{"id":11418,"date":"1999-06-10T00:00:00","date_gmt":"1999-06-10T00:00:00","guid":{"rendered":"http:\/\/montanismo.org\/revista\/?p=11418"},"modified":"2012-03-20T21:01:59","modified_gmt":"2012-03-21T03:01:59","slug":"la_epopeya_del_everest","status":"publish","type":"post","link":"https:\/\/montanismo.org\/1999\/la_epopeya_del_everest\/","title":{"rendered":"La epopeya del Everest"},"content":{"rendered":"
CAPÃ?TULO PRIMERO<\/p>\n

LA IDEA<\/b><\/div>\n

<\/p>\n

<\/p>\n

<\/p>\n

Pocos ignoran que el Everest es la montaña más elevada del mundo y que alcanza 8,848 metros de altitud. Muchos saben también que en él dos ingleses perdieron la vida intentando escalarla y que se vio por última vez a tales alpinistas, Mallory e Irvine, “dirigiéndose con celeridad hacia la cumbre”, y como entonces estaban sólo a unos doscientos cincuenta metros de ella, es seguro que llegarían muy cerca y acaso la alcanzaron.<\/p>\n

Esa hazaña es el tema del presente libro. En él se relata cómo Norton, sin usar oxígeno, conquistó los 8,578 metros y su compañero Somervell casi idéntica altura; cómo Odell, que tampoco utilizó el oxígeno, llegó a los 8,235 y hubiera escalado la cumbre de no fallarle los trajinemos; cómo hicieron posible tal gesta los mozos himalayos transportando equipaje hasta una altura de más de 8,000 metros, y de qué modo se realizó la última etapa tras sufrir la expedición una ventisca de violencia excepcional y un frío de 20 bajo cero, a una altitud de 6,405 metros y �lo que es más notable� después de agotar Norton, Somervell y Mallory casi todas sus energías, por haberse visto obligados a retroceder para salvar a cuatro peones himalayos bloqueados en un glaciar, a más de 7,000 metros de altura. <\/p>\n

Nos referiremos, ante todo, a la idea que acuciaba a los exploradores: el proyecto de escalar el Everest. <\/p>\n

Al ver por vez primera una montaña, tarde o temprano sentiremos el afán de conquistar su cumbre; no es posible contemplarla indefinidamente sin escalarla. Ocurre así porque deseamos admirar el panorama que se divisa desde la cima, pero, sobre todo, porque la montaña parece lanzarnos un reto. Hemos de medir con ella nuestras fuerzas y demostrar que podemos alcanzar su cumbre; la hazaña debe realizarse para propia satisfacción y para que se enteren los vecinos. Nos complace exhibirnos, llevar la proeza a buen término. Conquistar la cima exige un rudo esfuerzo, pero nos gozamos en él. La empresa nos enorgullece y produce íntima alegría. <\/p>\n

Pero la cosa es muy distinta al contemplar el Everest. Jamás soñaremos con alcanzarla cumbre de aquello. Se oculta en lo más alto del cielo, fuera del alcance humano, o, por lo menos, así nos parece. Centenares de millones de habitantes de la India contemplaron, a través de los tiempos, los majestuosos picachos del Himalaya sin ocurrírseles siquiera la idea de escalar sus estribaciones y incluso menos la cumbre del monarca de aquellos gigantes. Soportarán con paciencia las más terribles penalidades, viajando con leve indumento desde las cálidas llanuras de la India hasta algún sacro lugar de peregrinación, perdido allá, en las alturas, junto a un glaciar del Himalaya. Sus sufrimientos admiten parangón con los de cualquier explorador del Everest, pero ni siquiera surge en su espíritu la simple idea de escalar las grandes cimas. Tampoco se le ocurre a la endurecida gente que pasa la vida entera en la montaña. El hecho de haber transportado equipaje hasta una altura de casi 8,250 metros, el año de 1924, demuestra que poseen facultades físicas para conquistar lo más encumbrado, y puesto que lograron llevar su carga hasta esta altitud, es muy presumible que, libres de carga, alcanzarían los 8.845 metros. Sin embargo, nunca surgió en su mente el proyecto de escalar el Everest. <\/p>\n

¿Cómo, pues, se les ocurrió tal empresa a unos isleños del Mar del Norte? Debemos la inspiración inicial a los suizos y a los italianos. Los picachos alpinos alcanzan sólo la mitad de la altura de las gigantescas cumbres himalayas, pero aún ellos infundieron pavor hasta que, a fines del siglo XVIII, el suizo De Saussure y el italiano Placidus á Spescha conquistaron las más altas cimas, Los alpinistas gimieron, perdieron el resuello y sufrieron terribles jaquecas y mareos, pero alcanzaron la cumbre, Una vez conquistada la montaña más alta de los Alpes, también se vencieron los picos menores. No tardamos los ingleses en seguir las huellas de De Saussure y a lo largo del siglo XIX nos empeñamos en conquistar los Alpes; ya vencidos, buscamos un juego mas arduo. Douglas Freshfield escaló la cumbre suprema del Cáucaso y Vines Y Martín Conway la de la cordillera andina. También los italianos se nos unieron en la lucha. El duque de los Abruzzos escaló el Ruwenzori, en Africa Orienta], y el San Elías de Alaska. <\/p>\n

Con el éxito creció la ambición. Conquistados los Alpes, el Cáucaso y los Andes, ya había quienes dirigían sus pensamientos al grandioso Himalaya. Los hermanos Schlagintweit llegaron a los 6,790 metros, escalando el Kamet. Los topógrafos oficiales de la India, al realizar su misión, visitaron la región de las altas cumbres, y se afirma en sus registros que J. S. Pocock, el año 1874, alcanzó en el Garhwal una altitud de 6,710 metros, y otros llegaron a alturas considerables para determinar la situación de los picos más elevados. <\/p>\n

Pero el asalto a las más altas cimas lo realizaron europeos adiestrados en la técnica montañera, que se perfeccionó paulatinamente en las excursiones alpinas. Procedían de casi todos los países europeos y también de América. Graham pretende haber alcanzado, en 1883, una altura de 7,071 metros. Sir Martín Conway abrió la marcha en la exploración de las gigantescas cumbres del Karakorum, en el glaciar de Baltoro. El suizo doctor Jacot Guillarmod exploró la misma región. Los norteamericanos doctor Bullock Workman y su esposa alcanzaron una altitud de 7,137 metros. El doctor Longstaff llegó a la cima del Trisul (7,139 metros). Douglas Freshfield exploró el Kangchenjunga. <\/p>\n

Luego, se llevó a cabo el intento más importante y mejor organizado para precisar hasta qué altura de las montañas puede alcanzar el hombre. Pues no son los obstáculos físicos de una sierra �rocosos precipicios, nieve o hielo� lo que cierra el paso a quienes intentan llegar a las más altas cimas del Himalaya. En los Alpes, donde la escalada es tan ardua como en el propio Himalaya, se ha logrado vencer todos los obstáculos de tal naturaleza. Se escalan los más pavorosos abismos y tajos y se logra hallar una ruta en los más escarpados riscos de un glaciar. Tampoco es invencible el frío del Himalaya, pues se han soportado temperaturas muy inferiores en 1as regiones polares. El verdadero obstáculo es la falta de oxígeno que se nota en las alturas. Mientras se asciende, el aire es cada vez más leve y disminuye su proporción de oxígeno, substancia indispensable en todo momento al cuerpo humano para subsistir. El problema que debía resolver la expedición italiana dirigida por el duque de los Abruzzos era determinar hasta qué altura, en ese aire enrarecido, tan deficiente en oxígeno, puede el hombre escalar una montaña con sus propias fuerzas. Ocurría en 1909, y por la dificultad de obtener el necesario permiso de los Gobiernos del Nepal o del Tíbet, entre cuyos países se eleva el Everest, no pudo el Duque realizar el experimento en aquella montaña. Eligió, pues, la cumbre que le sigue inmediatamente en altura: el llamado K2, en la cordillera Karakorum, del Himalaya, de 8,624 metros. Como tal cima resultara inaccesible, escaló otra, el Pico de la Novia, hasta una altitud de 7,503 metros y sin duda hubiera llegado a mayor altura a no ser por la niebla y la ventisca. <\/p>\n

El hombre avanzaba gradualmente en la conquista de las cumbres y había surgido en su espíritu la idea de escalar el Everest. Ya en la lejana fecha de 1893, pensó en ello el entonces capitán � y hoy general de brigada� C. G. Bruce, quien acompañó a Sir Martín Conway en la cordillera Karakorum y, estando destacado en Chitral, fue él quien lanzó la idea. Pero nunca se les ofreció una ocasión propicia. Muchos años después, lord Curzon, a la sazón virrey de la India, propuso a míster Douglas Freshfield que la Real Sociedad Geográfica y el Club Alpino organizaran conjuntamente una expedición al Everest, si el Virrey lograba autorización del Gobierno del Nepal para que los exploradores cruzaran el país. Pero no pudo obtenerse tal permiso y el propósito de lord Curzon no se realizó. Los nepaleses son gente muy huraña, mas como, durante largos años, han mostrado cordiales disposiciones hacia los británicos, el Gobierno de la India les complace en su afán de que los dejen en paz. <\/p>\n

Cuando míster Freshfield, que ya había sido presidente del Club Alpino, fue elegido para el mismo cargo en la Real Sociedad Geográfica, es indudable que hubiera patrocinado la idea, para él tan simpática, de organizar una expedición al Everest. Pero el período de su presidencia coincidió con la guerra. Después de ella, resucitó la idea el capitán Noel, que había explorado, en 1913, el interior del Tíbet, en dirección a las montañas, precisamente en aquella época en que el general Rawling acariciaba también la esperanza de efectuar por lo menos un reconocimiento del Everest. Cuando el autor del presente libro fue nombrado presidente de la Real Sociedad Geográfica en 1929, pareció llegada la sazón de llevar a feliz término el proyecto de escalar la cumbre más alta del Himalaya. Había pasado muchos años en la cordillera y en el mismo Tíbet; conocía, pues, las condiciones de aquellas tierras. Poniendo a contribución los recursos de una importante sociedad, podría lograrse lo que resultaba difícil a los individuos aislados o a los grupos de tres o cuatro montañeros, como los que escalan los Alpes.<\/p>\n

Entre tanto, se habían realizado grandes progresos en otra esfera. Precisamente cuando el duque de los Abruzzos escalaba el Himalaya, Blériot efectuó la travesía del Canal de la Mancha. La Gran Guerra dio un formidable impulso a la aviación. A consecuencia de ello, el hombre podía volar a una altura que rebasaba aún la de la cumbre del Everest. La cuestión de la altitud a que podía llegarse parecía, desde entonces, más propia del aviador que del montañero; éste había sido ya batido por aquél. ¿Por qué tomarse la molestia de escalar el Everest, con lo que nada nuevo se demostraría? <\/p>\n

Puede contestarse que se trata de dos problemas muy distintos. El aviador va sentado en su aparato e inhala oxígeno, y el avión lo lleva hacia lo alto. Claro es que debe poseer destreza y serenidad para dirigir con acierto el aparato, pero éste lo transporta: el aviador no sube con sus propias fuerzas. Tiene junto a sí abundancia de oxígeno para suplir la deficiencia de la atmósfera. En cambio, el escalador sólo cuenta con sus energías y ha de seguir pegado a la superficie terrestre. Y lo que deseamos saber precisamente es si en esa corteza existe un punto tan elevado que no pueda alcanzarlo con sus simples medios físicos. Por eso elegimos la montaña más alta y realizamos en ella el experimento. <\/p>\n

Hay quien objetará que no ve motivo alguno para tal ajetreo. Si se desea llegar a la cima del Everest, ¿por qué no ir en avión y descender allí en paracaídas? Idéntica pregunta podría dirigirse a los remeros de un equipo universitario. Si quieren ir de Putney a Mortlake, ¿por qué no van en una gasolinera? Llegarían mucho antes y viajarían más cómodamente que remando en un bote de regatas. También podría preguntarse por qué que no llama a un taxi el deportista que torna parte en una carrera a pie. <\/p>\n

Lo que desea el hombre es escalar el Everest, ascender a él por sus propias piernas: he aquí la cuestión. Sólo así puede enorgullecerse de tal proeza y experimentar ese íntimo gozo. La vida sería un menguado asunto si tuviéramos que valernos siempre de 1as máquinas. Ya adolecemos de la tendencia excesiva a fiar en la ciencia y en la mecánica, en vez de ejercitar el cuerpo y el espíritu, y así nos perdemos buena parte del gozo de la vida que proporciona el pleno ejercicio de nuestras facultades.<\/p>\n

Tales consideraciones nos llevan al punto de partida. La decisión de escalar el Everest deriva del mismo afán que impele a la gente a ascender a las colinas de su vecindad. Tratándose del Everest, es mucho mayor el esfuerzo, pero el impulso es de idéntico origen. En realidad, la lucha con aquella tremenda cumbre no es más que un aspecto de la eterna pugna del espíritu con la materia. El hombre, ser espiritual, desea sojuzgar aun lo que en el mundo material es más ingente y poderoso. <\/p>\n

El hombre y la montaña surgieron de la misma Tierra primigenia y por ello poseen rasgos comunes. Pero la montaña ocupa un grado inferior en la escala de los seres, pese a su majestuoso aspecto. Y el Hombre, de menguada figura, pero dotado, en realidad, de mayor grandeza, siente algo en lo íntimo del alma que no le da paz mientras no logre sentar sus plantas en la cima más elevada de lo que, en la creación inferior, posee mayor nobleza. No le arredra su silueta titánica. Muy alta será la montaña, pero él demostrará que es más alto aún el espíritu y sólo se contentará al verla sumisa a sus pies. <\/p>\n

Tal es el secreto que encierra la idea de escalar el Everest. Al desplegar sus facultades, el Hombre hallará aquel júbilo que proporciona siempre su ejercicio.<\/div>\n

<\/p>\n

CAPÃ?TULO II<\/p>\n

PREPARATIVOS<\/b><\/div>\n

<\/p>\n

<\/p>\n

<\/p>\n

Así penetró en la mente humana la idea de ascender al Everest, se difundió poco a poco y fue adentrándose en ella más y más. El hombre no se contentaba ya contemplando pasivamente la montaña desde lejos. Debía ponerse en pie y luchar con ella. Había llegado el momento de la acción. Lo que narra este libro es la ejecución de aquella idea. Se divide, forzosamente, en tres partes. Durante la primera fase, la montaña fue objeto de una observación cuidadosa, pues hasta entonces nadie �por lo menos ningún europeo� se le había acercado a una distancia de setenta kilómetros. Fue la fase del reconocimiento. Luego, cuando Mallory descubrió una ruta practicable, vino el intento propiamente dicho de escalar la cumbre; la empresa fracasó, pero demostró que el hombre puede subir a una altura de 8.235 metros. Prodújose, por fin, el segundo intento, que tuvo tan trágico desenlace; pero en él los hombres, sin ayuda externa, alcanzaron una altitud de 8.578 metros. <\/p>\n

Tales son las tres fases de la gesta. A la primera de ellas dedicamos el presente capítulo. <\/p>\n

Para poner en práctica una idea noble, es preciso, generalmente, vencer obstáculos previos. En el presente caso las primeras dificultades fueron humanas. Los nepaleses cerraban el paso al Everest desde el Sur. Hasta entonces los tibetanos lo habían cerrado por el Norte. ¿Podría vencerse la obstinación con que estos últimos se negaban a admitir a los extranjeros? Tal era el primer problema que se debía resolver. Era cuestión de diplomacia Y, antes de lanzar la expedición, precisaba ejercer aquel difícil arte. Una delegación de la Real Sociedad Geográfica y del Club Alpino visitó al secretario de Estado de la India para manifestarle la importancia que ambas corporaciones concedían al proyecto y recabar su protección. Si se le otorgaba y no se oponía a que se enviase al Tíbet la expedición �previa la obtención del permiso de los Gobiernos de la India y del Tíbet�, ambas sociedades se proponían invitar al coronel Howard Bury para que negociase el asunto con las autoridades de la India. Tal es la propuesta que se le hizo. <\/p>\n

Por singular coincidencia, esa delegación (encabezada por el presidente de la Real Sociedad Geográfica) fue recibida por lord Sinha, a la sazón subsecretario de Estado. Era bengalí, de una región desde la cual se divisa el Everest. Tal vez no sentía gran entusiasmo por la empresa, pero, en su calidad de portavoz del secretario de Estado, dijo que las autoridades de la India nada objetarían. <\/p>\n

Era una barrera salvada y hubiera podido ser infranqueable, pues un anterior secretario de Estado se opuso formalmente a que los ingleses cruzasen el Tíbet. Afirmaba que los exploradores ocasionan siempre dificultades, por lo que debe disuadírseles de su empeño. <\/p>\n

Para vencer el segundo obstáculo fue enviado a la India el coronel Howard Bury. Era un oficial del 6º regimiento de fusileros, recién pasado a la reserva, después de prestar servicio durante la Gran Guerra. Antes del conflicto, estuvo destacado en la India y tomó parte en una expedición de caza en el Himalaya. Como le interesara el proyecto del Everest, ofreció sus buenos oficios a la Real Sociedad Geográfica. Resultó un excelente embajador. Logró entusiasmar con la idea al Virrey, lord Cheimsford, y al comandante militar, lord Rawlinson, y obtuvo la promesa de su ayuda, a condición de que el delegado del Gobierno, míster Bell, opinase que los tibetanos no se opondrían al proyecto. El coronel Howard Bury se dirigió luego a Sikkim, donde visitó a míster Bell y logró también interesarle. Por fortuna, míster Bell (actualmente Sir) ejercía gran influencia sobre los tibetanos. Mas el resultado fue que a fines de 1920 se recibió en Londres la noticia de que el Gobierno del Tíbet autorizaba la expedición al Everest para el siguiente año. <\/p>\n

Logrado por la diplomacia su objetivo y vencidos los obstáculos humanos, pudo ya organizarse con febril actividad la expedición. La ascensión al Everest interesaba igualmente a la Real Sociedad Geográfica y al Club Alpino. A la primera, porque le repugna admitir que existe en la Tierra algún lugar donde el hombre no haya intentado sentar sus plantas y al Club, porque las ascensiones montañeras son de su incumbencia especial. Decidióse, pues, que patrocinaran la expedición ambas entidades. Era lo más acertado, puesto que a la Real Sociedad Geográfica le resultaba más fácil organizar expediciones con propósitos de exploración, y el Club Alpino poseía mejores medios para elegir a las personas. Formóse, pues, un Comité conjunto, llamado del Everest, compuesto por tres miembros de cada una de aquellas asociaciones. Se acordó que durante la primera fase, en que se efectuaría el reconocimiento de la montaña, presidiría la Comisión el presidente de la Real Sociedad Geográfica y que en la segunda fase, o sea, la de la ascensión, el cargo correspondería al presidente del Club Alpino. <\/p>\n

El Comité del Everest quedó constituido en esta forma:<\/p>\n <\/p>\n <\/p>\n
<\/p>\n

<\/p>\n <\/p>\n <\/p>\n <\/p>\n <\/p>\n <\/p>\n
<\/p>\n
Real Sociedad Geográfica <\/div>\n

<\/td>\n

<\/p>\n

<\/p>\n
Club Alpino<\/div>\n

<\/td>\n

<\/tr>\n

<\/p>\n

Sir Francis Younghusband<\/td>\n

<\/p>\n

Norman Collie<\/td>\n

<\/tr>\n

<\/p>\n

Míster Edward Sumers-Coks <\/td>\n

<\/p>\n

Capitán J. P. Farrar<\/td>\n

<\/tr>\n

<\/p>\n

Coronel Jacks<\/td>\n

<\/p>\n

Míster C. F. Meade<\/td>\n

<\/tr>\n

<\/table>\n

<\/td>\n

<\/tr>\n

<\/table>\n

<\/p>\n

Míster Eaton y míster Hinks fueron nombrados secretarios honorarios. <\/p>\n

Como siempre ocurre, lo primero que se necesitaba era dinero (y las expediciones al Everest son empresas costosas). En aquellos momentos ninguna de las dos sociedades poseía medios económicos; todo debía confiarse a las suscripciones privadas. En este aspecto, el Club Alpino mostró una extraordinaria generosidad, o, por lo menos, el exigente capitán Farrar la logró de los socios. Todos ellos, presionados por Farrar, viéronse obligados a soltar sus más ocultos ochavos. En la Sociedad Geográfica persistía aún la opinión de que escalar el Everest era empresa sensacional, pero no “científica”. Si se trataba de hacer un mapa de la región, debía prestarse apoyo al proyecto, pero si sólo se proponían escalar la montaña, era preferible dejar el asunto en manos de los montañeros y no distraer la atención de una corporación científica como la Real Sociedad. <\/p>\n

Ese mezquino concepto de las funciones de la Sociedad Geográfica era enérgicamente defendido por algunos de sus miembros, entre los que figuraba un ex presidente. Era vestigio de una época en que la confección de mapas se consideraba como principio y fin de la actividad de los geógrafos. Pero, ya desde los comienzos, se declaró entonces que conquistar la cumbre del Everest constituía el supremo objetivo de la expedición y que todos los demás serían secundarios. Escalar la montaña no era simple proeza sensacional. Era poner a prueba la capacidad humana. Si se lograba conquistar la cumbre más elevada del mundo, podría también ascenderse a todas las demás que no ofreciesen obstáculos físicos insuperables; así, los geógrafos extenderían sus investigaciones hasta regiones del todo inexploradas. <\/p>\n

Claro que no dejaría de confeccionarse el mapa. Como se trataba de una grandiosa aventura, ofrecerían su colaboración buen número de cartógrafos, geólogos, naturalistas y botánicos. Tal fue el criterio que se expuso a la Sociedad Geográfica y el que se adoptó. <\/p>\n

Mientras allegaba recursos, el Comité del Everest se ocupó también en elegir a los expedicionarios y adquirir el equipo y las provisiones. La composición del grupo de exploradores se supeditó al principal objetivo de la primera expedición: el reconocimiento de la montaña. Debe tenerse en cuenta que entonces se sabía de ella muy poco. Su situación y altitud se precisaron mediante observaciones realizadas en puestos militares de las llanuras de la India, a más de ciento sesenta kilómetros de distancia. Pero desde el llano sólo se divisa el vértice de la cima. A lo más se domina desde los alrededores de Darjiling, si bien a una distancia de ciento veinte kilómetros. Por el lado del Tíbet, Rawling y Ryder llegaron a unos noventa y seis kilómetros de la majestuosa sierra, y tal vez Noel se acercó algo más. Sin embrago, este conjunto de observaciones poco ilustraba acerca de la montaña. La parte alta parecía relativamente accesible, pero nadie sabía las características de la zona contenida entre los 4,880 y los 7,930 metros. <\/p>\n

Douglas Freshfield y Norman Collie, que realizaron ascensiones en el Himalaya y poseían certera visión de la topografía montañera, defendieron con calor la conveniencia de dedicar toda tina estación del año a un minucioso reconocimiento, de modo que no sólo se descubriese una ruta hacia la cumbre, sino la indiscutiblemente mejor. Era indudable que sólo podría alcanzarse la cima por el camino más fácil, y hubiera sido lamentable que un grupo expedicionario, tras pugnar penosamente con las dificultades de una ruta sin lograr su objetivo, descubriese luego que existía un paso mejor. <\/p>\n

Siendo el reconocimiento el objetivo de la primera expedición, era preciso que su jefe fuese un avisado juez en lances montañeros, hombre de larga experiencia alpinista, capaz de aportar una autorizada opinión sobre la cuestión vital de la ruta. Harold Raebún poseía tal experiencia, y precisamente el año anterior realizó ascensiones en Sikkim. Era hombre muy maduro, pero no tendría la ilusión de llegar a altitudes considerables y se confiaba en que con la experiencia compensaría las deficiencias propias de la edad. <\/p>\n

Para las grandes ascensiones y el intento de escalar ]a cumbre, que se proyectaba para el siguiente año, los socios del Club Alpino sugirieron enseguida un nombre: el de Mallory. Todos lo proclamaban su mejor alpinista. George Leigh Mallory era, a la sazón, profesor en Charterhouse. Su aspecto nada tenía de particular. Era un tipo de joven corriente, como los que se ven a millares todos los días. No era ningún forzudo gigante, henchido de tremendas energías, como Bruce a la misma edad. Tampoco poseía el aspecto enjuto, vivaz y activo frecuente en Francia y en Italia. Era, eso sí, bien parecido y tenía un aire sensitivo y culto. A veces hablaba inesperadamente, de modo impaciente y seco, revelando que en lo íntimo poseía una vibración no aparente a primera vista. Pero quien no lo veía en la montaña era incapaz de observar en él ningun rasgo especial. Si un profano se le hubiese encargado de elegir a los expedicionarios seguramente hubiera escogido a una persona de aspecto un tanto más vigoroso que el de Mallory. <\/p>\n

Tampoco parecía Mallory muy entusiasmado con la expedición. Cuando el Comité lo eligió, Farrar le indicó que el presidente deseaba almorzar con él. Hablaron del tema, y el presidente le invitó a unirse a los expedicionarios; Mallory aceptó sin dar muestras de emoción. No era exageradamente modesto, pero tampoco trataba de imponer sus opiniones. Se daba cuenta cabal de sus facultades y del puesto conquistado por sus proezas, y, en consecuencia, poseía un orgullo deportivo nada indiscreto, mas perfectamente obvio y justificado.<\/p>\n

Sólo un momento dejó traslucir su ardor íntimo. Se habló de incluir en el grupo a otro escalador que, como tal, poseía todas las facultades apetecibles; pero, a causa de otros rasgos suyos, algunos miembros del Comité, que lo conocían a fondo, opinaron que podría originar roces y molestias, capaces de dañar la cohesión, tan vital e indispensable en una expedición al Everest. Ya es sabido que, al pisar una considerable altitud, la gente se vuelve irritable. Y muy bien pudiera ser que en las alturas del Everest resultase imposible a los expedicionarios contener su irritación; un explorador inadaptado podía deshacer el grupo. Era asunto urgente; y, para apurar la prueba, el presidente consultó a Mallory, preguntándole si estaría dispuesto a compartir el saco de dormir con aquel alpinista de difícil carácter, a 8,000 metros de altitud. Mallory, con su hablar rápido y tajante, que le era peculiar cuando el tema le interesaba mucho, contestó que “nada le importaba la persona con quien dormiría, con tal que alcanzasen la cumbre”. <\/p>\n

Por el modo de decirlo, era indudable su interés. No poseía el tipo de Bulldog; no era hombre decidido ni de recias mandíbulas. Pero, aunque no mostraba un bullicioso entusiasmo, era evidente que, en lo íntimo, le interesaba la empresa; tal vez más que a los vocingleros. <\/p>\n

Contaba entonces treinta y tres años. Había estudiado en Winchester y, ya en su época escolar, el conocido profesor Irving, tan amante de las montañas, le contagió su pasión de alpinista. Desde el primer momento se mostró sensible a aquella inspiración y fue luego montañero diestro y entusiasta. <\/p>\n

Después de él se eligió a George Finch. Poseía fama de competente y decidido alpinista. Desde el principio demostró su interés por la empresa. Cuando el Comité acordó elegirlo, se le pidió que se entrevistara con el presidente, y fue éste quien lo invitó de modo oficial. Finch permaneció unos momentos sin despegar los labios, invadido por una intensa emoción. Luego exclamó: “Sir Francis: me abre usted las puertas del cielo”. Era un atleta alto y bien proporcionado, con aspecto de hombre resuelto, pero se echaba de ver que no poseía una salud robusta. Al ser examinado por el médico Â?como todos los miembros de la expediciónÂ? fue desechado, lo que representó para Finch un trago muy amargo. Pero al año siguiente estuvo ya en condiciones de unirse a la segunda expedición. <\/p>\n

Tuvo que hallarse con urgencia un substituto, y Mallory sugirió a Bullock, su antiguo compañero de escuela y de ascensiones, que entonces seguía la carrera consolar (en la que sigue aún), pero se hallaba en Inglaterra disfrutando de unas vacaciones. Una simple indicación a lord Curzon, a la sazón, ministro de Asuntos Exteriores, bastó para lograr la, accesoria, prórroga del permiso, y Bullock pudo unirse a la expedición. Tenía mucho más que sus compañeros el aspecto que e1 lego supone en un escalador del Everest: poseía anchas espaldas y era más fuerte que Mallory y Finch; cuando estudiaba practicó el atletismo y mostró excepcional resistencia. Le adornaban otras cualidades preciosas: un temperamento apacible y la posibilidad de conciliar el suelto en todas partes. <\/p>\n

Como naturalista y consejero médico se contaba con un hombre excelente: el doctor A. F. R. Wollaston. Había ya cobrado fama de explorador en Nueva Guinea, en el Ruwenzori y en otras regiones. Era, además, buen montañero, experto naturalista, camarada jovial y capaz de tratar con comprensión a los indígenas. <\/p>\n

Los demás que se unirían a la expedición en la India eran el doctor Kellas y los agregados militares: el mayor, H. T. Morshead y el capitán E. 0. Wheeler.<\/p>\n

Kellas había tomado parte en diversas expediciones efectuadas en Sikkim y en otros puntos del Himalaya. Era catedrático de química y durante largos años se dedicó a estudiar el empleo del oxígeno para escalar grandes alturas. Era una de esas personas infatigables a quienes nada logra apartar de su apasionada investigación. El verano anterior ascendió hasta 7,015 metros y se proponía descansar durante el invierno, pero se lo pasó escalando en Sikkim, donde se alimentó de modo insuficiente. <\/p>\n

Morshead era conocido por su exploración �realizada en compañía del mayor F. M. Bailey� del río Tsang-po o Brahmaputra, en el trecho en el que atraviesa el Himalaya. Tanto él como Wheeler poseían extraordinaria competencia para confeccionar el requerido mapa del Everest y de sus contornos, pero Morshead no se había adiestrado en la técnica de la escalada, ni poseía el conocimiento de la nieve y del hielo, experiencia tan necesaria a los montañeros. <\/p>\n

Tal era el grupo expedicionario, y para jefe fue elegido el coronel C. K. Howard Bury. Sólo había realizado excursiones; no era un verdadero alpinista, en el sentido que da a esta palabra el Club Alpino, pero tomó parte en numerosas cacerías, tanto en los Alpes como en el Himalaya, y �cualidad más necesaria aún para el jefe� sabía cómo tratar a los asiáticos; podía confiarse en que conduciría sin tropiezo la expedición por el Tíbet.<\/p>\n

Mientras se elegía a los componentes del grupo, se recibieron muchas solicitudes. Personas de las cinco partes del mundo escribían pidiendo que se les alistara para cualquier cometido. Muchas de esas peticiones eran curiosos documentos encarecían con la mayor elocuencia las aptitudes del interesado y precisaban también sus limitaciones. Una de ellas, rara de veras, que recibió el presidente pocos días antes de finar el plazo, fue sometida al Comité y causó gran regocijo; pero la hija del presidente le indicó que se fijara en la fecha de la carta. Era del día primero de abril (día de los santos inocentes en Inglaterra). Salvo ésta, las demás eran genuinas y demostraban la pasión que despierta en los humanos la aventura. También sirvieron para patentizar el valor del adiestramiento y de la experiencia. Al lado de hombres como Mallory y Finch, pocos eran aceptables. Los inexpertos no poseían la menor probabilidad de ser admitidos junto a los curtidos montañeros. <\/p>\n

El allegamiento de fondos y la selección del personal debían completarse con la adquisición de provisiones, equipos e instrumentos. Farrar y Meade cuidaron de los víveres y equipo; Jacks e Hinks se encargaron de los instrumentos. <\/p>\n

De no contar más de sesenta años, Farrar hubiera sido la persona más adecuada para alcanzar la cumbre del Everest. De maravillosa energía, animoso y activo, dotado de una larga experiencia y de esa combinación de prudencia y osadía que es indispensable para las grandes empresas, hubiera logrado, indudablemente, la conquista de la tremenda montaña. No pudiendo unirse a la expedición, dedicó sus energías a recoger dinero y asegurarle un buen equipo. En su labor le asistió Meade, que el año anterior había ya alcanzado los 7,015 metros en el Himalaya y sabía perfectamente lo que se necesitaba. <\/p>\n

Jacks, jefe del Departamento Geográfico del Ministerio de Guerra, e Hinks, secretario de la Real Sociedad Geográfica, poseían calificaciones especialísimas para elegir las cámaras fotográficas, el teodolito, las brújulas y demás instrumentos requeridos y para cuidar del aspecto geográfico de la expedición. <\/p>\n

El Comité contó con excelentes consejos en todos los problemas. Como se trataba de alcanzar lo más elevado, y para tal empresa sólo serviría lo mejor, tanto en hombres como en material, se interesó en la aventura a los más reputados especialistas. Figuraba entre ellos el doctor De Filippi, dotadísimo y experimentado explorador y hombre de ciencia italiano que acompañó al duque de los Abruzzos. Nadie mostró más interés en la empresa que SS.MM. los Reyes de Inglaterra y S. A. R. el Príncipe de Gales. <\/p>\n

La expedición que se ponía en marcha era, pues, la mejor dotada de personal y equipo que hubiese penetrado en el Himalaya y contaba con la simpatía de las más altas personalidades del país.<\/div>\n

