{"id":11450,"date":"2000-08-01T00:00:00","date_gmt":"2000-08-01T00:00:00","guid":{"rendered":"http:\/\/montanismo.org\/revista\/?p=11450"},"modified":"2003-04-08T00:00:00","modified_gmt":"2003-04-08T00:00:00","slug":"la_sierra_zapoteca","status":"publish","type":"post","link":"https:\/\/montanismo.org\/2000\/la_sierra_zapoteca\/","title":{"rendered":"LA SIERRA ZAPOTECA"},"content":{"rendered":"
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UN VISTAZO A LA SIERRA ZAPOTECA<\/b><\/p>\n

En media hora habíamos descendido por un camino que se adentraba en el pequeño barranco vestido de selva y sombras para encontrarnos con un río furioso de crestas blancas y un respirar profundo, tanto que teníamos que comunicarnos a gritos. La vista, encajonada por lo cerrado de la vegetación, se escurría rápidamente hacia ese hipnótico movimiento continuo del agua, arrullador pese a lo agresivo, donde enormes rocas hacían rebotar la corriente más de medio metro de altura. <\/p>\n

Debíamos cruzar a la otra ribera y lo único a la vista que servía para ello era un deteriorado cable de acero que cruzaba de un lado al otro y que desplazó a las antiguas “hamacas” de tres puntos (dos cuerdas arriba y sólo una para apoyar los pies) hechas de lianas por donde cruzaba la gente hasta avanzados los años sesenta, cuando comenzó a entrar el cable de acero. Quizá en una de esas “hamacas” que ya no existen el paso sería más seguro, mas no por ese cable. <\/p>\n

Era ya temporada de lluvias y el vado estaba crecido; sabíamos que regresar era perder más de un día de camino, así que nos dimos a la tarea de hacer un vado ahí donde el flujo perdía fuerza. Desnudos, para conservar la ropa seca, y con las piernas metidas en el frío constante del agua, colocamos primero una cuerda y luego una piedra sobre otra…<\/p>\n

UN PRINCIPIO FESTIVO<\/b><\/p>\n

�¿Son ustedes de la orquesta? ¿No? ¿No los vieron en el camino? ¿Sí? ¡Qué bueno! Ya se tardaron ¿Cómo que nos están esperando allá arriba si quedamos que llegaban aquí? Pero qué bueno que nos dicen para que entonces vayamos por ellos. Entonces ustedes son deportistas, ¿verdad? ¿De dónde vienen? ¿De tan lejos? ¡Qué contento se va a poner el pueblo de que ustedes vayan a competir en el torneo de basquet de la fiesta! No hay más que hablar. Pasen a la Comisión para que les digan dónde dormir, que les den de comer y de una vez se registran. ¡Ya verán qué buenos premios hay en el torneo! <\/p>\n

A cuatro días de camino de Santa María Tlahuitoltepec, tierra mixe (la “X” se pronuncia como “J”) donde habíamos comenzado a caminar, entrábamos en Yalálag, un pueblo metido en la sierra zapoteca, justo el día en que comenzaba la fiesta del barrio de Santiago, “el Mayor Apóstol”, como decían a cada momento por los altavoces. Y además nos cambiaban la denominación deportiva.<\/p>\n

En la Comisión aclaramos la situación, pero no por eso dejaron de darnos un sitio para dormir y, de comer, un guisado de carne con tortillas de treinta y cinco o cuarenta centímetros de diámetro. Todas las que quisiéramos, que para eso había un grupo de mujeres que amasaban con la palma de la mano sobre el metate donde habían molido el maíz para luego ponerlas a cocer sobre un gran comal de barro donde se cocían lentamente para después pasar de mano en mano hasta la mesa donde estábamos comiendo con algunos comensales más. <\/p>\n

Una banda (tambora e instrumentos de viento) tocaba continuamente, pero los personajes más importantes de la música parecían ser dos hombres que estaban recargados sobre una barda y que tocaban un tamborcillo y una flauta aguda antes de cada pieza interpretada por la banda. Más parecía que la orquesta esperara ese tañido de música vieja para comenzar. El permiso para ser tocada venía de esos dos hombres. <\/p>\n

