{"id":11576,"date":"2001-09-15T00:00:00","date_gmt":"2001-09-15T00:00:00","guid":{"rendered":"http:\/\/montanismo.org\/revista\/?p=11576"},"modified":"2003-05-08T00:00:00","modified_gmt":"2003-05-08T00:00:00","slug":"este_lado_de_la_sierra","status":"publish","type":"post","link":"https:\/\/montanismo.org\/2001\/este_lado_de_la_sierra\/","title":{"rendered":"ESTE LADO DE LA SIERRA"},"content":{"rendered":"
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Las nubes se dejan arrastrar a las profundidades desde una altura de cientos de metros y comienzan por tapar las cimas de los riscos altos y rojos. "Viene la lluvia", y la gente se guarda en sus casas sin miedo, esperando otra vez el fenómeno natural al que están tan impuestos. Caen gotas menudas y persistentes como jejenes, goterones que temen hacer ruido en ese lugar majestuoso. Pero, como siempre, la sonoridad se hace mayor con ese silencio y cada gota parece tener un eco por todos lados. Las parvadas de pericos o las auras solitarias que navegan el aire durante el día se han ocultado y de paisaje sólo queda a los ojos un hilillo de agua que comienza a escurrir de un risco alto porque en la "cumbre" ya está lloviendo desde hace rato. La sierra se ha echado encima las mantas mojadas de la bruma. El hilillo se transforma en torrente y arrastra consigo piedras… El camino real se pierde bajo el agua cuando pasa por las cañadas. Los árboles que nos rodean son azotados por ramalazos de viento cargado por gotas cada vez mayores. Entonces comienzan a caer los mangos, los limones, los aguacates…<\/p>\n

LA OTRA SIERRA<\/b><\/p>\n

"El camino es malo y muy estrecho. Cuando alguien va a subir tiene que gritar hacia lo alto para ver si no baja otro porque no caben en el mismo sitio: ahí, donde se para uno, no se pueden parar dos. Si le contestan, tiene que esperar hasta que pase. Así de pequeño es."<\/p>\n

Llegar a la Cumbre de Huérachi desde Guachochi fue fácil porque hasta allí llegan caminos para vehículos. Pero en adelante todo sería por camino real, ése que nos habían dicho que era muy, pero muy estrecho pero que no era más que uno de los muchos que, serpenteando entre los riscos, unen este lado de la sierra con el otro. O, como dicen quienes viven ahí, "esta sierra con la otra". Hacia el sur se extiende un conjunto orográfico impresionante que pareciera ser independiente. Tan importante es la barranca.<\/p>\n

Como todo camino de su tipo, éste estaba lleno de piedras y huellas de mulas, reptiles y cantos de aves volando sobre los espacios de la barranca de Huérachi, espacios abiertos como sólo en el noroeste de México los hay. Sin mucho trabajo, los ojos también se topan con iridiscentes escarabajos peloteros que envuelven sus huevecillos en el excremento de los animales de carga y que a eso de la una de la tarde parecen entrar en un estado cataléptico imposible de romper. A esa hora el camino parece fosforecer en puntos de diferentes colores, todos juntos en uno solo. Y no hay peligro, por grande que éste sea, que los haga reaccionar. Un par de horas después, vuelven a la vida.<\/p>\n

Bajamos poco a poco evitando piedras, rodeando rocas gigantescas y evitando pisar a los escarabajos, culebreando con el camino. Caminar por ahí es cansado, difícil también. Se cansan los tobillos, las rodillas, las plantas de los pies y, finalmente, las piernas. Detenerse a descansar y deslizar la vista de arriba abajo para admirar los escarpes de la Sierra Madre Occidental es todo uno. Con la vista como agua de cascada que no se detiene sino hasta tocar fondo, uno siente que falta tiempo o que éste se detiene; o más simple aún: que no existe. Paredes color rojo de atardecer perenne, crepúsculo inmortal labrado en la roca, peñas que se lanzan en pos del cielo para arañarlo.<\/p>\n