<\/p>\n

CAPÃ?TULO III<\/p>\n

EN MARCHA<\/b><\/div>\n

<\/p>\n

Al partir de Inglaterra para dirigirse al Everest, Mallory tenía un talante muy distinto de cuando recibió con frialdad la invitación para unirse a la empresa. El júbilo de la gran lucha surgía ya claramente. Los amigos le deseaban buena suerte y hubieran querido acompañarlo. Se observaba el estremecido ímpetu y el ajetreo que preceden a las grandes acciones. Se susurraba la posibilidad �no pasaba de eso� de que acaso aquel mismo verano pudiera conquistar el Everest. ¡Quién sabe! Tal vez la ascensión resultaría más fácil de lo que se esperaba. La zona de la montaña que se divisaba. Desde lejos parecía fácil, y si sus faldas lo eran también, aquella misma estación podría alcanzar la cumbre. Se insistía en que el reconocimiento era el primordial objetivo de la expedición de aquel año y los exploradores no intentarían una ruta difícil sólo por la dudosa posibilidad de llegar a la cima; lo procedente era seguir adelante y buscar un paso mejor. Pero si encontraban un buen camino hacia la cumbre, es natural que nada les impediría intentar su conquista.
Era una de esas vagas esperanzas con que se animan a sí mismos los jefes, organizadores y miembros de las expediciones, tras realizar los preparativos necesarios y descontar todos los riesgos, penalidades y obstáculos físicos. El hombre suele sobrepasar con sus ilusiones los límites reales de su tarea, aunque también le gusta que sus proezas sean mayores de lo que se esperaba. Por eso no revela sus esperanzas a la multitud, que las acogería burlonamente; guarda en lo íntimo las ilusiones que acaricia.
De Londres al Everest media larga distancia (unos 7,500 kilómetros en línea recta). Pero los exploradores no volarían derechamente como los cuervos o los aviadores. Tuvieron que pasar por Francia, bajar por el Mediterráneo y el mar Rojo, cruzar el Océano �ndico, atravesar la India desde Bombay a Calcuta y alcanzar, por fin, Darjiling, donde debían reunirse los expedicionarios.
Raeburn llegó a Darjiling antes que Mallory para reclutar los peones, y Howard Bury, Bullock y Wollaston se dirigían a aquella localidad por diversas rutas.
La expedición debía contar con peones o trajineros, y el alistamiento de personal escogido era uno de los aspectos más importantes de la empresa. Así lo encareció el general Bruce. Hasta entonces, las expediciones al Himalaya tuvieron que confiar, para el transporte de las provisiones y equipos, en los habitantes de las aldeas situadas en las regiones más elevadas. Se recogían hombres en aquellos pueblecitos y se les convencía para que aceptaran la carga. A veces, el resultado era satisfactorio, pero en otras ocasiones dejaba mucho que desear. El procedimiento era útil para pequeñas ascensiones, pero no podía emplearse en expediciones ambiciosas como la del Everest. Además, en el presente caso los exploradores tendrían que elegir entre los aldeanos del Tíbet, y acaso no podría convencerse ni siquiera a un puñado de ellos para que se aventuraran a sufrir las penalidades y a correr los riesgos de una ascensión al Everest.
El plan del general Bruce consistía en actuar con mucha antelación, a fin de reunir mozos robustos y voluntariosos de los aldeanos de Darjiling y elegir a los cuarenta mejor dotados. Se formaría con ellos como un cuerpo militar y se les infundiría una moral colectiva. Se estimularía su espíritu de aventura, su amor al honor y a la fama, su deseo de adquirir renombre. Se 1es pagaría bien, se les daría excelente comida y superior equipo. Además, se sujetarían a un hábil mando, para que las flaquezas infantiles que suelen menudear entre los orientales no hiciesen peligrar el éxito de la expedición.
En aquella región del Himalaya abundan los hombres curtidos y animosos que, aunque no muy emprendedores por propia iniciativa, están prestos a compartir una aventura si alguien los dirige, Ese tipo es corriente entre los sherpas del Nepal oriental. Parecido carácter poseen los bothias, que pueblan los contornos de Darjiling, y los tibetanos asentados en la región de Sikkim. Era muy probable que con ellos se lograse formar un buen cuerpo de peones. Se trataba de hombres avezados a transportar cargas desde su juventud, y por regiones muy elevadas (algunas alcanzan los 5,700 metros).
A primeros de mayo se reunieron, poco a poco, en Darjiling, trajineros, exploradores, provisiones y equipos de toda suerte, y se adquirieron víveres propios de la localidad, como té, azúcar, harina y patatas. Los expedicionarios fueron hospedados lord Ronaldshat, entonces gobernador de Bengala, quien prestó a la empresa todo su apoyo.
En Darjiling la belleza del paisaje no posee rival. Allí acuden viajeros de todas partes para contemplar el famoso espectáculo del Kangchenjunya, que yergue su mole a 8,585 metros, sólo a unos sesenta kilómetros de la población. El propio Darjiling está a 2,135 metros sobre el nivel del mar, encuadrado en una floresta de robles, magnolias, rododendros, laureles y sicómoros. Allende esos bosques, el excursionista contempla las escarpadas laderas, en cuyo fondo se divisa el río Rangeet, que discurre por una zona de sólo 300 metros de altitud; levanta luego los ojos hacia una inacabable serie de crestas cubiertas de boscaje, envueltas en un nimbo de púrpura cada vez más sombrío, hasta el límite de las nieves perpetuas; y admira, al fin, la cumbre del Kangchenjunya, tan pura y etérea que apenas se dijera una simple eminencia de la sólida tierra que pisarnos, y tan elevada que parece fundirse con el azul.
Pero los exploradores del Everest aspiraban a un punto más elevado todavía. El Kangchenjunya ocupa el tercer puesto en la jerarquía montañera. Por eso lo desdeñaban. Su divisa rezaba así: “Sólo lo más alto”
A mediados de mayo, Howard Bury había reunido ya su grupo, con el equipo y las provisiones. El doctor Kellas acudía tras su excursión invernal por la región de Sikkim, luego lo dejó apenas establecido. A principios de la primavera pasó diversas noches en las laderas de Kabru, donde las temperaturas son muy bajas. No era hombre que supiera cuidarse; sólo se alimento con los productos del país, no muy saludables ni nutritivos. Llegó a Darjiling con escasas energías y precisamente cuando la expedición estaba a punto de ponerse en marcha, por lo que no le quedaba tiempo para recobrar las fuerzas. También habían llegado los dos agregados militares, Morshead y Wheeler, designados por el Gobierno de la India. Eran ambos curtidos y robustos y estaban acostumbrados a escalar los picos inferiores del Himalaya; Wheeler practicó también el deporte montañero en el Canadá. Poseía gran experiencia del servicio canadiense de reconocimiento fotográfico y se proponía aplicar sus métodos durante la expedición. El doctor A. M. Heron, de la Inspección Geográfica de la India, se unió también a los exploradores.
Pero la expedición no podía encaminarse directamente desde Darjiling al Everest; debía dar un gran rodeo. La ruta directa hubiera seguido hacia el Oeste a través del Nepal, mas los expedicionarios tuvieron que encaminarse hacia el Este, cruzando el Tibet, pues la región del Nepal les estaba vedada.
Howard Bury y su grupo se dirigieron hacia el valle de Tista, en Sikkim, a cuya salida ascenderían por la vertiente del Jelap La, siguiendo, durante algunas etapas, la ruta de las caravanas hasta Lhasa, que no es carretera, sino camino de herradura. Cruzarían, al principio, maravillosas selvas, y luego marcharían, cosa de trescientos kilómetros, bordeando la árida llanura del Tíbet. Pero contarían con la ventaja de que, al fin de su ruta, habrían ya alcanzado la mitad de la altura de la montada, pues la altiplanicie del Tíbet se halla a unos 4,500 metros sobre el nivel del mar. Y pasando diversas semanas en esa altitud, se habrían aclimatado y podrían aspirar a regiones más elevadas.
Partieron de Darjiling el 18 de mayo. La noche anterior llovió torrencialmente, como suele ocurrir en Darjiling muchos días del año; tal es el escote exigido para gozar de augustos espectáculos como el Kangchenyonja. Cesó la lluvia poco después de ponerse en marcha los exploradores, pero en las laderas flotaran suaves guirnaldas de bruma gris, y los ramajes revestidos de musgo gotearon todo el día. Era molesto, mas la calada selva poseía una original belleza. Todas las plantas estaban lozanas y lucían un bruñido verdor. Helechos y orquídeas, musgos y rozagantes enredaderas ofrecían una variedad deliciosa.
Los exploradores pasaron junto a plantaciones de té, útiles acaso, pero sus hileras regulares de arbustos achaparrados y verdes no les brindaban la belleza del bosque que los rodeaba. De pronto, la senda dejó la serranía y empezó a descender. El aire era cada vez más cálido y el sudor bañaba a hombres y bestias. Con el clima cambió la vegetación. Aparecieron los helechos gigantes, que alcanzan de seis a nueve metros de altura, plátanos silvestres y palmeras; lo más hermoso eran las mariposas innúmeras, de irisados matices.
Al alcanzar el río Tista, los expedicionarios se hallaban, en realidad, en un clima tropical, pues se desliza sólo a unos doscientos metros sobre el nivel del mar, y la latitud es de 26′. El calor era intenso, y en aquel angosto valle de húmeda atmósfera, raramente agitada por el viento, la vegetación tenía en carácter de las selvas tropicales. Lo que constituye uno de los maravillosos atractivos del valle es que se remonta hacia los mismos glaciares del Kangchenyonja, por lo que allí se confunden la fauna y la flora de los trópicos y de las regiones árticas.
En Kalimpong, que se halla a unos 900 metros sobre el Tista, el doctor Graham hospedó a los exploradores, que pudieron admirar un bello jardín lleno de rosas y de hibiscos escarlata y un solanum, ornado de grandes flores malva, que se enlazaba en las columnas de las galerías.
En Pedong, Howard Bury observa talludos hibiscos escarlata, daturas y bouganvillaceas. Hay preciosos setos de daturas que alcanzan de 4.5 a 6 metros, y los árboles están cubiertos de flores, en forma de trompeta, de más de veinte centímetros de diámetro y treinta de longitud. Por la noche esas enormes flores blancas resplandecían con un nimbo fosforescente y exhalaban un perfume de singular dulzura. También había orquídeas de las familias dendrobium, coelogene y cymbidium, de tonos malva, blanco y amarillo; algunos de sus tallos tenían más de cuarenta y cinco centímetros de longitud.
Flores y mariposas brindaban un prodigioso espectáculo, pero el tiempo era terrible. Llovía a mares y ningún impermeable era capaz de resistir tal diluvio. Todos estaban calados. La lluvia incesante hizo salir de sus escondrijos a las sanguijuelas, que acechaban a millones en todas las hojas y ramas, afanosas de hacer presa en algún hombre o animal.
En Rongli, donde hicieron alto el 22 de mayo, los caladios, las kolocasias y las begonias crecían en las peñas, y muchos troncos de arbustos aparecían adornados con las anchas y bruñidas hojas del pothos gigante. Otras plantas trepadoras, como la enredadera coman y el pimentero, colgaban de un árbol a otro. A menudo las ramas estaban cuajadas de orquídeas. Los árboles alcanzaban frecuentemente cuarenta y cinco metros de altura y algunos erguían sus rectos troncos, desnudos de ramaje, hasta treinta metros.
Partiendo de Rongli, ascendieron por una vertiente escarpada, dejando la selva tropical, y llegaron a la zona de los rododendros floridos. Los primeros que hallaron en la ruta fueron el R. argentium y el R. falconeri, que crecían en un grandioso bosque de robles y magnolias, donde abundaban los delicados helechos y las orquídeas malva o nieve. Más arriba, observaron grandes manchones de R. cinabarinum, cuyas flores lucían los más variados matices rojos y anaranjados. A una altura algo superior crecían los rododendros de cien colores: rosa, carmesí, amarillo, malva, blanco y crema.
Para los amantes de las flores, como Howard Bury, Mallory y Wollaston, era una inacabable delicia. Las apreciaban más porque serían casi el último vestigio de esplendor y gracia que contemplarían antes de enfrentarse con la austeridad y la rudeza de las rocas, la escarcha, la nieve y los glaciares del Everest.<\/div>\n

<\/p>\n

CAPÃ?TULO IV<\/p>\n

EL VALLE DE CHUMBI<\/b><\/div>\n

<\/p>\n

Este valle, donde entrarían los expedicionarios, no posee la exuberancia vegetal característica de la región de Sikkim, ni pueden contemplarse desde allí estupendas cordilleras nevadas, surgiendo de los densos bosques. Todo, en Chumbi, posee menores proporciones, pero el valle brinda un viaje más agradable. Sólo cae una tercera parte de la lluvia que en Sikkim. El aire es más tónico y el sol más persistente. Se asemeja mucho al valle de Cachemira, salvo que en éste no hay rododendros. Lo flanquean unas cordilleras de altura equivalente a la de los Alpes, y el río que discurre por el fondo, aunque raudo y alborotado, no posee la furia destructora y omnipotente del Tista. Una reseña de los principales árboles y flores que se hallan en el valle es, acaso, el mejor modo de evocar su aspecto.
Desde la zona de los rododendros, en Sikkim, los exploradores ascendieron, bajo una lluvia torrencial, hasta el collado de Jelep (4,388 metros) y pudieron contemplar el territorio del Tíbet, aunque no lo era en realidad, si se considera desde un punto de vista estrictamente geográfico, pues no se encuentran todavía en la vertiente principal, sino mirando hacia el valle de Chumbi, enclavado en la parte de la India.
Al cruzar el collado, el clima cambió. Dejaron la niebla y las lluvias y se hallaron bajo un cielo de un limpio azul, uno de los rasgos peculiares del Tíbet. Penetraron en el valle de Chumbi precisamente en la época en que luce sus mejores galas. Al bajar, rápidos, por la senda zigzagueante, los rodearon de nuevo rododendros y prímulas. A unos 3,600 metro sobre el nivel del mar, Wollaston observó que los grandes claros, completamente llanos, aparecían alfombrados con prímulas purpúreas, de un obscuro matiz, o amarillas (P. gammiena<\/i>), col, otra fina y diminuta flor dorada (Lloydia tibetica<\/i>) y multitud de saxífragas. En cambio, las flores de los rododendros de mayor tamaño (R. thomsoni, R. falconeri y R. aucklandi<\/i>) y de los campilocarpos menores lucían los colores más variados en las abruptas laderas. Siguieron descendiendo por bosques de pinos, robles y nogales. Algo más abajo había una hermosa variedad de clemátide blanca, una spiraea color de rosa y nieve, el berberís amarillo y las rosas blancas; abundaban especialmente los iris de un obscuro tinte purpúreo.
El mismo día llegaron a Yatung donde reside un agente comercial británico y un destacamento de veinticinco soldados indios. Se halla a 2,867 metros de altitud. Los manzanos y los perales prosperan en aquella zona, donde se logran también excelentes cosechas de trigo y patatas. Como era en mayo, impregnaban el ambiente los efluvios de las zarzarrosas, que forman grandes arbustos, cuajados de centenares de flores crema.
El 27 de mayo los expedicionarios empezaron a subir por la zona principal del valle de Chumbi, dirigiéndose a Fari y a la meseta del Tíbet propiamente dicha. El camino pasaba junto al río, de aguas limpias y raudas. Abundaban las rosas silvestres �entre las que descollaba una roja, de gran tamaño�, las spiraeas rosadas y blancas, anemones, barberises, clemátides y algunos rododendros enanos. Al acercarse a la llanura de Lingmatan, observaron grandes manchones de rododendros rosa y malva, cerezos en flor, viburnos, berberises y rosas. La llanura se halla a unos 3,300 metros de altitud y es una linda pradera, alfombrada, en aquella época, con minúsculas prímulas rosadas (P.minutísima<\/i>).
Pasado el llano, la ruta sube de nuevo por bosques de abedules, alerces, enebros y abetos comunes y plateados, a cuya sombra crecen rododendros y fresnos. Bordeaban la senda adormideras azules, unas flores de género fritillaria<\/i>, orquídeas y prímulas de dulce aroma. En el bosque había grandes matas �que alcanzaban de dos metros y medio a tres� de rododendros cinnabrium<\/i>, los cuales logran en aquella región su más espléndido desarrollo y cuyas flores abundan en matices, desde el amarillo Y el anaranjado al rojo obscuro.
Los pájaros más comunes en la orilla del río eran los acuáticos, los aguzanieves y el colirrojo. En los bosques vecinos se oía a menudo el canto del faisán, que aparecía a veces. Allí se encuentran también, aunque se esconde siempre a la mirada del invasor, el gran ciervo del Tíbet, que, por su talla, casi puede rivalizar con el wapiti.
Más arriba de Gautsa (3,660 metros), la vegetación y el paisaje empiezan a cambiar. Los rododendros seguían siendo allí los más bellos entre los arbustos que florecen, pero de menor tamaño. Howard Bury observó una variedad de iris azul pálido, y Wollaston anotó la presencia de una prímula amarilla que cubría el suelo más densamente que las de Inglaterra e impregnaba el aire de aroma. Aquí y allí se observaba la gran adormidera azul (Meconopsis sp.)algunas de cuyas flores tenían más de siete centímetros de diámetro, y una anemone blanca que lucía cinco o seis flores en cada tallo.
No tardaron en escasear los árboles, y los pinos desaparecieron del todo; luego, tampoco vieron abedules, sauces ni enebros. Los rododendros enanos, sólo de unos treinta centímetros de altura, con flores nítidas o rosadas, siguieron observándose hasta los 4,000 metros. Después, tiñó las laderas la púrpura del diminuto rhodondendron setosum<\/i>, que las cubría como la purpúrea flor de los brezales.
Unos doce kilómetros más allá, cambió enteramente el paisaje. Quedaron atrás los desfiladeros y los profundos valles cubiertos de bosque. Los expedicionarios llegaban a la abierta llanura de Fari, el auténtico Tíbet, aunque la verdadera vertiente distaba unos kilómetros todavía. Allí, erguido centinela en los umbrales del Tíbet, se alza la gran cumbre del Chomolhari (7,072 metros). No es una de las cimas más elevadas, pero figura entre las más conspicuas y bellas, por surgir muy apartada de las otras y por su perfil agudo, atrevido y áspero.<\/div>\n

<\/p>\n

CAPÃ?TULO V
EL TIBET<\/b><\/div>\n

<\/p>\n

Ya había terminado la etapa agradable de la expedición y empezaba su verdadera tarea, pero los exploradores al llegar al Tibet no estaban en condiciones de emprender la ruda labor. Casi todos tenían la salud quebrantada por los contrastes de clima experimentados desde que partieron de Inglaterra; por las alternativas de calor y frío; de sequedad y humedad, aun en las mismas temperaturas; por los cambios de alimentación y acaso también por los malos y poco atildados guisos. Quien peor se sentía era Kellas, y tuvo que guardar cama apenas llegado a Fari.
Pero, ya en el Tibet, el tiempo era saludable. Por fin dejaron las nieblas que empapaban la ropa, las lluvias que calaban hasta el tuétano y el enervante calor. Las ingentes nubes que acompañan a los monzones no llegan al Tibet. El cielo estaba despejado y el aire era seco, aunque a veces soplaba un viento excesivo.
Fari es un feo lugar, como no ha dejado de observar todo viajero desde que Manning pasó por allí en 1811. Es una fortaleza rodeada por las casas de un villorrio que se asienta en la llanura. Pero el dzongpen �la máxima autoridad local� se mostró amable y complaciente con los expedicionarios. Los tibetanos poseen espontáneos modales. Acaso sean obstinados y lleguen a sentir odio vehemente si los excita algo relacionado con sus creencias, pero son de talante nativamente cortés. Además, desde Lhasa habían ordenado al dzongpen que proporcionase los necesarios medios de transporte y se mostrase cordial con los ingleses.
No faltaría, pues, el transporte, aunque su organización llevó cierto tiempo, y los expedicionarios pasaron algunos días en Fari.
Desde aquella sucia localidad, marcharon, cruzando el Tang La (4,636 metros), hacia Tuna. La ascensión apenas se nota y el propio paso no es más que un llano de tres o cuatro kilómetros de anchura. De ahí su importancia. Es la ruta principal del Tibet a la India y por ella se dirigió a Lhasa, en 1904, la “Misión del Tibet”. Pudieron cruzar el paso aun en pleno invierno Â?el 9 de eneroÂ?, a pesar de que el termómetro marcaba por la noche 28° bajo cero y durante el día soplaba un cortante cierzo. Por el otro extremo apenas hay declive, y Tuna, donde la “Misión del Tibet” pasó el primer trimestre del año, se halla a 4,575 metros sobre el nivel del mar.
Habían alcanzado ya las tierras altas del Tibet. En una extensión de muchos centenares de kilómetros �hasta las fronteras de China por el Este y el Turkestán chino por el Norte� son castas llanuras situadas a una altitud de 4,270 a 4,565 metros, ceñidas por montarías desnudas y redondas que se elevan de 1,000 a 2,000 metros sobre el nivel de la altiplanicie. Hacia las cumbres se observan abruptos tajos y las cubren la nieve y el hielo desde una altitud de 6,000 metros.
Tal es el aspecto general del Tíbet. Es yermo y repelente, y los impetuosos vendavales hielan no sólo el cuerpo, sino también el espíritu. Pero posee, al menos, un rasgo simpático: al comenzar el día suele reinar allí la calma. Entonces el cielo ostenta el más puro y translúcido azul. El sol da un agradable calor y exquisitos matices de rosa y de prímula tiñen las cumbres distantes. El corazón humano llega a reconciliarse entonces con el Tibet.
Es una meseta de tal carácter por la falta de lluvia. Llueve torrencialmente en la vertiente del Himalaya que da a la India, pero muy poca lluvia cruza la cordillera y lleva al Tibet. Eso explica que no se hayan formado allí valles profundos corno los de la vertiente india. Y esa carencia de lluvia significa también una flora menguada; la escasez de plantas supone la de animales. Además, la falta de vegetación es causa de que el suelo yermo y las rocas desnudas se calienten por la acción del sol y se enfríen rápidamente durante la noche; así, el Tibet es un país de impetuosos vientos.
Cielo azul, sol constante, fieros vendavales, temperaturas extremas, intenso frío y desnudo paisaje: tales son los rasgos del Tibet; y la altitud da al europeo la constante impresión de que ha perdido a medias su verdadero ser.
No es de extrañar que, en tales condiciones, la vida vegetal resulte casi imperceptible. Si se tiende la mirada por aquellas vastas llanuras, todo parece un desierto. No puede imaginarse cómo subsisten allí los seres vivos, pero se ven rebaños de ovejas y manadas de yaks (1). Al fijar la atención, se observan matas de diversas especies, una hierba rala y, en verano, llegan a verse flores. Durante el invierno, el ganado hurga en el suelo hasta encontrar las raíces de las plantas con las que entonces se alimenta. Las ovejas se quedan en los huesos, y en la época del frío una pierna de carnero no representa más que una modesta ración. Sin embargo, logran sobrevivir, a pesar del frío, los vendavales y la escasez del alimento, hasta que llega el súbito y fugaz verano, durante el cual surge rápidamente la hierba.
Además de los animales domésticos, existe allí una fauna silvestre mucho más abundante de lo que sería de esperar. Entre los más comunes figuran las ratas lebrinias o pikas, deliciosos animalitos, poco más o menos del tamaño de los conejillos de Indias, de rápidos y graciosos movimientos, que se lanzan como flechas de una guarida a otra. Viven agrupados en la zona menos roqueña de la llanura o en los exiguos parajes donde brota la hierba �si logran encontrarlos� allí excavan sus galerías, donde almacenan durante el verano gran acopio de simientes, y pasan luego el invierno. La liebre tibetana vive entre los pedruscos que se acumulan al pie de las montañas. En éstas se encuentran los carneros silvestres, los burrhels u ovejas salvajes y la ovis hodgsoni. La graciosa gacela enana se ve con frecuencia en la llanura y a veces, reunidos en pequeñas manadas, aparecen los kiangs o asnos salvajes. También hay lobos y zorras, aunque apenas se dejan ver. Ya sea como protección contra las fieras y las aves de presa o por otra razón que ignoramos, caracteriza generalmente a la fauna del Tibet un color de ante o pardo que se parece al matiz del suelo.
Esa coloración protectora se advierte más aún en los pájaros. Los más comunes son las alondras, los trigueros y los pinzones de país alto. La alondra tibetana es casi idéntica a la nuestra sus gorjeos nunca faltan sobre los labrantíos. Hingston, el naturalista de la expedición, observó cinco especies de pinzón montañero. A todos ellos escudaba bastante bien el tinte de su patinaje, de diversos matices leonados o pardos; aquel tono apagado les permite pasar inadvertidas. La ganga, de un pálido color de cervato, que se confunde con el del suelo en la llanura, vive en las regiones roqueñas y se congrega en considerables bandadas. En las faldas de las sierras se encuentran perdices, y en los barrancos, chovas alpestres, palomas bravas y una especie de golondrinas. En las aldeas y en sus contornos hay gorriones y pelirrojos. Wollaston observó también un cuclillo posado en un alambre del telégrafo.
En esta fauna, constituyen el “enemigo” los lobos y, las zorras en el suelo y las águilas, busardos y cernícalos en el aire. Contra ellos precisamente se protegen cuadrúpedos y animales mediante el color de la piel o del plumaje. Y los enormes quebrantahuesos (2), ojo avizor en busca de presa, se ciernen continuamente en las alturas.
Pero el hombre no figura en las filas del “enemigo”. No puede decirse de modo absoluto que los tibetanos nunca sacrifican animales, pues se consume carne en aquel país, pero, por principio, sus habitantes se muestran reacios a tal sacrificio y no cazan las bestias salvajes. En torno a determinados monasterios hasta les proporcionan alimento y se han domesticado de tal modo, que a veces, las cabras salvajes se acercaban mucho al lugar donde acampaban los exploradores. El budismo, religión profesada en el Tibet, inculca ese respeto a la vida animal, pero otros adeptos de aquella creencia no se muestran tan escrupulosos como los tibetanos. Acaso explique su rigor el sentimiento de compañerismo que los liga a los animales en la dura lucha contra los elementos hostiles. Al compartir con las inermes bestias esa pugna contra el frío atroz y los asoladores vientos, tal vez el hombre, movido a compasión, no se atreva a quitarles la vida.
Ya hemos dicho que el clima del Tibet es casi siempre seco y que la llanura se extiende yerma y árida. Sin embargo, aquel país es también notable por sus lagos, que nos brindan a menudo su gran belleza. Un intenso tono azul es su principal característica, reflejo, acaso, del rutilante cielo. En el punto donde el grupo de exploradores dirigidos por Howard Bury dejó la ruta de Lhasa para dirigirse hacia el Oeste, camino del Everest, se halla uno de los más hermosos de esos lagos, el Bam Tso, de peculiar hechizo por reflejar en su limpidez las nevadas crestas, cuya cumbre más alta es el Chomolhari.
En verano, esos lagos y marismas son frecuentados por incontables aves silvestres. Allí anidan los ánades y las agachadizas de pata roja y nadan en sus aguas las cercetas y los rubicundos mergos, llamados también “ánades de los brahmanes en la India”, de los que existen ejemplares en el estanque londinense de St. Jame’s Park. En el aire revolotean unas menudas golondrinas, gaviotas de cabeza parda y golondrinas de mar.
Tal es el país que debían cruzar los exploradores, marchando primero hacia Khamba Dzong y encaminándose luego a Shekar y Tingri. De vez en cuando pasaban por un villorrio pues aun a una altitud de 4,500 metros se cultiva allí la cebada y hasta el trigo, tan cálido es el sol durante el breve verano; pero generalmente atravesaban áridas llanuras, divididas por cordilleras, cuyas ultimas serranías eran ya las estribaciones del Himalaya que se erguía siempre a su izquierda.
Fue al cruzar una de esas elevadas cordilleras, a una altura de 5,200 metros, cuando ocurrió a los exploradores la primera desgracia. Kellas y Raeburn se sintieron enfermos en Fari. El primero estaba tan malo que no podía cabalgar y tuvieron que transportarlo en una parihuelas, pero se había animado y nadie temió que estuviera grave. Con terrible sorpresa se enteraron, pues, los exploradores, por un hombre que corrió, muy excitado, al encuentro de Howard Bury y de Wollaston �el preciso instante en que llegaban a Khamba Dzong�, de que Kellas había muerto repentinamente en plena marcha: mientras lo transportaban por el paso fue víctima de su debilidad cardíaca.
Aquel montañero escocés, con la obstinación propia de su raza, cedió a su pasión hasta encontrar la muerte. Nunca supo dominarse. Para él toda cumbre era una irresistible tentación. Ya había dado de sí cuanto podía mucho antes de unirse a los expedicionarios.
Lo enterraron en la vertiente, al sur de Khamba Dzong, a la vista del Everest. Nos consuela pensar que sus postreras miradas fueron para el escenario de sus triunfos. Los majestuosos Paunhunri, Kanchenjhow y Chomionio, las tres cumbres que él �y sólo él� escaló, se irguieron ante sus ojos en su última jornada. Así, en medio de las más grandiosas montañas de la Tierra, quedó el cuerpo de aquel gran enamorado de las cumbres; su ardiente espíritu seguirá inspirando a los escaladores del Himalaya.
También Raeburn estalla muy enfermo. Tuvieron que transportarlo a Sikkim, y Wollaston quiso acompañarlo. El grupo de exploradores quedaba reducido a la mitad. No eran más que Mallory y Bullock, y ninguno de ellos conocía el Himalaya. La pérdida de Kellas era más grave, porque durante varios años se dedicó a estudiar el empleo del oxígeno en las grandes altitudes. Y a la sazón muchos creían que sólo mediante el uso de oxígeno se escalaría la cumbre del Everest.
Pero, por fin, ya avistaban la majestuosa montaña. Los expedicionarios iban acercándose a su meta. Desde Khamba Dzong, al fondo de la vasta llanura, a ciento sesenta kilómetros de distancia, divisábase el Everest, el último de una serie de picachos de la que formaban parte los gigantescos Kangchenyonga (8,585 metros) y Makalu (8,475 metros). Allí, erguidas en toda su pompa y culminando en la montaña más elevada de la Tierra, veíanse las más hermosas cumbres del Himalaya; sólo podía compararse con su rudeza la de esa otra constelación de ingentes cimas que se apiñan en torno del K2 (8,624 metros), en el otro extremo de la cordillera.
El Everest estaba aún demasiado lejos para que Mallory pudiera observar su carácter desde el punto de vista del escalador, pero ya se dominaba claramente la cresta del nordeste, que arranca suavemente de la cima, y que conocíamos por las fotografías tomadas desde Darjiling. Parecía una ruta de ascensión relativamente fácil, por lo menos para los últimos 450 ó 600 metros. El problema era éste: ¿cómo sería el Everest por debajo de aquella zona? ¿Existía algún otro medio de alcanzar la cresta? La cuestión no podía resolverse aún, pues entre la parte inferior del Everest y los exploradores se interponía otra cordillera.
Pero cuando la hubiesen cruzado y llegaran a la vertiente del río Arun, que recoge las aguas de los glaciares del Everest y atraviesa luego osadamente el Himalaya, deslizándose por una serie de estupendos tajos, tal vez podrían contemplar mejor la montaña. Partiendo el 11 de junio, a primeras horas de la mañana, Mallory y Bullock llegaron a orillas del río y se dirigieron hacia una cresta rocosa, desde donde confiaban dominar la vista que les interesaba. Pero, por desgracia, todo el paisaje en dirección al Everest estaba cubierto de nubes y envuelto en niebla. De cuando en cuando se hendían los vapores y descubría la forma de las montañas, por lo que decidieron esperar con paciencia. Por fin, lograron ver, fugaz y fragmentariamente, una montaña que no podía ser sino el Everest �primero, una zona; luego, otra, y, al fin, la cumbre misma�; distinguieron la ingente fachada, el glaciar y las estribaciones. Aquella misma tarde, desde una altura próxima al campamento, pudieron contemplar de nuevo la majestuosa montaña, apacible y bien recortada en el ocaso.
Pero el Everest se hallaba aún a noventa y cinco kilómetros y se interponían cordilleras, ocultando su base. Sin embargo, Mallory pudo observar que la cresta del nordeste no era escarpada hasta el extremo de resultar inaccesible, y también advirtió que se abría un valle en la vertiente oriental, cuyas aguas recogía evidentemente el Arun, y que tal vez ofrecería un paso para acercarse a la cumbre. Más tarde tuvo ocasión de descubrir aquel valle y resultó ser uno de los más hermosos del Himalaya.
Pero, de momento, no se acercarían a la montaña por el Este. Marcharían más hacia el Oeste, en dirección a Tingri, bastante al noroeste de la montaña, para acercarse a ella desde allí. Tingri es la pequefía villa que Rawling y Ryder visitaron en 1904 y prometía ser una excelente base de operaciones para efectuar el reconocimiento en sus diversas etapas. Hacia allí, pues, prosiguieron la marcha.
En la ruta pasaron por Shekar Dzong, localidad que no había visitado hasta entonces ningún europeo, y tan característica aldea tibetana que, aun en los aledaños del Everest, vale la pena hacer un breve paréntesis para hablar de ella. Howard Bury escribió una brillante evocación de aquel lugar, corroborado por las numerosas fotografías que tornaron los miembros de las tres expediciones.
Sheckar Dzong se halla magníficamente situada en una sierra puntiaguda y roqueña parecida al Mont Saint-Michel algo más grande. La villa se asienta al pie de la eminencia, pero un gran monasterio, donde habitan más de cuatrocientos monjes, y formado por diversos edificios, está literalmente encaramado en mitad del risco. Murallas y torres unen los edificios a la fortaleza que las domina a todas. El fuerte, a su vez, mediante muros alineados, está enlazado con una curiosa construcción de góticos trazos que se eleva en la cumbre y donde a diario se ofrece incienso.
Mientras la expedición tomaba allí un breve descanso, el 17 de junio Howard Bury y algunos compañeros visitaron el grandioso monasterio de Shekar Chö-te. Lo forman unos lujoso edificios, superpuestos en los diversos planos de una escarpada ladera rocosa. Por un sendero excavado en la roca llegaron a unos pasajes abovedados y luego el grupo tuvo que recorrer los altibajos de unas calles pintorescas, pero a la vez, angostas, hasta llegar a un vasto patio. En uno de sus lados se elevaba el templo principal, que cobijaba diversas doradas estatuas de Buda, adornadas con turquesas y otras piedras preciosas. Detrás se alzaba una enorme imagen del príncipe Gautama, que tendría unos quince metros de altura. y cuyo rostro recubrían anualmente con una lámina de oro. En torno había ocho singulares estatuas, de unos tres metros, vestidas con extraños trajes, y que, al parecer, son los guardianes del templo.
Subiendo por resbaladizos escalones, casi en completa obscuridad, los visitantes salieron a una plataforma situada frente al rostro del majestuoso Buda. Allí pudieron admirar algunas teteras de plata, bellamente cinceladas, y otros interesantes objetos; del mismo metal, repujados con gran arte. En el interior del santuario había una escasa luz, y el olor de la manteca rancia usada para las lámparas era casi irresistible.
El superior recibió a Howard Bury y a sus compañeros y les enseñó el monasterio. Antes de partir fueron a saludar al Gran Lama, que llevaba ya sesenta y seis años en el cenobio. Se le consideraba como persona de gran santidad y reencarnación del abad que lo precedió; en realidad, el pueblo le residía culto. No le quedaba más que un diente, pero, a pesar de ello, su sonrisa era muy agradable. Frente a los muros de su estancia se alineaban plateados monumentos religiosos, adornados con turquesas y otras piedras de valor. Por doquier se elevaban las aromáticas humaredas del incienso.
Howard Bury tuvo la fortuna de poder fotografiar a aquel interesante personaje. Tras insistir mucho los monjes, lograron hacer que saliera, luciendo magníficas vestiduras de brocado de oro, en cuya parte posterior pendían adornos chinos de seda, de valor incalculable. Sentóse en un estrado, detrás de una mesa china bellamente labrada; sobre ella pusieron su dorje o “rueda de las oraciones” y su campanilla. Más tarde, Howard Bury, distribuyó la fotografía entre los peones indígenas: no pudo ofrecerles mejor regalo. Los agraciados, que consideraban santo al viejo Lama, la pondrían en hornacinas y quemarían incienso ante ella.
Esta y otras experiencias similares de algunos viajeros demuestran que la religión es en el Tibet un factor muy real, vivo y poderoso. Los principales Lamas de los cenobios suelen ser varones realmente venerables. Destacado ejemplo de ello es el Lama de Rongbuk, a quien los exploradores visitaron más tarde. Han dedicado toda su vida al servicio de la religión y también �cosa digna de observarse� al arte de inspiración religiosa. Su cultura intelectual no ha adquirido gran desarrollo; no poseen afición a la filosofía religiosa, tan extendida entre los hindúes, pero están dotados de fina sensibilidad espiritual. Son afables y corteses y la gente los venera. Tales objetos de homenaje satisfacen una honda necesidad de aquel pueblo y acaso por ello los tibetanos suelen llevar la dicha reflejada en el rostro. El hombre necesita rendir culto a alguien. Allí, en el Tibet, existen unos seres que hacen surgir a raudales el fervor en el corazón de sus semejantes.<\/div>\n

<\/p>\n


1. Especie de buey (N. del T.)
2. Especie de buitre (N. del T.)<\/p>\n
CAPÃ?TULO VI
EN LAS CERCANÃ?AS DEL Everest<\/b><\/div>\n