Por la tarde, varios muchachos, con varios muñecos y figuras de papel, recorrieron el pueblo acompañados de una orquesta. Era el convite<\/i>. Por la noche, después de la misa en la parroquia del santo, salió otra procesión que estaba organizada en tres secciones, cada una acompañada por diferentes bandas. Caminaban con “focos” (linternas) en la mano y de tanto en tanto se detenían para bailar y uno podía ir a un grupo o a otro y siempre encontraba gente bailando y riendo. Era la calenda<\/i>. Parejas de hombres y mujeres o únicamente de mujeres que bailaban sin prejuicios, desparramados por todo el pueblo. <\/p>\n

El baile se hacía tomándose por ambas manos y haciendo un giro a un lado y luego al otro con un movimiento especial en los pies. Parecía muy sencillo eso de la bailada, pero a la hora de estarle dando, mejor era quedarse viendo cómo lo hacía el vecino para copiarle. Sólo algunas personas bailaban y era más común, como en todas las fiestas, ver espectadores. La mayoría eran trabajadores emigrados a Tijuana o Estados Unidos y ahora regresaban cargando cámaras de videograbación para llevarse hasta allá, lejos de su pueblo, un pedazo de su tierra que no se puede apreciar en fotografías ni en video. Con ese valioso cargamento de recuerdos ancestrales y con la certeza de ser hombres de la tierra, regresarían al norte para seguir siendo llamados despectivamente “oaxaquitas”. <\/p>\n

A veces las calles se angostaban y se volvían, literalmente, calles pedregosas, resbalosas de guijarros nocturnos.<\/p>\n

LLUVIA<\/b><\/p>\n

�lvaro y Paco tenían azules los pies por el frío; Juan y yo tiritábamos, pero el esfuerzo colectivo de cargar muchas piedras de todos tamaños, hizo que el paso estuviera listo en dos horas. Dos horas en vez de un día. Cruzamos el río desnudos, apoyándonos en la cuerda que habíamos puesto como pasamanos y con las mochilas a la espalda. Si bien al principio era difícil ver alguna ventaja en eso de hacer más alto el vado, la recompensa fue que las mochilas no se mojaran. Una vez en la otra ribera, comenzó la lluvia. Lluvia de selva. Fuerte. No era un aguacero como aquellos a los que estábamos acostumbrados. Juan y yo, que nos quedamos atrás por haber pasado al último, no podíamos vernos de frente porque el agua caía en nuestras caras con tal fuerza que parecíamos estar bajo una cascada. Para caminar veíamos el suelo, sólo el suelo y si queríamos ver arriba, debíamos cubrirnos los ojos como quien se protege del sol. Los demás ya estaban en camino a una cabaña donde dormiríamos.<\/i> <\/p>\n

“Se van por esa vereda de allí, luego suben del otro lado y vuelven a bajar hasta el río grande. Creo que ahí hay un puente. Sí, de cierto que hay. Desde ahí les queda una hora, dos a lo mucho, para llegar al Yatzachi el Bajo. Mírelo: desde aquí se ve el camino y el pueblo. Llegan rápido. Si ya caminaron desde Tlahui [como abreviaban el nombre de Tlahuitoltepec] hasta ‘ca, pueden llegar fácil a Yatzachi.” <\/p>\n

Recordaba palabra por palabra lo que nos habían dicho. Pero el caso es que ya estaba oscureciendo y apenas habíamos comenzado a subir del otro lado. ¿Por qué? �lvaro se había torcido el pie, la mochila de Juan había caído al río desde una roca y luego yo había seguido un camino equivocado que hizo que nos separáramos. Tres incidentes que nos habían retrasado. �lvaro y Paco caminaban conmigo y creíamos seguir a nuestros compañeros, quienes iban delante. <\/p>\n

Antes de que cayera la noche, la lluvia se dejó venir de a poquito hasta convertirse en un aguacero. El agua fue traspasando poco a poco nuestra ropa, nuestras botas, nuestra conciencia. Dos, tres horas caminamos en plena oscuridad hasta alcanzar a nuestros compañeros. Entonces cesó la lluvia. Levantamos la tienda de campaña (enorme, donde cabíamos los siete) y pusimos la ropa empapada a escurrir sobre las ramas. Es increíble la sensación de estar seco después de haber caminado bajo la tormenta nocturna. Uno se desnuda y ya es otro, comenzando por el cuerpo seco hasta el humor. Con esa lluvia, a ninguno se nos había ocurrido pensar en la sed, pensando que podríamos beber de los múltiples arroyos que surcaban entonces la tierra. Adrián fue a buscarla, pero donde antes corrieran arroyos, había ya sólo arena humedecida. Y de los mangos tan abundantes en el otro lado de la sierra, aquí no había ni señales. <\/p>\n

