Al amanecer se puede andar por la calle única que lo comunica todo porque el pueblo está hecho a la medida de la barranca: ancho y largo.<\/p>\n

Hay poco que ver si sólo se quiere ver el exterior. La iglesia con su altar festonado con trozos de roca argentífera, la plaza, donde se realizan todos los eventos importantes del pueblo, desde los cotidianos partidos de basquet o volibol hasta las bodas y los indispensables bailes, la tienda enorme del siglo pasado donde sólo faltan por sentarse los trabajadores de las minas en esos banquillos añosos pero bien conservados. Las minas, una vez espléndidas y ahora agotadas, son el elemento que falta para sentirse en pleno auge del pueblo, una historia de la que todavía quedan recuerdos en la boca de los más ancianos, de los protagonistas.<\/p>\n

Es imposible aprender un poco de cada lugar si se pasa corriendo. Hacen falta horas o días o semanas o años para conocer sólo un poco de cada lugar; a veces se necesitan varios viajes. Pero no importa el afán que en ello pongamos, siempre se evadirán algunos aspectos que sólo conoceremos después de oídas a través de otros. Entonces uno se convence verdaderamente de que los viajes educan, pero sólo a aquellos que saben buscar. Porque el que busca, encuentra.<\/p>\n

UNA HACIENDA…<\/b><\/p>\n

Enfrente del pueblo, pasando el río sobre el puente de roca maciza y hierro que nos transportó de un espacio sin tiempo a la era de la civilización, está un conjunto de construcciones en ruinas que son el testimonio que queda del pretérito auge minero de Batopilas.<\/p>\n

Hace muchos años � pero nadie sabe con exactitud cuántos� la temporada de lluvias llegó antes de tiempo y terminó después de lo que debía hacerlo. El agua caía a torrentes por muchas horas al día y pudrió el maíz de todos los sembradíos. El río creció poco a poco e invadió las calles, las casas, la plaza. Muchas viviendas hechas de adobe se vinieron abajo. La hacienda de San Miguel, que ya estaba abandonada casi completamente, recibió entonces el golpe que la convirtió definitivamente en ruinas, pero sus cimientos de piedra todavía sostienen muros de un color impresionantemente natural; muros rojos como el atardecer que juegan a la policromía con la verde vegetación que cambia de color durante el año, muros que luchan contra cada temporada de lluvias. ¿En qué época resaltarán más? Sencillo: en todas.<\/p>\n

La hacienda fue construida como un gigantesco complejo; eso es notorio aun sin conocer su historia. Tiene canales que alguna vez llevaron agua para surtir a las viviendas, los comedores, los grandes toneles de metal que aparecen oxidados entre las ruinas y las tinas de piedra donde se lavaban los hombres la tierra adquirida a cientos de metros de profundidad, los molinos donde se trituraba la roca para extraer el mineral…<\/p>\n

Pero uno estaría equivocado si creyera que la hacienda de San Miguel fue lo que ahora se ve y nada más. Río arriba, justo donde baja la carretera, a varios kilómetros de distancia del pueblo de Batopilas, comienzan los vestigios de una organización minera. Y estos vestigios se hallan todavía sobre el río Munérachi: molinos pequeños y rudimentarios que ahora están cubiertos de arena que las crecidas anuales han dejado ahí, ruinas de pequeñas presas, acueductos… Todo es parte de una planeación gigantesca porque se trataba de un pueblo que vivía únicamente de la minería.<\/p>\n

…EN VENTA?<\/b><\/p>\n

Pero lo solitario de la hacienda no le quita lo funcional pues hace las veces de potrero para quienes tienen caballos que guardar. Para aquellos que no gozan de este privilegio, que es la mayoría de la población, constituye una reserva de mangos que se consume después que los del pueblo se han agotado; además, para los turistas es un paso obligado por la magnitud de la arquitectura. Así las cosas, nadie queda defraudado.<\/p>\n