<\/p>\n

Llegaron a Tingri el 19 de junio; desde allí podrían iniciar con eficacia sus tareas de reconocimiento. Emplearon exactamente un mes en el viaje desde Darjiling �mucho más de lo que se necesita para llegar a Darjiling desde Londres�, pues era muy largo el rodeo que dieron para evitar el Estado del Nepal. Pero las marchas a través del Tibet aclimataban a los exploradores para mayores altitudes. Desde una montaña que se eleva tras de Tingri pudieron contemplar el magnífico panorama de la otra parte de la llanura: el Everest, situado a setenta kilómetros, así como los majestuosos picachos que se yerguen a Occidente, entre ellos los dos gigantes mellizos: el Cho Uyo (8,194 metros) y el Gyachungkang (7,926 metros).
Sin embargo, aún se interponían cordilleras, pues las cumbres himalayas no suelen surgir aisladas. El problema de Mallory era difícil de veras. Se hallaba entonces en el lado occidental de la sierra del nordeste que constituía su meta. Miraba desde un punto opuesto a Darjiling �desde donde antes la había contemplado� y debía descubrir una ruta para la ascensión, arrancando de ese lado noroeste, y observar si existía un paso hacia la cumbre, mejor que la sierra nordeste. Acaso sólo habría abismos y cascadas de hielo y �como le ocurrió al duque de los Abruzzos con el picacho K2� tal vez el Everest, por su naturaleza física, resultaría inaccesible, aparte los efectos de la extraordinaria altitud. Tales eran los enigmas que debía descifrar Mallory al llegar más cerca de la montaña. Su tarea inmediata consistía en buscar algún valle que le permitiera aproximarse a ella. Tal vez no sería fácil encontrarlo, pues frente a los exploradores se extendía un laberinto de montañas y, estando entonces en la estación de los monzones, el propio Everest solía permanecer oculto.
Tingri resultó una excelente base de operaciones. Mallory y Bullock partieron de allí el 23 de junio, para encaminarse directamente al Everest, mientras el resto del grupo, incluyendo a Wollaston, se dedicaba a sus peculiares tareas: cartografía, geología e historia natural. Los que debían efectuar la ascensión se hicieron acompañar por dieciséis de los mejores peones y un sirdar o jefe; enterados de la existencia de un largo valle, que conducía al Everest, allí se dirigieron. Tras cruzar una cordillera, llegaron al valle de Rongbuk, lo remontaron y el 26 de julio alcanzaron la punta del glaciar que da origen al río y pudieron contemplar toda la mole del Everest, sólo a una distancia de veinticinco kilómetros: la amplia ruta del glaciar ascendía directamente hacia la codiciada montaña.
Vista de cerca, ¿cómo era? Eso es lo que muchos desearon saber y lo que Mallory y Bullock pudieron ver entonces por sí mismos y con toda calma. El primer rasgo digno de nota es el carácter amplio y sencillo de su perfil. No se observa en el Everest las suaves ondulaciones de esas montañas nevadas que poseen blanca caperuza y heladas vertientes, pero tampoco es un abrupto picacho, cruzado por gargantas, con escarbadas crestas y agujas. Es, en realidad, una prodigiosa masa orográfica �una titánica roca� revestida de una leve capa de blancura, que desaparece en sus flancos; solo ostenta nieves perpetuas en los declives menos pronunciados y en ciertos amplios trechos no tan escarpados como el resto de la montaña. En conjunto, su perfil es relativamente suave, pues son horizontales sus estratificaciones; una gran faja amarilla se destaca claramente en la mitad del gigantesco muro. Esta circunstancia parece prestar más solidez y volumen a su enorme base.
Desde el punto de observación donde se hallaba Mallory se ofrecían a su vista dos sierras de forma atrevida y precisa: una de ellas era la nordeste (que ya pudieron ver desde las cercanías de Darjiling y desde Khamba Dzong) la otra era la noroeste. Entre ambas se erguía la imponente cara norte del Everest, cuyas abruptas vertientes morían en el glaciar Rongbuk.
El sitio donde acampaba Mallory �allí se alzó más tarde el principal campamento de la expedición� se hallaba a 5,032 metros sobre el nivel del mar; los exploradores habían realizado, pues, la mitad de la altura de la montaña. �sta no tenía un aspecto de gigantesca altitud, como lo tendrá, sin duda, en su vertiente meridional o como el Kangchenyonga contemplado desde Darjiling. No se erguía a más de 3,900 metros sobre el nivel del campamento; parecía, por lo tanto, de magnitud aproximada a la del Mont Blanc. Pero no hallaríamos en éste el aspecto de austeridad peculiar del Everest. Entre la sierra y el campamento no había ninguna habitación humana, ningún árbol, ni una sola pradera; apenas respiraba allí un ser vivo. Todo eran ceñudas rocas, nieve y glaciares. No soplaba en aquel pasaje la agradable brisa de los valles. Aun en el campamento, situado precisamente en un valle, y en pleno verano, el viento era furioso y atrozmente frío.
Mallory tenía ante sí la montaña y una ruta accesible: el mismo glaciar les permitiría alcanzarla. Sin descansar ni un solo día, emprendió la marcha glaciar arriba, deseoso de encontrar un paso hacia las alturas de la sierra nordeste, que durante largo tiempo había sido objeto de sus reflexiones. La noroeste tal como la veía entonces, era tan escarpada en las cercanías de la cumbre que debía desecharse definitivamente. Le atraía con más fuerza la sierra nordeste por haber observado que en un extremo �en lo que pudiera llamarse saliente nordeste� hay un ramal secundario, que forma ya el borde de la cara norte, los conduciría probablemente a un collado; alguna estribación la unía, acaso, a un picacho interpuesto que les vedaba la visión.
El Glaciar Rongbuk, en vez de ruta, resultó ser un obstáculo; pero podía vencerse y les brindaba un espectáculo de singular belleza. En la parte alta era un mundo de mil encantadas torres. El hielo, al fundirse, formaba inúmeros pináculos. Unos tendrían quince metros de altura. Parecían un caos de colosales carámbanos invertidos, surgiendo de una sola masa de hielo, asentada sobre unos cimientos de más definido perfil.
Al subir por el glaciar, los exploradores sintieron un extraño cansancio que desvanecía todas sus fuerzas. Fue lo que llamaron más tarde “fatiga del glaciar”, causada, al parecer, por la intensa humedad que producía el sol ardiente al dar en el hielo, del cual surgían continuos vapores. Peones y alpinistas experimentaron idéntica sensación.
Mientras ascendía y dominaba mejor la montaña, advirtió Mallory que escalar el Everest sería una labor más dura de lo que se había figurado. Los precipicios que contemplaba ante sí eran un feo espectáculo, muy distinto de los largos y suaves declives nevados que sugerían las fotografías tomadas a distancia. En un principio, imaginó que el supremo esfuerzo para conquistar la cumbre consistiría en arrastrarse, casi a ciegas, por una nieve fácil, ascendiendo siempre desde el campamento por pendientes no muy pronunciadas hacia trechos de nieve más llana. Pero entonces vio que era muy otro el cantar. Sería necesario contar con escaladores… que no avanzarían precisamente a ciegas. El Everest es una montaña rocosa.
Pero aun no había encontrado el paso desde el glaciar a la montaña misma. Prosiguiendo la marcha por el helero, partió el 1° de julio, con el propósito de examinar su extremo, situado al pie del precipicio donde termina la sierra nordeste. Allí hizo un descubrimiento importante. Sólo fué una fugaz visión, a causa de las nubes, pero distinguió claramente la ondulación �llamada Collado Norte� que une la escarpada cara norte la del Everest con un pico mas septentrional, al que se ha dado el nombre de Pico Norte. Un glaciar quebrado o cascada de hielo se precipita desde aquel collado al Glaciar Rongbuk.
Esa ruta occidental hacia el Collado Norte era, acaso, accesible, y Mallory no la desechó del todo. Pero llegó a la conclusión de que sólo debía seguirse en último extremo, si no se hallaba un paso mejor. Sus principales inconvenientes eran la considerable altura de la cascada de hielo y el riesgo de los aludes, pero, sobre todo, el hecho de que aquella zona era batida por el terrible viento de oriente, que sopla allí sin cesar. Ese viento azotaría al escalador con concentrada furia, pues el glaciar se halla en el mismo vértice del embudo que conduce a la Vertiente norte de la montaña.
Impelidos más por su indómito espíritu montañero que por estricta necesidad, Mallory y Bullock ascendieron dos días después a un pico �llamado luego Riring� de 6,868 metros, situado en la vertiente occidental del Glaciar Rongbuk. Desde aquella altura pudieron observar que las partes más elevadas de la cara norte del Everest estaban a su espalda, formando un ángulo no muy pronunciado, especialmente sobre el Collado Norte y hacia el saliente nordeste: aquél era el camino por el que se realizaron más tarde todas las ascensiones.
Se veía, pues, mucho más clara la ruta hacia la cumbre. Podía llegarse a la sierra nordeste pasando por el borde de la vertiente norte y desde el collado septentrional. Desde éste hasta la cumbre era patente el camino.
El problema inmediato era el modo de alcanzar el Collado Norte por un paso mejor que el ya observado por Mallory y que arrancaba de la punta del Glaciar Rongbuk. Pero antes de examinar esa cuestión, debía resolver otro punto. Acaso habría otra ruta muy distinta para conquistar el Everest. Si lograba alcanzar el flanco opuesto de aquella larga sierra occidental �doblándola por el Sur�, tal vez encontraría esa ruta. Nadie había visto aquel lado �el flanco sudoeste� y acaso existía allí un paso secreto. Era una posibilidad que debía examinarse.
Después de varios días de tareas preliminares, el 19 de julio alcanzó Mallory un collado situado al extremo de la sierra nordeste del Everest y desde allí contempló el flanco de la montaña que da al Nepal. Era, en sus palabras, “un panorama de fantástica belleza”, pero no ofrecía paso alguno. Debía salvarse una altura de unos 450 metros para llegar a un helero y luego se alzaría un insondable abismo. Se figuró que podría cruzar hasta la punta de aquel glaciar, pero tampoco resultó hacedero. Además, la parte más elevada del glaciar superior era terriblemente abrupta y la cruzaban incontables grietas. Por aquel flanco meridional no logró descubrir ninguna posible vía de ascensión al Everest; si existía, debía llegarse a ella desde el Nepal; era de todo punto imposible alcanzarla desde el Norte.
Pero, ¡qué espectáculo ofrecería el Everest en su vertiente meridional, si pudiesen llegar a ella los exploradores! Por grandioso que sea desde el Norte, sería, sin duda, mucho más soberbio contemplado desde el Sur. Mallory observaba un bello grupo de montañas, hacia el Sur del Nepal. ¿ Se sabía algo de ellas? Seguramente se habría precisado su altitud y su situación geográfica, corro ocurría con el Everest, mediante observaciones efectuadas desde las llanuras de la India. Pero ¡cuántas bellezas ofrecerían aquellas sierras! ¡Qué de selvas y flores! Y una vez en ellas mirando hacia el lugar desde donde Mallory las contemplaba en aquel momento, ¡qué soberbio espectáculo se dominaría! De ser tales montañas un gigantesco espejo, en el que Mallory pudiese ver reflejada la región donde se hallaba entonces, hubiera descubierto lo que es acaso el más hermoso panorama de la Tierra: en primer término, profundos valles cubiertos de florestas; tras ellos la mole del Everest, con sus tremendas simas, flanqueado por el Makalu y el Cho Uyo; y más lejos, al Este y al Oeste, una inacabable serie de picachos menores, pero majestuosos, resplandeciendo bajo el sol radiante, con su blancura teñida de esa neblina purpúrea y azulada que se observa en la húmeda vertiente del Sur.
Mallory pudo contemplar otras gloriosas maravillas en la elevada región donde se hallaba, y que acababa de reconocer ya del todo. Desde la cima del Riring vio frente a sí, a escasa distancia, hacia poniente, las cumbres del Cho Oyu y del Kangchenyonga, de poderoso y magnífico perfil. También contempló el Pulmori, de menor altura (7,072 metros), pero tal vez más hermoso y atrayente. Vio igualmente un grandioso mundo de glaciares, que se henchía con lo que derramaban aquellas montañas cubiertas de nieve; y al borde de los heleros, precipicios de ferrugmosos matices y terrible aspecto.
De sus observaciones concluyó que desde aquel glaciar principal, el Rongbuk �que les pareció en un principio excelente avenida para alcanzar la montaña�, no había modo humano de escalar el Everest. Lo bordeaban allí simas tan pavorosas que no era posible acercarse a él por ningún paso, salvo, en último trance, la abrupta cascada de hielo que conduce al Collado Norte. Desde el Glaciar Rongbuk tampoco podía pasarse al flanco meridional para buscar allí una ruta. Aunque exista, no es posible alcanzarla, pues se interpone un abismo inaccesible que da al Sur.
Pero el reconocimiento del Glaciar Rongbuk dio un resultado importante: Mallory se convenció de que podía conquistarse la cumbre ascendiendo a lo largo de la parte alta de la montaña. Contemplando atentamente a partir de la cima, vio, en primer lugar, que en la sierra nordeste había una pendiente relativamente suave, que tendría algo más de un kilómetro; y luego, que la cresta de la cara septentrional, que conducía a la sierra nordeste desde el Collado Norte, aunque escarpada, era accesible. Quedaba aún por resolver el modo de llegar al collado, pero, una vez allí, la ruta sería ya practicable; en la cresta de la vertiente septentrional no existía el obstáculo de agujas ni de abruptos muros roqueños: era una cresta roma, relativamente suave y continua.
Hasta entonces todo iba bien. Mallory y Bullock debían doblar hacia el flanco oriental del Everest, no sólo para resolver el problema del Collado Norte, sino también para ver si desde allí habría alguna ruta mejor. La parte sur del Everest estaba cerrada. Habían examinado la mitad occidental del portillo del Norte. Sólo les faltaba explorar su porción oriental.<\/div>\n

<\/p>\n

CAPÃ?TULO VII<\/p>\n

SE DESCUBRE LA RUTA<\/b><\/div\n

Debían acercarse al Everest desde el Este. Se impondría un rodeo de diversos kilómetros para doblar las estribaciones extremas, a fin de alcanzar el Collado Norte por su parte oriental y ver si desde allí era más accesible que partiendo de Poniente.
Entre nieve y ventisca, Mallory y Bullock desmontaron sus tiendas y dejaron el Glaciar Rongbuk el 25 de julio. Se dirigirían a Kharta, población situada a más de 80 kilómetros, a causa del rodeo, pero que caía casi al este del lugar donde se hallaban. Tal era la nueva base establecida por Howard Bury, enclavada en el extremo de un valle que bajaba hacia el este y que, a juzgar por las apariencias, arrancaba directamente del Everest. Durante el mes en que Mallory y Bullock exploraron el Glaciar Rongbuk, Howard Bury inspeccionó aquellos contornos, llegando hasta la frontera del Nepal; Morshead y Wheeler adelantaron sus trabajos geográficos; Heron se dedicó a sus observaciones geológicas; y Wollaston efectuó estudios de botánica y coleccionó ejemplares de la fauna local. Kharta sería el punto de reunión de los expedicionarios dispersos, y allí llevó también Raeburn al cabo de un mes, ya bastante repuesto; estaba animoso y decidido a contribuir, según sus posibilidades, al éxito de la expedición.
Kharta se halla a 3,750 metros sobre el nivel del mar. El clima es suave, por lo que existe allí abundante vegetación y diversos cultivos. Fue, pues, un delicioso cambio para ,Mallory y Bullock. Por sublime que fuera la región donde habían rea]izado sus tareas, la tremenda austeridad que la reviste resulta, a la larga, insoportable.
Nos hemos ya acostumbrado a oír hablar de escaladores que conquistan montañas de 6,ooo metros o más, y, como los propios alpinistas hablan tan poco de la sofocación y el mareo que se siente en las alturas, casi olvidamos el esfuerzo requerido para tales gestas. Se aclimatan a las extraordinarias altitudes, pero lo cierto es que entonces pierden el íntimo fulgor. Un hombre de ardiente espíritu como Mallory conserva aún su decisión en esas tremendas zonas, pero es una voluntad dura y fría, no un ardoroso propósito. De momento, las altitudes extraordinarias desvanecen la fibra y el gozo deportivo del escalador. Es una dura tarea a la que se entrega sin entusiasmo. Sólo disfruta de la hazaña mucho después, cuando desapareció la niebla de la fatiga y las penalidades y pueden lucir en todo su esplendor las impresiones recibidas.
Por magníficas que sean las montañas, las zonas con las que entran en contacto quienes suben hacia un glaciar �y son lo único que pueden contemplar cuando las cumbres nevadas se esconden entre nubes� resultan positivamente feas; son largas y yermas pendientes rocosas o monótonas y onduladas estribaciones. Ya en el glaciar, los deportistas experimentan el singular cansancio propio de esos parajes. Al cobijarse en sus angostas tiendas, donde se entra a duras penas y se duerme en el suelo, tal vez durante un par de días se muestran indiferentes a la falta de comodidades, pero después, el frío, la nieve y el confinamiento empiezan a pesar y la vida del alpinista se convierte en un cúmulo de molestias y fatigas.
Mas en Kharta todo era distinto. Había árboles, verdes praderas, flores, bancales donde se sembraba la cebada. En el aire revoloteaban pájaros y mariposas. El tiempo era como un bálsamo. Los envolvía una atmósfera suave y tibia y brillaba un sol espléndido. Los exploradores volvían a saborear el gozo de la vida.
Pero Mallory sólo se permitió cuatro días de delicia y bienestar. El 2 de agosto se puso de nuevo en marcha hacia el Everest, afanoso de adueñarse de su flanco oriental. Al principio tuvo el propósito de remontar el río Kharta hasta el glaciar de donde emerge, pero su guía local lo acompañó desde aquel valle, cruzando un collado, hasta otro valle paralelo situado hacia el Sur: el de Kama. Luego, el valle de Kharta resultó ser el más conveniente �como había conjeturado Mallory� pero fue una fortuna que lo guiaran al de Kama en esa excursión marginal, pues debe de ser el más hermoso de todo el Himalaya (a menos que la vedada región del Nepal cele algún secreto de mayor maravilla).
La belleza del valle de Kama estriba en que arranca directamente del Everest, con cuyas laderas se confunde; en que se extiende al pie mismo de las tremendas simas del Makalu, montaña de apenas 400 metros menos que el Everest y que le aventaja en hermosura; y finalmente, en su pronunciadísimo declive, pues, aun en los parajes desde donde se dominan plenamente aquellos dos ingentes picachos, la altitud es ya tan moderada que permite una exuberante vegetación. Desde lozanas praderas donde pacía el ganado y florecían gencianas, prímulas y saxífragas, se divisaba el Everest sólo a veinticuatro kilómetros y el Makalu a algo más de doce. Estas distancias se refieren únicamente a las cumbres; las estribaciones y abismos exteriores estaban mucho más cerca. Un tercer picacho se erguía también en las fronteras del valle: un satélite del Everest, del que solo lo separa la abertura de un collado. Era el Pico Meridional, entonces recientemente descubierto, y al que ahora se denomina Lhotse (8,506 metros). Y arrancando de allí, en dirección al Makalu, vieron los exploradores una abrupta serranía nevada, que formaba una estupenda muralla de fulgurante blancura, aunque matizaba su nitidez el exquisito tinte azulado del aire impregnado de humedad.
Frente a los exploradores, al descender hacia el valle, alzábanse los deslumbrantes abismos del Makalu y el Chomolonzo, que ofrecen un desnivel. de casi 3,000 metros hasta el valle que se tiende a sus pies. Lucían entonces una capa de reciente nieve: era un espectáculo acaso sin par en la prodigiosa pompa de las montañas.
¡Qué maravilloso escenario para quienes lo admiraban por vez primera! Mallory, Bullock, Howard Bury y Wollaston completaron su descubrimiento una semana después, internándose valle abajo mientras los escaladores lo remontaban. Al avanzar hacia el punto de unión entre el valle de Kama y el de Arun, precisamente junto al lugar donde el río se abre paso a través del Himalaya, discurriendo por tremendas gargantas, llegaron �a casi 4,000m de altitud� a un denso bosque de enebros, abetos plateados, fresnos, sauces, abedules y rododendros. Surgía aquella floresta sólo a veinticuatro kilómetros de la falda del Everest, al pie mismo de los acantilados del Makalu y alcanzaba espléndido desarrollo. Los enebros, de un contorno de seis metros, tenían treinta y aún cuarenta y cinco de altura ; !os seguían en talla magnolias, alisos, sicómoros y bambúes; y apenas a treinta y cinco kilómetros del Everest el río Kama tiene su confluencia con el Arun, sólo a 2,300 metros sobre el nivel del mar.
Descubrir un valle que ofrece tan variada belleza en montañas, árboles y flores sería ya un timbre de gloria para cualquier expedición. Durante largos años serán pocos los elegidos que podrán visitar aquel rincón solitario; pero se recordará con íntimo gozo que, escondido tras el Himalaya, existe un tesoro del que en tiempos venideros podremos gozar. Es una de esas riquezas que nunca se agotan, pues posee la sorprendente cualidad de resurgir inacabablemente.
Pero existe otro valle que puede rivalizar con el de Kama por la magnificencia de las montañas que lo rodean. Desciende a una altitud de 3,600 metros al pie del K2 (la cumbre que ocupa el segundo lugar en la jerarquía del Himalaya) y de sus cimas gemelas, que alcanzan 8,200 Y 7,900 metros. Pero ese valle de Shaksgam, situado en el extremo del ramal himalayo de Karakorum, más lejos aún que el valle de Kama, se encuentra mucho más hacia el Norte y apartado del influjo de los monzones. El aire es áspero, seco y frío, en vez de ser húmedo y suave. No hay verdes pastos, rebaños, gencianas ni prímulas; el paisaje no ofrece esa armonía de lo bello con lo sublime. No posee allí atenuante a la severidad de tan abrupta grandeza.
Tales son, quizá, los dos valles de mayor gloria y hermosura en el Himalaya, salvo que bajo el Everest y el Makalu, en la vertiente del Nepal, exista �lo que es muy probable� algún rincón más espléndido. Pero aunque el de Shaksgam sea de aspecto más duro y hosco que el de Kama, no se crea que ofrece rasgos repelentes. Esos majestuosos picachos lanzan como un reto al intruso y desvanecen las falsas fibras de su ánimo. Mas la pureza y elevación de aquellas cumbres inundadas de sol atraen al viajero con la sugestión de la llama que hechiza a las falenas nocturnas, y gustosamente arriesgaría la vida para contemplar esas cimas en toda su gloria.
Aunque a duras penas se decidían Mallory y Bullock a interrumpir el éxtasis para alejarse de la asombrosa belleza del valle de Kama, tuvieron que dedicar sus energías a la urgente tarea de buscar una ruta hacia el Collado Norte, arrancando de aquel flanco oriental, o algún otro paso a lo largo de la sierra septentrional del Everest.
Ascendieron a una cumbre situada en la parte meridional del valle, para dominar plenamente el flanco Este de la montaña. Era un maravilloso espectáculo, pero en lo alto se extendía un glaciar y, como dice Mallory, bastaba una ligera observación “para convencerse de que, casi en todo el recorrido, las rocas situadas debajo estarían expuestas al hielo que se derrumbara; y si se podía ascender por otros puntos de aquel flanco, la empresa sería ardua en exceso, exigiría mucho tiempo y no conduciría a ninguna plataforma viable”. En suma: no existía paso por el flanco oriental.
No quedaba otro recurso que buscar una ruta hacia el Collado Norte. Mallory no acertaba a descubrirla desde el valle de Kama, pero observaba que el de Kharta, del que acababan de salir, ofrecería probablemente un paso si lo recorrían hasta su punta. Partiendo del esplendoroso valle de Kama, se dirigieron hacia el de Kharta, ascendieron hasta el collado de Hlakpa La, situado en su extremo, y allí encontraron una probable ruta hacia el Collado Norte. Pero esperarían, antes de intentar su exploración, a que pasara la época de los monzones; entonces podrían más fácilmente no sólo alcanzar el collado septentrional, sino ascender por el Everest hasta cierta altura. Tal sería el punto culminante de las tareas de aquella estación y requería los convenientes preparativos.
Efectuado el reconocimiento preliminar, Mallory y Bullock regresaron a Kharta el 2 de agosto, con el propósito de dedicarse, durante diez días, al descanso y a las tareas de reorganización. Allí se reunieron todos los expedicionarios, incluso Raeburn. Wheeler les trajo una noticia importante que modificó todos los planes. Al fotografiar la región del Everest, descubrió un glaciar �denominado actualmente el Rongbuk Oriental� que se unía al brazo principal del Glaciar Rongbuk, a unos cinco kilómetros de su extremo, y cuya zona más elevada arrancaba probablemente del Collado Norte. Ahora, al contemplar el mapa, nos parece todo facilísimo, pero descubrir una ruta en la maraña de glaciares, serranías y estribaciones secundarias es un arduo problema. Mallory ya había observado aquel brazo del glaciar al ascender por el Rongbuk y se propuso explorarlo, pero se acercaba la época de los monzones y urgía seguir adelante. Tampoco era de suponer que una pequeña corriente de hielo que se dirigía hacia el Este arrancase de las propias vertientes del Everest, situado algo al este de la dirección Sur. Lo natural hubiera sido que procediera del Norte o del Nordeste. Pero lo cierto es que aquel glaciar, según afirmaba Wheeler, arrancaba del Everest y acaso sería la hipótesis se confirmó más tarde pues la ruta, la única ruta, para alcanzar el collado septentrional. Tal era la minúscula hendidura de la coraza por donde podría herirse al gigante.
Procedía, pues, estudiar dos posibilidades. del Collado Norte podría alcanzarse por su parte meridional, desde el Glaciar Rongbuk Oriental, o por el Este, partiendo del Glaciar Kharta. La exploración de esas rutas sería la tarea inmediata de los expedicionarios.
Habían ya establecido un campamento avanzado en el valle de Kharta, en una meseta muy apropiada y cubierta de hierba, a unos 300 metros, y también dispusieron otro a mayor altura, a unos 6,000 metros. El impaciente Mallory se proponía no sólo alcanzar el Collado Norte, sino escalar el propio flanco del Everest, poco más o menos hasta su sierra nordeste. Sus esperanzas eran aún más ambiciosas. ¿Por qué no establecer �decía� un minúsculo campamento a 8,000 metros e intentar desde allí la conquista de la cumbre? Tal era su ambición. Aún no advertía cuán terrible tarea es escalar la más elevada cumbre del mundo.
El 31 de agosto, él y Bullock regresaron al campamento avanzado del Glaciar Kharta, pero se vieron obligados a esperar allí casi tres semanas, hasta el que el 19 septiembre. Los monzones no llevaban trazas de acabar. Y cuando, al fin, se serenó el cielo, no parecía probable que el sol tuviese fuerza suficiente para derretir la nieve. Nada se ganaría, pues, esperando más tiempo., por lo que decidieron emprender la marcha. Pero eran muy inciertas las probabilidades de alcanzar considerable altura en el Everest; la capa de nieve era espesísima y el frío resultaba insoportable. Mallory decidió, sin embargo, atenerse a sus planes hasta que las circunstancias le obligasen a modificarlos.
Su primer objetivo era el Hlakpa La, paso situado en el extremo del Glaciar Kharta. Anteriormente ya contempló desde allí lo que, según afirmaba Wheeler, debía considerarse como hondonada superior del Glaciar Rongbuk Oriental. Se proponía bajar a esa cuenca de hielo y ascender desde allí al Collado Norte. Pero ante todo debía lograr que transportasen al collado de Hlakpa La los fardos necesarios para instalar un campamento, preliminar indispensable del asalto.
Partieron en la madrugada del 20 de septiembre, en circunstancias propicias. Mallory y su compañero Morshead pisaron con delicia la nieve crujiente, pero sólida. Lo cierto es que se dirigían derechamente al Everest y abrigaban las más risueñas esperanzas. Pero resultó muy difícil el paso por las hendiduras del glaciar y por la nieve de su zona alta, en polvo y resbaladiza. Los jefes de la expedición intentaron abrir una pista para los pobres peones cargadísimos, pero sus esfuerzos fueron vanos. El grupo avanzaba a duras penas y Mallory apretaba el paso, procurando acercarse lo antes posible al collado para demostrar que era accesible. Acuciados por su ejemplo, los demás conquistaron trabajosamente los últimos declives y depositaron once fardos en la cumbre.
Ya volvía a estar Mallory en el Hlakpa La, con tiempo tan bonancible que desde allí veía claramente el Collado Norte y los flancos del Everest. Pero al observar aquella región, empezó a preocuparse. La ascensión al Collado Norte desde el fondo del glaciar no era tarea fácil. Tratábase de una muralla de formidables dimensiones, cuya superficie ofrecía la desagradable particularidad de estar cruzada por numerosas e infranqueables grietas; el declive era, en general, muy pronunciado. Se trataba, en suma, de un glaciar colgante de titánicas proporciones. Mallory abrigaba la esperanza de que lograrían una ascensión feliz, pero la empresa requería gente curtida. Ni por un momento podía pensarse en encordar a una serie de peones cargados, más o menos afectados de vértigo, bajo la dirección de sólo tres alpinistas.
Era preciso reunir un nutrido grupo. Mallory, trazado ya el camino del Everest y abierta la pista hacia el collado de Hlakpa La, regresó con los peones, aligerados de su carga, al campamento avanzado, donde estaban ya reunidos Howard Bury Wollaston, Raeburn, Bullock y Wheeler.
Durante el día debió de ser un campamento agradable. Aunque se hallaba situado a una altitud de 6,000 metros, el sol era allí tan cálido que los expedicionarios se desayunaban, almorzaban y tomaban el té de la tarde al aire libre, frente a las tiendas. Desde la cumbre de una eminencia situada a pocos metros del campamento se divisaban maravillosos panoramas. Howard Bury describe en sus Memorias cómo, sobre el grandioso mar de nubes que invadía los valles, surgían las cumbres más fantásticas de la Tierra, al modo de resplandecientes islas de color de perla en un océano de olas avellonadas. Hacia el Este, a unos 160 kilómetros, se elevaba la mole del Kangchenyonga y en sus aledaños el Jannu v el Chomiomo. A escasa distancia, dominando majestuosamente a las demás, se erguía el Makalu, la más soberbia de las montañas. Junto a ella estaban algunos de los gigantescos picachos del Nepal y a escasos kilómetros, hacia el Oeste, surgía el propio Everest, que mostraba su limpio perfil y su extraordinaria blancura, pues el mes anterior habían caído en él copiosas nevadas. Ya no lo empequeñecían las elevadas crestas que irradian desde su mole: Erguía su cumbre solitaria en todo su esplendor.
Un sol radiante bañaba el paisaje. Parecía un mundo nuevo y lozano, perdido en las alturas, lejos de la sombría tierra tendida a sus pies. Por doquier reinaban luz y pureza.
El 22 de septiembre todo se hallaba ya dispuesto para el avance final. El pobre de Raeburn tuvo que quedarse, pues no estaba aún bastante repuesto para soportar las grandes penalidades que esperaban a los expedicionarios. Pero los otros seis se pusieron en marcha a las cuatro de la madrugada, mientras el termómetro marcaba 6° bajo cero. Los acompañaban veintiséis peones, divididos en cuatro grupos y debidamente encordados. Era un ataque en gran escala y todos sentían intensa emoción al acercarse la fase crítica de la empresa.
La viva luz de la luna inundaba el paisaje y en la límpida atmósfera de aquellas altitudes las montañas cubiertas de nieve se veían casi tan claramente como en pleno día; pero tenían un aspecto etéreo, como si fuese realmente un país encantado. La nieve del glaciar estaba en excelentes condiciones: era durísima, lo que permitió a los expedicionarios marchar a buen paso.
Empezó a alborear. Frente al grupo se erguía el Everest acusando nítidamente sus detalles en el aire cortante, sobre el obscuro zafiro del cielo, hacia el Oeste. En su cumbre se posaron los primeros leves rayos del sol, coloreando su albura con finos tintes de rosa, que no tardaron en trocarse en matices anaranjados.
Mientras la luz se hacía cada vez más intensa, el grupo avanzó glaciar arriba por la pista que abrió Mallory. A las diez y media alcanzaron el paso de Hlakpa La (6,816 metros); el Everest estaba sólo a unos tres kilómetros. Pero aquel día no pudieron ya avanzar más, pues se impuso el descenso, de unos 350 metros, a una hondonada del glaciar, que se extendía hasta el muro de hielo desde donde podrían marchar hacia el Collado Norte. En lo alto tuvieron que detenerse. Soplaba un viento furioso y glacial y el polvillo de nieve que levantaba se filtraba por todas partes. Al fin, hallaron una pequeña concavidad en la nieve, a pocos metros de la cumbre del muro, y establecieron allí el campamento. Era el único sitio posible, si bien no estaba resguardado del viento, y a duras penas lograron montar las pequeñas tiendas alpinas “Meade” y “Mummery”. Hasta tal punto se hacían ya notar los efectos de la altitud, que el simple esfuerzo de entrar a gatas en las tiendas dejó largo rato sin resuello a sus ocupantes.
La situación era en extremo difícil. Apenas puesto el sol, el termómetro descendió a -13º y no tardó en señalar -19º. El viento aullaba en torno a las leves e incómodas tiendas. Nadie, salvo, acaso, Mallory, pudo conciliar el suelo. A la mañana siguiente todos sufrían fuerte jaqueca, debido al aire enrarecido de las tiendas, y los peones estaban como aletargados.
Al levantarse el sol y después de tomarse los expedicionarios un ligero desayuno caliente, les desapareció el dolor de cabeza y se animaron algo. Sin embargo, el aspecto de la muralla de hielo del Collado Norte era imponente, y se decidió que sólo avanzarían desde allí los alpinistas expertos: Mallory, Bullock y Wheeler. Los demás regresaron al campamento situado a 6,000 metros de altitud y los escaladores prosiguieron la marcha, acompañados de unos pocos peones. <\/div>\n

<\/p>\n

CAPÃ?TULO VIII<\/p>\n

EL COLLADO NORTE<\/b><\/div>\n

<\/p>\n

El único punto realmente incierto en el conjunto de la ruta ascensional era el Collado Norte. Constituía un eslabón débil en la cadena. Mallory llegó a la conclusión de que desde la cumbre del Everest hasta el collado no se interponía ninguna seria dificultad. Desde la zona principal del valle de Rongbuk, Wheeler observó que seguramente no habría graves obstáculos para alcanzar la parte baja del paso. Lo que entonces debían comprobar Mallory, Wheeler y Bullock era la posibilidad de ascender por la abrupta cascada de hielo que vieron desde el Hlakpa La y que constituía la única ruta posible hacia el collado; en realidad, el propio paso estaba cubierto, en cierto modo, por el glaciar. También debían precisar si la ascensión al collado por el lado oriental era mejor o peor que la ruta de la parte occidental, observada por Mallory al subir por el Glaciar Rongbuk.
Tal era la tarea que les esperaba al dejar, el día 23 de septiembre, su ventoso campamento situado en lo alto del Hlakpa La, para descender a la hondonada superior del Glaciar Rongbuk Oriental. El descenso de unos 350 metros se efectuó sin serias dificultades. El grupo avanzó lentamente por la hondonada y montó las tiendas en la nieve abierta, bajo el Collado Norte, a una altura de 6,405 metros.
Protegido como estaba por las montañas en tres de sus lados, era de esperar que en aquel sitio reinaría la calma y que los expedicionarios pasarían una noche tranquila, pero lo que ocurrió fue muy distinto. Furiosas ráfagas sacudieron y maltrataron las tiendas, a riesgo de romper los cables. �nase a ello las demás molestias del vendaval y los efectos de la altura y se comprenderá que los escaladores durmieran muy poco.
El 24 de septiembre no pudieron ponerse en marcha de madrugada, pues el frío era terrible y en aquellas grandes altitudes resulta difícil movilizarse antes de salir el sol. Como la labor que esperaba al grupo era difícil y acaso resaltaría peligrosa, los escaladores sólo quisieron la compañía de los tres peones más competentes. Al cabo de media hora el grupo se hallaba ya en los primeros declives de la gran cascada de hielo, por donde empezaron a ascender. Debían recorrer un trecho como de medio kilómetro, pisando la nieve caída sobre el hielo. Para los expertos no era empresa muy ardua, pero requería juicio. Mallory abordó el caso con su actitud habitual cuando se trataba de resolver un problema montañero.
La parte baja fue, relativamente fácil. Pasado un corto trecho en que se vieron obligados a cortar escalones en el hielo al cruzar el vértice de una grieta, pudieron avanzar sin interrupción, sesgando primero hacia la derecha, por una masa de nieve parcialmente helada, y luego hacia la izquierda, en larga travesía ascensional, hacia lo alto del collado. Pero pasaron momentos de angustia en un punto situado a poca distancia del paso. Era lo que luego se llamó “los sesenta metros finales”, casi en el mismo lugar donde, en 1924 el propio Mallory y sus compañeros Norton y Somervell salvaron a duras penas a cuatro peones sitiados en un repecho. Allí, el declive nevado era muy abrupto y la capa de nieve tan espesa, que dificultaba seriamente el avance. Trabajaron afanosamente excavando unos quinientos peldaños y con ello quedó resuelto lo más difícil. A las once y media el grupo alcanzó el Collado Norte.
Ya habían vencido el principal obstáculo que surgía en la ruta hacia la cumbre. No sólo encontraron el camino que conducía a aquel paso septentrional, sino que pudieron comprobar prácticamente sus dificultades. Aquella etapa coronaba las diversas fases del reconocimiento.
Al mirar Mallory desde la cresta del lado norte hacia la sierra nordeste, ya no dudó de que era accesible. El examen desde un punto próximo confirmaba plenamente las impresiones que le produjo su observación desde la lejanía. Según veía Mallory y confirmó más tarde la experiencia, en un largo trecho aquellos fáciles declives de roca y nieve no ofrecían problemas ni riesgo alguno. Era, pues, una ruta practicable hacia la cumbre, y la más fácil. Lo más probable era que fuese la única.
Lo que se propuso descubrir la expedición �y tal fue su objetivo al salir de Inglaterra� estaba ya logrado. Pero los exploradores abrigaron siempre la esperanza de que acaso podrían hacer algo más que hallar el camino: ascenderían por él y ¿quién sabe hasta qué altura? Mallory era uno de los que acariciaban con más ardor esa ilusión y se sentía con fuerzas para subir, pero los demás del grupo no estaban en condiciones de avanzar ya mucho. Wheeler se creía con energías suficientes para intentar otro esfuerzo, pero había perdido toda sensibilidad en los pies. Bullock estaba rendido; sin embargo, a pura fuerza de su voluntad hubiera seguido adelante, aunque tal vez sólo un corto trecho. Mallory durmió mejor que los otros las dos noches anteriores y opinaba que aún podría subir 600 metros más, pero, después de escalarlos, se hubiera visto forzado a retroceder para llegar al campamento, situado al pie del Collado Norte, antes de anochecer.
Apenas podía hacerse más, de momento, y un factor decisivo acabó convenciendo a los expedicionarios. Aun en el lugar donde se hallaba el grupo, al amparo de un pequeño acantilado de hielo, el viento enviaba a menudo fieras ráfagas, levantando en sofocantes remolinos el polvillo de nieve. Al otro lado del collado soplaba un vendaval y en lo alto el espectáculo era aún más terrible. La nieve blanda caída en la cara principal del Everest era barrida, formando una incesante humareda, y la ventisca azotaba en pleno furor la cresta por donde deberían pasar los exploradores. Oleadas de nieve surgían un instante en los puntos donde el viento batía la sierra y bajaban luego violentamente. en pavorosa ventisca, lacia el otro lado. Los escaladores quisieron tantear la dificultad: subieron al collado y se expusieron por breves momentos a la furia del viento. Pero la lucha duró poco. Regresaron a duras penas al cobijo, convencidos de que, durante aquella estación, no podrían ya conquistar el Everest.
Una vez hallada la única angosta senda que conducía a la cumbre, los había rechazado el viento. Más que los obstáculos físicos, más aún que los efectos de la altura, sería el viento la principal dificultad en las ulteriores expediciones. Siempre debía contarse con él y, al arreciar su furia, el hombre no podía medir sus fuerzas con tan temible adversario.
Pero Mallory no abandonaba del todo su ilusión de ascender algo más. Una vez en el campamento situado al pie del Collado Norte, reflexionó sobre la posibilidad de establecer otra base de operaciones en el propio paso. Pero escaseaban las provisiones y los peones se mostraban reacios. Si se producía algún contratiempo, no debían olvidar la ardua ascensión, de 360 metros, al Hlakpa La. ¿Qué probabilidades existían de que amainara el viento? En realidad, ninguna.
Todo nuevo avance resultaba, pues, imposible. Era, además, innecesario, pues ya habían logrado el objetivo que se les señaló. Hallaron una ruta practicable hacia la cumbre; comprobaron prácticamente el trecho más difícil desde el punto de vista del escalador, además de los efectos de las grandes alturas. Y habían coronado la empresa a pesar de la pérdida de dos de los alpinistas más experimentados, los únicos, entre los exploradores, que conocían el Himalaya por anteriores expediciones. Regresaron, pues, al campamento principal.
Sería superfluo describir el viaje de regreso a la India. Bajo la dirección de Howard Bury, la empresa había logrado plenamente sus objetivos. Además de descubrir la ruta hacia la cumbre, se hicieron mapas de toda la región del Everest y se reconocieron minuciosamente los contornos de la montaña. Se efectuaron también observaciones geológicas, se estudió la historia natural y se recogieron ejemplares. Un año después de ponerse en marcha los expedicionarios desde Darjiling, se publicó ya un libro con las observaciones y mapas que se utilizarían para la segunda expedición.
Ya estaban echados los sólidos cimientos, y los que tomaron parte en las dos expediciones ulteriores expresaron su gratitud por la excelente tarea de quienes realizaron el primer reconocimiento. <\/div>\n