Por la mañana llegamos a Yatzachi el Bajo, un pueblo apacible que tiene una inmensa iglesia del siglo XVII con la bóveda principal llena de cuarteaduras. Los terremotos de la zona habían dejado la bóveda antigua casi desencajada del resto del edificio, como si se pudiera quitar una enorme tapa de piedra y argamasa. La gente hablaba de remodelar con techo de lámina. Ese era el patrón de “remodelación” que habríamos de ver en lo sucesivo en muchas otras iglesias. Vi el interior de la bóveda y me dije que nunca volvería a quedar tan bella como en ese momento, incluyendo las cuarteaduras.<\/div>\n

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SAN MIGUEL TALEA DE CASTRO<\/b><\/p>\n

Bajo el aguacero, llegamos a una pequeña troje donde tuvimos que dormir apretados y asaltados por las pulgas. No había otro lugar, ni siquiera para colocar la tienda. Llovió toda la noche y todo el día siguiente. Las nubes no dejaban ver más allá de veinte o cincuenta metros. Esa humedad nos ponía irritables, como también lo hacía la falta de suficiente comida, el desconocimiento de lo que seguía y, sobre todo, las semanas ya vividas juntos. Como en toda expedición, uno descubre a los demás, incluyendo a sus mejores amigos, sólo en condiciones extremas. Y el resultado no siempre es satisfactorio. La segunda noche dormimos en una cabaña. Las goteras eran interminables y pasamos un par de horas arreglándolas y aún así me levanté a medianoche para hacer un arreglo más. Al otro día deberíamos llegar, a como diera lugar, a un lugar habitado porque la comida se nos había terminado.<\/i> <\/p>\n

Bajamos por una ladera hecha selva. Abajo se adivinaba un gran río y en ocasiones podíamos ver cascadas blancas que nos daban una idea de su caudal. Hacia allá nos dirigíamos. Arriba, árboles de gran talla cubiertos por más plantas y, de vez en vez, retazos de cielo azul. Era el camino, salpicado de cruces y flores, hacia San Miguel Talea de Castro, un camino poco común por el que transitaban camiones o camionetas abarrotados de gente que, en ocasiones, se desbarrancaban con personas que, extrañamente, habían sido amenazados poco tiempo antes. Un camión de los años sesenta llevaba hacia la ciudad de Oaxaca tantos pasajeros que unos diez iban montados en pleno techo, entre grandes bultos de ropa y de panela. <\/p>\n

Talea viene del zapoteco Ltac-Lea<\/i>, que quiere decir “pendiente del patio”. Es un pueblo prehispánico que está regado por la pendiente del cerro. Un pueblo grande con una iglesia también del siglo XVII que hace admirar el tesón de los misioneros coloniales por hacer construcciones monumentales. Por otro lado, todos los pueblos de la sierra están, de alguna manera, colgados de los cerros. <\/p>\n

Talea nos cautivó por varias razones, pero la principal fue una familia que, literalmente, nos adoptó. Llegamos a desayunar a una casa y ya para la tarde nos habían hablado tanto del pueblo que era difícil precisar cuánto tiempo habíamos permanecido ahí. Paco enfermó y tuvimos que permanecer ahí hasta el día siguiente. Mientras, conocimos la iglesia, el mercado, la cárcel municipal, vacía por el momento de presos pero herrumbosa y oscura. <\/p>\n

La despedida fue muy especial. Siempre ha sido difícil dejar atrás lugares y gente que conozco y quienes me platican sus vidas, sus problemas, sus tradiciones como si fuera uno de ellos. Esta es la “magia” que los viajeros extranjeros tanto han alabado desde la época de la colonia. Esta vez, nos marchábamos cargados de varias plantas medicinales, que después usaríamos en nosotros mismos. Con la cabeza llena de tradiciones que a través de nuestros hospederos y recientes amigos nos había hecho llegar un pueblo zapoteco que se niega a dejar de ser él mismo, la despedida era en verdad dolorosa. Cada uno se despidió lo mejor que pudo y cuando me llegó el turno, doña Roberta tomó mis manos y en voz muy baja y clara me dijo “Cuídate, papá. Cuida de los muchachos. Que Dios los bendiga en la misión que traen por estos lugares tan lejos de sus casas.” <\/p>\n