Ahí, metido entre los muros que conservan una dignidad formidable, quizá por todo lo que representa, trepado en un árbol de mango, conocimos a un muchacho que nos dijo ser el cuidador de la hacienda. (“Por eso es que está abierto el candado de la entrada.”) “Aquí se oyen voces durante el día” (Claro, debe ser el sonido del río o algo parecido.) “No, deveras se oyen voces. Yo las he escuchado” (¿Y de quién son las voces?) “Son de unas sombras que andan por aquí. Parecen costales negros. Se aparecen de noche, pero también en el día, y se ponen a platicar.” (“¿Fantasmas?” ¿De qué hablan?) “No sé, no les entiendo, pero vengo a verlos aunque sea de lejos porque no me gusta estar en el pueblo.” (¿Nadie más los ha visto?) “No, sólo yo porque somos amigos.”<\/p>\n

Y la hacienda, si hemos de dar crédito a las palabras del muchacho solitario, está en venta. “El dueño la quiere vender, pero pide muchos millones” (¿Cuántos?) Y después de haberla formulado me arrepentí de mi pregunta: ¿qué es un millón o cien o mil para él? Nunca habrá visto un millón. Cuando más, unos cuantos miles de pesos, así que cualquier cantidad le parecería tan inverosímil de existir como a nosotros creer su relato de las sombras. “No sé, pero son muchos”, fue la respuesta. Poco después, quizá mientras veíamos otra parte de la hacienda pero creyendo que estaba con nosotros, desapareció, como una de las sombras con quienes convive.<\/div>\n

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SATEVÃ?<\/b><\/i><\/p>\n

La carretera que baja desde lo alto de la sierra, pasa por La Bufa y llega al puente esquivando la Hacienda, atraviesa el pueblo y va más allá de él. Quince kilómetros río abajo llega a Satevó (“El Arenal”, en rarámuri), una pequeña población fundada aproximadamente en 1702. En 1985 habíamos bajado por ese lado de la sierra cuando siete universitarios hacíamos un recorrido a pie por toda la sierra tarahumara. Parado desde el puente de madera recién construido por el que cruzamos el río, me asombró esa iglesia de color rojo… y su nombre. Pero el sol estaba por ponerse y debimos caminar a Batopilas.<\/p>\n

Satevó… La puerta de su iglesia está cerrada siempre, no porque vayan a robar algo, que a fin de cuentas no hay nada que pueda robarse que tenga un valor monetario, pues hasta las campanas están, como todas las campanas originales de las viejas iglesias, resquebrajadas. Todo el valor que hay dentro es de otro tipo que no puede medirse con dinero, así que el motivo es muy otro: se trata de evitar que los abundantes animales, desde cochinos hasta mulas, hagan del recinto un establo. Pero para el visitante es fácil conocer el interior porque la llave se consigue prestada de uno de los vecinos que siempre están ahí.<\/p>\n

Desde la entrada hay algo que cautiva y no se trata sólo del tácito respeto que se le tiene a todo edificio de este tipo. Inscripciones de cruces hechas sobre las escaleras de entrada (peldaños de ladrillos rojos, como el resto de la construcción), puerta de madera vieja, estuco pintado a tramos, salpicado de lodo y en ocasiones roto, imágenes vestidas con telas añosas y descoloridas, figuras y cruces solitarias y arrinconadas en lo que sería el altar, residuos de velas y ramos de flores marchitos manifestando que en tiempo reciente hubo una petición hecha con fe, fuerte olor a excremento de golondrinas que han construido sus nidos dentro en alguna ocasión, murciélagos escondidos en las partes más ocultas, ausencia de bancas y de adornos, una escalera tambaleante y vieja que lleva al coro y luego hasta el campanario… Dentro de esa carencia de casi todo, me pareció una de las iglesias más cercanas a la gente que acude a ella. Nada de lo que hay ahí está fuera de lugar. Nada falta y nada sobra. Todo ahí encontraba su lugar exacto.<\/p>\n