<\/p>\n

CAPÃ?TULO IX<\/p>\n

NUEVOS PREPARATIVOS<\/b><\/div>\n

<\/p>\n

Podría ya intentarse realmente la conquista de la cumbre, el esfuerzo decisivo. Se había reconocido la montaña; los precursores abrieron la senda; se descubrió una ruta practicable, la única tal vez. Ahora concentrarían sus fuerzas para el supremo objetivo de escalar la cima.
Para tal propósito procedía organizar una nueva expedición. Se solicitó otra vez permiso al Gobierno del Tibet; cuando se recibió y Howard Bury y su grupo hubieron regresado, se hicieron a toda prisa los preparativos. No había tiempo que perder, pues de las informaciones de Mallory resultaba evidente que debía escalarse la montaña artes de la época de los monzones. Estos vientos se inician a primeros de junio. En la última quincena de mayo y la primera de junio los escaladores deberían hallarse en la montaña. Esto implicaba partir de Darjiling antes de fin de marzo y, para que fuese posible, las provisiones y equipos debían salir de Inglaterra en enero de 1922. Al hacerse tales proyectos mediaba el mes de noviembre del año 1921. Se imponía acelerar las cosas.
Pero, ante todo, debía decidirse la importantísima cuestión de la jefatura. Howard Bury realizó una labor tan intensa y excelente que resultaba espinoso proponerle su abstención. Demostró tal eficiencia y tacto en los preliminares diplomáticos de su primera misión en la India y luego en la dirección general de la empresa; en el modo como supo vencer las dificultades surgidas en los transportes; en la adquisición de provisiones y pertrechos; en las delicadas relaciones con los tibetanos y en la estrategia de toda la labor de reconocimiento y esperaría con tal ilusión recoger el supremo fruto de tantos esfuerzos, que sufriría, sin duda, una cruel decepción al ver que se prescindía de él. Pero la conquista del Everest exige, de cuando en cuando, el sacrificio del individuo en aras del bien común. Se contaba con un hombre que poseía títulos eminentes para la jefatura y Howard Bury aceptó caballerosamente lo que, en interés de la empresa, resultaba a todas luces deseable.
El general de brigada C. G. Bruce, al dejar de prestar servicio en la India, obtuvo un cargo en el Ejército metropolitano y no pudo unirse a la primera expedición, pero ahora podría lograr el necesario permiso. Era demasiado maduro para acompañar a los escaladores y es dudoso que en alguna época de su vida hubiese podido alcanzar la cumbre, pues la experiencia ha demostrado que los que más alto llegan en el Everest son hombres de constitución más espigada y ágil. Pero no podía hallarse mejor guía para la expedición, pues poseía una experiencia sin par del Himalaya y de sus gentes. Perteneció a un regimiento de “gurkhas” y estuvo destacado en el Himalaya durante casi todo el período de su servicio; y los “gurkhas” son habitantes del Nepal, país donde se halla enclavada la mitad del Everest. Había tomado parte en numerosas expediciones himalayas, a partir de la que realizó sir Martin Conway en 1892. Aprendió el arte de escalar montañas en diversos puntos de los Alpes, donde también se hizo acompañar por “gurkhas”, y poseía tal conocimiento de aquellos pueblos de las serranías nepalesas, los comprendía tanto y sabía manejarlos con tal habilidad, que nadie hubiera sacado mejor partido de los indígenas. Sentía por ellos viva dilección y era correspondido con el más rendido afecto. Y como los escaladores ingleses deberían confiar en esas gentes para transportar un pequeño campamento hasta una altura que permitiese efectuar la marcha final hacia la cumbre, la influencia de Bruce sobre los indígenas era un factor de valor incalculable para la empresa. Además, los rasgos de su carácter, que le permitían ejercer tal influjo entre los ingenuos montañeros lo convertían también en jefe ideal para cualquier expedición.
Bruce posee, en singular combinación, las peculiaridades de un corazón de muchacho y la recia energía de un hombre maduro. Al hablar con él, es difícil precisar si conversamos con un adolescente o con una persona entrada en años. Aunque Bruce llegue a cumplir la centuria, es seguro que seguirá siendo un mozo; y debió de tener indudables rasgos varoniles en su mocedad. Es un muchacho bullicioso, en cuyo espíritu vibra continuamente el buen humor propio de la adolescencia. Por otra parte, es hombre perspicaz y competente, que no tolera ni la más leve insensatez. Su temperamento constituye, en verdad, una armonía eficacísima. Posee una invencible resolución, que lo hace invulnerable al desánimo; su brío resulta contagioso e inspira a cuantos forman su grupo. Por eso es tan deseable como guía. Un grupo dirigido por Bruce tendría como característica la jovialidad, base indispensable de las buenas tareas.
Muchas anécdotas se refieren acerca de Bruce. Durante cierta expedición surgió una disputa sobre el grado de autoridad de sus miembros, y él zanjó el caso diciendo: “Bueno, yo no soy más que un simple peón”; tras lo cual cogió un pesado fardo y siguió avanzando monte arriba. Es una historia muy parecida a la que se cuenta de otro ilustre montañero, el duque de los Abruzzos. Por tierras de Alaska, en cierta ocasión en que sus hombres se negaban a transportar la carga, los convenció con el ejemplo, echóse un fardo al hombro y lo llevó durante toda una etapa.
Tal era el hombre a quien se ofrecía el mando de la expedición; él intervendría también en la elección de los escaladores, Por fortuna, podría contarse otra vez con Mallory, pero Bullock tuvo que reintegrarse a los servicios consulares: se contentaría con seguir las incidencias de la empresa desde el cómodo refugio del Havre. Finch estaba ya restablecido, y sería un excelente colaborador, pues era alpinista de gran experiencia: en su juventud pasó largas temporadas en Suiza y realizó ascensiones tanto en invierno como en verano. Ni siquiera el propio Mallory le aventajaría en ardor y decisión al intentarse la conquista del Everest. De ambos se trató en primer término. Se invitaría también a otros dos alpinistas ingleses: Norton y Somervell.
El que fue comandante E. F. Norton, y luego teniente coronel, era muy conocido en el Club Alpino y poseía grandes conocimientos montañeros. Tenía, además, la ventaja de haber prestado servicio en la India y haber cazado en diversos puntos del Himalaya. Hablaba el indostaní y sabía cómo manejar a la población indígena. Hombre firme y parco en palabras, sereno, franco y habituado al mando, inspiraba confianza en seguida. Poseía un trato bondadoso y suave, que confirmaba la primera impresión. Lo adornaban, en verdad, múltiples prendas. Como oficial de la Real Artillería montada, se distinguió por el valor de su batería; prestó brillantes servicios durante la Gran Guerra; se graduó en la Academia Militar de Estado Mayor; durante siete años tomó parte en la competición de la “Copa de Kadir”, la gran cacería de jabalíes con venablo que se celebra en la India; era concienzudo ornitólogo y pintor aficionado de no escasa destreza. En todo se mostraba metódico y seguro y le enorgullecía su puntualidad: jamás llegaba con excesiva antelación ni se demoraba. Al partir para la India, llegó a la estación Victoria como un minuto antes de que saliera el tren; despidióse con gran calma de sus amistades, subió, sin prisa alguna, cuando el tren estaba ya en marcha, Y siguió conversando. En su compañía, no se produciría la menor vacilación en caso de apuro, pues habría ya previsto toda posible contingencia. Y podía tenerse la seguridad de que, al llegar el momento supremo, brindaría a la acción decisiva sus energías pacientemente acumuladas.
Howard Somervell poseía tal vez más facetas que Norton. Cirujano de profesión, era, además, diestro y osado montañero y pintor y músico de no despreciable talento. Como habitante de la región de los lagos ingleses, siempre vivió entre montañas y fue un enamorado de las cumbres. Era hombre decidido, de gran fortaleza y energía. Pero era, sobre todo, magnánimo y poseía un corazón sereno y bondadoso; pertenecía a esa clase de hombres serviciales, francos y acogedores que nos brindan una inmediata amistad. Diestro y seguro, su ayuda resultaría preciosa en los momentos difíciles. Aunque no fuese un atleta, era recio de espíritu y estaba siempre jovial y animoso. Nada llamaba la atención en su físico; no poseía el aplomo de Norton ni la tremenda robustez de Bruce. Tampoco era hombre enjuto. Tal vez su principal característica fuese la flexibilidad �y lo era también de su espíritu�: una flexibilidad de resorte, presto a ceder, pero tenaz en recobrar la primitiva forma.
Somervell posee un talento de escritor comparable a sus demás cualidades. Es aconsejable que los editores estén al acecho, pues escribirá, sin duda, un excelente libro sobre el Everest dentro de veinte años, cuando las formidables impresiones de aquella �gesta se hayan sedimentado en su espíritu. Como hombre de ciencia y artista, corazón comprensivo y de intensos sentimientos religiosos, tendrá mucho que decir cuando se desvanezca el recuerdo de los sufrimientos físicos y haya madurado en su mente el núcleo espiritual de la gran aventura.
Mallory, Finch, Norton y Somervell: tales eran los escaladores con que se contaba para conquistar la soñada cumbre. Figuraban en segundo término el coronel E. I. Strutt, el doctor Wakefield, el capitán Geoffrey Bruce y C. G. Crawford, funcionario público de la India; por tener ya demasiada edad para el esfuerzo supremo o por no poseer suficiente preparación en lances montañeros, se encargarían de las tareas auxiliares.
Strutt era experimentado alpinista y hubiera podido aspirar a la cumbre de haberse realizado algunos años antes la expedición al Everest. Su colaboración sería preciosa en calidad de segundo jefe; se encargaría de la expedición cuando los exploradores partiesen del campamento principal, donde permanecería Bruce.
Wakefield, como Somervell, era oriundo de la región de los lagos ingleses y en su juventud realizó prodigiosas hazañas como alpinista. A la sazón estaba haciendo prácticas profesionales en el Canadá; pero eran tales sus deseos de unirse a la expedición, que abandonó en seguida sus tareas para presentarse.
Geoffrey Bruce era primo del general Bruce, y algo más joven; no se había adiestrado en el deporte montañero, pero conocía el Himalaya y perteneció a un regimiento de “gurkhas”. Podría, pues, prestar excelente ayuda al tratar con nepaleses y tibetanos y, en caso de apuro, se uniría a los alpinistas de mayor experiencia.
Crawford era un osado escalador. Mientras prestaba servicio militar en la región montañosa de la India, empezó ya a entusiasmarse con la idea de ascender al Everest. También resultaría útil su conocimiento de la lengua y costumbres de los indígenas.
En último término figuraba el doctor T. G. Longstaff, en calidad de médico y naturalista. Había logrado una “marca” por haber alcanzado una cumbre más alta que las conquistadas por los demás. Los otros llegaron a puntos más elevados en las vertientes, pero nadie ascendió a un pico más alto que el Tisul, de 7,138 metros, escalado por él en 1907. También descubrió una maravillosa región de glaciares en la zona himalaya de Karakoram, y su larga experiencia, tanto en los Alpes como en el Himalaya, hacía preciosa su opinión sobre las situaciones y circunstancias con que la expedición se enfrentaría. Su temperamento cordial y entusiasta acrecentaba el valor de su colaboración.
Esta vez los expedicionarios contarían con un fotógrafo oficial. El capitán J. B. Noel efectuó un viaje desde Sikkim en dirección al Everest en 1913, y desde entonces le interesó la idea de escalar la montaña. Era muy aficionado a la fotografía y llegó a ser un experto en ese arte, sobre todo en la cinematografía. Dejó, pues, su puesto del Ejército y se unió a los expedicionarios. Su rasgo principal era, acaso, la oportunidad. Noel aparecía en el instante en que más se le necesitaba, y no precisamente en su especialidad de fotógrafo. Era hombre de gran firmeza y un entusiasta de las cumbres.
Se acarició también la idea de invitar a un artista de fama para que se uniese a la expedición y recogiese en el lienzo los maravillosos panoramas de las sierras. Cierto es que, desde el campamento principal, el Everest no resulta más majestuoso que el Mont Blanc desde determinados puntos de vista. El campamento se halla a tal altitud, que el Everest no se yergue sobre él más que el Mont Blanc o el Monte Rosa sobre los valles bajos, pero posee el hechizo de ser la montaña más alta del mundo. Por otra parte, contemplados desde el valle de Kama, el Everest y el Makalu deben de ofrecer un aspecto sin posible comparación con el de las montañas de Europa. Y si las llanuras y las vertientes inferiores de las montañas del Tibet son áridas y monótonas, con los monzones llega esa neblina que transfigura llanadas y sierras y que más tarde hizo perder a Somervell la esperanza de encontrar en su paleta un azul de suficiente brillo e intensidad para reproducir el matiz de las sombras tendidas a treinta o cuarenta kilómetros de distancia. La región del Everest ofrecía, sin duda, ámbito propicio para un pintor de gran talento, y camino del Tibet, por la región de Sikkim, existen montañas y bosques de insuperable majestad. Sin embargo, no pudo hallarse ningún artista de primer orden dotado de las condiciones físicas indispensables para tal travesía, y los expedicionarios tuvieron que contentarse con las fotografías de Noel y los apuntes pictóricos de Somervell �realizados en los breves momentos de descanso que permitía la ascensión� para reproducir el espectáculo de las montañas.
Mientras se efectuaban esos preparativos surgió una cuestión espinosa. ¿Por qué no usar el oxígeno? Kellas había ya iniciado sus experimentos en el empleo de ese gas en las ascensiones montañeras. ¿Por qué no proseguir sus trabajos? El único obstáculo serio camino de la cumbre era la falta de oxígeno en el aire. Si se corregía esa deficiencia, los escaladores conquistarían la cima al día siguiente.
Hasta entonces el Comité del Everest no pensó en equipar con oxígeno a los expedicionarios, pues se tenían dudas sobre la posibilidad de proporcionarlo en forma portátil. Además, los alpinistas abrigaban en su subconsciente la sospecha de que usarlo no era muy deportivo. Podía objetarse que inhalar oxígeno no constituye una violación más grave de las reglas del deporte que tomar un sorbo de coñac o una taza de extracto de carne. Pero lo cierto es que a quien conquistara la cumbre sin usar oxígeno se le consideraría un héroe más cumplido que al que escalase el Everest empleando ese gas. Nadie le preguntará a un alpinista si ha buscado el estímulo de unos sorbos de té mientras ascendía, con tal que alcance la cumbre. Pero si echa mano del oxígeno, daremos menos importancia a su proeza que si sólo hubiese empleado los estimulantes al uso. Existía un prejuicio contrario al oxígeno, y el Comité lo compartía. Ulteriormente prescindieron de esa preocupación, pero era preferible que siguieran con ella, pues, absteniéndose de usar oxígeno, pudo concretarse que el cuerpo humano se adapta a condiciones insólitas. El hombre llega a “aclimatarse” y puede alcanzar los 8,500 metros, como ha demostrado la experiencia.
Sin embargo, esto se ignoraba en 1922, en la época en que se hacían los preparativos. Hasta entonces nadie alcanzó una altitud superior a 7,500 metros. Numerosos hombres de ciencia opinaban que no podría llegarse a la cumbre sin una ayuda excepcional, y muchos alpinistas �entre ellos los nuevos miembros de la expedición y especialmente Finch� patrocinaban el uso del oxígeno y afirmaban que era indispensable para asegurar la conquista de la cima. Cuando Somervell reclamó su uso con persuasiva elocuencia, su criterio fue, al fin, aceptado unánimemente por el Comité.
Sin embargo, precedieron al acuerdo ciertas vacilaciones y la prudencia de la decisión tal vez sea dudosa. La mayoría de los expedicionarios no mostraba grandes deseos de emplear oxígeno. El aparato era pesado y de difícil manejo; ni siquiera Somervell llegó a usarlo. Y, al parecer, si no se tenía verdadera fe en el oxígeno no se lograría el éxito apetecido.
Lo que más pesó en el ánimo de los componentes del Comité fue la esperanza de que una pareja de escaladores provistos de oxígeno prepararía la ruta para otros dos alpinistas que no usaran el gas. Empleándolo, sería más fácil llegar a los 7,900 u 8,200 metros o a la altitud que fuera; una vez trillado el camino, seguirían los demás sin obstáculo. En realidad, ocurrió precisamente lo contrario. Siempre los que iban delante eran los exploradores que no usaban oxígeno.
A veces se muestra excesiva confianza en la ciencia y escasa fe en el espíritu humano. La conquista del Everest es una osada aventura del espíritu y acaso hubieran ido mejor las cosas si la confianza en él hubiese sido mayor. <\/div>\n

<\/p>\n

CAPÃ?TULO X<\/p>\n

EN MARCHA POR SEGUNDA VEZ<\/b><\/div>\n

<\/p>\n

En 1º de marzo de 1922, Bruce estaba ya en Darjlliiig, Partió de Inglaterra antes que los demás para hacer los preparativos de la expedición. Se hallaba en su elemento: de nuevo en las sierras de la India y rodeado de montañeros: Wetherall, el delegado, había realizado una intensa labor preliminar. Hizo reparar las tiendas utilizadas en la anterior expedición; adquirió trigo, arroz y otros productos locales; congregó, además, a unos ciento cincuenta aldeanos de aquellas montañas Â?”sherpas”, “bothias” y otros habitantes de la zona fronteriza entre el Nepal y el TibetÂ? para que Bruce eligiera a los que formarían el cuerpo de peones, según su excelente criterio. Todos rivalizaban en su afán de unirse a la empresa, pues esos montañeros muestran gran resistencia y un ardiente espíritu aventurero cuando los dirige un Sahib (1) en quien pueden confiar. Bruce reunió, pues, un grupo muy eficiente y les hizo comprender la importancia del honor y la fama que lograrían si la expedición llegaba a buen fin. Esta apelación a su espíritu, acompañada de la promesa de buena paga y excelente ropa y comida, hizo que se unieran a la empresa con entusiasmo, gozosos de participar en una gran aventura.
Pero, a pesar de su temple, aquellos indígenas tienen sus flaquezas, como Bruce sabía muy bien. Son alocados e irresponsables como chiquillos y muestran gran apego a la bebida. Para que avalaran sus severas admoniciones, Bruce recabó la ayuda de los sacerdotes del país. Antes de partir, tanto los brahmánicos como los budistas dieron su bendición a los expedicionarios, lo que los satisfizo en gran manera. Acaso la religión de aquellas gentes no sea muy refinada, pero, como todos los que viven en íntimo y constante contacto con la Naturaleza, poseen el vivo sentimiento de que el hombre depende de un poderoso y misterioso Ser que preside la creación; muestran gran reverencia por los sacerdotes y santones que, aunque de modo vago, representan a aquel Ser, y se sienten fortalecidos y felices si cuentan con el beneplácito de tales ministros.
Un punto al que dedicó Bruce especial atención es la elecci6n de cocineros. En este y otros aspectos mostró paternales delicadezas con los expedicionarios. Como sabía lo que se sufrió en la exploración anterior a causa de la comida mala y sucia, reunió cierto número de cocineros, se los llevó a la montaña v los sometió a diversas pruebas antes de elegir a los cuatro que acompañarían a la expedición.
En tales tareas contaba con la ayuda de Geoffrey Bruce y del capitán Morris, otro oficial de un regimiento de “gurkhas”, que conocía la lengua de los nepaleses y sabía el modo de manejar a los indígenas montañeros. El comandante en jefe, lord Rawlinson, puso también al servicio de los organizadores cuatro oficiales “gurkhas” que se ofrecieron voluntariamente y otro al que se encargó oficialmente tal misión.
Contábase también con un intérprete. Era un joven tibetano, educado en Darjiling y llamado Karma Paut. Su colaboración fue eficacísima y, al hablar de él en su libro, Bruce afirma que “fue siempre excelente y animoso camarada”. Era educadísimo y se llevaba muy bien con sus compatriotas. Sin duda, las buenas maneras del intérprete fueron una de las principales causas de su éxito, pues los tibetanos, como todos los orientales, tienen excelentes modales y los predisponen favorablemente los de los demás. Un intérprete rudo tal vez hubiera hecho fracasar la expedición.
Además de los alpinistas ingleses, que llegaron a Darjiling en marzo, acudió allí C. G. Crawford, procedente de Assam. El mayor Morshead, lleno de entusiasmo, logró un permiso y se unió a la expedición, no como acompañante militar, sino en calidad de miembro activo.
Se habían ya completado los preparativos, pero los aparatos para el oxígeno aún tardaron algunos días en llegar. Los expedicionarios fueron obsequiados con un banquete por la Asociación Budista y la Sociedad de Montañeros, bajo la presidencia del señor Laden La, subdelegado de policía. Los principales lamas y brahmanes de aquella región bendijeron a los que se disponían a partir y rezaron por su salud y éxito. El 26 de marzo salió el grupo de Darjiling, donde todos les desearon buena suerte.
Bastará con una somera descripción del viaje a través del Tibet hasta el campamento principal, situado en el valle de Rongbuk, pues la segunda expedición siguió, con escasas variantes, la ruta de la primera. Pero como partían con dos meses de adelanto, el tiempo era más inclemente. Aún no habían florecido los rododendros, una de las principales galas de la región de Sikkim, y cuando llegaron a Fari, el 6 de abril, apenas terminaba el invierno. Partieron el 8 y cruzaron el Tang La, bajo una copiosa nevada y con un terrible vendabal [sic]. Se encaminaron a Khamba Dzong por una ruta más breve y tuvieron que cruzar un collado a 5,100 metros de altitud, entre un furioso viento que procedía directamente de los glaciares del Himalaya.
Al llegar, el 11 de abril, hallaron muy cuidada la tumba de Kellas, sobre la cual había una inscripción, claramente grabada, en inglés y en tibetano. Rindieron tributo a la memoria del gran alpinista, añadiendo al fúnebre montículo unas piedras de gran tamaño. Partieron luego hacia Shekar, donde llegaron el 24 de abril, y visitaron de nuevo al Gran Lama del monasterio, pero su personalidad no impresionó tanto a Bruce como a sus predecesores. En su opinión, era un anciano extraordinariamente astuto y un habilísimo mercader. Poseía ricas colecciones de antigüedades tibetanas y chinas y conocía el valor de los objetos con la misma pericia que un profesional. Al decir de Bruce., los demás Lamas eran los menos aseados que vio en todo el Tibet, y es afirmar mucho, pues había pasado por Fari.
El 30 de abril llegaron al monasterio de Rongbuk y su Gran Lama causó en el ánimo de Bruce una impresión muy distinta. Desde el cenobio se domina la majestuosa silueta del Everest, que se yergue sólo a unos veinticinco kilómetros de distancia. Los indígenas consideran al Lama como encarnación del dios Chongraysay. Cuenta unos sesenta afíos, “posee gran dignidad en sus maneras, un rostro en extremo inteligente y reflexivo y una sonrisa extraordinariamente simpática”. El pueblo lo trata con el más profundo respeto y el cenobita, por su parte, pidió con insistencia a Bruce que se mostrase bondadoso con los indígenas. También se interesó por la suerte de los animales. En aquella región no se sacrifica a ninguno y se alimenta a los salvajes; las gacelas, tan esquivas en la vertiente india del Himalaya, en la región de Rongbuk parecían casi domesticadas y se acercaban mucho al campamento.
Pero el Lama consideraba un misterioso enigma las razones que impelían a los ingleses a la conquista del Everest. Hizo numerosas preguntas a Bruce sobre los objetivos de la expedici6n y la respuesta fue acertada de veras. Le dijo que iban en peregrinación. Era el único modo de hacer comprender a aquellas gentes que la expedición no perseguía fines materiales, como buscar oro, carbón o diamantes, sino un objetivo desinteresado: fortalecer el espíritu. Bruce explicó al Lama que existía en Inglaterra una secta de adoradores de las montañas; éstos adeptos se proponían rendir culto a la más elevada del mundo. Si al decir “culto” significaba intensa admiración, nada más exacto que la versión de Bruce.
Hacia la parte alta del valle había cinco o seis moradas de ermitaños. Las celdas eran muy pequeñas y sus devotos ocupantes nunca encienden lumbre ni toman bebidas calientes. Los monasterios les facilitan comida y tales eremitas dedican año tras año a la contemplación de Om, su divinidad. Allí, a una altura de 4,500 metros sobre el nivel del mar, deben de sufrir terriblemente durante el crudísimo invierno tibetano, pero la gente de aquel país posee increíble resistencia. Contra lo que es de esperar, esos ermitaños no tienen el espíritu adormecido por sus penitencias; por lo menos algunos de ellos conservan, pese a sus durísimas penalidades, el ánimo afable y sensitivo.
�stas fueron las últimas habitaciones humanas que encontraron los exploradores, y el 1º de mayo, cumpliendo puntualmente el programa, Bruce condujo la expedición �compuesta de trece británicos, unos cincuenta nepaleses e indígenas de otras razas, unos cien tibetanos y trescientos yaks� al saliente del Glaciar Rongbuk para establecer el campamento principal en un punto desde donde se dominase el Everest.
Tal vez la majestuosa montaña se sorprendería al ver llegar tan nutrida tropa de invasores. La pugna comenzaba con gran brío. Esta vez todos los expedicionarios, salvo Finch, gozaban de buena salud. La atención prestada al problema culinario empezaba a rendir sus frutos y el mes de marcha a través del Tibet, aunque fatigoso a causa del viento incesante y frío y de la constante contemplación de llanuras áridas y monótonas sierras, resultó beneficioso para los expedicionarios, a quieres dio temple y aclimató. A tales altitudes, un exceso de ejercicio físico hubiera menguado su fortaleza en vez de aumentarla; por eso Bruce les aconsejó que no marcharan a pie, sino que cabalgaran la mayor parte del camino. Pero anduvieron lo bastante para conservarse en buenas condiciones físicas y deseaban con vivas ansias conquistar la montaña, aprovechando el breve intervalo (de tres semanas escasamente) que media entre el extremado frío invernal v la época de los monzones, pues el asalto sólo es posible entonces. El Everest únicamente es vulnerable por una estrecha faja de espacio y por corto tiempo. Pero es indudable su vulnerabilidad, y los asaltantes se aprestaran a emprender la lucha con todas sus fuerzas.
Su objetivo consistía en transportar dos pequeñas tiendas de campaña hasta lo alto de la cara norte del Everest y montarlas en alguna minúscula hondonada cercana a la cresta nordeste, a una altitud de 8,200 metros. Si se lograba, cuatro escaladores pasarían allí la noche y, partiendo al siguiente día, era muy probable que pudiesen cubrir los seiscientos metros que faltaban hasta la cumbre. Seguramente en un solo día no podrían rebasar aquel límite, pues la proporción del ascenso disminuye rápidamente al aumentar la altitud. Así, el gran enigma de entonces era la capacidad de los peones para transportar dos tiendas, con sacos de dormir, provisiones y una pequeña cocina, a fin de establecer el campamento a los 8,200 metros sobre el nivel del mar.
Era exigirles un durísimo esfuerzo, pues hasta entonces ni siquiera gente sin carga alguna, pudo alcanzar una altitud superior a 7,500 metros; tal vez los 700 metros que faltaban exigirían un esfuerzo imposible para gente cargada. Pero si los peones no podían realizarlo, los escaladores tendrían muy pocas probabilidades de conquistar la cumbre. Claro es que podría transportarse una tienda en vez de dos y un par de alpinistas, en vez de cuatro, podrían intentar el supremo esfuerzo, pero hubiera sido arriesgarse mucho. Si uno de los escaladores enfermaba o sufría un accidente, acaso su compañero no sería capaz de transportarlo al punto de partida. El mejor proyecto era emplear a cuatro escaladores para los últimos 600 metros; ello exigía montar dos tiendas a los 8,200.
Para realizar tal proyecto debía contarse con un campamento situado a los 7,600 metros, entre el que se estableciese a mayor altura y el del Collado Norte, que se hallaba a los 7,000; entre este último y la base principal de los expedicionarios probablemente se establecería una serie de tres campamentos al este del Glaciar Rongbuk, en cuya dirección era accesible el Collado Norte. El traslado de las tiendas para esos campamentos, de la harina, carne y otras provisiones para los alpinistas y trajineros, así como de los excrementos de yak que servirían de combustible, exigiría el empleo de abundantes y diversos medios de transporte. En los campamentos más elevados, situados sobre el glaciar, sólo podría usarse el cuerpo especial de peones organizado por Bruce, pero esa sola labor pondría ya a contribución todas sus energías. Por eso Bruce tenía especial empeño en lograr indígenas o animales de aquella región para efectuar el transporte por el helero, de modo que los cuarenta trajineros nepaleses quedasen libres para realizar el supremo esfuerzo en la propia montaña.
Tal era el objetivo, teóricamente ideal, a que se aspiraba, pero en esas ocasiones la realidad nunca se ajusta al plan establecido; conviene, sin embargo, madurarlo in mente para acercarse a él todo lo posible en la práctica. En las últimas etapas que precedieron a la llegada al campamento principal, Bruce fue preparando las cosas. Intentó convencer a un centenar de tibetanos para que acompañasen a los expedicionarios más allá de su base principal y los ayudasen transportando carga por el glaciar. Creía haber persuadido a noventa, pero al llenar el momento decisivo, el grupo de peones se redujo a cuarenta y cinco; éstos, sólo trabajaron un par de días y regresaron luego a sus hogares. Lo cierto es que en el Tibet el mes de mayo es la época de la labranza y el campo necesitaba de aquellos hombres; la generosa paga que les ofrecían no era para ellos incentivo suficiente. Tampoco podía lograrse gran cosa apelando a sus deseos de fama y honor, pues, en fin de cuentas, no puede conquistarse notable nombradía transportando tiendas y víveres por un helero.
Pero ese fracaso en el alistamiento de indígenas estuvo a pique de desbaratar la expedición. Si Bruce no hubiese tenido la prudencia de llevar consigo un cuerpo de peones cuidadosamente formado por sí mismo, no hubiera podido efectuarse la ascensión al Everest. Tal como estaban las cosas, tuvo que reducirse considerablemente el primer plan, y hubiera sido aún más menguado de no haber logrado Bruce alistar en las aldeas próximas diversos grupos de peones que se avenían a trabajar uno o dos días. Se congregaban así hombres y mujeres y a menudo éstas llevaban consigo a los niños. De este modo se mantuvo una cadena de trajineros de la región para prestar servicio entre los campamentos primero y segundo del glaciar, pero se negaban a seguir adelante. Sin embargo, es de admirar la resistencia de aquellos tibetanos, pues hasta las mujeres y los chiquillos dormían al aire libre, sólo al amparo de una roca, a 5,000 metros de altitud.
Entre tanto se había encargado a Strutt, Longstaff y Morshead la misión de inspeccionar el Glaciar Rongbuk Oriental. Recuérdese que Mallory sólo vio su principio y Wheeler el extremo opuesto; nadie lo había recorrido en su totalidad. Debía hallarse una ruta de ascenso por el helero, la mejor posible, y escoger los puntos más adecuados para establecer el campamento.
Strutt y sus compañeros penetraron en un mundo extraño y embrujado. En su zona intermedia, el Glaciar Rongbuk Oriental no es sólo quebrado, sino que forma un verdadero mar de agujas de hielo de formas asombrosamente fantásticas: su inmaculada blancura centellea al sol y a menudo adquieren un traslúcido tinte azul o esmeralda en los lugares donde la erosión ha formado cavernas.
Hallóse un excelente paraje para instalar el primer campamento; Bruce hizo construir buen número de cabañas de piedra, utilizando a guisa de techo el sobrante de las tiendas. Los muros de aquellos cobijos ofrecían, al menos, amparo contra el viento, pero los remilgados tal vez hubieran dicho que se filtraba en exceso por las rendijas. El campamento estaba situado a 5,400 metros sobre el nivel del mar y a unas tres horas de marcha de la base principal de los expedicionarios.
Glaciar arriba, a unos 600 metros, se hallaba el segundo campamento, a cuatro horas de marcha, aproximadamente, del primero. Estaba enclavado al pie de una muralla de hielo, no lejos de la zona más fantástica de aquel asombroso mar de blancura. Más allá, al alcanzar la parte alta, las agujas se fundían poco a poco en la caótica corriente del glaciar, pero la pendiente no era muy pronunciada y no se trataba precisamente de una cascada de hielo.
El tercer campamento se estableció en la morena, a unos 6,400 metros de altitud y a cuatro horas de distancia del segundo. Se hallaba al pie del Pico Norte y poseía la ventaja de que por las mañanas lo inundaba el sol, pues estaba orientado hacia el Este. Pero el sol desaparecía poco después de las tres de la tarde y el atardecer era frío y lúgubre.
El grupo de Strutt, que llegó a principios de mayo, soportó un intenso frío y los embates del cortante viento habitual en aquellos lugares; Longstaff, que desde algún tiempo estaba decaído, no pudo, durante aquella estación, realizar nuevas ascensiones. El 9 de mayo regresaron los tres a la base principal, tras dejar cocineros en cada campamento, para que estuviesen mejor servidos los grupos que desde entonces seguirían aquella ruta en ambas direcciones.
Completando el reconocimiento del glaciar, instaladas en él los campamentos y transportadas las provisiones hasta el tercero para permitir a los alpinistas ascender al Collado Norte y establecer allí otra base, los escaladores avanzaron, aprestándose para el asalto final. La época era algo temprana, pero es imposible predecir cuándo empezarán los monzones y debe aprovecharse la primera oportunidad para seguir ascendiendo.
El 10 de mayo, Mallory y Somervell partieron de la base principal y a las dos horas y media de marcha llegaron al primer campamento, donde encontraron una “casa” y les dio la bienvenida un cocinero, que les sirvió unas tazas de té. Así, alcanzaron con cierta comodidad el tercer campamento, donde empezaría su labor más ruda. Teóricamente, debía guardarse para más tarde la colaboración de aquellos dos soberbios alpinistas, flor y nata de la expedición; debió emplearse a hombres de menor categoría para desbrozar el camino, mientras Mallory y Somervell permanecían en reserva en la base principal o en uno de los campamentos del glaciar, ejercitándose y aclimatándose mediante ascensiones a las montañas vecinas, pero contando siempre con un confortable campamento donde hallar alimento, reposo y cobijo, mientras los demás se encargaban del previo trajín. Luego, allanada ya la ruta, hubieran pasado de modo rápido, fácil y cómodo y estarían en las mejores condiciones posibles para realizar el supremo esfuerzo del que dependía todo lo demás. Tal es lo que, en teoría, debió hacerse, pero de nuevo tuvieron que abandonarse los planes cuidadosamente madurados.
Según descubrió Mallory el año anterior, la ascención al Collado Norte era la parte más dura y peligrosa de la ruta hacia la cumbre. Era un muro y un declive de hielo y nieve, cruzado por grietas, y ofrecía el peligro de los aludes. Sólo alpinistas experimentados podrían vencer ese obstáculo y, en aquel momento, únicamente podía confiarse la tarea a cuatro, o acaso cinco, del grupo. Los indiscutibles eran Mallory, Somervell, Finch y Norton.
Como los otros dos se reservaban para el asalto final �en el que se utilizaría oxígeno, Mallory y Somervell tuvieron que enfrentarse con aquel obstáculo, aunque franqueable, en extremo arduo y peligroso.
Era la primera vez que Somervell penetraba en las regiones más elevadas del Himalaya. Henchido de energía, la misma tarde en que llegó al tercer campamento emprendió la ascensión a un collado situado frente a él; le acuciaba su peculiar afán de belleza. Allí la encontró, ciertamente, pues desde Rápiu La (tal es el nombre del paso) pudo tender la mirada hacia el maravilloso valle de Kama y admirar la soberbia cumbre del Makalu. Dibujó a toda prisa unas notas �o tomó, por lo menos, unos puntos de referencia para un esbozo� y a las cinco y media se había ya reunido con Mallory.
Al día siguiente, 13 de mayo, Mallory y Somervell, acompañados de un peón que transportaba una tienda, rollos de cuerdas y estacas, partieron del tercer campamento para desbrozar el camino hasta el Collado Norte y facilitar allí el establecimiento de una base. Debía encontrarse una ruta segura �o que pudiera convertirse en tal� para una serie continua de peones que la siguieran en ambos sentidos, transportando provisiones a los campamentos más elevados. Descubrir y asegurar esta ruta requería cierta reflexión. Mallory ya había visitado aquella blanca muralla, pero su exploración ocurrió en el otoño anterior y desde entonces se habían producido ciertos cambios. La ruta por la que ascendió hollando nieve blanda, tenía ahora un centelleo que delataba un hielo desnudo, duro y azul, por lo que no resultaría practicable. Debía encontrarse otro camino. A la izquierda se erguía una hosca cadena de inaccesibles acantilados de hielo. Vio a la derecha, en un trecho de unos cien metros, unos declives de hielo muy pronunciados y más allá un paso en pendiente, al parecer muy cubierto de nieve. fue necesario cortar peldaños para llegar a los declives de hielo y se dispusieron cuerdas para el uso de los peones que pasarían por allí posteriormente. Pero más allá, hasta el collado propiamente dicho, aunque la pendiente se hacía más pronunciada, no había ningún serio obstáculo.
Alcanzaron sin tropiezo el Collado Norte, quedando así dispuesta una ruta segura para los peones. Se montó en lo alto una diminuta tienda en señal de conquista, y los expedicionarios pudieron ya contemplar el panorama que se divisaba desde allí. Estaban a 7,000 metros sobre el nivel del mar, a una altura superior en 2,190 metros a la del Mont Blanc, y es natural que esperaran una anchurosa vista. Pero el Everest les sobrepujaba aún, por un lado, en 1,800 metros, y por el otro se erguía el Pico Norte, de una altitud superior en 600 metros a la del collado. Su campo de visión quedaba, pues, bastante reducido, pero pudieron admirar sin obstáculo la belleza del flanco noroeste del Everest, con su fulgurante muro de hielo y sus escarpadas simas, así como la silueta perfecta del picacho de Pumori.
El Pumori no es más que un pigmeo entre los gigantes de aquella región, pues tiene sólo una altitud de 7,015 metros, pero su forma es bellísima. Su caperuza de nieve, al decir de Mallory, “se apoya en una espléndida arquitectura: la mole piramidal de la montaña, la escarpada sucesión de sierras y estribaciones que miran hacia el Oeste y el Sur, los precipicios de roca y hielo que dan al Este y al Norte, poseen la equilibrada compensación de una larga cordillera que se extiende en dirección oeste-noroeste, paralela a una sierra frágil y fantástica, sin par en aquella región por la elegante hermosura de sus cornisas y torres”.
Tal espectáculo compensa en cierto modo una ruda tarea, pero los escaladores del Everest gozaban raramente de aquel premio de belleza. Su ruta ascendía por un valle confinado y la zona baja de aquellas montañas es, a menudo, francamente fea. Se yerguen más allá de las fronteras de la vida. Ningún árbol, arbusto o verde manchón de hierba se observa en aquellos parajes. Donde no hay hielo, nieve o precipicios se hallan frecuentemente largas pendientes o repulsivas roquedas.
Dejando la tienda como señal de ocupación, Mallory y Somervell, en compañía del peón, ya aligerado de su carga, descendieron aquella misma tarde al tercer campamento. Sintieron hasta cierto punto los efectos de la altura, pero tras descansar un par de días se repusieron prontamente, y ardían en tales deseos de llevar a buen término la gran tarea, que aun llegaron a admitir la posibilidad de prescindir de tienda al rebasar el Collado Norte, idea que, por fortuna, nunca pusieron en práctica, pues es muy dudoso que alguien pueda sobrevivir después de pasar una noche al aire libre en la mole principal del Everest. En todo caso, la hazaña sólo sería posible cuando no soplara el más leve hálito de viento y esas noches suelen ser allí de un frío extremado; quien no fuese víctima del vendaval perecería a causa del frío. Posteriormente demostró la experiencia que, aun en el interior de una tienda, el viento y el frío resultan casi insoportables.
El 16 de mayo se reforzó el tercer campamento con la llegada de Strutt, Morshead, Norton y Crawford y de un largo convoy de provisiones. Mediaba ya el mes de mayo y llegaban las tres únicas semanas del año en que la montaña es vulnerable. El grupo se decidió a la acción inmediata al enterarse de lo que vió Mallory el día 16 en el collado de Rápiu La. Al tender la mirada hacia el valle de Kama, pudo observar que “las nubes que formaban una masa hervorosa en aquella vasta y terrible caldera no eran de un blanco centelleante, sino de un melancólico gris”, de lo que coligió que amenazaban dificultades. La época de los monzones podía empezar de un momento a otro y debían anticiparse a ella en furiosa carrera y asaltar la cumbre mientras les quedase tiempo.
A la mañana siguiente �17 de mayo�, sin esperar ni un día más, Strutt, Mallory, Somervell, Norton y Morshead, con los peones (cada uno llevaba una carga de doce a quince kilos), partieron hacia el Collado Norte; Crawford, que estaba enfermo, tuvo que volver a la base principal.
En el alto declive no soplaba el viento y los expedicionarios gozaron de la caricia y la luz del sol matinal que los inundaba. Mallory y Somervell experimentaron menos que en la primera ascensión los desagradables efectos de la altura: empezaban ya a aclimatarse. Tal vez esa adaptación a las condiciones de las grandes altitudes aconseja que no permanezcan en una zona demasiado baja los alpinistas a quienes ha de confiarse el supremo esfuerzo. Es conveniente que pasen unos días a una altura de 6,000 o 7,000 metros antes de ascender más.
El 18 de mayo se dedicó al descanso en el cuarto campamento y a su reorganización. Al día siguiente llegó la segunda caravana con nuevos fardos y los alpinistas pudieron acampar con cierta comodidad. Claro que montaron las tiendas sobre nieve, pues no había en aquel paraje rocas ni peñascos, pero enormes bloques de hielo los protegían contra los embates del cortante viento del Oeste; contaban con víveres abundantes y variados: té, cacao, puré de guisantes, bizcochos, jamón, queso, embutidos, sardinas, arenques, tocino, lengua de buey, mermelada, chocolate, raciones de las que se usan en el Ejército y la Armada y spaghetti. Nada se olvidó en lo que atañe a alimentos sólidos, pero la grave dificultad era el agua. En el Collado Norte y en altitudes superiores la nieve y el hielo nunca se funden: sólo se evaporan. Allí no existe, pues, ningún arroyo ni el regato más mínimo. En aquel campamento y en los de situación más elevada costaba mucho trabajo obtener agua, pues para ello debía fundiese la nieve sometiéndola a la acción del fuego.
El 20 de mayo empezaría la ascensión a la mole principal del Everest. <\/p>\n