Nadie habíamos protestado cuando nos diera un té para reponernos, nadie se ofendió cuando se burló de nuestro sentido común con ese algo que hizo frente a nosotros y que no dejaba lugar para duda alguna. Con esas manos que trabajaban todo el día envolviendo cálidamente las mías, con esos ojos pequeños y entrecerrados puestos sobre los míos como hurgando en lo más profundo de mí y despidiéndonos como se despide a los hijos, esa señora que se movía tan familiarmente en el ámbito del curanderismo familiar y a quienes las madres de familia acudían en busca de remedios y de consejos, nos hacía temblar en cada palabra de esa despedida tan especial. Ningún lugar antes nos había dejado esa impresión de estar dejando el hogar. Las lágrimas en sus ojos se me quedaron muy grabadas.<\/p>\n

CON UN PIE EN LA CÃ?RCEL<\/b><\/p>\n

Finalmente abandonamos la cabaña. Al amanecer comenzamos a caminar por una vereda que se deslizaba por entre las plantas, por entre la niebla y que se enredaba entre nuestros pies. Nadie corría. Esta vez todos iban detrás mío y yo marcaba el ritmo. La consigna tácita era salir de ahí lo más pronto posible y sabíamos que estábamos lejos de cualquier poblado. Subimos y subimos. Con un piso de licopodios y musgos abundantes, rodeados de helechos arborescentes y árboles cuya copa era escondida por los jirones de niebla que se desprendían de un lado y otro de la arista por la cual subíamos, el ascenso fue embriagador durante horas… hasta que alcanzamos una brecha para camiones troceros. Si ya talaban los bosques de esta parte, ¿cuánto más durarían? Con los bosques desaparecerían los licopodios, esas plantas tan antiguas biológicamente, los fantasmas que la imaginación creaba a cada vuelta del camino, los bellísimos “niños” de piedra que eran capaces de hablar y que no podían moverse del lugar si ellos no querían… ¿Cuánto tiempo más permanecería así?<\/i> <\/p>\n

No nos podíamos mover de ahí. Mi “caso” se había expuesto frente a mí con tanta claridad que todo el mundo entendió y asintió… menos yo, porque no conocía ni una palabra en zapoteco. La pena era la prisión. ¿Por cuánto tiempo? “Hasta que llegue la autoridad o pague la multa”. La multa era excesivamente elevada y la “autoridad” llegaría ahí en días, semanas o meses, nadie podía precisarlo. ¿Cómo es que había sucedido todo esto? El topil primero, un muchacho de 19 años totalmente embriagado y con el rostro manchado de sangre por una caída que tuvo cuando estuvo embriagado, me acusaba de haber entrado a la iglesia sin autorización y querer robar un pequeño cuadro que tenía una oración escrita en latín y al cual me había acercado para copiarlo. Pero no alcancé a hacerlo, pues apenas me acercaba dijo que saliera de la iglesia y, una vez fuera, tocó su silbato a todo volumen. Todos los otros topiles llegaron. <\/p>\n

“¿Qué pasa?”, preguntaban los muchachos. No podía decirles porque yo tampoco lo sabía. Sencillamente estaba tranquilo y ante la asamblea que se reunió en la agencia municipal hablé con tranquilidad porque tenía un testigo del pueblo: si el topil decía que había entrado a la iglesia sin autorización, ¿cómo es que había entrado conmigo? Pero no pude tener testigos del pueblo para la segunda acusación y se jugaba el valor de su palabra contra la de nosotros siete, forasteros vestidos con pantalones cortos y cargando voluminosas mochilas. Hasta entonces nos enteramos Â?y no por las personas que hacían las veces de autoridadesÂ? que la iglesia había sufrido un robo hacía quince años y que desde entonces toda persona que llegaba a Santiago Yagallo debía pedir permiso si quería verla por dentro. “En quince años ha habido muchos abusos de los agentes municipales porque quieren sacar dinero a todo el que llega”, nos dijo días después el padre irlandés que estaba en Yagavila. <\/p>\n