Los caminos se unen una y otra vez: un camino que baja de aquella ranchería postrada sobre una pequeña terraza donde la gente hizo su sementera, amasó el maíz para sus tortillas y parió sus hijos; otro que sube a otras rancherías o hasta Ciénega Prieta, en ocasiones desviándose a grandes cuevas que sirven de corrales para borregos o para las mismas mulas que al menos dos veces por semana hacen este recorrido. Y en medio de todos ellos, el camino real, el camino de herradura por el que ahora bajamos.<\/p>\n

TIERRA DE MANGOS<\/b><\/p>\n

Tras horas de descenso continuo llegamos a Pericos, una pequeña ranchería donde decidimos quedarnos porque era el primer lugar donde encontramos mangos. Esa tarde cayó el aguacero y parecía que era un nuevo diluvio. Óscar y Juan, mis dos compañeros, jamás habían visto una tormenta como esas; yo, pocas veces. Un señor que estaba en el poblado de Huérachi, al fondo de la barranca, e iba de camino a Pericos, tuvo que regresar al fondo porque los caminos estaban llenos de agua y ni la mula podía pasar por ese torrente embravecido.<\/p>\n

Naturaleza pura y nada más. La sierra parecía estar lavando todos sus rincones porque al otro día era completamente diferente: cada piedra de los caminos había cambiado de lugar, cada planta había dejado hojas que fueron arrastradas por las corrientes, cada gota de agua seguía escurriendo hacia abajo, hacia el lejano mar. El mediodía nos sorprendió junto a ese río —la primera fuente del Río Fuerte— que en algunas partes no podría ser navegable por la furia con que el agua estalla en los grandes macizos rocosos que tiene por el medio.<\/p>\n

Nos bañamos en un arroyo de agua cristalina donde sorprendimos algunas truchas que subían del río a la pequeña corriente, pese a las cascadas. Y luego, el festín obligado: mangos, todos los mangos que quisiéramos, los mangos de la temporada que son subidos a lomo de bestia hasta Guachochi para venderse en cantidad de tres o cuatro toneladas en una sola temporada, solamente por Huérachi y tomando en cuenta que más de la mitad es aprovechada por la gente y los animales o simplemente se echa a perder. Es la tierra del tiempo detenido donde ninguna máquina superará al burro o a la mula.<\/div>\n

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RUMBO A BATOPILAS<\/b><\/p>\n

El cielo destila colores. Son las 8:30 de la noche y está atardeciendo. Como chispas de fuego, como una fogata gigantesca que ardiera sobre toda la tierra, un amarillo casi blanco aparece rodeado de toda la gama de rojos hasta desaparecer en lo más oscuro del azul: azul color de noche.<\/p>\n

Luego de Huérachi, nos dirigimos a la barranca de Batopilas. Recorrimos la sierra por todo lo alto, por en medio de los bosques, hasta llegar a Yoquivo, el aserradero más importante de esa zona. Después, Buenavista y Aboreachi; pero de aquí en adelante, no veríamos a nadie más. Pasamos todo un día confundidos en medio del bosque y no llegábamos a La Cumbre de los Frailes, nuestra meta más inmediata; cuando la hallamos (macizo rocoso desde el que se está por encima de las aves y a cientos de metros por encima del río que forma la barranca pero en nada parecido a lo que conocemos por la palabra "cumbre") era claro que todo lo que faltaba era bajar por otro camino real, aunque un tanto abandonado porque La Bufa, la mina que antes hacía hervir de gente el fondo de la barranca y las entrañas de la tierra, ya no producía el metal ansiado. A partir de entonces, varios caminos se vieron abandonados porque ya no tenían objeto de ser.<\/p>\n