(1) “Señor”, en la India (N. del T.)<\/div>\n

<\/p>\n

CAPÃ?TULO XI<\/p>\n

EL ASALTO<\/b><\/div>\n

<\/p>\n

La víspera de la gran aventura, Mallory se sentía henchido de esperanza. No estaba enteramente seguro de poder alcanzar la cumbre con los medios, relativamente escasos, de que disponía, pero abrigaba una cierta ilusión de conquistarla. Todo dependería de la altitud que podrían alcanzar los peones, transportando el material necesario para instalar el campamento. Acaso la empresa dependía también de otros factores, pues aunque los trajineros lograsen llevar la tienda o tiendas a los 8,200 metros, tal vez los alpinistas no podrían escalar los 600 metros restantes. En todo caso, si los peones no transportaban el material del campamento a una altitud que se aproximase a los 8,200 metros, no podrían los escaladores abrigar grandes esperanzas de llevar a buen término su misión.
En la mañana del 20 de mayo los expedicionarios sólo contaban con nueve peones, de los cuales únicamente cuatro estaban realmente en condiciones de emprender la ruda tarea. Debían transportarse dos tiendas �que pesaban seis kilos cada una�, así como dos sacos de dormir dobles, utensilios de cocina y víveres para un día y medio. Este material se distribuyó en cuatro fardos de ocho kilos para los nueve peones. Se les daba así e! máximo de facilidades; ofrecían, además, la ventaja de ser hombres nacidos en aquellas montañas y de estar acostumbrados a transportar carga desde su niñez.
Los alpinistas a quienes se encargó la última etapa eran Mallory, Somervell, Norton y Morshead. Strutt se vio obligado a regresar al tercer campamento, pues no llegó a aclimatarse a aquellas alturas.
El grupo se puso en marcha a las siete y media de la mañana. Por vez primera en la Historia, el hombre hollaba la mole principal del Everest. Hace muchos nlillones de años debió de bullir en aquella montaña una intensa vida, pues estuvo sumergida en el mar y posteriormente sería una isla tropical, cubierta de palmeras y helechos y habitada por mil especies de insectos y pájaros, Pero eso ocurriría antes de que apareciese el hombre en la Tierra, y en el transcurso de toda la historia humana el Everest habrá sido una montaña cubierta de eternas nieves. Si los nepaleses y los tibetanos nunca se han atrevido a escalarla, es casi seguro que no conquistaría su cumbre el hombre primitivo. Puede, pues, consignarse el 20 de mayo de 1922 como la fecha en que el hombre puso sus plantas por vez primera en el Everest, pero la Historia no registra aún con certeza cuál de los cuatro escaladores fue el primero en sentar el pie sobre el declive que conduce a la montaña partiendo del Collado Norte. Se menciona, sin embargo, a Morshead como primero de la cuerda al emprender la marcha: tal vez le corresponde, pues, aquel honor. Y sería muy adecuado, pues pertenece al Servicio Topográfico de la India, que descubrió la montaña, precisó antes que nadie su altitud y le dio el nombre de un antiguo jefe, el inspector general Sir George Everest.
¿Qué aspecto ofrecía, ahora que los alpinistas pugnaban ya con ella? Pareció accesible desde cierta distancia; ¿lo era en realidad? Tendiendo la vista hacia la cara norte desde su pie, se observa un declive ligeramente cóncavo, que se vuelve más abrupto al acercarse a la sierra nordeste. Los escaladores podían seguir por la cresta algo roma de la cara norte, en el punto donde se junta con la faceta nordeste, hacia la izquierda, o buscar una ruta paralela en la ligera depresión de la derecha. En ningún caso la marcha era difícil y en cierto paraje había un gran ventisquero que ofrecía una buena ruta. la dificultad no estribaba en el aspecto físico de la montaña, sino en el intenso frío y en los efectos de la altitud. Por fortuna, la mañana había sido hasta entonces apacible y despejada, pues en otras ocasiones los alpinistas han sufrido allí los embates de un terrible vendaval. Pero al ascender unos 350 metros más, aumentó el frío y los exploradores tuvieron que ponerse más ropa. El sol desapareció tras las nubes y el frío era cada vez más intenso. Empezaban va a sentir los efectos de la altura y jadeaban vivamente, debiendo respirar varias veces entre paso y paso.
A las once y media habían alcanzado los 7,600 metros y allí surgió una dificultad. Se proponían seguir ascendiendo hasta los 7,900, pero, ¿dónde encontrarían espacio para montar sus minúsculas tiendas? Todas las rocas eran abruptas, y donde el suelo no era quebrado, los repechos tenían una inclinación excesiva para sostener una tienda. Los exploradores se hallaban en un serio apuro. Debían encontrar a toda costa un lugar para montar sus tiendas, y con el margen suficiente para que los peones pudiesen regresar al Collado Norte antes de que empeorase el tiempo, pues las dos tiendas transportadas sólo podían cobijar a los escaladores. Escudriñaron la montaña con avidez, sobre todo por la parte de sotavento, sobre la cresta del macizo principal, buscando un punto relativamente llano y adecuado para montar sus tiendas, y con el margen suficiente para que los peones [regresaran.] Los expedicionarios tenían que limitar su búsqueda a los alrededores. Por fin, aproximadamente a las dos de la tarde, Somervell y algunos de los peones encontraron un lugar adecuado para montar una de las tiendas. Para la segunda tuvo que elegirse un punto inverosímil, del que se sacó el mejor partido posible: se montó al pie de una larga laja inclinada. Primero se dispuso sobre ésta una plataforma de piedra y se situó luego la tienda. A las tres de la tarde los tres peones pudieron regresar al Collado Norte.
La dificultad con que tropezaron los alpinistas �la ulterior expedición tuvo que enfrentarse con idéntico obstáculo� para encontrar el espacio llano, por pequeño que fuera, indispensable para una de aquellas reducidas tiendas de campaña, da una clara idea de las características de la superficie del Everest. Su mole principal no presenta grandes tajos, pero su declive es pronunciado e incesante.
Durante la noche la temperatura fue muy moderada y el termómetro no descendió de los 13º bajo cero; se proponían intentar al día siguiente la conquista de la cumbre. La tuvieron siempre frente a ellos, sólo a un kilómetro y medio de distancia, aproximadamente, en línea recta, y en aquel aire tan transparente debió de parecerles aún más cercana. Muchos supondrán que hombres de tan ardoroso espíritu como Mallory y Somervell se sentirían muy animados, pero Mallory, en sus Memorias, refiere que aquella mañana no le sobraban bríos al grupo. De ello puede colegirse que a los 7,600 metros de altura el hombre no experimenta ya ninguna euforia espiritual. Lo cierto es que se hallaban en la situación de un atleta exhausto y jadeante al final de una carrera. Si los hubiese rodeado una multitud, vitoreándolos con estentóreos gritos, o hubiesen podido leer en la mente de los que permanecían en la patria y seguían tan ávidamente su avance con la imaginación, acaso hubieran sentido cierta excitación y júbilo. Pero, en aquellas circunstancias, debían pugnar para alcanzar su objetivo entre un sepulcral silencio. En la helada soledad de la altitud suprema, el espíritu humano debía abrirse paso sin que lo animase nadie.
El día 21 por la mañana empezó a nevar y una espesa niebla cubría la montaña. Calzarse las botas heladas y preparar un ligero desayuno caliente ocupó cierto tiempo y hasta las ocho no pudieron emprender la marcha. Entonces los alpinistas atacaron de frente la montaña, prestos a alcanzar la sierra nordeste �!a misma que se divisa desde Darjiling y Khamba Dzong y que nos es familiar por las fotografías del Everest� y seguir avanzando por ella. Habían dado pocos pasos, cuando Morshead dijo a sus compañeros que prefería quedarse: estaba rendido y no quería ser un estorbo. Volvió, pues, a la tienda y esperó allí su rezar.
La ascensión seguía haciéndose por un declive pronunciado, pero no difícil. Aquel suelo quebrado era practicable casi en todas partes y no requería esfuerzos gimnásticos ni grandes tirones: no subían por una cresta, sino por una vertiente. Se hallaban en el flanco del Everest, aunque junto a su cresta. El verdadero obstáculo consistía en la difícil respiración. Convenía evitar los movimientos rápidos y las sacudidas y avanzar rítmicamente; a pesar de su gran fatiga, debían conservar el temple y mostrar equilibrio en todas sus acciones. Además, era indispensable que pusieran especial cuidado en hacer largas y hondas aspiraciones. Era preciso respirar por la boca, no por la nariz; la facultad de inhalar aire suficiente �y, por lo tanto, suficiente oxígeno� dependía de la resistencia de sus pulmones. Debían, pues, someter sus funciones a un estricto método.
Así pudieron seguir avanzando por etapas de veinte a treinta minutos, con intervalos de descanso de tres o cuatro. Pero la difícil respiración influía ya visiblemente en la marcha; no avanzaban con suficiente celeridad, pues sólo recorrían unos 120 metros por hora. Al alcanzar mayor altura, el promedio sería menor aún. Poco a poco empezaron a darse cuenta de que no podrían alcanzar la cumbre. Se encontraban a 1,200 metros sobre el campamento y, a aquel paso, emplearían diez horas para volver a él. Además, debían contar con suficientes reservas de tiempo y energías para efectuar el regreso de modo seguro, pues, aunque la montaña es relativamente fácil, no permite excesiva confianza. Tales consideraciones empezaron a pesar en el ánimo de los alpinistas. Era evidente que no podrían alcanzar su objetivo; a las dos y media decidieron regresar.
Habían llegado a un punto que, según pudo precisarse luego mediante observaciones con el teodolito, tenía una altitud de 8,230 metros.
Podría suponer el lector que, habiendo alcanzado los expedicionarios una altura que rebasaba en 793 metros las “marcas” supremas del alpinismo, sentirían cierto júbilo y que, hallándose sólo a treinta o cuarenta metros de la cresta de la sierra nordeste, se dirigirían allí para asomarse a la otra vertiente y contemplar, tal vez, la cordillera de Darjiling. En todo caso, nos figuraríamos que sintieron viva emoción al contemplar desde aquella altura el gigantesco Cho Uyo, que quedaba unos 60 metros más bajo. Pero ni Mallory ni sus compañeros experimentaron tales impresiones, pues se había ya agotado en ellos el sentimiento. Admitieron el hecho de que no podían conquistar la cumbre; aceptada la dura realidad, dieron media vuelta y empezaron a descender, acaso con una leve satisfacción íntima. Somervell llegó a admitir que en aquel momento no le importaba un ardite llegar a la cima. Se habían distendido en su ánimo todos los resortes de la energía y del gozo.
A las cuatro de la tarde estaban de regreso en la tienda, donde encontraron a Morshead animoso, pero no repuesto; tuvieron que atenderlo cuidadosamente mientras seguían descendiendo hacia el Collado Norte. Al poco rato se produjo un alarmante suceso que demostró hasta qué punto resulta peligrosa la “fácil” ruta de ascenso al Everest. Iban encordados los cuatro y abría la marcha Mallory, cuando, de pronto, resbaló el tercero, haciendo perder el equilibrio al cuarto. El segundo pudo detener momentáneamente a los otros dos, pero un instante después resbalaban los tres por el pronunciado declive de la vertiente oriental. Iba aumentando la velocidad de su caída y hubieran ido a estrellarse unos seiscientos o mil metros más abajo, cuando Mallory, oyendo a su espalda un ruido extraño, instintivamente y sin demora hincó su piolet en la nieve, ató la cuerda a su punta y lo agarró con todas sus fuerzas. El tirón dado por el segundo alpinista evitó a la cuerda un esfuerzo súbito: ella y el piolet resistieron. Esto salvó la vida a los tres, gracias a la soberbia habilidad montañera de Mallory.
Pero no sería aquélla su última experiencia desagradable. Después del accidente tuvieron que descender por una pendiente nevada, en la que fue necesario excavar peldaños �tarea agotadora�; Morshead se sentía entonces tan mal que tuvieron que sostenerlo. Empezaba ya a anochecer. Aun les quedaba mucho camino por recorrer y avanzaban con extraordinaria lentitud, buscando a tientas su ruta, sin más guía que el perfil de las rocas cuando cerró la noche. Llegaron por fin al Collado Norte, pero tuvieron que tantear el camino entre los enormes bloques de hielo. Evitando las hendiduras, y no fue cosa fácil; aunque usaban linterna, se extraviaron más de una vez. Hasta las once y media no llegaron a las tiendas, donde confiaban ver terminadas sus cuitas y encontrar alimento y sobre todo bebida, alguna bebida caliente, pues tenían reseco el paladar y experimentaban esa sed abrasadora que conocen los escaladores del Everest, originada por la intensa inhalación de enormes cantidades de aire frío y seco. Fácil es imaginar su terrible sorpresa al ver que, aunque seguían allí los demás utensilios, faltaban las marmitas. Era, pues, imposible fundir la nieve y tomar bebidas calientes. Para cultivar su angustiosa sed, la forma de alimento más aproximada al líquido de que disponían era mermelada de fresas, mezclada con leche condensada y nieve.
Sin ningún otro refrigerio después de realizar aquella ascensión que superaba todas las “marcas”, tuvieron que acostarse, Tendidos y maltrechos, en sus sacos de dormir. No es de extrañar que Norton decidiera entonces que la próxima expedición contaría con un grupo de refuerzo acampado en el Collado Norte, con gente dispuesta a atender a los alpinistas a su reareso y a servirles sin demora bebidas calientes y comida. La experiencia es aleccionadora y proporciona sus enseñanzas con indudable rudeza.
A la mañana siguiente �22 de mayo� les esperaba una tarea nada fácil: descender al tercer campamento. Había vuelto a nevar y se borraron las pistas. No sólo tuvieron que hallar una nueva ruta, sino también excavar peldaños para facilitar el paso de los peones que deberían subir al campamento del Collado Norte para recoger allí los sacos de dormir.
El grupo que llegó hacia el mediodía al campamento, de donde había salido a las seis de la mañana, estaba, en verdad, muy alicaído, pero Wakefield se encargó de los maltrechos alpinistas. Pudieron ingerir té en abundancia y cobraron ánimo poco a poco. Pero los dedos de Morshead habían sufrido la mordedura de la congelación y durante algunos meses se temió que los perdería. <\/div>\n

<\/p>\n

CAPÃ?TULO XII<\/p>\n

SE UTILIZA EL OXÃ?GENO<\/b><\/div>\n

<\/p>\n

Cuando Mallory y su grupo descendían del Collado Norte se cruzaron con Finch, que se disponía a efectuar la ascensión usando oxígeno. Era el más entusiasta defensor de su empleo. Como profesor de química, poseía el ansia del científico por ver aplicada la ciencia en el terreno práctico y realizaba a la perfección todas sus tareas, poniendo sumo cuidado en los más nimios detalles. Propugnó desde un principio el uso de oxígeno y, desde que se decidió en Inglaterra su empleo, se le encargó cuanto atañía a este aspecto de la expedición.
El oxígeno es corriente entre los aviadores, pero hasta entonces ningún montañero intentó emplearlo en la proporción que se requería para ascender al Everest. No se contaba, pues, con ningún aparato ideado para el alpinismo y el que poseían los expedicionarios fue proyectado especialmente para aquella ocasión; era de esperar que, al ponerlo a prueba, se revelarían sus defectos. Finch empleó mucho tiempo corrigiendo tales deficiencias y adiestrando a los alpinistas en su manejo. Tal preparación debió de ser una tarea ingrata, pues ningún hombre en sus cabales se sentirá entusiasmado al transportar aquel embarazoso aparato y experimentar la sofocación ocasionada por la horrible máscara que se facilitó al principio. Pero Finch, claro está, era un fanático, como debe serlo toda persona que desee ver realizada una idea nueva.
Era indomable su decisión de defensor del oxígeno y de montañero. Acaso su salud no sería muy sólida al partir de Inglaterra; en el Tibet se quejó de molestias de estómago. Sea como fuere, su enérgica voluntad logró vencer la rebelión de sus órganos digestivos; el 16 de mayo estuvo ya en condiciones de dejar el campamento principal. En un principio se proyectó que Norton se uniría a Finch para intentar el ascenso con oxígeno, pero, a causa de la indisposición del segundo, aquél se marchó con Morshead para acompañar a Mallory y Somervell. Finch se llevó consigo a Geoffrey Bruce.
En el sentido estricto, usado en el Club Alpino, Geoffrey Bruce no era un montañero. Simple “excursionista”, aunque notable de veras, poseía las condiciones físicas del escalador: era alto y delgado, sin el menor síntoma de obesidad. No es preciso decir que le adornaba un brioso espíritu, pues tal virtud era común entre los expedicionarios. Poseía, además, una flexibilidad mental y una avidez de conocimiento Â?tanto en lo que atañe al uso del oxígeno como al deporte montañero en generalÂ?, que son el don más apetecible si no se posee experiencia. Un tercer miembro del grupo que intentó el ascenso con oxígeno era un valeroso y menudo “gurkha”, el cabo de lanceros Tejbir, a quien se confiaba la misión de transportar balones de reserva hasta el punto más elevado que pudiera alcanzar, para permitir la ascensión a los escaladores. Se encargaría de una obscura labor en beneficio de otros, que cosecharían la fama, pero es inevitable que en las expediciones de esta índole alguien se encargue de tales tareas. Y nadie supo apreciar mejor el valor de sus auxiliares que los que se beneficiaron de la gloria.
Wakefield hubiera formado parte del grupo, de no experimentar con mayor intensidad de lo que esperaba los desagradables efectos de la altura. No poseía ya el brío juvenil de aquella época en que realizó sus famosas escaladas en el Cumberland; tuvo que contentarse con el papel de médico de las avanzadas, acompañando a Finch y a Geoffrey Bruce hasta el tercer campamento, para someterlos a revisión antes de proseguir la marcha montaña arriba.
Subiendo por el glaciar, se instruyó a Geoffrey Bruce y a Tejbir en el arte de avanzar por el hielo y en el deporte montañero en general; el 19 de mayo llegaron al campamento. Emplearon tres horas en la subida y cincuenta minutos en el descenso, lo que satisfizo a Finch.
Allí se les unió Noel. No era más que el fotógrafo de la expedición y simple “excursionista”, pero le entusiasmaba tanto como a los demás la idea de escalar el Everest. Durante largos años acarició aquel proyecto. Poseía un temperamento vehemente y era muy sensible a la belleza de las montañas. Ambicionaba reunir una documentación cumplida sobre la expedición, en fotografía y películas. Deseaba captar y expresar el espíritu de las montañas, el pavor que inspiran, su terrible naturaleza, su poderío y su gloria y, pese a esas tremendas cualidades, su irresistible atracción. Noel poseía un vigoroso espíritu de artista y era, además, habilidoso e incansable. Todos los expedicionarios convinieron, a su regreso, en que Noel trabajó más que nadie. Cuando no andaba por la montaña tomando fotografías, pasaba horas y horas revelando los clisés en su tienda, y lo hacía en condiciones muy duras, pues el viento constante y furioso lanzaba polvillo de nieve por todas partes y el frío helaba inmediatamente el agua o cualquier solución. Otro inconveniente para el fotógrafo en aquellas regiones es la sequedad excesiva de la atmósfera. Al dar vueltas al manubrio de la máquina cinematográfica, se producían pequeñas chispas eléctricas que hacían borrosa la imagen.
El reducido número de peones de que disponían los expedicionarios no permitía que los acompañase Noel con su máquina por el Everest hasta una gran altitud. Podía, sin embargo, llegar al Collado Norte y por eso acompañó a Finch y a Geoffrey Bruce cuando partieron el 24 de mayo, iniciando lo que podría llamarse el asalto con oxígeno. Pernoctaron en el campamento del collado y dejando a Noel allí, Finch y su grupo se pusieron en marcha, montaña arriba, el 25 de mayo.
Doce peones que transportaban balones de oxígeno, provisiones para un día y material para establecer el campamento acompañaron a Finch, Bruce y Tejbir; los trajineros partieron antes y los alpinistas los siguieron hora y media después. Cada uno de ellos transportaba una carga de unos trece kilos, pues tal es el peso del aparato de oxígeno; pero como podían adquirir nuevas energías inhalando aquel gas, alcanzaron a los peones a una altitud de unos 7,400 metros y siguieron avanzando, con la esperanza de acampar a los 7,900 aproximadamente. Pero no pudo realizarse su plan, pues hacia la una de la tarde el viento empezó a refrescar y cayó una nevada, siendo cada vez más amenazador el cariz del tiempo. Tuvieron que buscar en seguida un sitio donde acampar, pues era preciso que los peones regresaran al Collado Norte y no debía ponerse en peligro sus vidas obligándolos a descender en plena ventisca.
El grupo se hallaba a una altitud de 7,750 metros. Era inferior a las aspiraciones de los escaladores para aquella etapa, y aun la que proyectaron alcanzar quedaba muy lejos de la cumbre, pues implicaba una ascensión de 600 metros, de todo punto imposible en una sola marcha. Pero no pudiendo lograr más aquel día, se dispuso una pequeña plataforma en el lugar elegido, montóse la tienda y se ordenó a los peones que regresaran al Collado Norte.
Finch, Bruce y Tejbir se hallaban en situación realmente precaria. Podría decirse que estaban colgados sobre el declive de la montaña, agarrándose con la punta de los dedos. No estaban sólidamente asentados sobre la tierra firme, sino que se sostenían de modo inseguro en la pendiente y se hallaban al mismo borde de los tremendos precipicios que descienden hacia los Glaciares Rongbuk, 1,200 metros más abajo. Se preparaba una tormenta y caía una copiosa nevada; el fino polvillo de nieve, impelido por el viento, penetraba en la tienda y lo impregnaba todo, El frío era atroz y los tres escaladores, muy apiñados en su minúsculo cobijo, intentaban calentarse ingiriendo bebidas preparadas con nieve licuada. Ni siquiera aqello los confortaba, pues en tan considerables altitudes el agua hierve a temperatura muy baja y no es posible tomar una bebida caliente de veras. Sólo lograron preparar té o sopa tibios.
Puesto ya el sol, la tormenta se cernió sobre ellos en toda su furia. Batía contra la frágil y menuda tienda, amenazando con arrancar ignominiosamente de la montaña aquel cobijo y sus moradores. Con frecuencia tenían que salir los alpinistas para asegurar las tiendas entre el torbellino de la ventisca y amontonar nuevas piedras. La lucha con los elementos duró, sin descanso, toda la noche. No podía pensarse siquiera en dormir, no sólo por el furioso aleteo de la tienda, sino porque se requería una constante vigilancia para evitar que la tormenta los arrojara al abismo. Y el polvillo de nieve no cesaba de penetrar en la tienda, en el lecho y los vestidos, causando el más agudo malestar.
Al romper el día cesó la nevada, pero seguía el ventarrón con la misma violencia. Debían abandonar toda esperanza de proseguir la ascensión, por lo menos entonces. Ni siquiera podían pensar en el descenso: era preciso quedarse allí. Hacia el mediodía aumentó la furia de la tormenta y una piedra agujereó la tienda, lo que empeoró la situación. Pero a la una de la tarde amainó de pronto el vendaval, convirtiéndose en simple brisa algo fuerte y se les brindó la ocasión de regresar rápidamente hacia la seguridad, al cobijo del Collado Norte.
Tal hubiera sido la decisión aconsejable si los expedicionarios hubiesen tenido por lema “la seguridad ante todo”, pero el indómito espíritu de los alpinistas no cedía aún. Seguían todavía aferrados a la esperanza de proseguir la ascensión al día siguiente, y antes de que anocheciera recibieron refuerzos que los llenaron de júbilo. De pronto se oyeron voces en el exterior de la tienda y aparecieron unos peones que enviaba Noel desde el Collado Norte, provistos de termos con caldo y té calente.
Este pequeño incidente demuestra cómo se perfeccionaba la técnica de los exploradores. ¡Enviar termos a unos hombres encaramados a 7,750 metros de altitud, en un día feísimo como aquél y precisamente cuando ya cerraba la noche! ¡Qué lealtad la de quienes se encargaron de tan ruda tarea y qué maravilla lo que se logra, de modo casi natural, al luchar denodadamente para alcanzar lo más elevado!
Los alpinistas recibieron los frascos con gratitud e hicieron regresar a los peones al collado; pero quienes permanecían en el precario cobijo estaban rendidos. La falta de suelo y el esfuerzo constante que se requería para mantener segura la tienda menguaron mucho su resistencia. Débiles como estaban, el frío hacía sentir sus efectos. En sus miembros se insinuaba un torpor mortal y en aquel apuro se acordaron del oxígeno. Tomaron diversas dosis y volvieron a sentir el agradable hormigueo del calor. Durante la noche siguieron inhalando periódicamente dosis de oxígeno y gracias a ese tónico lograron dormir algún rato.
Se levantaron antes del alba y se aprestaron a proseguir la ascensión. Sus botas estaban completamente heladas y los alpinistas emplearon una hora en hacerles recobrar su primitiva forma, manteniéndolas sobre la llama de una vela. Se pusieron en marcha a las seis y media. Finch y Bruce llevaban el aparato de oxígeno, máquinas fotográficas, termos, etc. �más de dieciocho kilos, en conjunto� y Tejbir transportaba, entre otras cosas, dos balones complementarios, con un peso total de unos veintidós kilos. Era un peso abrumador en aquellas alturas; la fe que indujo a realizar tal proeza hubiera bastado para remover al propio Everest. Si era justificada aquella fe, es ya otro asunto.
Finch se proponía subir por la cresta del macizo principal para dirigirse a la sierra secundaria. Tejbir, con los balones de reserva, los acompañaría hasta allí y regresaría luego a la tienda, donde esperaría que volvieran Finch y Bruce. Pero el peso era excesivo para el pobre Tejbir y cuando habían avanzado apenas un centenar de metros, dijo que no podía más. Bruce, pese a toda su elocuencia, no logró persuadirlo para que siguiese adelante y tuvieron que resignarse a su regreso. Es ya asombroso lo mucho que hizo. Tejbir merece gran honor �y le fue tributado�por esa ejemplar hazaña. Alcanzó una altitud de cerca de 7,900 metros.
Los dos restantes siguieron avanzando y como la ascensión era fácil, prescindieron de la cuerda. Pasaron junto a dos parajes casi llanos, donde había espacio más que suficiente para acampar, y llegaron a una altitud de 8,082 metros. De pronto sopló el viento con tal furia que Finch creyó necesario suspender la ascensión por la cresta del macizo principal y cruzar por el propio macizo. Confiaba así lograr mejor protección contra las heladas ráfagas que temía encontrar en la sierra nordeste.
Pero la marcha no resultó tan fácil en la mole como en la cresta. El ángulo del declive era mucho más pronunciado y tal era la estratificación de las rocas, que sobresalían considerablemente y con marcada inclinación. A veces, sucedían a las lajas unos trechos de traidora nieve en polvo, cubierta de una leve capa de hielo, dura y engañosa, con apariencias de solidez. En tales circunstancias no siempre podía asentarse el pie con firmeza, pero Finch, para no perder tiempo, siguió prescindiendo de la cuerda: él y Bruce ascendían al sesgo por la mole, en autónomo avance.
Desde que dejaron la cresta no ganaron mucha altitud, pues marchaban en dirección casi horizontal. Pero se aproximaban a la cumbre, en lo que atañe a simple distancia, y esto los animaba. Al llegar los 8,200 metros, ascendieron diagonalmente hacia un punto de la sierra situado, poco más o menos, en mitad de la distancia que los separaba de la cima, hasta que un accidente inutilizó el aparato de oxígeno usado por Bruce. Finch lo acopló al suyo, para que Bruce pudiese seguir inhalando el gas; luego, descubrió la avería y logró repararla satisfactoriamente.
Parece cosa sencilla: “descubrió la avería y logró repararla satisfactoriamente”. Pero era toda una hazaña, pues las facultades humanas, cuando uno se halla a una altitud de 8,300 metros, quedan embotadas hasta casi su total extinción. En tales zonas los alpinistas sólo logran avanzar pesada y maquinalmente, con el cerebro obtuso, como trocado en corcho. Pero Finch conservaba aún cierta vivacidad mental y fuerza de voluntad, y pudo arreglar el aparato.
Sin embargo, el avance tocaba a su fin. Los debilitaba el hambre y la pugna nocturna contra el viento los dejó rendidos. Estaban aún demasiado lejos de la cumbre para que existiera la más leve probabilidad de alcanzarla. Acaso se hallaban sólo a unos 800 metros de distancia, pero los separaban de ella algo más de 500 de altitud. De nada hubiera servido apurar más las cosas; no les quedaba otro recurso que retroceder: la dura realidad les era contraria.
En aquel punto culminante de su esfuerzo se hallaban en la mole principal del Everest, a 8,300 metros de altitud. ¿Qué vieron entonces? ¿Qué impresiones experimentaron? Poca documentación existe sobre esos extremos, por la simple razón de que debían dedicar a la inmediata tarea de avanzar o retroceder por la montaña la escasa actividad de que era capaz su espíritu. Finch refiere sólo la circunstancia de que las abundantes nubes casi impedían la visión del Pumori, la hermosa montaña de 7,015 metros de altitud; desde el punto donde se hallaban los exploradores se había empequeñecido considerablemente y parecía un insignificante bloque de hielo, al lado del Glaciar Rongbuk. Ni siquiera pensó entonces en tomar una fotografía, a pesar de que llevaba consigo la cámara. Todos sus pensamientos giraban en torno al propósito de empezar el descenso.
Decididos ya a regresar, Finch y Bruce empezaron, sin demora, el descenso; antes tomaron la precaución de encordarse, para evitar que una accidental interrupción en el aparato del oxígeno fuese causa de que uno de los dos resbalara . Avanzaban más de prisa, pero se imponía la prudencia. Hacia las dos de la tarde llegaron de nuevo a la cresta de la mole principal; se desprendieron allí de la carga de cuatro de los recipientes de oxígeno y emplearon escasamente media hora en alcanzar su tienda, donde hallaron a Tejbir cómodamente abrigado en el interior de los tres sacos de dormir, sumido en el profundo sueño de los que han apurado hasta el límite sus energías. Vieron subir a los peones que iban a recoger el equipo; Finch y Bruce, dejando a Tejbir a su cuidado, emprendieron en seguida la marcha hacia el Collado Norte. Se sentían débiles y temblorosos y avanzaban con paso inseguro, pero lograron llegar al campamento del collado a las cuatro de la tarde. Noel les había preparado té caliente y un plato de spaghetti. Tres cuartos de hora después, ya descansados y fortalecidos, se pusieron otra vez en camino. Noel los acompañó y atendió solícitamente en la ruta de descenso por la abrupta pendiente nevada y los declives de hielo, hasta el fondo casi llano del glaciar. A las cinco y media se hallaban en el tercer campamento: habían descendido 1,500 metros desde el punto más elevado.
Falló el intento de conquistar la cumbre, pero la ascensión con oxígeno fue un prodigioso esfuerzo una demostración de energía fría e inflexible que difícilmente podrá superarse. <\/div>\n