Yo me veía con un pie en la cárcel… y el otro también. La fiesta del pueblo había pasado hacía casi una semana y había un hombre en la cárcel que fue preso porque no quiso beber con los topiles. Si eso pasaba con un vecino del pueblo, ¿qué le esperaba a un extraño que ni entendía el zapoteco? Los muchachos no podrían irse del pueblo bajo ninguna circunstancia si yo era apresado por carecer de dinero para la multa. De reojo, veía a la puerta las caras confundidas de mis compañeros. Dos de ellos asustados porque a sus 17 años no habían encontrado algo tan difícil como aquello. ¿Qué tan lejos estaban de sus casas si habíamos caminado por días? Durante tres horas argumenté y finalmente la multa fue rebajada hasta ser el 20% de la inicial, pero no por ello dejaba de ser una suma alta. ¿Seguir discutiendo? Pagamos y salimos de ahí como alma que lleva el diablo. En el camino de bajada me lamentaba: “¡Y mira que no haber tomado una sola foto del interior!”<\/p>\n

DE PASO POR YAGAVILA HACIA LA CHINANTECA<\/b><\/p>\n

Con el alivio que significaba el haber dejado atrás Santiago Yagallo y la amenaza de pasar una cantidad indefinida de días tras las rejas, cruzamos un río y llegamos a Yagavila. En zapoteco, quiere decir “árbol que canta” y el nombre se refiere a la leyenda de la entrada de los españoles al lugar. Se dice que en el centro de la población había un árbol cuyas hojas cantaban cuando las movía el viento, lo cual era muy frecuente. Los españoles llegaron a esa población precisamente por la barranca por donde nosotros subimos y en cuanto hicieron su irrupción en el pequeño pueblo, el árbol dejó de cantar pese a que el viento soplaba. <\/p>\n

Tiempo después, los conquistadores hicieron la cruz principal de la iglesia con la madera de ese árbol que los indígenas adoraban tanto. Ignoramos si la cruz existe todavía ahí puesto que la iglesia la hallamos cerrada, pero precisamente fuera del templo hay un pequeño monolito de unos 60 centímetros de alto, parcialmente enterrado y del cual nadie pudo decirnos algo sobre su origen.<\/p>\n

SALIDA DE LA SIERRA ZAPOTECA<\/b><\/p>\n

Cuando llegamos a la parte más alta de la sierra, salió el sol. En tres días no lo habíamos visto y estábamos empapados. Habíamos cruzado la selva y al mediodía nos detuvimos para secarnos un poco. El camino en el que estábamos era amplio y en pocas horas más llegaríamos a la carretera federal 175 y de ahí hasta Yólox. A partir de ahí abandonábamos la sierra zapoteca y entrábamos en plena Chinantla. Otra gente, otras costumbres diferentes, otro idioma antiguo pero nuevo para nosotros. Atrás dejábamos lugares impresionantes para la fotografía y para el espíritu, sobre todo para esa riqueza interior que no puede transmitirse por medio de palabras o de fotografías. <\/p>\n

Pero nuestra aventura no concluía ahí. Simplemente se terminaba una etapa y debíamos seguir todavía hasta llegar a la zona cuicateca. No lo sabíamos todavía, pero lo verdaderamente interesante, después de casi dos semanas de viaje, apenas comenzaba. Lo que nos alegraba por el momento era algo tan simple como los rayos del sol. Ya tendríamos tiempo para pensar en la comida que desde ayer no ingeríamos y en el cansancio.<\/div>\n

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OAXACA: SELVA Y SIERRA<\/b><\/p>\n

Muchos días de sol y de lluvia se habían acumulado en nuestros ojos, muchas veredas se habían enredado en nuestros pies. Pero faltaban todavía más. Más de todo. Yólox fue apenas un respiro con abundancia de comida después de un hambre persistente. Una pausa entre dos sierras que apenas se diferencian entre sí, entre dos idiomas que nada tienen que ver uno con el otro más que la vecindad. Y nosotros ahí, en medio, con las mochilas a la espalda, con ojos que no alcanzaban a abarcar lo que queríamos, por su inmensidad. Palabras incomprensibles de hombres de un mundo diferente al nuestro, ademanes hechos en el aire que decían más que muchas palabras, iglesias de siglos pretéritos metidas en cada resquicio de la sierra, veredas milenarias amasadas por pies de indios antiguos como la sierra. Y nosotros ahí. En medio de esa vorágine de sensaciones, nosotros con nuestra idea de caminar para conocer más y mejor. Días, semanas, meses, años… Mientras más tiempo, mejor. <\/p>\n

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FOSILES Y LEYENDAS<\/b><\/p>\n

Â?Es una selva.<\/p>\n

�No, Carlos, te equivocas. Si fuera selva, no habría pinos. Esto es lo que se llama bosque mesófilo de montaña.<\/p>\n