El camino que seguimos estaba muy definido desde el principio porque se deslizaba por una pequeña cañada. Dábamos vueltas y más vueltas, pero tras cada una había una nueva sorpresa y la mayor de todas fue una cascada de treinta a cuarenta metros que no descubrimos sino hasta que estuvimos a su pie. De la vegetación de pinos pasamos a la tropical lentamente mientras nuestros cuerpos se iban llenando de sudor y rodeando de mosquitos y jejenes. Algunos ranchos fueron puestos bajo los riscos de la Cumbre por la protección que les brinda y porque esa situación les brinda agua durante todo el año y una temperatura que no les trae la nieve del invierno ni los calores del verano tan agudos. Pero sobre todo, y a veces se nos ocurría que ésa fuera el único motivo, porque no tenían a los mosquitos, jejenes, baigurines ni demás artrópodos que gustan de aplicar sus aguijones en las partes más irrigadas de venas.<\/p>\n

Uno de esos ranchos era Carbonera. Construido en 1942, se ha ampliado hasta ser una casa grande y bonita llena de árboles frutales (limones, duraznos, manzanas, granadas…). Teníamos varias alternativas para llegar a Batopilas desde ahí y escogimos la más espectacular, la más escénica. Teníamos una idea de lo que ese camino no marcado en los mapas nos podría dar, pero era tan sólo eso: una ligera idea.<\/p>\n

LUCES NOCTURNAS<\/b><\/p>\n

El camino que seguimos se cubría de telas de araña, ramas espinosas muy crecidas y restos de tunas picadas por los pájaros. Pero de agua… nada, ni una gota utilizable. La vereda se deslizaba lentamente bajo nuestros pies; caminábamos hacia arriba, hacia abajo, de lado, brincando rocas o esquivando ramas. En una palabra, adonde el camino nos llevara. No se trataba de seguir la línea recta para llegar más rápido. Las veredas en la sierra son como los ríos en la tierra: aunque den más vueltas, aunque se topen con muchos obstáculos, la dirección que siguen es la más rápida, la más fácil.<\/p>\n

Entre subidas, bajadas y vueltas continuas, nos llegó el crepúsculo. Nos invadió el cielo, los cuerpos oscurecidos y bañó nuestras pupilas ansiosas de luz para distinguir el camino. Fue una penumbra de casi media hora en la que el sol, las nubes y el cielo transparente se peleaban como dioses legendarios para obtener la primacía. Pero finalmente, ganó la noche y apareció su séquito de estrellas. Al amanecer se libraría un nuevo combate…<\/p>\n

Mientras más abajo estábamos, más oscuridad nos envolvía: el denso trópico de la barranca hacía la oscuridad más palpable y ocultaba la vereda. Tropiezos, caídas, resbalones… hasta que decidimos encender las linternas para desgarrar las mantas oscuras de la noche con haces luminosos casi profanos. Allá abajo, a lo lejos, se veían las luces encendidas de Batopilas, pero parecía que no avanzábamos por más pasos y pendientes que dejáramos detrás. Y la sed, la intensa sed que desde hacía horas, cuando nos comimos un par de tunas cada uno, nos había cerrado la boca a cualquier comentario. Un paso… otro… curva tras curva del camino se esconde una fuente de agua… ruido de agua que corre… vasos llenos que se vacían en las gargantas una y otra vez, continuamente… más de cinco litros de agua tomados entre los tres en menos de diez minutos… y reaparecen los comentarios, la plática, que se había agazapado tras la sed.<\/p>\n

A las 22:30 entrábamos a Batopilas por su única calle mientras la gente se asombraba de vernos llegar por donde lo habíamos hecho, pues nuestras linternas nos habían delatado. Fueron doce horas de caminar y 33 kilómetros recorridos. Batopilas al fin…<\/p>\n

Pero todavía faltaba Urique, el río formador de la famosa Barranca del Cobre. Todavía faltaba.<\/div>\n

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El camino real se pierde bajo el agua cuando pasa por las cañadas. Los árboles que nos rodean son azotados por ramalazos de viento cargado por gotas cada vez mayores. Entonces comienzan a caer los mangos, los limones, los aguacates…<\/div>\n

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