<\/p>\n

CAPÃ?TULO XIII<\/p>\n

UN ALUD<\/b><\/div>\n

<\/p>\n

Se realizó otra gran proeza montañera y se alcanzó otra “marca”, pero el Everest no había sido vencido. Tal era la dura realidad con que debían enfrentarse. El Everest seguía rebelde al señorío humano y la expedición llegaba casi al límite de sus energías. No poseía reservas: los mejores alpinistas realizaron ya su esfuerzo y es casi imposible que los mismos hombres intenten dos asaltos al Everest en una misma estación. Sin embargo, los alpinistas no se resignaban aún a aceptar la derrota. Seguirían avanzando hasta verse rechazados definitivamente. Tal era su actitud mientras se reponían en el campamento principal.
El que mejor se encontraba era Somervell. Mallory sufría los efectos, aunque leves, de la congelación, con ciertas repercusiones cardíacas. También Norton era víctima de la mordedura del frío y tenía el corazón algo debilitado. A Morshead le aquejaba un dolor continuo, debido igualmente a la congelación, y corría el grave riesgo de que tuvieran que amputarle los dedos. Era evidente que los dos últimos deberían regresar a Sikkim sin tardanza. Y cuando Finch y Geoffrey Bruce llegaron al campamento principal se vio que Bruce tenía los pies tan maltrechos, a causa del frío, que no podría andar. Finch, en cambio, aunque estaba rendido, no experimentó los efectos de la congelación ni sufría debilidad cardíaca. Tal era el no muy halagüeño estado de los exploradores a fines de mayo. También Strutt estaba muy agotado. Longstaff no poseía ya el brío de antes y ni Wakefield ni Crawford lograron aclimatarse a las grandes altitudes.
Pero si algunos de los expedicionarios se reponían algo, acaso dispondrían del tiempo justo para intentar un nuevo esfuerzo antes de la época de los monzones. Era indudable que Strutt, Morshead, Geoffrey Bruce, Norton y Longstaff tendrían que regresar a Sikkim en seguida. Pero tal vez el corazón de Mallory mejoraría y Finch lograría reponer sus fuerzas.
El 3 de junio, Mallory fue sometido a examen médico y lo hallaron ya sano. Decidióse en seguida intentar un tercer esfuerzo, si bien el general Bruce encareció a los interesados la necesidad de que no cometieran imprudencias al aproximarse la época de los monzones.
Mallory, Somervell y Finch formarían el grupo que debería conquistar la cumbre; Wakefield y Crawford constituirían las fuerzas auxiliares en el tercer campamento. Ambos grupos contarían con gran número de peones.
Aquel mismo día los expedicionarios llegaron al primer campamento, pero Finch se sentía tan mal que tuvo que regresar a! día siguiente y se unió al grupo de inválidos, dirigido por Longstaff, en su marcha hacia Sikkim. Había ya dado de sí cuanto podía y nadie le exigiría más.
Aquel día, 4 de junio, ya aparecieron siniestros presagios de los monzones. Caía una copiosa nevada y el grupo expedicionario no pudo avanzar. Acaso hubiera sido mejor que retrocedieran, reconociendo que ya habían empezado los monzones y no era posible el nuevo intento, pero en aquella región el período de mal tiempo no se inicia de modo muy claro. Cae una intensa nevada y luego hay una pausa, un intervalo de buen tiempo. Mallory contaba precisamente con el azar de esa pausa bonancible. Según consignó en sus Memorias, no deseaban exponerse inútilmente a evidentes peligros, pero, antes que detenerse por una apreciación general de las condiciones meteorológicas, preferían retirarse ante un riesgo definido o fracasar en el intenso.
Durante la segunda noche que pasaron en el primer campamento volvió a nevar, pero el 5 de junio por la mañana el tiempo ofrecía mejor cariz y decidieron ponerse en marcha. Les sorprendió observar que la nieve recién caída apenas había afectado al glaciar. Se había fundido o evaporado en su mayor parte y sólo quedaba una capa de unos trece centímetros. Pasaron, pues, junto al segundo campamento sin detenerse y se dirigieron directamente al tercero. Allí la capa de nieve era mucho más espesa, y el conjunto de la escena �con los obscuros nubarrones colgando sobre el flanco de la montaña� era gris y melancólico. Además, encontraron desmontadas las tiendas, para evitar que se rompieran los soportes, y buena parte de ellas aparecían cubiertas de nieve y hielo; las provisiones estaban enterradas en la nieve y tuvieron que cavar para recogerlas.
¿Era posible seguir avanzando en tales circunstancias? ¿Había alguna probabilidad de alcanzar la cumbre o siquiera de subir algo más? Aquella noche parecía dudoso, pero al día siguiente el tiempo mejoró; no tardó en despejarse el cielo y en aparecer un sol radiante; volvió a renacer la esperanza, sobre todo cuando los expedicionarios observaron que el viento barría la nieve de la sierra nordeste y que pronto podrían ascender por ella.
Cifraban todas sus esperanzas en el oxígeno. No sería posible establecer un segundo campamento más allá del Collado Norte y sabían que sin él no podrían, con sus solas fuerzas, llegar a un punto más elevado que el alcanzado en el intento anterior. Pero el oxígeno obraría maravillas. Finch había informado a Somervell sobre los detalles mecánicos y estaba seguro de que sabría manejar el aparato. Los que habían usado el gas estaban tan convencidos de su eficacia que contagiaron su fe a Mallory y Somervell. Recogerían el fruto de la experiencia de Finch. Intentarían de nuevo acampar a 7,900 metros de altitud y no empezarían a emplear el oxígeno hasta haber alcanzado los 7,600.
Pero ante todo debían escalar el muro que se interponía frente al Collado Norte. No confiaban llegar a aquel paso en una sola jornada, pues era excesiva la capa de nieve recién caída. Pero podían empezar en seguida la tarea transportando fardos hasta cierto punto de la ruta, pues debían aprovechar en lo posible el buen tiempo. Aquel mismo día �7 de junio� pusieron manos a la obra.
Emprendieron la marcha a las ocho de la mañana y, a pesar de que heló fuertemente durante la noche, la capa de hielo apenas los sostenía y se hundían hasta las rodillas casi a cada paso. Podrían producirse aludes, pero sólo los temían en determinado punto: en los sesenta metros de empinado declive que precedían al repecho donde se establecido el cuarto campamento. Allí deberían avanzar con precaución, tanteando la nieve antes de cruzar el declive. Pero creían que el resto de la ruta no ofrecería peligro alguno.
Wakefield quedó en el tercer campamento como encargado de las provisiones. El grupo que se hallaba en el Collado Norte estaba formado por Mallory, Somervell, Crawford y catorce trajineros. Era evidente que los tres alpinistas, que no llevaban carga, deberían formar la vanguardia, abriendo una pista para los peones cargados en la pronunciada pendiente de hielo, cubierta entonces de nieve. �sta se adhería de tal modo al hielo que pudieron ascender sin necesidad de excavar peldaños. Se limitaban a surcar la nieve para ver si se desprendía en grandes masas, pero no se produjo el menor movimiento. Pasado aquel punto difícil, siguieron avanzando sin titubeos. Creían que, no habiéndose desprendido allí la nieve, tampoco se deslizaría en los declives menos pronunciados. No había ya ningún peligro de aludes.
Prosiguieron, pues, la marcha, pugnando con la densa capa de nieve. Era un esfuerzo agotador, pues cada vez que levantaban el pie les era indispensable detenerse para respirar varias veces antes de dar otro paso.
Por fortuna, hacía un día radiante y sin viento alguno. A la una y media de la tarde se hallaban a unos ciento veinte metros bajo un enorme bloque de hielo que se destacaba entre los demás y sólo ciento ochenta de altitud los separaban del Collado Norte mientras avanzaban por la suave pendiente del pasadizo. Allí tomaron algún descanso, hasta que llegaron los peones, que ascendían formando tres grupos encordados separadamente. Entonces se puso de nuevo en marcha el conjunto de los expedicionarios, con sumo cuidado, pero sin sospechar que los amenazase algún peligro.
Sólo habían recorrido unos treinta metros, guiados por Somervell. Se hallaban algo más arriba de la mitad del declive y el último grupo de los escaladores empezaba apenas a subir por los peldaños, cuando de pronto sobresaltó a los expedicionarios “un ruido siniestro, agrio, alarmante, violento, pero sordo, en cierto modo, como una explosión de pólvora sin atacar”. Mallory no había oído jamás aquel ruido, pero comprendió instintivamente de qué se trataba. Vió hendirse y arrugarse la superficie de la nieve. Luego se sintió arrastrado suavemente hacia abajo en la móvil capa, llevado por una fuerza irresistible. Logró apartarse de la pendiente, para evitar verse lanzado de cabeza, hacia atrás, y durante uno o dos segundos apenas le pareció estar en peligro; se deslizaba con la nieve por el declive, pero sin violencia. A poco sintió un tirón en la cuerda que llevaba atada a la cintura, que lo detuvo. Se le acercó una ola de nieve y quedó sepultado. Todo parecía ya terminado para él, pero se acordó de que la mejor defensa en tales situaciones consiste en “nadar”. Levantó, pues, un brazo sobre la cabeza y empezó los movimientos propios del que nada de espalda. Luego advirtió que disminuía el ímpetu del alud y que al fin cesaba del todo. Tenía libres los brazos, y las piernas próximas a la superficie. Tras una breve pugna, estuvo de pie, sorprendido y jadeante, sobre la nieve inmóvil.
Pero sentía tirante la cuerda con que estaba atado y supuso que el peón inmediato se hallaría muy hundido en la nieve; mas, con gran sorpresa de Mallory, surgió sano y salvo. También Somervell y Crawford se libertaron pronto. Sus experiencias fueron casi idénticas a las de Mallory.
Para ellos había acabado felizmente la aventura y unos cincuenta metros más abajo se veía un grupo de cuatro peones. Tal vez los demás estarían también a salvo. Pero los cuatro que veían estaban vueltos hacia abajo, lo que hacía suponer que los demás trajineros debieron de ser arrastrados más allá. Mallory y sus compañeros corrieron hacia ellos y no tardaron en descubrir que debajo del sitio donde se hallaban los cuatro peones había un formidable hoyo, un precipicio de hielo de unos doce metros. Los hombres que faltaban seguramente fueron lanzados a aquella grieta. No tardaron los alpinistas en encontrar una ruta, dando un rodeo al pie del pozo, y se confirmaron plenamente sus temores. Sacaron sin tardanza a uno de los hombres, que estaba sepultado en la nieve pero vivía aman; no tardó en reponerse. Otro, que llevaba cuatro balones de oxígeno en un dispositivo de acero y que cayó de cabeza, respiraba todavía, a pesar de haber pasado cuarenta minutos sepultado en la nieve. También se repuso y pudo andar por su pie hasta el tercer campamento, pero en el accidente murieron siete peones
Así, el tercer intento acabó en tragedia. Era evidente que el grupo expedicionario no debió aventurarse por los declives del Collado Norte. Pero afirmarlo es manifestar la fácil prudencia de quien juzga las cosas después del desenlace. Lo cierto es que, cuando se inició el intento, la situación no parecía entrañar tal peligro. Además, Mallory y Somervell eran alpinistas experimentados y prudentes. Admitiremos que pugnaban con el tiempo, pero eran incapaces de correr riesgos innecesarios; de ningún modo hubieran puesto en peligro sin necesidad las vidas de sus pobres peones cargados. Siempre los trataron con gran afecto y consideración.
Los expedicionarios británicos sintieron profunda compasión por los que hallaron la muerte prestando su leal servicio en una gran aventura. La impresión que su pérdida cansó a los deudos y amigos de aquellos hombres y a la gente del país se describe en unos pasajes de las Memorias del general Bruce, que poseen especial valor porque muestran la reacción de los indígenas ante accidentes de esa naturaleza.
Al recibir la mala nueva, el general Bruce la comunicó al Gran Lama del monasterio de Rongbuk, “que mostró intensa simpatía y bondad en todo aquel asunto”. En los monasterios budistas se celebraron cultos por los que perecieron y por sus familiares. Los demás peones, así como los deudos de los muertos, fueron recibidos en audiencia por el propio Lama, quien les otorgó su especial bendición. Más tarde, el general Bruce recibió de su amigo el maharajá de Nepal una carta de pésame. “Esto me recuerda Â?escribía Su AltezaÂ? la curiosa creencia, tan arraigada entre las gentes del país, y de la que me enteré hace ya tanto tiempo, cuando vivía aún nuestro común amigo el coronel Manners Smith y usted planteó el asunto del permiso para escalar el Monarca de las Cumbres, asunto que se discutió en un consejo de Bharadars. Según tal creencia, aquel picacho es mansión del dios Shiva y de la diosa Parvati, y cualquier violación de su intimidad sería un sacrilegio que acarrearía desastrosas consecuencias al país hindú y a sus pobladores. Esa creencia o superstición, según quiera llamarse, está tan firmemente arraigada que la gente atribuye el trágico suceso a la ira divina, que nunca quisieran, con ninguna acción, atraer sobre sus cabezas.”
Así consideraban la calamidad los tibetanos que habitaban al norte del Everest, y los nepaleses que residen al sur de la montaña. Bruce dice de los tibetanos que en su ánimo se mezclan extrañamente las supersticiones y los rectos sentimientos y lo mismo hubiera podido afirmar de los nepaleses.
Refiere también que las tribus del Nepal que habitan en la zona alta de las montañas, así como los “sherpas” y “buthias”, tienen la creencia de que si alguien resbala y pierde la vida, su muerte constituye un sacrificio acepto a Dios, y de modo especial a la divinidad de la montaña donde ocurre el accidente. Creen también que quien se encuentre en el mismo punto de la montaña y en la misma fecha y hora del suceso, resbalará igualmente y perderá la vida.
Pero, pese a esa calamidad y a las supersticiones, los demás peones de la expedición no tardaron en considerar las cosas con mejor ánimo. Se limitaban a afirmar que la hora de aquellos hombres había llegado; de no ser así, no hubieran muerto. Pero sonó la hora del destino y perecieron. Nada más podía decirse. Tal era el credo fatalista de aquellos hombres, prestos a unirse a otra expedición encaramada a la conquista del Everest. Si estaba escrito que morirían en la montaña, no escaparían a su suerte. Si su destino era salir con vida, no morirían, y asunto concluido.
La tragedia ocurrida no descorazonó, pues, a aquellos hombres ni a los demás. Ellos y sus compañeros se alistaron tan animosamente para la tercera expedición como para la segunda. Sin embargo, el desastre deprimió mucho a los alpinistas, que lo consideraban como un borrón en su historia montañera. Pero, si existió tal desdoro, de sobra lo compensaron Mallory y Somervell dos años después, en aquel mismo lugar, como luego referiremos.<\/div>\n

<\/p>\n

CAPÃ?TULO XIV<\/p>\n

LA VIDA EN LAS GRANDES ALTITUDES<\/b><\/div>\n

<\/p>\n

No se alcanzó la cumbre, pero el hombre, con sus solas fuerzas, llegó a una altura de 8,200 metros sobre el nivel del mar. ¿Ha podido hacerlo algún otro ser vivo? ¿Ha alcanzado algún animal, insecto o siquiera pájaro, tan estupenda altitud? Es dudoso. Dos años después, una chova acompañó a otro grupo de escaladores hasta la misma altura para recoger los restos de su comida, pero las chovas no vuelan tan alto con el afán de contemplar el panorama ni por la gloria que entraña su proeza. Por primera vez en la historia del mundo se transportó entonces alimento a 8,100 metros de altitud en una montaña, y de ello podemos colegir que ninguna chova llegó antes tan alto. Los buitres se ciernen a considerables alturas; en 1021, Wollaston observó a uno volando el Pico Norte, a unos 7,600 metros, pero en nuestro caso se trata de 600 metros más. Los 7,600 metros son la altura máxima alcanzada por los buitres, según la experiencia. No llegan más alto porque no lo necesitan; es evidente que no tendrán necesidad de cernerse a 8,200 metros. Según lo registrado, el hombre alcanzó, en 1922, una altura superior a la lograda por cualquier otro ser viviente con sus solas fuerzas.
Las expediciones al Everest ofrecieron una excelente oportunidad para saber la altura alcanzada por diversos seres. El mayor Hingston, del Servicio Médico de la India, que se unió a la tercera expedición en calidad de naturalista, ha tratado circunstanciadamente el tema, pero las tres exploraciones contribuyeron a este tipo de investigaciones y nos parece adecuado recoger aquí sus resultados.
Los habitantes permanentes de la Tierra que se sitúan a mayor altura son, al parecer, unas arañas que Hingston encontró a una altitud de 6,700 metros. Eran diminutas arañas Atidae (1), negras y de incompleto desarrollo. Vivían en las roquedas; se ocultaban bajo las piedras, por cuyas grietas se asomaban. Su alimento constituye un enigma, pues en tales alturas no hay más que rocas peladas y hielo; no existe allí ninguna vida vegetal ni forma alguna de vida orgánica. Las abejas, mariposas y falenas pueden ser ocasionalmente lanzadas a aquellas alturas por el viento; pero tales zonas parecen ser el lugar donde habitan naturalmente esas arañas, que no son insectos migratorios.
La planta observada a mayor altitud es una pequeña arenaria (A. muscinformis), que Wollaston vio formando unos manchones bajos, en forma de almohada y de pocos centímetros de espesor, a 6,130 metros sobre el nivel del mar. También halló unas pocas hierbas, musgos y edelweiss a 6,100 metros.
Tales son los residentes fijos situados a mayor altura. Entre los visitantes, además del buitre quebrantahuesos, que Wollaston vio cernerse a 7,600 metros, y la chova que en 1924 acompañó a un grupo expedicionario hasta los 8,200, cabe mencionar las chovas que Somervell observó en torno al picacho de Kharta Fu, a 7,210 metros. Los rastros observados en la nieve, a una altitud de 6,550 metros, eran indudablemente de un lobo; los exploradores vieron lobos a 5,800 metros. Wollaston observó por dos veces a una abubilla volando sobre el Glaciar Kharta, a 6,400 metros sobre el nivel del mar. Aproximadamente en la misma fecha, un pequeño halcón de plumaje pálido voló sobre los exploradores.
En el tercer campamento, situado a 6,400 metros, Hingston vio chovas y un cuervo de los bosques; al parecer, ambos pájaros siguieron a los expedicionarios hasta el punto donde acamparon. Un pinzón que observó allí �de los que en Inglaterra se llaman de rosal� parecía ir de tránsito, emigrando a través de la cordillera. Otro de los visitantes fue un abejarrón, y Wollaston observó rastros de zorra y de liebre a 6,400 metros de altitud; tuvo ocasión de ver a ambos animales a una altura superior a los 6,000 metros.
En el campamento del Glaciar Kharta, situado a 6,000 metros precisamente, era visitado todos los días por quebrantahuesos, cuervos, chovas de pico rojo, chovas alpinas y halcones. Viéronse excrementos de burrhels a 6,000 metros y los expedicionarios observaron frecuentemente la presencia de aquellas ovejas salvajes entre los 5,100 y los 5,800 metros. Se encontró una pika (2) de especie desconocida (Ochotona wollastonii) entre los 4,500 y los 6,000. A esta última altitud, un ratón �que no lograron ver los expedicionarios� penetró en la tienda y devoró parte de los víveres.
En el valle de Kharta, a 5,800 metros, se hallaron meconopsis azules enanas, gran copia de saxífragas y unas curiosas sasusureas, variedad mixta dotada de capullos de algodón. A 5,500 metros prosperaban los rododendros de menor tamaño (R. setosum y R. zepidotum) y se vió un delphinium enano �azul y velloso� (D. brunnoneanum) en el valle de Kharta; Wollaston observó en el mismo paraje y a idéntica altitud el hermoso pinzón de pecho rojo. Hingston, a los 5,500 metros de altitud y en los desiertos roquedales, vio ejemplares inmaduros de una nueva especie de saltamontes y el colirrojo de Guldenstadt.
Al descender a los 5,200 metros, la vida es mucho más abundante. En el valle de Kharta prospera, junto a los ríos, una bella variedad de genciana (G. nubigena) que tiene en cada tallo media docena de flores; no lejos de ella pudieron observar los expedicionarios un oloroso aster diminuto, purpúreo y amarillo (A. heterochoeta), y un brillante senecio amarillo (S. arnicoides), de relucientes hojas. En el suelo seco crecía una curiosa ortiga, de un azul obscuro (Dracocephalum speciosum). Hingston dice haber visto también la hermosa Gentiana ornata, pero no precisa a qué altitud.
A los 5,200 metros aparece el hombre. Refiere Hingston que a esta altura vio a un ermitaño, confinado en su celda, en el valle de Rongbuk. También observó unos insectos llamados asilos, así como avispas, la liebre del Tibet, una rata lebrina, tortugas y mariposas de las llamadas de Apolo; manadas de ovejas salvajes discurrían por el flanco de la montaña.
En la misma altitud, Wollaston vio pájaros de diversas especies en el valle de Kharta. La perdiz blanca tibetana (Tetraogallus tibetanus) era común, formando grandes bandadas sobre la línea de las nieves perpetuas. Los acuáticos Cinclus cashmiriensis se encontraban en los arroyos, y en las enormes estribaciones formadas por las morenas había un pequeño reyezuelo, de plumaje muy obscuro. Al parecer, los pinzones blancos y el acentor alpino propio de Oriente residen hasta en las cercanías de las nieves perpetuas. Durante el mes de septiembre viéronse diversas aves de paso a 6,200 metros y a superior altitud, entre ellas la gallineta descubierta por Temminck, la agachadiza pintada y la colilarga, una especie de martín pescador y varios pipíes. Más de una noche los exploradores oyeron el paso de aves zancudas, siendo inconfundible entre ellas el zarapito.
A los 4,900 metros de altitud se halla el monasterio de Rongbuk. En el campamento principal, Hingston pudo observar la presencia de pinzones montañeros, del accentor pardo, el pico murario, cuervos, buitres quebrantahuesos, palomas bravas y chovas. El pinzón montañero descubierto por Adams y el colirrojo de Guldenstadt andan en aquella altura. En los montones de estiércol y bajo las carroñas nunca faltaban los escarabajos peloteros. También se observó en aquella zona una menuda avispa que suele labrar sus celdas con barro; se encontraron chinches; las ladillas se ocultaban bajo las piedras.
En nuestro repaso hemos va alcanzado el nivel de la cumbre del Mont Blanc, por lo que no es necesario seguir tratando del tema, pero es digna de nota la gran variedad de vida existente en altitudes superiores a la de la cima de la montaña más elevada de Europa. Según afirma Hingston, los animales suben por el flanco de las montañas hasta el límite de las zonas donde hallan su alimento habitual, sin que los detengan las inclemencias físicas. Si se les asegura el adecuado sustento, desafiarán al cierzo y a la atmósfera enrarecida. Hingston opina que si se estableciese un campamento en la misma cumbre del Everest, acudirían allí las chovas. <\/p>\n
(1) Familia de arañas de cortas patas y grandes ojos, que saltan con mucha facilidad.
(2) Animal parecido a la liebre. Su grito recuerda el de la codorniz (N. del T.)<\/div>\n

<\/p>\n

CAPÃ?TULO XV<\/br>
EL RESULTADO PRINCIPAL<\/b><\/div>\n

<\/p>\n

No se había logrado aún escalar el Everest y sería necesaria una nueva expedición. Pero, entre las experiencias recogidas durante el segundo intento, ¿cuáles serían útiles para el tercero?
Se hizo un descubrimiento de suma importancia, no sólo para las ulteriores expediciones al Everest, sino para el general interés de la Humanidad. Se descubrió que el hombre llega a aclimatarse a los efectos de las grandes altitudes, que se adapta a un aire cada vez más leve y a la disminución de su contenido en oxígeno, propia de las zonas muy elevadas. Si el espíritu humano �su noble orgullo, el gozo que experimenta poniendo a prueba sus facultades y ofreciéndose en espectáculo a sus compañeros, cuya aprobación y elogio lo llenan de júbilo�, si el espíritu humano nos impele a escalar las supremas altitudes, se verá que el hombre es capaz de realizar sus propósitos: cuerpo y mente responderán a la llamada interior.
Tal es el descubrimiento de la segunda expedición al Everest, y, como se verá, obtuvo plena confirmación en la tercera. Para apreciarlo en toda su significación es preciso recordar las opiniones que sustentaban los hombres de ciencia antes de iniciarse tales exploraciones. Creyóse entonces que sería imposible aclimatarse a una altitud superior a los 6,100 metros. 0 sea: si se subía por dos veces desde los 6,100 a los 7,000 metros, se sentirían más los efectos de la altitud (aparte los del cansancio) la segunda vez que la primera. Si se trepaba hasta los 7,000 metros por tercera vez, los efectos serían aún peores. De modo parecido, si se permanecía durante dos días en aquella altitud, al segundo día el escalador se sentiría peor que al primero; el malestar aumentaría si se aventuraba a permanecer un tercer día en esa altura, pues se habría rebasado el límite de aclimatación. Sería imposible adaptarse a las nuevas condiciones y responder a la llamada del espíritu. En vez de ponerse uno a nivel de las circunstancias, se doblegaría bajo su imperio. El hombre tenía que reconocer la derrota infligida por el medio circundante, en vez de experimentar el gozo de someterlo a su señorío.
Tal era el sombrío concepto de muchos hombres de ciencia antes de la expedición y surgía de la falta de fe en sí mismos. Su ciencia les inspiraba la más ardiente fe, pero, por alguna razón misteriosa, sólo concentraban la atención en la física, la química y la mecánica del mundo y en los microbios y las dolencias, haciendo muy poco caso del hombre en sí, del hombre en su conjunto; si llegaban a estudiarlo, fijaban principalmente la atención en el cuerpo y de modo especial en el cuerpo enfermo. Manejaban ruines abstracciones del hombre y del mundo. Como no abarcaban ningún conjunto, eran erróneas sus conclusiones.
La expedición al Everest demostró que si el espíritu impele al hombre a conquistar una altura de 7,000 metros, en la segunda ascensión sentirá menos los efectos de la altitud que en la primera. Esta prueba, mediante una auténtica experimentación humana, se repitió una y otra vez, y en altitudes superiores a los 7,000 metros, siempre con idéntico resultado. La expedición tuvo, además, la ventaja de contar con un médico que se había dedicado durante largos años a los experimentos fisiológicos y que fue uno de los que llegaron a mayor altura en el Everest; alcanzó, de hecho, una altitud de 8,235 metros sin usar oxígeno, y describió su experiencia.
Hablando de la ascensión al Collado Norte (7,000 metros), dice Somervell: “jamás olvidaré nuestra primera subida por aquella condenada pendiente de nieve y hielo, donde cada paso representaba un durísimo esfuerzo y cada palmo de ascensión una batalla; cuando alcanzamos la cumbre, nos echamos, casi sin fuerzas”. Tal fue la experiencia de su ascensión a los 7,000 metros. Veamos ahora lo que cuenta de su segunda subida a la misma altitud. “Después de pasar uno o dos días en el tercer campamento (6,400 metros) Â?diceÂ?, volvimos a ascender al collado. Esta vez la subida fue una dura tarea, pero nada más; después de alcanzar el paso, nos quedaron aún suficientes bríos a Morshead y a mí para explorar la ruta del Everest.”
Somervell experimentó, pues, los efectos de la altitud con menos intensidad en la segunda ocasión que en la primera. Veamos lo que dice sobre la tercera ascensión a los 7,000 metros. “Uno o dos días después, volvimos a subir al Collado Norte y ni un solo momento experimentamos más molestia que la ocasionada por el jadeo. En los breves días pasados en una altitud de 6,400 metros nos aclimatamos a ella de modo notable; lo que antes fue una dura pugna convirtióse en tarea relativamente fácil.” Así, pues, lejos de experimentar cada vez más los efectos de la altura, los sintió Somervell en cada ocasión con menor intensidad. La experiencia de otros corroboró la suya, de lo que se colige que el hombre logra aclimatarse por lo menos a una altitud de 7,000 metros.
Esa adaptación física a las grandes altitudes dio a Somervell energías suficientes para alcanzar los 8,235 metros sin emplear oxígeno. Su experiencia, corroborada por la de otros alpinistas, demostró no sólo la rapidez de la aclimatación a las grandes alturas, sino también su persistencia. La aclimatación a considerables altitudes es, pues, posible y rápida.
Hemos de observar que tal adaptación es, a un tiempo, mental y física. El cuerpo, sin que el espíritu registre el fenómeno, pasa por un obscuro proceso de aclimatación al nuevo medio circundante. Aumenta en la sangre el número de glóbulos rojos y se producen indudablemente otros cambios. Pero también se adapta el espíritu. Cuando los alpinistas y peones se pusieron en marcha por primera vez, dirigiéndose al Collado Norte, abrigaban serias dudas sobre la posibilidad de alcanzar los 7,000 metros conservando suficientes energías para seguir subiendo. Una vez conquistada esa altitud, concibieron la idea de que sería posible lograr más: concluyeron que llegar a los 7,000 metros no era gran proeza. Una y otra vez los trajineros subieron al collado y volvieron a bajar. Noel durmió allí tres noches consecutivas; Mallory, Somervell, Finch y Bruce aún pernoctaron a mayor altura. Al iniciar sus trabajos la expedición, se consideró como base principal el campamento situado a 6,400 metros; a su regreso, tomaron ya el Collado Norte como punto de partida. También la mente rayaba más alto en la apreciación de las posibilidades y, como el cuerpo, se había aclimatado a mayores alturas.
Pero ¿logró la expedición alguna prueba concluyente acerca de la aclimatación a una altitud superior a los 7,000 metros? En ese aspecto no obtuvo gran cosa. Ninguno de los alpinistas rebasó más de una vez aquella altura, si bien los peones visitaron en dos ocasiones el campamento situado a 7,770 metros. La primera vez resultó difícil convencerlos para que llegaran a tan extraordinaria altitud; pero en la segunda ocasión ascendieron sin darle mucha importancia a la hazaña. Como Finch y Geofrey Bruce podían hallarse en grave aprieto, Noel Â?que estaba entonces a 7,000 metrosÂ? llamó a unos peones y les dijo: “Lleven esos termos al sahib Finch”, y partieron sin más palabras. El viento era terrible y podía echárseles la noche encima antes de regresar, pero cumplieron su misión puntualmente. Y lo hicieron a una altitud que rebasaba en 300 metros el punto máximo alcanzado por el hombre hasta entonces.
De esas experiencias coligió Somervell que no existe límite teórico de aclimatación bajo la cumbre del Everest. Predijo que la adaptación a los 7,000 metros bastaría para alcanzar la cima y abrigaba la convicción de que se podría conquistar el picacho sin emplear oxígeno. Según él, eran muchos los que podrían escalar la cumbre del Everest sin ayuda alguna, salvo la previa adaptación de sus reacciones fisiológicas durante breves días, a una altitud de 6,400 metros. “Si diversas personas permanecieran un par de semanas a una altitud equivalente a la del tercer campamento (6,400 metros), ejercitándose, acaso, con excursiones en las que alcanzaran los 7,000 y 7,300 metros, no me cabe duda de que, desde el punto de vista fisiológico, serían aptas para escalar el Everest, con tal que el cielo estuviese despejado y no soplase el viento con gran violencia.” Predijo, pues, “que el mejor modo de conquistar la cumbre del Everest consiste en enviar a unos diez o doce montañeros, que podrán permanecer en un campamento elevado hasta lograr una completa aclimatación; y luego, hacer una serie de escaladas Â?tres o cuatro grupos a la vezÂ? con la continuidad que permita el cariz del tiempo.
Fue una verdadera lástima que no se tuvieran en cuenta tales conclusiones. El autor del presente libro no se exime de la crítica que implica esta frase para los organizadores de la tercera expedición. Pero ni siquiera hoy se acepta enteramente la idea de la aclimatación a las grandes altitudes y en 1923 teníase la obsesión de la necesidad del oxígeno. El propio Somervell tuvo parte de culpa a este respecto, pues con su persuasiva argumentación logró convencer al Comité del Everest para que facilitara a los expedicionarios de 1922 el equipo de gas. Por eso se dio también oxígeno a la tercera expedición.
Lo cierto es que no nos damos cuenta de que el género humano es todavía muy joven: no cuenta más de medio millón de años. Nos hallamos aún en una etapa en que se tantean y someten a prueba nuestras facultades. Todavía no hemos escalado todas las cimas que nos rodean en nuestro planeta, ni vemos claramente lo que podremos hacer ni adónde llegaremos. De momento, nos resulta duro trepar hasta la cumbre del Everest y tras el primer intento nos tumbamos para tomar un buen descanso. Pero no sabemos aún de qué somos capaces y debiéramos cobrar ánimo observando a las crías de los cuadrúpedos y de las aves cuando empiezan a servirse osadamente de sus alas o piernas.
Entre los resultados de esta expedición �así como de la tercera� se destaca el hecho de que las facultades humanas se hallan aún en pleno crecimiento y, si se las ejercita, se logra su desarrollo. Por numerosas razones, podemos tener más fe en nosotros mismos.<\/div>\n

<\/p>\n

CAPÃ?TULO XVI<\/p>\n

EL EMPLEO DE OXÃ?GENO<\/b><\/div>\n

<\/p>\n

El uso de oxígeno era, hasta cierto punto, excusable. En 1922 se sabía tan poco acerca de la posibilidad humana de alcanzar una altitud superior a 7,500 metros, que hubiera sido una insensatez no emplearlo si se podía. Pero, en fin de cuentas, el oxígeno fue como la mala estrella de las expediciones al Everest. Finch, sumándose a Somervell, se constituyó, desde el primer momento, en su principal defensor; y es una tragedia el hecho de que aquel magnífico montañero, con su indomable voluntad y su clara percepción de la gloria que se alcanzaría escalando el Everest, fuese precisamente el hombre más adecuado para conquistar la cumbre sin emplear oxígeno. Lo que le inclinó a una táctica errónea fue la convicción abrigada por los científicos, antes de iniciarse las expediciones al Everest, de que no era posible al hombre vivir en el aire enrarecido de las extremas altitudes. Como científico, el abstenerse de usar oxígeno le parecía una necesidad; con el gas, si se encontraba medio de transportarlo, era seguro que se alcanzaría la cumbre. De igual modo podía afirmarse que si se prescindía de él, nadie llegaría a sentar el pie en el picacho; y como su conquista era el primordial objetivo de la expedición, se imponía votar en favor del oxígeno. Tal vez fue el razonamiento de Finch. Era hombre de ciencia; aplicaría sus conocimientos y emplearía el oxígeno. Y, dado su temperamento, hincóse tanto en su espíritu la idea de usarlo que no se decidió a abandonarla ni siquiera cuando se observó que el hombre se aclimata rápidamente a una altitud de 7,000 metros.
De la expedición recogió una enseñanza no el valor de la aclimatación, sino el del oxígeno. Se fortalecieron sus conclusiones al comparar el resultado de las dos ascensiones más importantes: la del 22 de mayo, sin oxígeno, y la del 27 del mismo mes, con él. “Tras seis horas de ascensión Â?escribeÂ?, Mallorv, Norton y Somervell lograron alcanzar una altura de 8,235 metros; desde que partieron del campamento más alto, ganaron, pues, unos 600 metros de altitud, a un promedio de ascensión de cien metros por hora. El punto donde empezaron a retroceder se halla, en distancia horizontal, a dos kilómetros de la cumbre y a unos 600 metros verticalmente. Volvieron sobre sus pasos a las dos y media de la tarde y llegaron al campamento más elevado a las cuatro; por lo tanto, su promedio de descenso fue de 402 metros por hora. Poco después de las cuatro partieron, en compañía de Morshead, para regresar al Collado Norte, donde llegaron a las once y media de la noche, con un promedio de descenso de 82 metros por hora.” Describe luego cómo se cruzó con ellos a la mañana siguiente, cuando se dirigían al tercer campamento: “Era evidente Â?diceÂ? que se encontraban en las fases extremas del cansancio”.
Finch compara esa ascensión sin oxígeno con la suya, en que utilizó el gas. El 27 de mayo, a las seis de la mañana, casi sin alimento y sintiendo en sus entrañas el aguijón del hambre, él y Geoffrey Bruce partieron de su campamento, situado a 7,775 metros, con la viva esperanza de conquistar la cumbre. Media hora después, Tejbir se sintió sin fuerzas. A 8,080 metros de altitud empezaron a subir por la mole principal del Everest; habían ganado una altura de 300 metros, desde el campamento, en hora y media, o sea a un promedio de 200 metros por hora, a pesar de que cada uno de ellos llevaba una carga de dieciocho kilos. Después ganaron poco en altitud, pero se aproximaron constantemente a la cima. Por causas imprevistas volvieron sobre sus pasos en un punto situado a menos de media milla de la cumbre en línea horizontal y a unos 510 metros verticalmente. En altitud sólo alcanzaron unos 90 metros más que el grupo que no empleó oxígeno, pero acortaron en más de la mitad la distancia que separaba a aquél de la cima. Resumiendo los dos intentos, dice Finch: “El primer grupo estableció un campamento a una altitud de 7,600 metros, lo ocupó durante una noche, alcanzó, al fin, una altura de 8,235 metros sobre el nivel del mar, llegando a una distancia de dos kilómetros de la cumbre y regresó sin percance al Collado Norte. El segundo grupo estableció un campamento a 7,775 metros, lo ocupó durante dos noches y casi dos días enteros, alcanzó al fin una altura de 8,325 metros, llegó a menos de ochocientos metros de la cumbre y regresó, también sin tropiezo, al campamento número tres”. Finch afirma que el tiempo con que tuvo que enfrentarse el grupo que usó oxígeno fué incomparablemente peor que el que tuvieron los primeros expedicionarios. Concluye, pues, que “el argumento según el cual son más los inconvenientes del peso de un suministro artificial de oxígeno que sus ventajas, debe desecharse por infundado” y afirma que en todo nuevo intento de escalar el Everest, el oxígeno constituirá uno de los elementos más importantes del equipo.
Ahora bien: esa argumentación puede ser exacta y podríamos conceder la posibilidad de conquistar la cumbre del Everest con oxígeno si los escaladores contasen con peones suficientes para transportar no sólo las tiendas y provisiones, sino también los balones de gas y si no surgieran defectos en el aparato suministrador al alcanzarse las supremas alturas. De no haber ni una leve esperanza de efectuar la ascensión sin oxígeno, es evidente que debería usarse. Pero lo importante es que la expedición de 1922 demostró que existe tal esperanza de conquistar la cima prescindiendo del gas; considerando los diversos aspectos del problema �falta de peones, defectos del aparato, etc.�, la posibilidad es la misma que con oxígeno. Además, escalar el Everest sin él sería una proeza de mucho más valor que la realizada con su ayuda, pues demostraría a los hombres de ciencia la capacidad y adaptabilidad del cuerpo humano. Con ello, el hombre corriente sentiría una satisfacción mucho mayor que la que le proporcionaría una ascensión con oxígeno.
Si alguna enseñanza se deriva de la expedición del 1922 es ésta: que puede escalarse el Everest con oxígeno y sin él, pero es imposible su conquista si los escaladores titubean entre los dos sistemas. Procede elegir, evitando al alpinista las desventajas de la duda. Debe acercarse al Everest con unidad de propósito y obedeciendo a un plan sencillo.
Contra el oxígeno pueden esgrimirse dos sólidos argumentos. Primero: no se ha inventado un aparato verdaderamente práctico para su suministro. Segundo (y más importante): el transporte de balones y aparatos requiere el empleo de cierto minero de peones que, de otro modo, podrían dedicarse al acarreo de tiendas y víveres para los escaladores. Como en la montaña no puede disponerse de todos los trajineros que uno quisiera, debería preferirse el método que los requiera en menor número.
Es posible que entusiastas hombres de ciencia, afanosos de demostrar las ventajas del oxígeno, partan hacia el Everest, asciendan penosamente por sus flancos, derrengándose bajo el peso del molesto aparato y lleguen al fin a sentarse en la cumbre inhalando oxígeno. Pero si el hombre quiere saber de qué es capaz con sus solas fuerzas, debe ascender sin ayuda extraña. Puede tomar un balón de oxígeno con miras terapéuticas, como pudiera llevar consigo una botella de coñac, pero no debe fiarlo todo a aquel auxilio. Hasta el presente, la experiencia demuestra que esa confianza en sí mismo tiene amplia justificación.
Al final de su expedición, Somervell afirmó que “se sentía perfectamente a una altitud de 8,200 metros”. Los peones transportaron su carga hasta 7,600 y 7,775. Podían, pues, abrigarse fundadas esperanzas de que se los convencería para que llevaran una pequeña tienda, por lo menos, hasta los 8,200 metros. Si esto era posible, un par de escaladores, iniciando la ascensión final “en perfecto estado”, podrían muy bien subir sin oxígeno los 600 metros restantes. Si se lograba, sería infinitamente más satisfactorio, preferible y alentador que una ascensión con la ayuda de oxígeno. Demostraría que los solos efectos de la altitud no impedirían al hombre escalar ninguna montaña.
Los partidarios del oxígeno podrán argüir legítimamente que si la expedición hubiese prestado atención preferente �y acaso única� al empleo del gas, se hubiera conquistado la cumbre. Es probable que así fuera, pero no hubiéramos realizado el precioso descubrimiento de que el hombre se aclimata a las supremas altitudes. Seguiríamos ignorando hasta qué punto podemos desarrollar nuestras facultades si las ejercitamos, y se fiaría más y más en los estimulantes externos, en vez de confiar en las energías naturales del hombre para escalar las más altas montañas. Acaso nunca se hubiera sabido de qué somos capaces. Una rama de la ciencia se habría apuntado un éxito, pero el hombre hubiera perdido una ocasión preciosa de conocerse a sí mismo (1).
Sin embargo, tales lecciones no se dedujeron de la expedición del año 1922 y debieron recogerse de un tercer intento. Entre tanto, seguíamos aún titubeando entre la fe en nosotros mismos y la confianza en el oxígeno. Fiábamos demasiado en el auxilio de la física y la química y muy poco en nuestras fuerzas. Por eso también se equipó con oxígeno la tercera expedición.
Pero, según veremos, ffue un error desastroso. Complicó el plan de ataque, cuando lo que más que nada se requería era una táctica de suprema sencillez, e implicó el empleo de peones que hubieran podido dedicarse más eficazmente a transportar tiendas y víveres.
Claro es que estas consideraciones nacen de la fácil prudencia de quien juzga los sucesos ya ocurridos. Entonces parecía insensatez no contar con el oxígeno, por lo menos como reserva y aun ahora acaso haya entusiastas que sigan recomendando su uso. <\/p>\n
(1) El doctor J. S. Haldane, en una conferencia dada en la British Association, afirmó que los nuevos hechos fisiológicos observados durante las expediciones al Everest eran sorprendentes. Demostróse que se lograría una aclimatación suficiente para evitar cualquier síntoma del “mal de montaña” aun a una altura de 8,200 metros. La experiencia de Norton, Somervell o Odell a este respecto fueron concluyentes. Para una persona no aclimatada, la permanencia, cualquiera que fuese su duración, en una altitud de 8,200 metros hubiera significado, de modo absoluto, una muerte cierta. Explicó la aclimatación observada en el Everest con la hipótesis de que se produce en los pulmones una secreción interna de oxígeno.<\/div>\n