�De cualquier manera, para razones prácticas, es más corto y fácil llamarla selva. <\/p>\n

Se trataba de una polémica que yo sostenía con Adrián desde hacía una semana, cuando nos acercábamos a Villa Talea de Castro. Adrián era el biólogo del grupo, quien nos había prestado sus oídos para escuchar tantos cantos, tantos reclamos de aves; era quien nos había prestado sus ojos para ver tantos animales y plantas, tantos fósiles. <\/p>\n

¿Fósiles en la sierra de Oaxaca, en esa sierra donde casi todo era roca metamórfica? Fósiles, sí. Y de la más impecable calidad. Icnofósiles, le llaman los especialistas, es decir: huellas de animales que vivieron en otra época. Ahí, plasmadas en una roca junto al río donde habíamos establecido nuestro campamento, estaban las huellas de caballos primitivos, de gatos de gran tamaño, de algo que se nos figuraba mapaches… Animales distantes de nosotros millones de años, pero presentes en una de esas espléndidas fotografías de la naturaleza. <\/p>\n

Huellas en la roca. Tal vez fuera éste el origen de la leyenda de la “Tubería del Diablo”, allá en San Dimas, en plena Sierra Madre Occidental de Durango. Si lo era, se trataba de un origen bastante antiguo. Pero seamos claros: de este tipo de huellas sólo se han encontrado algunas cuantas, al grado de que existen menos de un millar de ellas, mientras que el resto de los fósiles llegan a cientos de millones.<\/p>\n

ENTRADA A LA SELVA<\/b><\/p>\n

Bosque mesófilo de montaña o selva (fósiles o no), como quiera que se llamara, lo cierto es que esa vereda inacabable que nos había dejado en San Francisco La Reforma finalmente se había acabado. Había desaparecido y casi se podría decir que había muerto. Pisando sus vericuetos, habíamos cruzado un rosario inacabable de pueblos mixes, zapotecos y chinantecos, de fiestas, de costumbres. En su lugar había aparecido un nuevo camino que nos llevaba de la mano por un mundo neblinoso y lleno de gigantes vegetales que elevaban sus revueltas cabelleras verdes por encima de los treinta metros. <\/p>\n

Ese verde nos dejaba en la oscuridad. Oscuridad de selva. <\/p>\n

¿Cómo se distingue a una vereda de otra? Es necesario andarlas despacio y conocerle los sonidos, las huellas de sus animales, de sus hombres, saber de sus verdes hechos follajes espesos y sus arcoiris condensados en flores y frutos, sentir la noche y escuchar el amanecer, oler el gris de sus nieblas, verle sus oraciones hechas volutas de humo de copal saliendo de los incensarios… <\/p>\n

¿Dónde estaban los extensos bosques de pinos por los que habíamos andado tantísimos días? Sencillamente habían desaparecido tras de nosotros, bruscamente, como lo habían hecho las capillas con rezos pegados a las paredes de adobe, capillas incontables que se regaban a ambos lados de la senda, a la entrada y salida de cada pueblo. Rezos para llegar y rezos para irse. <\/p>\n

La sierra chinanteca, o chinantla, en realidad es la misma sierra que la zapoteca, pero los chinantecos prefieren llamarla así por la misma razón que los zapotecos llaman a su parte como ellos mismos: la sierra es también parte de ellos. O ellos son parte de la sierra. La diferencia es tan sutil como los hombres y como la montaña. Yo he preferido llamarlas como la llama la gente que habita en ella en vez de usar el nombre oficial: Sierra Juárez. <\/p>\n

Nosotros, en cambio, éramos extranjeros. Por primera vez en miles de kilómetros andados en toda clase de caminos, sendas y veredas, comprendía que ninguno de nosotros seríamos de la sierra o ella de nosotros, no importaba los buenos sentimientos que tuviésemos. No pertenecíamos al desierto, a la selva o a la cordillera porque sencillamente no éramos indios. ¡Qué dolor no poder ser indio y ver el mundo como él lo ve! Eso era lo que ocupaba mi mente ahí, a la entrada de la selva. ¿Adónde íbamos? <\/p>\n