A nuestro regreso a Batopilas, vimos un libro publicado en Estados Unidos que tenía una fotografía de la iglesia de Satevó y como pie de foto decía: “Esta es la Catedral Perdida. Fue descubierta por el autor en 1986”. Los muchachos agregaron: “Le faltó decir que la encontró con mexicanos que también estaban perdidos.”<\/p>\n

Y reímos. <\/p>\n

UN VIAJERO EN LA SIERRA<\/b><\/p>\n

El cerro, el río, el sol, el viento, la lluvia… Con el bravo terreno de las barrancas y la sierra nos habíamos moldeado nuevamente a la permanencia en una tierra donde las direcciones eran sólo dos: arriba y abajo. Cerro arriba y cerro abajo; río arriba y río abajo. Y en esas direcciones nos habíamos tenido que desplazar, quizá más despacio de lo que la vista avanza en esos abiertos horizontes del noroeste, pero más rápido de lo que desearíamos.<\/p>\n

Nos encaminamos hacia Cerro Colorado… Ese pueblo donde había recibido hacía años una lección impresionante. Esa ocasión, viajaba con algunos amigos y, novato todavía en ese terreno, me acerqué a una casa y pregunté por un lugar donde dormir, pensando en un lugar para poner la tienda de campaña. Un hombre de edad que me pareció la imagen misma de la venerabilidad, se quedó pensando un momento que me pareció enorme. Era su tierra y su propiedad, así que si no querían que estuviéramos ahí, tendríamos que marcharnos pese al aguacero que caía sobre nuestras cabezas. Al fin habló para decir: “Creo que algunos de ustedes pueden caber aquí y otros en aquella casa, pero si quieren estar todos juntos, les podemos desocupar una casa.” Me quedé sorprendido porque no esperaba tal cosa y lo único que acerté a decir (hijo al fin de la civilización) fue que no queríamos dar molestias.<\/p>\n

Sus ojos profundamente negros parecieron cambiar de color y se tornaron duros como acero. Sentí miedo entonces. Se acercó más todavía (ya me imaginaba yo que me atraparía por el cuello y me zarandearía con fuerza) y me dijo : “Mire amigo. Aquí usté no da molestias a nadie. Usté es viajero y yo también lo he sido. Sé lo que se siente ser viajero, sé lo que se siente andar lejos de donde vive uno, de la casa, de la familia y la esposa. Uno se enferma y no hay quien le ayude en nada ni le dé un pocillo con café. Ni siquiera agua. El viajero vive muy duro, así que los viajeros tienen que ayudarse y si ustedes necesitan ayuda, yo les brindo mi casa y ahorita (se volteó hacia el interior de la casa y gritó) ¡Manuela!, ahorita les preparamos algo de comer.”<\/p>\n

En esencia, ésta fue la plática, aunque duró más de quince minutos o algo por el estilo, no sabría decirlo. Ninguno de mis compañeros, guarecidos bajo un escaso techo y esperando mi regreso, escuchó nada de esto, así que cuando regresé (ya había cesado la lluvia) me sentía flotar en otro mundo. Acababa de ser recibido en el mundo de los viajeros.<\/p>\n

El río San Miguel, al fondo de la barranca de Huérachi, el Batopilas, surcando las profundidades de una barranca todavía más impresionante que la anterior, quizá por el paisaje del Cerro de los Siete Pisos, bajo del cual había cientos de metros de túneles hechos por el hombre para extraer plata, ya eran para nosotros una historia. (¿Dónde nos alcanzaba la historia y dónde la dejábamos?) Necesitábamos caminar hacia el noroeste, al río Urique, esa serpiente de agua que recorría todo el Cañón del Cobre y daba de beber abundantemente al río Fuerte.<\/p>\n

…Otra vez los pies sobre las piedras, sobre la arena, sobre el camino real, evitando pisar a los escarabajos peloteros a la una de la tarde, dejando correr la vista a lo lejos para hallar el camino correcto… <\/div>\n

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