<\/p>\n

CAPÃ?TULO XVII<\/p>\n

OTRAS CONCLUSIONES<\/b><\/div>\n

<\/p>\n

Los expedicionarios concluyeron que, para lograr el éxito de una ascensión efectuada sin el auxilio del oxígeno, era preciso establecer un segundo campamento sobre el Collado Norte: habría uno a 7,600 metros y otro a unos 8,200. El avance es muy lento, pese a la eficiencia y aclimatación de los montañeros, pues han de respirar varias veces entre paso y paso. Lograrían mucho economizando los esfuerzos, conservando el equilibrio y la “forma” y moviéndose de modo rítmico. Pero, pese a tales precauciones, no podía confiarse en que subieran más de 90 metros por hora en los últimos 600. En aquellas altitudes es casi imposible iniciar la marcha muy temprano y, una vez alcanzada la cumbre, deberían contar con tiempo suficiente para bajar, por poco que fuera posible, hasta el Collado Norte. La marcha de descenso sería tres veces más rápida que la de subida, pero emplearían unas cuatro o cinco horas. Así, pues, el punto de partida para la última etapa debe fijarse lo más cerca posible de los 8,200 metros. Lo que significa esa altitud lo comprenderá muy bien quien haya contemplado, desde Cachemira, la majestuosa cumbre del Nanga Parbat (8,113 metros). Pero era indispensable lograr que los peones transportaran fardos hasta aquella prodigiosa altura si se quería que los escaladores conquistasen la cima. Tal fue la conclusión.
Otra enseñanza recogida en la segunda expedición es que los trajineros no deben ser gente muy madura; es preferible que no rebasen los cuarenta años y que tengan poco más de treinta. Si son de alguna edad, no se aclimatan fácilmente. Fue ésta una experiencia muy valiosa, pues antes se ignoraba si eran mejores los peones jóvenes o los viejos. Hubiera podido suceder que los de edad madura, más formados y curtidos, soportaran mejor el esfuerzo. Pero lo cierto es que no se aclimatan, no se adaptan a las condiciones de las grandes altitudes, por lo que poseen menos capacidad que los jóvenes para alcanzar las alturas supremas.
Por otra parte, si el escalador era demasiado joven, aunque pudiera adaptarse más rápidamente a las zonas elevadas, acaso cedería ante el esfuerzo. No tendría fibra suficiente para soportarlo. Alrededor de los treinta años es, acaso, la edad ideal para quien intente conquistar el Everest. Debe ser de gran talla, con cintura alta y miembros largos, de poco peso y con piernas de suficiente longitud para acarrearlo. Es evidente que se necesita buena capacidad pulmonar. Tanto Mallory como Finch opinaban que, para trepar a aquellas zonas, es preciso respirar profunda y largamente. Por otra parte, Somervell prefería aspirar el are de modo rápido y breve. De momento, no se posee experiencia suficiente para establecer conclusiones indiscutibles. Cada alpinista debe estudiarse cuidadosamente y obrar del modo que mejor le vaya, pero, en todo caso, buenos pulmones y un corazón sano y fuerte son factores esenciales.
Mientras los montañeros podían avanzar sin más preocupación que la marcha, se sentían bastante bien; pero cualquier esfuerzo anormal alteraba su equilibro y les causaba gran molestia. Preparar la comida, calzarse las botas, encordarse �y aun acostarse�: todo les producía un trastorno. Era deseable cuanto pudiera reducir al mínimo tales esfuerzos.
Otra evidente necesidad era un grupo de ayuda, y su falta acarreó graves contratiempos a la primera expedición. Los que realizan el supremo esfuerzo han de saber que tras ellos hay quien esta presto a auxiliarlos en caso de apuro y quien les servirá una buena comida caliente al regresar de la que será probablemente la más dura jornada de su vida.
En lo que atañe a los obstáculos y peligros con que puede enfrentarse una expedición al Everest, se daba ya entonces por sentado que tal montaña, para usar la terminología del Club Alpino, “es un picacho de roca fácil”. Las amplias rocas saledizas de la vertiente septentrional Â?especialmente si están salpicadas de nieveÂ? son peligrosas y debieron cruzarse con precaución, pero no constituyeron ningún obstáculo invencible. Y en 1a media milla que faltaba aún cubrir, nada se interponía entre el escalador y la cumbre.
La montaña en sí no era ningún obstáculo. La barrera era el tiempo: los terribles vientos, el frío y la nieve. Uno podía defenderse contra las bajas temperaturas usando ropa de mucho abrigo; Somervell advirtió que el mismo proceso de aclimatación hacía a los escaladores más propensos a helarse. Contra ello debían precaverse las ulteriores expediciones.
En cuanto al peligro de la nieve, tenían los expedicionarios una tremenda experiencia que serviría de aviso para futuras empresas. No es necesario insistir sobre este punto.
El viento no es un peligro tan grave como la nieve, pero representa un constante estorbo. Tan frecuentes eran, en efecto, aquellos furiosos vendavales, que los alpinistas llegaron a aceptarlos como cosa normal. Cuando arreciaba su furor, resultaba imposible moverse. Pero, dada la brevedad del tiempo en que son posibles las ascensiones, los escaladores no pueden permitirse el lujo de esperar un día sin viento. A menos que se desencadene un huracán, deben trepar, sople o no la ventolera. Pero para ello es indispensable que escaladores y peones cuenten con la ropa mejor que exista para escudarse contra el viento; también debe proveérselos de tiendas que puedan resistir la furia de los elementos. Claro que, a no ser el más duro acero, ningún material podrá aguantar las acometidas de aquellos vientos del Everest; pero, como las telas son de diversa permeabilidad, debe elegirse la más impermeable y que sea, al mismo tiempo, de fácil transporte.
Tales experiencias poseían indudable valor. Si la próxima expedición sabía aprovecharlas, era mucho más probable que alcanzara el éxito.<\/div>\n

<\/p>\n

CAPÃ?TULO XVIII<\/p>\n

LA TERCERA EXPEDICIÃ?N<\/b><\/div>\n

<\/p>\n

Debía organizarse una tercera expedición al Everest. Procedía lograr de nuevo el permiso del gobierno del Tibet, allegar recursos, formar un grupo de alpinistas, reunir en Inglaterra provisiones y equipos y alistar en la India un cuerpo de peones.
Pero se contaba con gran margen de tiempo, pues se decidió no enviar la expedición al año siguiente, sino esperar hasta 1924. Ocurrió un cambio en la presidencia del Comité del Everest; según el turno, correspondía ocupar el cargo al presidente del Club Alpino, que era el propio general Bruce. Sería, pues, a un tiempo presidente del Comité y jefe de la expedición. Fue una combinación afortunada.
La cuestión del segundo jefe, que se encargaría de dirigir la empresa en la propia montaña, no era de fácil solución. La experiencia había demostrado que los que intervinieron en la expedición no debían ser muy maduros. No podría contarse, pues, de nuevo con el coronel Strutt. El segundo jefe, que, en caso de apuro, pudiese ocupar el puesto del general Bruce, debería conocer la India y poseer experiencia en el trato con los asiáticos. La persona más adecuada, si se podía contar con ella, era el coronel Norton. Su edad no rebasaba aún el límite aconsejable para los alpinistas; hablaba el indostaní y sabía manejar a los lugareños de las sierras indias. Además, en su calidad de comandante de batería y oficial de Estado Mayor, poseía gran experiencia en lances de organización y mando. Pero, con, posterioridad a la segunda expedición al Everest, prestó servicio en los Dardanelos con el Estado Mayor, y durante algún tiempo fue dudosa la posibilidad de su colaboración. No obstante, se venció al fin el obstáculo; pudo persuadirse a las autoridades militares de la metrópoli y Norton se unió a la empresa.
El caso de Mallory constituía un problema más delicado. Era en alto grado deseable contar con él, pero ¿sería prudente pedírselo? Si se le invitaba, no podría negarse. ¿Era justificado que el Comité le obligase virtualmente a aceptar? Se trataba de un hombre casado; ya había tomado parte en dos expediciones; en la última se vio mezclado en dos graves accidentes, en uno de los cuales siete hombres perdieron la vida. Ya había representado su papel �y con gran nobleza�. ¿Era correcto que el Comité le exigiese más? Por otra parte, ¿no consideraría, acaso, como una gran ofensa el no invitarlo, habiendo soportado la parte más ingrata y dura de lo hecho hasta entonces? Era una cuestión de veras espinosa, y se le enviaron prudentes emisarios para sondearlo. El Comité tuvo la convicción de que, en lo íntimo, deseaba ir. Se le invitó y, con gran júbilo y alivio de los organizadores, aceptó entusiasmado.
También Somervell podría unirse a la expedición, lo que produjo en todos gran contento. Por su destreza como cirujano, su amplia experiencia en la Gran Guerra y su extraordinaria popularidad, hubiera podido lograr en Inglaterra una brillante carrera. Allí hubiera hallado ambiente propicio para ejercitar sus talentos de músico y pintor y un público más simpatizante para apreciarlos. Pero sintió la vocación de poner sus conocimientos quirúrgicos al servicio del pueblo indio y se unió a una misión en la India del Sur. Era, pues, más asequible y podría disponer de cuatro o cinco meses para ir al Himalaya e intervenir en un nuevo intento de conquista del Everest.
Geoffrey Bruce era otro veterano con quien se podría contar. Hasta su primera intervención no se había adiestrado mucho en el arte de trepar montañas; pero desde entonces estuvo en Suiza y sabía ya muchas cosas que sólo se aprenden entre los montañeros profesionales de los Alpes.
Entre los nuevos colaboradores, el elemento de más valor era míster N. E. Odell. Era geólogo y, muy contra sus deseos, no pudo dejar sus ocupaciones para unirse a la anterior expedición. Esta vez estaba libre y podría ir al Everest. Se encontraba a la sazón en Persia, pero se le permitía ir a la India por usos meses. Era de espléndido tipo, de atlética y armoniosa constitución y poseía gran experiencia en el deporte alpino. Aunque de temperamento sereno e invariable, ocultaba en lo íntimo indomable energía. Mucho podía esperarse de un hombre como él y no era de los que defraudan las esperanzas que inspiran.
Míster Bentley Beetham era muy distinto. No poseía precisamente el disimulado ardor de Mallory, sino que manifestaba perpetuamente su entusiasmo de modo bullicioso y explosivo; era de esos a quienes sólo se abate echándoles encima una tonelada de piedras: con novecientos kilos nada se lograría. También era curtido montañero y había realizado muchas ascensiones en los Alpes. Era maestro de escuela. Afortunadamente para sus alumnos, los Alpes son de acceso relativamente fácil, lo que permitía a Bentley Beetham desahogar anualmente la gran carga de vapor acumulada en su ardiente espíritu.
El tercero de los nuevos escaladores era Hazard. Tenía la profesión de ingeniero y poseía una espléndida hoja de servicio como alpinista. Habiendo servido en el Ejército de la India como zapador, sabía algo acerca de lo que en aquellas rebeliones se necesita.
El último de los expedicionarios recientemente alistados era Andrew Irvine. Contaba sólo veintidós años. No poseía el adiestramiento alpino que es tan deseable, pero tanto Longstaff como Odell lo vieron trabajar en la expedición al Spitzberg, efectuada en 1923, y recomendaron encarecidamente que se le invitara a tomar parte en la expedición al Everest. Intervino en las regatas de esquifes que se celebran en Oxford; poseía, pues, un espléndido físico, aunque, tal vez, era demasiado atlético para trepar al Everest y, en este aspecto, menos perfecto que Odell. También su extremada juventud podría ser un inconveniente, pero sobre este punto no existían opiniones autorizadas, pues nada se sabía acerca de los límites de edad apetecibles. Un hombre joven como él podría aclimatarse más rápidamente. Por otra parte, acaso su organismo en exceso inmaduro no podría soportar el esfuerzo que requería la hazaña.
Pero si no poseía la experiencia montañera de los demás y si existía el riesgo de que su juventud fuese un inconveniente, lo cierto es que, por su carácter y espíritu, poseía admirables dotes para tal empresa. De ello había dado ya amplias pruebas. Era de los que se adaptan prestamente a una expedición, contribuyen a su buena marcha, se identifican plenamente con ella y de modo espontáneo y habitual hacen lo más adecuado para ser útiles en cada caso, no pensando en su propio interés, sino absortos en el éxito de la aventura. Era hombre de rápida percepción y amplios conocimientos y poseía un verdadero genio para la mecánica. Estudiaba aún en la Universidad de Oxford, pero prometía tanto y le adornaban tales dotes comprobadas, que se titubeó muy poco antes de hacer con él un “experimento”.
En la India se unirían a la expedición otros importantes colaboradores. Se necesitaba a alguien que conociera a fondo aquel país para encargarse de dirigir a los peones en la línea de comunicación entre el campamento principal y la montaña. El capitán C. J. Morris se encargó de esa tarea en la expedición anterior, pero no podía contarse ya con sus servicios. Ocupó su puesto míster Shebbeare, del Servicio Forestal de la India, que conocía muy bien a los indígenas de la montaña y poseía habilidad para tratar con ellos.
Finamente, como médico y naturalista de la expedición eligióse al mayor R. W. G. Hingston, del Servicio Médico de la India. No era montañero, en el sentido estricto de la palabra, y su misión no consistiría en escalar el Everest: pero había viajado en los Pamirs Â?llamados el “Techo del Mundo”Â? y conocería, por lo tanto, las características del Tibet, pues anchas regiones montañosas son muy similares. Como oficial del Servicio Médico estaba acostumbrado a tratar con los asiáticos. Era, además, hombre animado y entusiasta naturalista. Prometía ser un digno sucesor de Wollaston y Longstaff.
Tales eran los miembros de la tercera expedición. Pero, ¿qué ocurriría con sus finanzas? El problema despertaba ansiedad, pues a toda costa debían allegarse 10,000 libras esterlinas para completar el fondo reunido. Resolvió la cuestión la energía y el espíritu emprendedor del capitán Noel. Aunque no era alpinista, fue el que con más ardiente celo deseó ver conquistada la cumbre del Everest. A él se debió la iniciativa de explotar los derechos cinematográficos y fotográficos que permitieron emprender la tercera expedición. Míster Archibald Nettlefold y otras personas le prestaron ayuda financiera; pero gracias especialmente al capitán Noel y a míster Nettlefold pudo iniciarse la empresa.
Logrado el permiso del Gobierno tibetano para una tercera expedición al Everest, resuelto el aspecto económico y decidida la composición del grupo, debían adquiriese, embalarse y remitirse a la India los equipos y provisiones. Acaso se figure el lector que, tras la experiencia de las dos expediciones anteriores, era éste un problema sencillo. Pero en punto a organizar y equipar expediciones, como en muchas empresas humanas, nunca se ha dicho la última palabra. Terminada ya la expedición, el coronel Norton tuvo una larga charla con los que intervinieron en la aventura y del cambio de impresiones surgieron numerosas iniciativas para mejorar las cosas. Vale la pena de consignar el resultado final de las tres expediciones y tal vez sea éste el lugar más adecuado.
Norton defendía tenazmente el criterio de que el jefe ha de decir la última palabra en lo que atañe a la selección del grupo. Ha de vivir y trabajar con sus hombres y le incumbe la principal responsabilidad; es justo, pues, que los elija. También opinaba Norton que el plan principal de ataque a la montaña debe precisarse en Inglaterra antes de iniciar la expedición. Este es un punto interesante. Podría suponerse que el Tibet es un lugar más adecuado que Inglaterra para planear un asalto al Everest, pero Norton argüía que la importancia del número de peones y el embalaje de los víveres que han de consumir los escaladores en los campamentos más elevados dependen, en gran parte, del plan adoptado. Otra razón favorable a ese criterio es que las condiciones peculiares de la meseta tibetana durante el mes de abril no son precisamente muy favorables para conciliar opuestos puntos de vista. Dicho de otro modo: a una altitud de 4,500 metros, con el termómetro marcando 16º bajo cero y entre la furia de un ululante vendaval, la gente suele estar algo excitada. De ello pueden dar buen testimonio los miembros de la “Misión tibetana” del año 1903. Podría objetarse que una dificultad de carácter práctico se opone a la concreción de un plan desde Inglaterra: la lejanía de importantes miembros de la expedición; en el caso presente, por ejemplo, Somervell se hallaba en la India meridional, Odell en Persia y Geoffrey Bruce en la India del Norte. Pero mucho permite hacer la correspondencia y sin duda pueden concertarse por tal medio las líneas generales del ataque.
Norton aconseja también que el Presidente del comité encargado del equipo sea miembro preeminente del grupo que tomó parte en anteriores expediciones; le incumbirá la inspección de las diversas secciones, la puntual coordinación de los expedicionarios y la preparación de provisiones y equipo con tres o cuatro meses de antelación, para poder inspeccionarlo todo debidamente.
Al parecer, el resultado de las tiendas fue satisfactorio, tanto el de las “Whymper” y “Meade” de tipo corriente como el de las ligeras de esta última marca. Norton ideó una tienda muy útil y práctica para tomar el rancho en común, que debería usarse durante la marcha a través del Tibet y en el campamento principal.
Otro consejo digno de tenerse en cuenta es que el jefe de la expedición debe vestir “una chaqueta o terno de relativo empaque” cuando se proponga entrevistarse con los funcionarios del Gobierno del Tibet. Al recordar que tales burócratas suelen lucir invariablemente las sedas chinas más hermosas y que, en su mayoría, jamás vieron a un europeo hasta entonces, comprenderemos cuán necesario es que, siquiera el jefe, tenga un aspecto respetable en las ocasiones que revisten cierta solemnidad.
También se recomienda enriquecer el equipo con una caja bien provista de libros. La mayoría de los que han viajado suscribirán, a este respecto, la opinión de Norton, pues los libros distraen de las incomodidades y la sordidez propias de toda explotación y mantienen el buen ánimo. Son un elemento precioso; además, las obras leídas durante una exploración se recuerdan ya siempre, pues en tales ocasiones el espíritu es más receptivo.
Geoffrey Bruce añade gran copia de consejos útiles sobre el equipo del personal indígena. El mayor Hingston hace interesantes observaciones acerca del equipo médico y aprueba el baúl congolés y la caja de instrumentos quirúrgicos que se facilitaron a los expedicionarios, pero sugiere ciertos cambios y adiciones; según él, el equipo destinado a los campamentos más elevados debería embalarse en Inglaterra en cajas separadas; indica también cuál debería ser el contenido de cada una, según las sucesivas alturas de los campamentos. Somervell ofrece su opinión sobre el equipo destinado a los campamentos de gran altitud: habla de las tiendas “Meade”, de piolets, cuerdas, crampones, escalas de cuerda, sacos de dormir, fogones “primus”, combustible “meta”, termos, instrumentos científicos, etc. Odell encarece la conveniencia de emplear aparatos de oxígeno más ligeros. Su peso total debería ser, a lo sumo, de siete a nueve kilos. Si hay que transportar balones de reserva en la montaña, el escalador no debiera llevar más de dos. Shebbeare se refiere a la cuestión del transporte a través del Tibet, y Beetham da consejos acerca del rancho. Los baúles destinados a los campamentos de gran altitud deben enviarse, convenientemente llenos, desde Londres, para evitar el trabajo de prepararlos en el Tibet. También deberían arreglarse en Londres cajas con víveres para los diversos días, que se usarían en la marcha; se numerarían así: A1, A2, A3; B1, B2, B3; C1, C2, C3, etc. El contenido de las cajas A sería idéntico, pero distinto del de las B; el de éstas sería diferente del de las cajas C, etc. Para su uso se establecería este orden: A1, B1, C1, D1; A2, B2, etc., pues con tal sistema se evitaría la repetición del mismo alimento, que es causa de que falte el apetito. Según Beetham, lo que más rápidamente desapareció fue el azúcar, la leche, la mermelada y el té.
Pero, en lo que atañe al equipo, la cuestión más importante era la del oxígeno. ¿Se tomaría o no? Por desgracia, se decidió llevarlo… y el autor de este libro se adhirió a tal acuerdo. Aún no se habían recogido enteramente las enseñanzas de la aclimataci6n. A la sazón, Somervell no estaba en Inglaterra y no pudo defender sus conclusiones en favor de la aclimatación con la persuasiva elocuencia que empleó en 1922 para propugnar el empleo de oxígeno. Cierto es que su uso permitió alcanzar una altitud de 8,200 metros y acaso era el único medio para llegar a los 8,800. Sea de ello lo que fuere, se contaría con su leal ayuda Â?así se arguyó entoncesÂ?; se proporcionó, pues, a los expedicionarios buen número de balones de oxígeno y el consabido y molesto aparato.<\/div>\n

<\/p>\n

CAPÃ?TULO XIX<\/p>\n

DE DARJILING A RONGBUK<\/b><\/div>\n

<\/p>\n

Bruce y Norton se dirigieron a la India, como vanguardia del grupo principal, y llegaron a Delhi el 18 de febrero de 1924. Lord Rawlinson, comandante supremo de la India, les brindó allí su ayuda y consejo. Hijo de un expresidente de la Real Sociedad Geográfica, sentía vivo interés por la expedición, y allanó las cosas para que el capitán Geoffrey Bruce pudiese unirse a tal empresa y cuatro oficiales “gurkhas” sin destino se pusieran a las órdenes del general Bruce.
En 1º de marzo se formó en Darjiling el núcleo principal de la expedición: reuniéronse allí el general Bruce, Norton, Geoffrey Bruce y Shebbeare, del Departamento Forestal de la India. Shebbeare era bisoño. “Siempre se mostraba ávido de trabajo Â?dice BruceÂ? y las incomodidades no hacían en él mella alguna.” Actuaría como encargado de los transportes; con su ayuda, se aceleraron los preparativos. Sin que los arredrara la muerte de siete peones, ocurrida durante la expedición anterior, se alistaron numerosos indígenas de las montañas Â?”sherpas”, “bothias” y de otras tribusÂ?, deseosos de unirse a la aventura. Algunos de ellos acudían por tercera vez. Se presentaron unos trescientos, de los cuales se aceptaron setenta. Volvió a tomarse a Karma Paul en calidad de intérprete, junto con su asistente Gyaljen. Uno de esos retraídos y afables “lepchas”, habitantes de la región de Sikkim Â?que aprenden a maravilla el arte de coleccionar ejemplares de piedras, animales o plantasÂ?, fue contratado para ponerse a las órdenes del naturalista Hingston.
No tardaron en llegar los demás expedicionarios: Somervell venía de Travancore; Odell, de Persia; Híngston, de Bagdad, y, por fin, Mallory, Irvine, Beetham y Hazard llegaron de Inglaterra. Se reunieron todos bajo la afable jefatura del general Bruce, que se hallaba a sus anchas, rodeado de los leales indígenas montañeros y contemplando a lo lejos los gigantescos picachos del Himalaya. Entre tanto, Noel preparaba una cuidadosa documentación cinematográfica de la aventura.
El día 25 de marzo dejaron Darjiling con el propósito de llegar al campamento principal, situado al pie del Everest, bastante antes del 1º de mayo, a fin de disponer de todo aquel mes y de los días de junio que respetaron los monzones para ascender por el Glaciar Rongbuk y asaltar la montaña.
Por regla general, al atravesar la región de Sikkim se ofrecen raras ocasiones de contemplar la maravillosa montaña que domina todo el país. El Kangchenyonga suele ocultarse tras las cordilleras más próximas, o bien, cuando se llega a una de las sierras desde donde podría divisarse, se esconde entre nieblas. Pero en aquella ocasión se brindó a Bruce un raro espectáculo. Desde el paso secundario de Kapup vio, en su conjunto, la mole del Kangchenyonga. La majestuosa montaña no miraba con descaro al intruso, erguida su fría y áspera silueta, sino que se disfumaba [difuminaba] en esa misteriosa bruma tan característica de aquella región; era un halo entre azulado y violáceo, que confiere, aun a las montañas de más pesado contorno, como una ingravidez de espíritu. La parte baja de sus laderas desaparecía en un mar azulado, mientras que, sobre la línea de las nieves perpetuas �según refiere Bruce�, parecía desligada de toda base terrena y se dijera que flotaba en el aire.
Visiones así compensan sobradamente al montañero las molestias y penalidades del viaje; y quien haya vivido entre montañas y pugnando duramente con ellas, sabe apreciar ese aspecto etéreo más que los que sólo las contemplaron desde la lejanía.
A su debido tiempo llegó la expedición a Fari. Allí, en la frontera de la meseta del Tibet, empezaron los preparativos para cruzar aquella región. Se montaron e inspeccionaron todas las tiendas. Clasificáronse las provisiones. El entusiasta Hingston sometió a los expedicionarios a diversas pruebas fisiológicas y Bruce inició un reñido combate con el dzongpen, o gobernador local, a propósito de los precios. Como la mayoría de los funcionarios públicos tibetanos, el dzongpen era hombre de buenas maneras. Pero adolecía de una débil voluntad y era ávido y avaricioso; estaba realmente a merced de sus subordinados, los cuales, al decir de Bruce, eran una taifa de sonrientes bribones y, según daban a entender claramente, no ejercían sus funciones por amor al arte.
Pero Fari se halla en comunicación telegráfica con Lhasa. Y entonces la comunicación con Lhasa no era de mal agüero, sino precisamente lo contrario. Sabiendo que el dzongpen había recibido un telegrama de aquella localidad ordenándole que prestara a la expedición todo su apoyo, Bruce redactó otro mensaje destinado a Lhasa, en el que se quejaba del trato del gobernador; esgrimiendo tal arma, logró que se preparase y firmase un acuerdo.
Los expedicionarios dejaron Fari muy animados, pero no tardó en surgir un grave contratiempo. Según la prueba fisiológica a que se le sometió en Fari, Bruce estaba en mejores condiciones que cuando salió de Londres. Pero, al cruzar el paso que conduce al Tibet, los expedicionarios sufrieron los embates del cortante viento que azota aquellas regiones, y a la mañana siguiente Bruce era víctima de un ataque de paludismo. La dolencia era tan grave que tuvo que ser transportado sin demora a Sikkim y ceder a Norton el mando de la expedición.
Fue un rudo golpe para Bruce, pues durante largos años puso todos sus anhelos en la conquista del Everest; aunque, por razón de su edad, no hubiera podido acompañar a los escaladores, desde el campamento principal habría organizado el ataque y animado a los asaltantes. Ahora, precisamente cuando llegaba el momento de ser más útil, tenía que volverles la espalda. Era una dura prueba para él y un serio problema para la expedición. De la organización podían encargarse otros (y así sucedió); pero nadie poseía el don de Bruce para dar energías y ánimo. Bruce es como un benigno volcán, del que surgen, en erupción perpetua, oleadas de optimismo. Ninguna desgracia es capaz de abatir su irreprimible tendencia al buen humor. Esta cualidad resultaba muy útil en su trato con los ingleses; pero, en ciertas ocasiones, poseía aún más valor para el manejo de los indígenas. Desde el campamento principal hubiera lanzado intensas corrientes de jovialidad, de las que se habría beneficiado toda la expedición; luego pudo observarse que era precisamente lo que más se necesitaba.
Norton tomó, por lo tanto, las riendas, en substitución de Bruce. En cierto aspecto, el cambio ofrecía una ventaja, pues Norton ya estuvo en la montaña y podría acompañar de nuevo a los escaladores, circunstancia que no concurría en Bruce. Norton no conocía a los indígenas, ni la región del Himalaya, como el jefe enfermo; pero, por su edad, podría figurar entre los que asaltarían la cumbre.
Como Bruce, poseía esa cualidad que es de inestimable valor para cuantos intervienen en una expedición, pero especialmente necesaria al jefe. Es la que se expresa con frases como: “La patria ante todo”, o “Primero el barco que la vida”; en el caso a que nos referimos, pudiera traducirse así: “Ante todo, la cumbre”. Norton hubiera podido argüir como, en un caso parecido, un gran explorador polar Â?que no era inglés precisamenteÂ? llegó a decir: “La carga y la responsabilidad principal de la expedición recaen sobre mi persona. Me corresponde, pues, el honor, y puedo exigir a los demás que se sacrifiquen para que tenga yo más probabilidades de alcanzar la cumbre”. Tal argumento encierra cierto concepto justo y razonable. Al jefe de la expedición corresponde la responsabilidad; si sobreviene el fracaso, son para él las críticas, y si obtiene el éxito debería recoger los elogios. Pero Norton adoptó el criterio de que la consideración primordial era la conquista de la cumbre; quién realizara la hazaña y cosechara el honor eran puntos secundarios. Se aprestaba a formar parte del grupo de escaladores, pero dejaba al imparcial juicio de los dos alpinistas más competentes, o sea Mallory y Somervell, el decidir si estaba en condiciones de compartir el esfuerzo supremo.
Esta acción, inspirada en un espíritu desinteresado y común, dio mucho ánimo a los expedicionarios. Si hubiese seguido el criterio opuesto y pedido a los exploradores que se sacrificaran por él, es indudable que lo hubieran hecho, pero acaso con menor entusiasmo que al dejarse el asunto a su elección. Por fortuna se posee documentación sobre el modo corno Mallory �el más directamente afectado, puesto que intervino en las tres expediciones y fue quien descubrió la ruta� consideraba el problema. En una carta de 19 de abril de 1924, dirigida a un miembro del Comité del Everest, escribía:
“He de comunicarle Â?cosa que Norton no puede afirmar en ningún telegramaÂ? que tenemos en él un espléndido jefe. Domina todos los aspectos de la organización y su mirada alcanza a todas partes. Ni uno solo deja de aceptar con alborozo su autoridad; muestra un constante interés; posee un trato de gran llaneza, pero lleno de dignidad (cualidad que nunca pierde); y le impele un tremendo espíritu de aventura. Arde en deseos de asaltar la cumbre con el grupo que no usará oxígeno; me ha dicho (y se lo comunico confidencialmente, pues estoy seguro de que no le gustaría verlo proclamado a los cuatro vientos) que, en su día, dejará que yo decida, previa consulta con Somervell, si es persona adecuada para tal empresa. ¿No opina usted que es éste el espíritu más conveniente para intentar la conquista del Everest?”
Es precioso el testimonio de Mallory, pues hubiera podido sentirse molesto cuando se confió a Norton la jefatura de la expedición. Mallory gozaba de mayor prestigio como alpinista y había intervenido en las exploraciones desde su comienzo. Muy humano hubiera sido pensar que el honor de la autoridad suprema le correspondía con más justicia que a Norton. Y sobre la modesta decisión de este último cabe observar otro aspecto: que la tomó cuando los expedicionarios abrigaban la convicción de que esta vez podrían alcanzar la cumbre; el propio Mallory, en la carta citada, afirma su creencia de que bastaría un solo intento. Opinaba que el Everest se rendiría al primer ataque. El honor recaería en los miembros del primer grupo; y, claro está, todos desearían ser admitidos en él.
Empezaron ya a discutir seriamente los planes de ataque. Sufrieron un retraso de cuatro días en Khamba Dzong, esperando medios de transporte, y aprovecharon el descanso para estudiar la cuestión a fondo. Debía ser una operación muy sencilla, pero la complicaron dos factores, aparte la incertidumbre del tiempo. Fue el primero la necesidad de disponer las cosas de modo distinto para los escaladores que usarían oxígeno y para los que prescindirían de él. El segundo problema fue que, en las regiones de ataque donde se emplearon peones, debía formar parte del grupo un escalador indostánico o nepalés.
Ya por las Navidades, Norton tenía trazado el plan y lo distribuyó ante los expedicionarios para que pudiesen discutirlo. Mallory manifestó su disconformidad en ciertos aspectos; en Darjiling y Fari se celebraron cambios de impresiones entre Norton, Mallory, Somervell y Geoffrey Bruce. Pero ni siquiera entonces, en Khamba Dzong, se alcanzó un acuerdo. Sólo llegados a Tinki Dzong, en 17 de abril, pudo ultimarse un plan que mereció la aprobación de todos. Lo describe Mallory, que fue su iniciador, del siguiente modo:
a) A y B, en compañía de quince peones, parten del campamento IV del Collado Norte, establecen el campamento V a unos 7,775 metros de altitud y descienden al punto de partida.
b) C y D, escaladores que no disponen de oxígeno, se dirigen al campamento V con otros quince peones, de los cuales sólo siete llevan carga. �stos, tras dejar los fardos, descienden al campamento IV y los otros ocho pernoctan en el V.
c) C y D, acompañados de los ocho peones, se dirigen al día siguiente, a establecer el campamento VII a 8,325 metros de altitud.
d) E y F, provistos de oxígeno, salen del campamento IV el mismo día que el grupo c) y se dirigen, sin carga alguna, al campamento V; E y F recogen las provisiones y el oxígeno que se dejaron allí previamente y los transportan hasta unos 300 metros más arriba; luego, instalan el campamento VI a 8.080 metros de altitud.
e) Los dos grupos se ponen en marcha a la mañana siguiente, con la esperanza de llegar ya a la cumbre.
Las principales ventajas de este plan, en opinión de Mallory, consisten en que ambos grupos podrían ayudarse mutuamente; los campamentos se instalarían sin echar mano de los alpinistas de reserva, pues A y B no realizarían un esfuerzo excesivo; y, por fin, el campamento VI se establecería sin que fallaran los peones. Aun en el caso de que se fracasara en el primer intento, se contaría tal vez con cuatro escaladores para realizar un segundo esfuerzo y éstos dispondrían de campamentos prestos a recibirlos.
Era el plan más sencillo que pudo perfilarse tras de una prolongada discusión; sin embargo, no podía designarse indistintamente a los escaladores con las letras A, B, C, D, E, F. Debía tenerse en cuenta quién hablaba nepalés y quién era capaz de usar eficazmente el oxígeno. Pero si resultaba imposible concebir un plan más sencillo, lo cierto es que era obvio en aquél uno de los inconvenientes del empleo de oxígeno: necesariamente complicaba el proyecto.
El pobre Mallory se encargó personalmente, y no con poco trabajo, de combinar las distintas parejas y distribuir a cada cual su tarea para asegurar el éxito de la empresa. A su ver, el grupo que no usaría oxígeno sería el que correría una aventura más emocionante y siempre acarició la idea de escalar la montaña en un grupo que no empleara el gas y a base de dos campamentos establecidos en zonas superiores al Collado Norte. Le produjo, pues, desencanto la distribución que lo obligaba a sumarse a los que usarían oxígeno. Se decidió que Somervell sería jefe de un grupo y Mallory de otro, y se designó a este último para los del oxígeno, suponiendo que su grupo se cansaría menos, por lo que estaría en disposición de auxiliar al otro y de encargarse de dirigir el descenso; se eligió a Somervell para el grupo sin gas porque, dada la experiencia de su ascensión del año anterior, parecía que se repondría más fácilmente, por lo que podría resultar útil más tarde. Fue un desengaño para Mallory que las cosas se combinaran así, pero se consoló pensando que la conquista de la montaña era la consideración primordial, que debía sobreponerse a sus sentimientos. En todo caso, su papel no carecía de interés y quizá le brindara más que a los otros la ocasión de alcanzar la cumbre.
Con Somervell iría Norton o Hazard, el que en aquel momento estuviese en mejores condiciones para la hazaña; Irvine acompañaría a Mallory, por haber demostrado tanta destreza al reparar las averías del aparato de oxígeno. A Odell y Geoffrey Bruce se les encomendaría la importante tarea de instalar el quinto campamento. Por desgracia, no se podría, al parecer, contar con la colaboración de Beetham, pues le aquejaba una grave disentería y estaba tan malo que casi se había decidido su regreso.
Acordada la inclusión de Mallory en el grupo de los que emplearían oxígeno, se dedicó al estudio de los planes propios de aquella técnica con el mismo entusiasmo que si desde un principio hubiese propugnado su uso. Con el aparato a cuestas, empezó a subir por las crestas vecinas y llegó a convencerse de que “era una carga perfectamente manejable”. Decidió tomar el menor número de balones posible, para lograr una marcha más rápida y conquistar impetuosamente la cumbre.
Designado su compañero, Mallory no regateó esfuerzos para lograr una íntima colaboración con Irvine, de modo que pudieran trabajar conjuntamente con eficacia y buena voluntad. Tuvieron largas charlas y anduvieron juntos, con el propósito de conocerse mejor y obrar instintivamente al unísono al sobrevenir un apuro.
Todos los expedicionarios acariciaban las más halagüeñas esperanzas al atravesar el Tibet, mientras daban los últimos toques a su plan de ataque. Confiaban en el éxito de la empresa, pues no llevaban el menor retraso y el tiempo era más bonancible y cálido que en 1922. Los confortaba el sentimiento de ser un grupo de alpinistas bien preparados y unidos, “un grupo fuerte de veras Â?según decía MalloryÂ? y mucho más compenetrado que en 1922”.
También era excelente el cuerpo de peones, formado por setenta individuos. Pertenecían todos a la raza mogólica: eran “bothias” o “sherpas”. Los primeros son originarios del Tibet y residen en la región de Darjiling o en el Sikkim; los “sherpas”, aunque igualmente tibetanos, viven en los valles más elevados del Nepal. Se eligieron cuidadosamente según su aproximación a un determinado tipo que, como había demostrado la experiencia, es el que posee mejores condiciones para escalar la montaña. Eran más bien altos y enjutos que corpulentos. Se trataba de hombres inteligentes y sanos, que pudiesen soportar los efectos de las grandes altitudes. En cuanto al trato que había de dárseles, observó Norton que, tanto individualmente como en conjunto, aquellos indígenas eran un trasunto, aunque algo más infantil, del soldado británico y compartían muchas de sus virtudes. Poseían idéntica fibra para enfrentarse con tareas duras o peligrosas y eran igualmente sensibles a las pullas y chistes. Y, como ocurre con el soldado inglés, aquel rudo carácter, que se convierte en perpetua fuente de molestias cuando lo extravían la bebida o los señuelos de la civilización, daba pruebas de singular energía en los momentos difíciles, en que hubieran fallado los de temperamento más blando.
En el viaje por el Tibet nunca se los abrumó con excesiva carga. Se los reservaba para la gran tarea de la montaña y se los mantenía en las mejores condiciones mediante el moderado ejercicio y la buena alimentación, así como facilitándoles vestidos y alojamiento adecuados. Y no se crea que el acarrear grandes pesos implique para ellos notable esfuerzo, pues desde su niñez transportan agua y cereales para atender a las necesidades de su hogar.
Absortos en su planes, muy satisfechos de sí mismos y de sus alentadoras perspectivas y dolidos tan sólo de la ausencia de su animoso jefe, los expedicionarios cruzaron el Tibet por la ruta que les era ya muy conocida. Las primeras horas de la mañana solían ser apacibles y las doraba un sol espléndido; se desayunaban al aire libre, a eso de las siete, mientras se desmontaba la gran tienda, que enviaban luego en el grupo de la vanguardia, a lomos de dos ágiles mulas. A las siete y media o a las ocho, la expedición se ponía en marcha. Los escaladores recorrían a pie aproximadamente la mitad de cada etapa, pues la expedición de 1922 demostró la necesidad de conservar las fuerzas para la labor que les esperaba. A las once y media, poco más o menos, se sentaban en grupos de dos o tres, en lugares resguardados del viento, que en aquella hora, invariablemente, ya empieza a soplar, y tomaban una ligera comida: galletas, queso, chocolate y uvas.
Alas dos de la tarde �aunque en ciertas ocasiones eran ya las siete� solían llegar al nuevo campamento. Allí volvía a montarse la tienda común y se preparaba un refrigerio más substancioso, en el que no faltaba una buena dosis de té. Al poco rato llegaban las tiendas y el equipaje. La cena se servía a eso de las siete y media y una hora después se acostaban. Por la noche, el termómetro solía descender a unos 12º bajo cero.
Llegaron a Shekar Dzong el 23 de abril. El dzongpen salió cabalgando al encuentro de la expedición, les dio la más cortés bienvenida y les prometió toda la ayuda que de él dependiera. Lo cierto es que cumplió la palabra: a los dos días se disponía ya de nuevos medios de transporte. El gobernador resultó ser un caballero probo y eficiente, en cuyo trato encontró Norton verdadero placer; era, además, quien de veras mandaba en sus dominios y no admitía imposiciones de sus subordinados. Se deslizó un error en el cálculo del coste de los transportes, y precisamente en favor de los ingleses. Pero cuando Norton lo indicó al dzongpen, éste se negó a aceptar la diferencia, no queriendo volverse atrás de lo estipulado. Se hicieron a aquel generoso funcionario los más bellos y costosos obsequios; pero Norton se enteró más tarde de que lo que más apetecía era una silla barata de campaña y unas gafas de las que se usan para andar por la nieve. Pudieron regalarle estas últimas, pero a la sazón no pudo prescindirse de ninguna silla. Norton se la envió más tarde desde Darjiling.
El 26 de abril los expedicionarios cruzaron el Pang La, cuya altitud se aproxima a los 5,500 metros, y desde un pequeño pico situado sobre el paso pudo Norton contemplar el panorama majestuoso de las grandes serranías himalayas. Frente a él, y sólo a unos 55 kilómetros de distancia, se erguía el propio Everest. A su izquierda estaban el Makalu y el Kangchenyonga, y a su derecha el Gyachung Kang, el Cho Uyo y el Gosainthan. Tenía, pues, ante sí la montaña más elevada del mundo y algunas de las que más se aproximan a su altitud; desde allí contempló seguramente unos trescientos kilómetros de cordillera. Para que nada faltara a la Grandiosidad del espectáculo �observa Norton en sus impresiones�, cada uno de los gigantes está a suficiente distancia de sus vecinos para que ninguno se empequeñezca por comparación, y dominan todos las apiñadas hileras de picachos menores, que extienden de horizonte a horizonte su áspera silueta. En estas montañas, sobre los 6,000 metros, todo es nieve y hielo, salvo en los puntos donde los precipicios son demasiado abruptos para que pueda sostenerse en ellos la nieve. Pero se observa una excepción: por alguna caprichosa relación entre la inclinación de las rocas y el perpetuo embate del viento noroeste, la vertiente septentrional de toda la gigantesca pirámide del Everest, en un trecho de 1,800 metros, se halla casi libre de nieve en aquella estación.
En imaginación, los alpinistas treparon por el Everest, siguiendo todas las rutas concebibles. Se aseguraron de las diversas posibilidades y luego se dirigieron mentalmente al Makalu para escalarlo también. Pero allí fueron derrotados. Ni siquiera podían escalarlo imaginariamente. Pasarán muchos años antes de que el Makalu pueda figurar entre los picos himalayos accesibles.
El 28 de abril cruzaron aquella desolada región donde las montañas semejan pardos terrones y el fondo del valle está bordeado por roquedas parecidas a los ribazos de una vía férrea, que caracterizan las cercanías del Everest y luego desaparecen frente al Glaciar Rongbuk. Al siguiente día llegaron al sitio donde estuvo establecido el antiguo campamento IV, unos seis kilómetros más arriba.
Llegaban puntualmente; más aún: con dos días de anticipación. Lo dispusieron todo de modo tan metódico que pudieron empezar sin dilación la tarea. Casi trescientas cargas de yak, conteniendo colchonetas y mantas, así como provisiones de toda suerte, que quedaron caóticamente amontonadas tras la descarga, no tardaron en seleccionarse y disponerse ordenadamente en hileras y grupos. Un creciente número de baúles y fardos, todos con su apropiado marbete, serían transportados al día siguiente al campamento número 1, situado en el Glaciar Rongbuk, y los llevarían a cuestas los trajineros tibetanos de la región, alistados a tal efecto con la preciosa ayuda del dzongpen de Shekar.<\/div>\n