HIJO DE UN SOLO PUEBLO<\/b><\/p>\n

El camino hizo toda clase de piruetas en o entre los cerros. Había nacido en la cumbre de un cerro, donde lo despidió el viejo camino que conocíamos. Allí nos dio la bienvenida una cascabel que cruzaba el camino. Alto. Admiración ante su belleza e incógnita sobre el futuro. No veíamos muy lejos. Estábamos rodeados por un cielo verde, verde oscuro con manchas de gris neblina en lo más alto. <\/p>\n

Túneles de viento eran nuestro camino. Se abrían en la tierra como zanjas inmensas con hambre voraz, con dientes de helechos arborescentes de más de cuatro metros de altura. Cuando el cielo verde se descubría y se tornaba gris color de lluvia, la tierra se volvía lodosa, pastosa. Los caminantes de esa vereda habían tirado unas cuantas ramas gruesas a manera de puente para pisar sobre ellas sin hundirse. Los puentes en la selva iban acompañados siempre de una línea metálica que conducía energía eléctrica por encima de nosotros. <\/p>\n

Muchas veces nos preguntamos si unas cuantas horas de luz artificial en unas cuantas casas valían lo que tanto árbol derribado, lo que tanto destrozo irreparable. Podría decir que no, pero eso sólo sería la opinión de un citadino que sí goza de esas ventajas modernas. Faltaría la opinión de los habitantes de la sierra, que pelean por los mismos privilegios. <\/p>\n

Los musgos adormecían las pisadas y la niebla el sentido real de la orientación. Sin brújula, nunca hubiéramos sabido hacia adónde íbamos: ni el sol, ni el terreno, ni el viento mismo indicaba nada particular. No estábamos perdidos. Es cierto que no habíamos hallado a nadie en todo el día, pero no había manera de extraviarse. El camino tenía un principio, un fin y, afortunadamente, ninguna bifurcación. Era hijo de un solo pueblo. <\/p>\n

Fue a ese pueblo que llegamos: Santa Cruz Tepetotutla. Aparecimos como fantasmas entre las gasas grises de la niebla, sin saber ni una palabra de chinanteco y con los goterones de la lluvia rociándonos los hombros y las cabezas mientras el pueblo celebraba la reunión de trabajo más importante del año porque estaba ahí el presidente municipal. <\/p>\n

SELVA Y HOMBRES<\/b><\/p>\n

“Del otro lado del río hay monos de esos con cola, chiquitos y saltadores. Van por ái, entre las ramas, brincando de una a otra y cuando uno pasa por debajo de los árboles, le tiran de cosas. Esos monos fueron antes personas. Por eso no los molestamos. Les voy a contar una cosa que no sé si me van a creer. Una vez fue un doctor hasta una de esas comunidades adonde se llega caminando muchas horas. Pues en cuanto el doctor puso el pie en el territorio de los monos, éstos le arrojaron aguacates y frutas. Y no lo dejaron pasar. El enfermo creo que se curó o se habrá muerto, pero el doctor no pasó.” <\/p>\n

Esto nos contaba uno de nuestros anfitriones de Santa Cruz, junto a la pequeña y reciente iglesia de tabicón que contrastaba con las monumentales construcciones del siglo XVII de otras partes. Les había causado un poco de extrañeza saber desde dónde habíamos comenzado a caminar pero, gente acostumbrada a vivir en la sierra y a creer en la gente, acabaron dándonos crédito. ¡Qué importaba si mentíamos o no si después de todo éramos simples viajeros! Y ya se sabe lo que la gente de cualquier sierra conoce como viajeros. <\/p>\n

Nuestras preocupaciones se reducían a una sola: la comida que podíamos conseguir era poca y eso hacía que día a día fuéramos debilitándonos. Claro que podíamos comer todo lo que quisiéramos e incluso pedir que mataran un guajolote para engullirlo nosotros solos. Pero eso habría dejado sin comer a varias personas durante algunos días. Generalmente, un guajolote es la base económica de muchas familias y deshacerse de uno de ellos es un acto que se hace cuando se tiene abundancia, lo cual es raro, o cuando se está en apuros. O en las fiestas. Y nuestra conciencia era más fuerte que nuestra hambre. Ya llegaría el día y el lugar en el que comeríamos. <\/p>\n

Por supuesto, la carencia de suficiente comida nos obligaba a caminar más rápido para llegar al siguiente poblado y no ser una carga a la comunidad. Escogíamos los caminos más cortos, estábamos menos tiempo en cada pueblo, caíamos como piedras al atardecer y no nos levantábamos sino hasta el otro día, con la sensación de tener los pies, la espalda, el cuerpo todo, hechos trizas. <\/p>\n

En Santa Cruz no pude dormir bien y me levanté a preparar algo de comer para todos. Salí por agua en plena noche y descubrí que el aire se había llenado de olor. Plantas de vida nocturna que emborrachaban a los insectos para atraerlos. Y de regreso, me sorprendí de lo cansados que estábamos: cuando los despertaba para que comieran algo más, todos me veían con unos ojos de “¿Por qué me despiertas si sabes que estoy cansado?” Pero comían. <\/p>\n

A la salida de Santa Cruz nos topamos con un anciano y su nieto. Ambos venían cargando su buen cuarto de leña. Ellos no hablaban español ni nosotros chinanteco. El niño metió la mano en su morral, nos dio una guayaba a cada uno, nos sonrió y siguió su camino. A eso se redujo nuestro encuentro. En unos cuantos segundos nos había dejado una sensación imborrable. ¿Qué más necesitábamos?<\/p>\n

SIERRA Y REALIDAD<\/b><\/p>\n

Nuevamente selva. Licopodios diminutos (esas plantas antiquísimas de las cuales derivaron las actuales plantas vasculares) abundaban como pastos, musgos interminables, árboles enormes, plantas con hojas de más de un metro de ancho, cascadas amplias y presurosas que cruzábamos con la cámara en las manos, nubes abundantes y espesas, la amenaza constante de la lluvia torrencial. La línea de energía eléctrica había desaparecido y en su lugar había grandes campos cultivados con maíz y con caña. <\/p>\n

Los arribos a los pueblos y las partidas de ellos se hacían cada vez más parecidas. Era la rapidez con la que andábamos la que no permitía señalar diferencias entre una población y otra, la que no nos permitía soñar. Sencillamente llegábamos, pedíamos permiso para pasar la noche en algún lugar techado (que resultaba ser la escuela, algún lugar especial para las juntas que hace el pueblo o una bodega), comprábamos comida, dormíamos y al otro día desayunábamos para partir casi inmediatamente. <\/p>\n

Comenzaba a disgustarme aquella manera de andar la sierra. Ahí, la prisa nunca es importante y correr me parecía como llevar un poco de la ciudad dentro de nosotros. ¿Cómo podíamos solucionarlo? Caminando despacio. Pero no podíamos: caminábamos por horas sobre pendientes, sin notar apenas las mimosas (plantas contráctiles) que se arrugaban al tocarlas, sin anotar en el diario ni sentir nada más. Nos deteníamos a descansar y sólo era eso: descanso. <\/p>\n

Tres semanas después de haber comenzado a caminar allá en Santa María Tlahuitoltepec, sierra de mixes, arribamos a Cuicatlán. Ahí acabó el hambre, la prisa. Y sólo entonces me percaté que Cuicatlán, nuestro objetivo final, se había convertido en una leyenda que había fermentado bajo la lluvia, con el zumo del mejor sol de Oaxaca. Pero ahora la sierra de Oaxaca era para nosotros un hecho.<\/p>\n

¿SELVA O BOSQUE HUMEDO DE MONTA�A?<\/b><\/p>\n

Durante la narración he hablado de selva como de ese ecosistema en el cual abundan árboles grandes y vegetación abundante, pero ha sido por ahorrar espacio. Quede aquí una explicación: El bosque húmedo de montaña es un ecosistema muy escaso en México y que tiene características tan especiales que los botánicos no están de acuerdo en llamarlos completamente selva ni bosque. Una selva, por ejemplo, no tiene pinos, pero un bosque no tiene vegetación tropical. Y como el ecosistema del cual hablamos tiene ambos tipos de plantas, no es posible catalogarlos como uno u otra. Se trata de un bosque especial donde las condiciones de humedad son también especiales; debido a las condiciones geográficas, pero sobre todo al movimiento de masas de aire cargado de humedad, la lluvia es casi permanente ahí. Los bosques húmedos de montaña son escasos en México y se pueden localizar sólo en algunos estados, como Tamaulipas, Chiapas y Oaxaca. Durante el recorrido estuvimos a diversas altitudes y veíamos el bosque de pino encino o el bosque húmedo de montaña. <\/div>\n

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Una exploración por el corazón de la Sierra Norte del estado de Oaxaca, en tierra de zapotecos y chinantecos, donde las costumbres y el trato humano es lo más importante.<\/div>\n

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