<\/p>\n

CAPÃ?TULO XX<\/p>\n

LA ASCENCIÃ?N POR EL GLACIAR<\/b><\/div>\n

<\/p>\n

Hasta entonces todo fue a pedir de boca… pero sólo hasta entonces. Se había hecho cuanto dependía de la previsión y el planeamiento humanos; ahora dirían su última palabra los elementos. Apenas llegados los expedicionarios al campamento principal, empezó a caer una copiosa nevada, que cubrió enteramente el paisaje y envolvió a los exploradores en terribles remolinos, azotándolos con su frío cruel. Era la primera fase de la lucha. Los expedicionarios se enfrentaban con el enemigo embozados hasta los ojos. Llevaban buena indumentaria de lana, a prueba de vendavales, gorros con orejeras y también largos guantes, y trabajaron sin interrupción hasta el atardecer. Quedó todo dispuesto para que al día siguiente, 30 de abril, ciento cincuenta peones empezaran la, ascensión.
Norton se proponía realizar el primer intento en la montaña el 17 de mayo, pero antes debían ultimarse complicados preparativos. Procedía instalar y abastecer los tres primeros campamentos del helero; un grupo de expertos alpinistas debía examinar la ruta que conduce al Collado Norte, pues seguramente se habrían producido en ella ciertos cambios desde 1922 y acaso sería más peligrosa que entonces; luego, debía instalarse el campamento IV y dejar en él provisiones y oxígeno, no sólo para uso de los que allí se detuvieran, sino también para abastecer a los campamentos más elevados; de igual modo se dispondría después el campamento V, a unos 7,775 metros de altitud; y, finalmente, el VI, a unos 8.080, y el VII, a unos 8,300. Tal era la tarea que debía realizarse antes del asalto propiamente dicho.
Durante aquellas operaciones, los exploradores deberían luchar con la desazón producida por las grandes altitudes. Además de pugnar con el frío, el viento y la nieve, se verían forzados a combatir esa singular depresión que se inicia a uno 5,000 metros de altitud y que convierte todo trabajo en dura carga.
El campamento principal estaba situado a unos 5,100 metros y allí empezaron a experimentar esas sensaciones. El mínimo esfuerzo �como introducirse en el saco de dormir o calzarse las botas� dejaba rendidos a los expedicionarios. Aun el encender la pipa era todo un problema, pues ocurría que el fumador solía perder el aliento en el mismo instante en que desaparecía la llama del fósforo, y la pipa se apagaba antes de que pudiese respirar otra vez. Cada nueva etapa, más allá del campamento principal, se cubriría en una zona más elevada, y la depresión y el cansancio aumentarían continuamente. Norton confiesa que el viaje hasta el primer campamento fue para él en extremo penoso. El simple peso del piolet le cansó tanto el brazo derecho que pensó en que debería encontrar un instrumento más leve. El andar era un rudo trabajo y en aquel aire enrarecido no se sentía la menor euforia, sino una indefinible sensación de molestar y tristeza.
Pero, hasta cierto punto, el hombre llega a “aclimatarse” a esa angustia, si bien, a tales altitudes, se hace todo como maquinalmente y sin brío. La gente no parece allí la misma que a menos de 5,000 metros. Y precisamente en esas deprimentes circunstancias debía realizarse la dura labor preparatoria.
La parte más áspera correspondería, claro es, a los trajineros. A fin de conservar en lo posible sus energías, se utilizaron los ciento cincuenta tibetanos alistados por Norton para instalar los dos primeros campamentos en el glaciar. Se convino en que se les abonaría un chelín diario y se les facilitaría algunas raciones. No debería empleárselos en zonas de nieve o hielo y, apenas cumplida su misión, quedarían libres para regresar sin demora a sus hogares, pues se acercaba la época de la siembra. No aspiraban a que se los cobijase en tiendas: estaban prestos a dormir a la intemperie, aun a 5,500 metros de altitud.
Además, a fin de ahorrar esfuerzos a los escaladores, se utilizaron los servicios de los oficiales “gurkhas” para organizar los dos primeros campamentos.
La tarea de su formación empezó el 30 de abril. Los trajineros tibetanos eran hombres, mujeres y muchachos y el promedio de carga sería de unos dieciocho kilogramos. Geoffrey Bruce, que dirigía las operaciones, intentó distribuir las cargas más leves entre las mujeres y los muchachos, pero sus esfuerzos resultaron inútiles. Era un criterio opuesto a las costumbres del país. El sistema tibetano de distribución de cargas es más sencillo y da mayor satisfacción a los interesados. Aquellas gentes llevan en la caña de sus botas unos cordones lindamente tejidos y de vario matiz: cada cual reconoce inmediatamente sus colores. Para distribuir los fardos, el encargado de esa tarea pide un cordón a cada trajinero, luego los mezcla y echa uno sobre cada carga. El dueño del otro cordón del mismo tono reclama el fardo como suyo y se lo lleva sin la menor queja. Geoffrey Bruce decidió, al fin, emplear ese método y vióse cómo los tibetanos partían con los fardos, entre chistes y canciones, según su costumbre.
Dos de los tres oficiales “gurkhas” que dirigían el convoy ya habían tomado parte en la expedición de 1922 y podía confiárseles el reconocimiento de la ruta desde el primer campamento al segundo, sin necesidad de que los acompañaran los alpinistas. Se les encomendó también la delicada tarea de dirigir los campamentos del glaciar (un oficial en cada uno), cuidando de la alimentación y comodidad de cuantos en ellos se detendrían e inspeccionando la llegada y partida de los convoyes.
El primer campamento era Â?para el rudo marco del Glaciar RongbukÂ? un refugio abrigado. Estaba situado en la corriente oriental del hielo, a unos centenares de metros sobre su confluencia con el glaciar principal; recogía el máximo calor solar y apenas soplaba allí el viento. Los sangars construidos por la primera expedición estaban aún en buen estado y, tendiendo sobre ellos parte de las tiendas “Whymper”, se lograron cómodos refugios.
Desde el primer campamento se envió a setenta y cinco tibetanos a la base principal, reteniendo a otros tantos para instalar el segundo campamento. Lo organizaron en los dos días siguientes y regresaron muy animados. Eran especialmente notables las proezas de las mujeres. Una de ellas transportó a su hijito, que contaría unos dos años, sobre un fardo de unos dieciocho kilogramos, desde una altitud de 5,350 metros hasta más de 6,000; dejó allí su carga, se llevó de nuevo al nene hasta el punto de partida y se declaró presta a repetir el viaje si era necesario. Sin embargo, de los setenta y cinco que regresaron al campamento principal, cincuenta y dos se esfumaron sin exponer sus razones, con lo que aumentó la carga de los restantes. A pesar de ello, el 2 de mayo estaban ya depositados todos los fardos en el segundo campamento, y aquella misma noche, llegados los tibetanos a la base principal, se los obsequió con una substancioso y abundante cena y con una paga extraordinaria. Partieron a la mañana siguiente, muy contentos de su suerte.
Desde entonces, los expedicionarios sólo podrían contar con sus propias fuerzas. Su tarea inmediata consistió en transportar desde el segundo campamento todas las provisiones reunidas allí con destino al tercero y a los demás de la montaña. El cuerpo de peones nepaleses entraría en acción para esa labor. Se dividió en dos grupos de veinte, quedando veinte más en reserva. El primer grupo debía llevar las provisiones y el equipo al tercer campamento y establecerse allí, dispuesto a transportar un campamento al Collado Norte. El segundo grupo, partiendo de la base principal un día después, se dirigiría al segundo campamento y actuaría entre éste y el tercero. El último grupo permanecería en la base, presto a cubrir las bajas.
El 3 de mayo se puso en marcha el primer grupo. Consistía en dos parejas de escaladores, además de los peones, y su jefe era Mallory. �ste e Irvine dirigirían la organización del tercer campamento, donde permanecerían unos días a fin de aclimatarse y probar el aparato de oxígeno. Odell y Hazard proseguirían la marcha, partiendo del tercer campamento, se encargarían del reconocimiento y abrirían la ruta hacia el Collado Norte.
El día en que el primer grupo de alpinistas y peones abrió la marcha, el tiempo presentaba mal cariz y encapotaban el cielo densas nubes. La mitad de los trajineros avanzaba penosamente; por cuenta propia habían añadido algunas mantas y otros abrigos a su ya pesada carga. En vista de ello, Mallory hizo dejar cinco fardos que no se necesitaban con urgencia y utilizó a los cinco trajineros para transportar las mantas al siguiente día.
Llegaron al segundo campamento el 4 de mayo. Su aspecto era muy poco acogedor. No habían dispuesto allí tiendas para los trajineros, pues se tuvo el propósito de construir cómodas cabañas o sangars, usando como techo las tiendas “Whymper”, y debían dedicarse entonces a esa tarea. Mallory e Irvine, auxiliados por tres o cuatro peones, pusieron manos a la obra; otros se les unieron tras tomar un descanso. Del esfuerzo común surgió un sangar de forma oblonga y de unos dos metros de anchura. Luego, Mallory y Odell examinaron la ruta que, siguiendo glaciar arriba, los conduciría al tercer campamento. Subieron a un montículo, desde donde dominaban toda la extensión del helero, elevándose hacia el Sur, y al fin descubrieron un camino a lo largo de una depresión rocosa, entre las fantásticas agujas de hielo en que se descompone allí el glaciar.
La noche del 4 al 5 de mayo fue aterradora: el frío era atroz, soplaba el vendaval con extraordinaria violencia y caía una gran nevada. A duras penas se decidían los peones a salir de las tiendas y a preparar la comida. Presentáronse nuevas dificultades en lo que atañe a la carga: se discutió qué provisiones, mantas y cacharros podrían dejarse. fue preciso resolver, por fin, la cuestión de qué alpinistas estaban en condiciones de realizar el intento y cuáles serían los que deberían quedarse. Hasta las once de la mañana no pudieron iniciar la marcha.
Entonces vieron que la ruta de ascensión al glaciar, tan patente la tarde anterior, se había borrado bajo la nieve. El glaciar, que antes parecía no ocultar ningún riesgo, distaba mucho del inocente aspecto que ofrecía unas horas antes. El viento había barrido las superficies más elevadas y vióse que estaban formadas por un hielo duro, liso y redondeado, casi tan duro como el cristal y sin la menor aspereza, y entre los bloques salientes se extendía la nieve en polvo, recién caída. Tuvieron que gastar muchas energías cortando peldaños en el hielo o cavando en la nieve con igual fin. En cuanto a la depresión rocosa, que tendría unos quince metros de profundidad y cubría una tercera parte del camino de ascensión, era un paso relativamente fácil. Pero al llegar a la parte despejada del helero, los alcanzó un viento cortante y, al doblar el Pico del Norte, los azotó directamente, surgiendo de las heladas masas del collado septentrional.
Los peones estaban ya casi sin aliento. Notaban mucho los efectos de la altura, y el avance se hacía cada vez más penoso. Sólo a las seis y media de la tarde llegaron al tercer campamento. Aún hacía frío y era demasiado tarde para disponer un cobijo cómodo; aquella noche, alpinistas y peones sufrieron mucho.
Mallory advirtió en seguida que ya debían usarse allí los sacos de dormir destinados a las grandes altitudes y que se propusieron emplear a partir del cuarto campamento: el frío era mucho más intenso que el experimentado hasta entonces. Pero tales sacos de dormir estaban todavía en el segundo campamento, por lo que decidió volver allí a la mañana siguiente y traerlos.
Como el sol alumbra las tiendas muy de mañana en el tercero, Mallory pudo ponerse en marcha a eso de las siete, tras dejar instrucciones para que se enviaran peones hasta la cuarta parte de la ruta que desciende al segundo campamento, a fin de enlazar con los que subirían y ayudarlos a transportar los fardos más pesados. Perdió algún tiempo intentando encontrar mejor camino hasta el glaciar, y, por desgracia, no enlazó con el segundo grupo sino después de haber salido éste del campamento número dos. Era ya demasiado tarde para hacerlos volver atrás, y, en vista de ello, se dirigió con los peones al tercer campamento. Según el plan anterior, debían llevar sus cargas a aquél y regresar luego al segundo, pero no fue posible, ya que los trajineros tomaron carga excesiva, formada por mantas de repuesto, proponiéndose pernoctar allí; Mallory tuvo que disuadirles de su empeño, pues las condiciones del tercer campamento eran ya bastante malas. Les ordenó, pues, que dejaran la carga lo más cerca posible de aquel campamento, pero conservando fuerzas suficientes para regresar al segundo. Realizada la operación, los hizo volver sobre sus pasos, mientras él se dirigía al tercer campamento. El primer grupo de Mallory estaba ya bastante desmoralizado por el frío y la altura; el esforzado alpinista quería evitar a toda costa el colapso del segundo.
De vuelta en el campamento número tres, vio que se hizo muy poco en su ausencia. Los tres escaladores eran novatos y no se habían aclimatada aún. Tanto ellos como los peones sufrían los efectos del frío y la altura y ni uno solo de los trajineros estaba en condiciones de transportar la carga. No se envió, pues, a nadie para que saliera al encuentro del grupo que subía; en lo que atañe a la construcción de muros para los refugios, muy poco se había hecho. Pero Odell e Irvine bajaron al lugar donde se dejaron los fardos y recogieron lo que rnás urgentemente se necesitaba, entre otras cosas los fogones “primus”.
Durante la noche del 6 al 7 de mayo, el termómetro descendió a 30 grados bajo cero. Era el frío más intenso que se había experimentado en las expediciones al Everest, y notaban más sus efectos quienes ya estaban deprimidos y debilitados por una altitud de 6,400 metros. Mallory logró reaccionar por la noche, pero ni siquiera él se sintió bien a la mañana siguiente. Odell e Irvine no estaban en condiciones de realizar ningún esfuerzo. Ni uno solo de los peones tenía bríos suficientes para transportar carga y algunos se sentían tan mal que ni siquiera podrían permanecer en el tercer campamento: tuvieron que sacarlos de las tiendas casi a rastras. Uno de ellos apenas tenía un soplo de vida; sus pies estaban tan hinchados que tuvieron que calzarle las bollas sin ponerle antes los calcetines; apenas podía andar y fue preciso sostenerlo. Por fin, se reunió a los enfermos en tres grupos, se encordaron y fueron enviados al campamento de inmediato, guiados por el oficial “gurkha”. Avanzaron penosamente y con paso incierto glaciar abajo y llegaron al segundo campamento casi desmayados.
Entre tanto, Hazard, que se sentía algo mejor que sus compañeros, se dirigió al sitio donde el día anterior se dejaron los fardos; lo acompañaban unos cuantos peones de los que todavía contaban con ciertas energías. Su propósito era salir al encuentro de los más firmes del segundo grupo, que subirían del campamento número dos. Se efectuó el enlace y se transportaron siete nuevas cargas al tercer campamento. Pero eso fue todo. Nada se hizo para dar al campamento mayor comodidad. Y la moral del primer grupo se “había hecho trizas”, como dijo Mallory.
Tal era la situación con que tuvo que enfrentarse Norton al llegar al segundo campamento el 7 de mayo, e inmediatamente se dedicó a aliviarla. Se abrieron sin más ceremonia los fardos que contenían las provisiones y tiendas destinadas a los campamentos de mayor altura y se distribuyeron entre los peones enfermos; montáronse tiendas de las que se guardaban para zonas más elevadas; se facilitaron sacos de dormir propios para las grandes altitudes y empezaron a utilizarse preciosas reservas de combustible “meta” solidificado; aquella noche se dobló la capacidad del segundo campamento y logróse cierto grado de comodidad.
El día 8 de mayo, al regresar Mallory del tercer campamento y Geoffrey Bruce de la base principal, se concretaron planes para el futuro. Mallory decidió, muy acertadamente, que los enfermos del primer grupo descansaran en el segundo campamento, mientras Somervell �que llegó con Norton y gozaba de grandes simpatías entre los trajineros, por lo que lograba sacar de ellos gran provecho� conduciría el segundo grupo hasta el sitio donde se dejaron las cargas; los peones no llevarían nada hasta allí y transportarían al tercer campamento suficientes provisiones y camas de campaña para hacerlo habitable. Si se lograba reunir a los individuos que restaban del primer grupo, se utilizarían para abastecer al tercer campamento con las provisiones del segundo. Se llamaría a éste a Shebbeare, que entonces estaba en la base principal, pues su profundo conocimiento de los indígenas y de su lenguaje resultaría precioso en aquellas circunstancias. Hazard reemplazaría a Shebbeare en la base principal, y cuidaría del aspecto financiero de la empresa y de los problemas de combustible y comida. Así intentó el valeroso Norton detener la marea de desgracias que amenazaba a la expedición.
Geoffrey Bruce trajo consigo a los peones de reserva. Con sus fuerzas intactas, podrían encargarse del acarreo más duro; su energía y su celo dieron ánimo a los demás. El 9 de mayo, Norton, Mallory, Somervell y Geoffrey Bruce, acompañados de veintiséis peones, pudieron partir hacia el tercer campamento, llevando consigo provisiones, algunas para dejarlas allí y otras para ser transportadas a mayor altura.
Al parecer, se había restablecido la normalidad; pero era precisamente lo contrario. Los elementos se reservaban armas aún más dañinas. Empezó a nevar poco después de partir el grupo y durante el día aumentó la intensidad de la nevada. También arreció el viento. Al llegar al tercer campamento, la combinación de vendaval y nieve era ya furiosa ventisca. El campamento ofrecía un cuadro desolador. Aunque situado en el único lugar posible, recogía todos los embates del viento. No se vea allí ni un alma y se dijera sin vida. La terrible ventisca, colmando ya la medida tras tantos sufrimientos, dejó sin bríos a los peones que restaban. Se apiñaban en sus tiendas y algunos se mostraban tan apáticos que ni intentaban calentarse la comida, a pesar de que se introdujeron fogones en sus refugios. Afortunadamente, los ocho fornidos peones de la reserva (que Geoffrey Bruce trajo consigo, después de hacer regresar a los veintiséis restantes desde el punto donde se amontonaron los fardos) pudieron encargarse de la cocina e hicieron más llevaderas a los otros sus penalidades. Pero nada más pudo hacerse, pues la furia del viento casi imposibilitaba todo movimiento fuera de las tiendas, y, tras una presurosa cena, se introdujo cada cual en su saco de dormir. Allí, por lo menos, reaccionarían.
Fuera, continuó la ventisca con igual violencia durante toda la noche, y la ligera nieve en polvo fue lanzada al interior de las tiendas y lo cubrió todo con una capa de varios centímetros de espesor. La angustia se hizo cada vez más aguda. Al más leve movimiento del cuerpo, un alud en miniatura se producía en el interior del saco de dormir y allí se fundía, formando una zona húmeda y glacial.
Al día siguiente �10 de mayo� dejó de nevar, pero arreció la furia del viento, que arrastraba, en incesantes ráfagas, la nieve en polvo recién caída. Era obvio que no debían permanecer en el tercer campamento más escaladores que los estrictamente necesarios; los superfluos sólo consumían provisiones y combustible y perdían inútilmente sus energías. Como Mallory e Irvine se encargaron hasta entonces de la parte más dura de la empresa, se los envió al segundo campamento, donde pasaron unos días más tranquilos, en compañía de Beetham y Noel.
El viento azotaba aún en toda su extensión el helero, arrancando la nieve y lanzándola contra el campamento. Pero, sin arredrarse, Norton y Somervell, en compañía de siete peones, lograron abrirse paso hasta el lugar del repuesto, situado a un kilómetro y medio del campamento, poco más o menos, y trajeron diecinueve cargas; ambos ingleses llevaron un fardo a cuestas. A su regreso, los trajineros estaban ya rendidos. La lucha con el terrible viento los dejó sin fuerzas; con paso vacilante entraron en las tiendas y se derrumbaron. Por fortuna, durante su ausencia, Bruce y Odell prepararon para todos comida caliente. Obligaron a los trajineros a comer y beber, los descalzaron y los acostaron en sus sacos.
Al anochecer, aumentó aún el furor del vendaval, que soplaba en terribles ráfagas y en todas direcciones, Parecía lanzarse sobre el Collado Norte, el Rápiu La y el Hlakpa La, y luego, partiendo de un punto alto, en el cenit, arrojábase sobre las diminutas tiendas y las zarandeaba como un terrier sacude a un ratón en la jaula. Aquella noche las tiendas volvieron a llenarse de nieve. El fragor del viento v el furioso aleteo de las lonas hizo imposible el sueño. El termómetro descendió a 22º bajo cero.
El día 11, en la madrugada, la borrasca seguía con 1a misma intensidad y a las once de la mañana la temperatura era de 17º bajo cero. Era evidente que en muchos días no sería practicable el Collado Norte. El sufrido segundo grupo de peones se hallaba en las mismas lamentables condiciones que el primero. No le quedaba otro recurso que una retirada ante la furia de los elementos; y no hasta el campamento inmediato, sino para dirigirse a la base principal, donde el conjunto de los expedicionarios podrían recobrar sus fuerzas.
Pero aun la retirada misma resultó una dura lucha. Los trajineros permanecían apiñados en sus tiendas, indiferentes a la vida o la muerte. No los conmovía lo más mínimo la idea de retirarse al campamento principal, donde había comodidad, calor y excelente comida. Casi tuvieron que arrancarlos de allí a rastras, pero Geoffrey se mostró a la altura de aquellas circunstancias difíciles. Situándose en un montículo, en el centro del campamento, dio órdenes entre el fragor de la borrasca; dedicaba mordaces frases a los remisos y se dirigía con intensa simpatía a los enfermos y con menos cordialidad a los que se creían peor de lo que realmente estaban. Poco a poco se desmontaron las tiendas y se embalaron en fardos y cajas; empaquetáronse cuidadosamente las mantas, provisiones y combustible; se distribuyeron equitativamente las cargas que debían transportarse por el glaciar y, al fin, ya algo reanimado, el grupo volvió la espalda a lo que una hora antes fue el tercer campamento, que quedó convertido en un simple montón de piedras. El 11 de mayo fue el gran día de Geoffrey Bruce.
Se habían cursado instrucciones para la retirada a la base principal. Allí se encontraban, la noche del 11 de mayo, Mallory, Beetham, Irvine y Noel; Somervell y Odell, con la mitad de los peones, estaban en el primer campamento y Norton y Geoffrey Bruce en el segundo. Al día siguiente, los dos últimos prosiguieron su marcha hacia la base, dejando las tiendas y provisiones, tal como estaban, en el segundo campamento, dispuesto a ser ocupado de nuevo. En el primero, Somervell, “pasaba también sus apuros, pues el número de bajas iba en aumento muchos de los trajineros estaban malos de veras. El más grave era Shamsher, uno de los oficiales “gurkhas”, que casi había perdido enteramente la sensibilidad a causa de una embolia. Manbahadur, el zapatero, se hallaba también en terrible estado, con ambos pies helados hasta el tobillo. Otro de los peones sufría una grave pulmonía y se registraban muchas dolencias menores. Los evacuaron a todos, excepto a Shamsher, a quien era imposible trasladar; lo dejaron al cuidado de otro oficial “gurkha” y de dos trajineros.
El 12 de mayo por la tarde todos, salvo esos cuatro, se reunían en el campamento principal. Si a su llegada, quince días atrás, les pareció sombrío, ahora era ya apacible refugio, con espaciosas tiendas, abundante alimento y mullidos lechos de campaña. Y otra circunstancia mejor aún: Hingston había llegado el día anterior, con oportunidad maravillosa; daría ánimos al grupo y cuidaría de los enfermos y necesitados.
Así terminó el primer combate con la montaña.<\/div>\n

<\/p>\n

CAPÃ?TULO XXI<\/p>\n

NORMALIDAD DESPUÃ?S DEL DESASTRE<\/b><\/div>\n

<\/p>\n

Nunca como entonces se echó de menos al general Bruce. Su explosiva jovialidad, la desbordante risa con que acogía la más insignificante ocurrencia y su don de resolver alegremente todas las dificultades, hubieran sido, en aquella ocasión, tan preciosos como todo un cuerpo de peones. Y aun el mismo Norton hubiera acogido como el mejor de los estímulos la presencia de Bruce, recién llegado y sin las terribles huellas de una pugna de veinticuatro horas con la ventisca, a 6,400 metros de altitud. Norton se había ya curtido en lo más rudo de la vida, pues estuvo en la retirada de Mons y en las diversas fases de la Gran Guerra, pero ya es sabido que el genio empieza a agriarse a partir de los 4,500 metros de altitud; uno puede ser estoico y equilibrado al nivel del mar, pero mostrarse muy hosco y desabrido a los 6,400 metros de altura. Para él debió de ser una experiencia enloquecedora ver cómo los resultados de medio año de cuidadosos planes y minuciosa organización se desvanecían en lo alto del cielo, zarandeados por la ventisca. Con facilidad hubiera podido perder los estribos y aumentar aún la depresión de los demás expedicionarios. También éstos corrieron el riesgo de caer en un humor quisquilloso y desapacible. Hubiera surgido una situación tirante y la expedición, en su conjunto, habría perdido la indispensable fibra si el jefe no hubiese logrado dominarse. Tales cosas han ocurrido más de una vez y en zonas mucho más próximas al nivel del mar que la base principal utilizada entonces. Norton y los demás son dignos de alabanza por haber sabido sortear tales peligros y por aprestarse en seguida a la defensa, elaborando nuevos planes en substitución de los que tan despiadadamente se hicieron añicos.
La inmediata necesidad era infundir ánimo en los trajineros. Hasta entonces llevaron la peor parte y debía confortarse su espíritu. El mejor aliento que pudo dárseles fue la bendición del Lama de Rongbuk. Era lo que más necesitaban. Muchos de ellos profesaban las doctrinas hindúes y el Lama era budista, pero no importaba. Lo que querían era la bendición de un hombre consagrado a Dios. Tal vez en circunstancias normales no fueran muy devotos, pero entonces sentían próxima la presencia del Ser Supremo. Estaban en íntimo contacto con la muerte. Sabían que les esperaban penalidades y peligros; nuevos días de frío atroz y de terrible viento, aquella depresión espantosa y la amenaza de aludes y resbalones en la roca o el hielo. Con grave riesgo de su vida lucharían contra todas las tretas de los elementos de una montaña peligrosa y deseaban asegurarsede que valía la pena arrostrar tales riesgos. De haber sido una banda de forajidos prestos a emprender una criminal aventura, no hubieran osado pedir la bendición a un hombre consagrado a Dios. Pero, dedicados a una noble empresa, querían nuevas seguridades de que Dios los acompañaba en su tarea. La bendición del santo Lama sería para ellos prenda de tal ayuda. Consagraba su vida a la búsqueda y fomento de la bondad y podría hablarles en nombre del Altísimo. Si los bendecía, sentirían la compañía de Dios y afrontarían animosamente los peligros y penalidades que les reservaba el futuro. Tal era su sencilla fe.
Ya al día siguiente del regreso a la base principal se envió a Karma Paul, el intérprete, al monasterio de Rongbuk, para pedirle al Lama que bendijese a los peones. Consintió el cenobita, y el día fijado Â?el 15 de mayoÂ? todos los expedicionarios: alpinistas, “gurkhas” y trajineros, anduvieron unos seis kilómetros valle abajo para recibir la bendición; antes se dio a cada peón un par de rupias para ofrecerlas al Lama.
A su llegada, se ordenó a los trajineros que permaneciesen en el patio exterior, mientras los alpinistas eran conducidos a la antecámara del Gran Lama, donde se les había preparado comida, que les fue servida por monjes jóvenes. Luego, fueron recibidos por el Gran Lama, al que asistan otros lamas de menor Jerarquía. Sentábase ante un altar, en su patio cubierto. Se dio asiento a los ingleses, a ambos lados del patio y frente al Lama; los peones se situaron en el espacio central.
Uno tras otro, los británicos subieron al altar del Lama, quien tocó las inclinadas cabezas con la “rueda de las oraciones”, de plata labrada, que sostenía con la mano izquierda. Siguieron los “gurkhas” y los peones y pareció conmoverlos hondamente aquella simple ceremonia. El Lama pronunció después un discurso breve, pero impresionante, animando a los trajineros a perseverar en su empeño y asegurándoles que los recordaría en sus plegarias. Según refiere Geoffrey Bruce, la reverencia con que los peones se presentaron al Lama y abandonaron su presencia era elocuente testimonio del influjo que sobre ellos ejercía. Sus oraciones y su bendición les dieron nuevos ánimos y en el viaje de regreso al campamento habían ya recobrado su habitual jovialidad.
Entre tanto, Norton y Bruce se ocuparon en la reorganización del cuerpo de peones. Para sacar de ellos el mejor provecho, se los distribuiría en tres grupos, cada cual dirigido por un peón escogido. El que seguía al jefe en facultades sería su lugarteniente en caso de apuro. Estos jefes y subjefes gozarían de paga extraordinaria y, en general, del trato dado a los oficiales libres de servicio. No fue difícil elegir a esos seis hombres, pues las penalidades de la semana anterior permitieron ver claramente quiénes eran más dignos de confianza. Los elegidos fueron conducidos a presencia de Norton y Bruce, que les explicaron lo que de ellos se esperaba; luego, se les permitió, en lo posible, seleccionar a los hombres de su pelotón. Al parecer, les agradó la idea; este sistema tenía la ventaja de dar al cuerpo de peones cierta saludable rivalidad y espíritu de grupo.
También Hingston estuvo muy atareado. Durante uno o dos días, después del regreso de los expedicionarios, fue crecidísimo el número de enfermos a los que debía cuidarse. Ya al día siguiente, él y Bruce partieron, llevando unas parihuelas, para trasladar a Shamsher, pues Hingston consideraba que la única esperanza de salvación para aquel desventurado consistía en llevarlo a inferior altitud. Con sumo cuidado fue transportado al primer campamento, pero no pudo soportar la jornada y falleció cuando se hallaba a algo más de medio kilómetro de la base principal. Unos días después también murió el zapatero Manbahadur. De haber sobrevivido, hubieran tenido que amputarle los pies hasta el tobillo. Se dio sepultura a ambos en un lugar protegido del viento; sus nombres, así como los de los demás que sucumbieron en el decurso de las tres expediciones, se grabaron en un mo[nu]mento que se erigió más tarde en las cercanías de la base principal. La pérdida de Shamsher fue especialmente sensible, pues, al decir de Geoffrey Bruce, “era un muchacho valeroso y leal, que se distinguió siempre por su celo y entusiasmo”.
Al día siguiente del en que el Lama bendijo a los expedicionarios, el tiempo era magnífico; no se veía ni una nube en el cielo y la montaña se erguía clara y apacible. Como parecía asegurado aquel cariz bonancible, se decidió emprender la nueva ascensión al siguiente día �17 de mayo�, el mismo que se había fijado en el primer plan para el asalto final a la montaña. Mallory había elaborado un nuevo programa, en el que se puntualizaban los movimientos de cada alpinista y de cada grupo de peones para los días inmediatos; se tenía el propósito de llevar de nuevo a la práctica el proyecto inicial, pero retrasando hasta el 29 de mayo la fecha del intento supremo para alcanzar la cumbre, que antes se fijó para el 17. Con ello se bordearía la fecha en que empiezan los monzones, pero era inevitable.
Como movimiento preliminar, los oficiales “gurkhas”, acompañados de un pelotón de peones, dejaron el campamento principal al atardecer del día 16 y volvieron a ocupar el primer campamento, para evitar toda demora en la marcha del siguiente día.
Todos confiaban en que, por fin, irían mejor las cosas. Pero ya la misma mañana de la partida recibieron los expedicionarios el primer golpe. Beetham sufría un agudo ataque de ciática y apenas podía moverse. Se repuso de su disentería y a pura fuerza de voluntad logró ponerse en condiciones de unirse a la expedición, pero ahora estaba derrotado. El asunto era grave; aparte su ardiente celo, en lo sucesivo se echaría mucho de menos su habilidad y experiencia montañera. No abundan los alpinistas de su temple.
Pero, salvo éste, no hubo tropiezo en la marcha glaciar arriba, y al atardecer del 19 de mayo los expedicionarios lo ocupaban ya en toda su extensión hasta el tercer campamento. Norton, Somervell, Mallory y Odell se hallaban en él; Irvine v Hazard, en el segundo, camino del tercero; Noel y Geoffrey Bruce, en el primero y camino del segundo; Hingston y Beetham, en la base principal. El tiempo parecía muy favorable. En torno a la montaña se amontonaban algunas nubes, pero, en general, los días fueron radiantes.
Ahora debían atacar el Collado Norte, el principal obstáculo en el camino de la cumbre, y preparar una ruta segura hacia el cuarto campamento. Siendo aquel paso enteramente de hielo, más o menos cubierto de nieve, sus grietas y desgarros variaban de año en año y debía examinarse nuevamente en cada expedición. Recordando la pérdida de siete peones en el alud del año 1922, esta vez debían aproximarse al Collado Norte con la debida prudencia. Además, no se trataba solamente de que lo escalaran unos pocos alpinistas experimentados, sino que debía disponerse un camino para que los peones cargados pudiesen subir y bajar confiadamente. Los trajineros “sherpas” eran muchachos de buena fibra, pero no poseían práctica montañera. Según afirmó Mallory, si se avanzaba por la nieve endurecida, donde se hincan los clavos del calzado, si los alpinistas excavaban buenos peldaños en las pendientes de hielo, si se les echaba una mano, de cuando en cuando, en los puntos peligrosos y existía la seguridad de que encontrarían buena comida v un lecho caliente, esos trajineros subirían y bajarían por las pistas sin tropiezo, satisfechos, confiados y seguros. Pero unos pocos centímetros de nieve aumentan extraordinariamente el esfuerzo requerido para transportar una carga por el Collado Norte. Lo que antes fue firme y seguro se convierte en resbaladizo y peligroso. En vez de avanzar confiadamente con el cuerpo erguido, los trajineros se arrastran con incierto paso, pegados a la pendiente. Entonces se desvanece toda impresión de seguridad. Y precisamente aquel año la capa de nieve era más espesa que en 1922; los peones ya habían sufrido intensamente los efectos del frío y aquella adición de nieve en el Collado Norte hacía más necesaria la preparación de una buena ruta para ellos.
Con este propósito, partió el 20 de mayo del campamento un nutrido grupo de escaladores. Norton se unió a ellos, temiendo que ni Mallory, a quien aquejaba una dolencia de garganta propia de las grandes altitudes, ni Somervell, víctima de una leve insolación, podrían avanzar mucho. El grupo estaba formado por esos tres alpinistas, además de Odell y Lliakpa Tsering, que llevaba un rollo de cuerda y piolets, para ser usados en los trechos más difíciles. Al principio, su avance fue muy lento y no tardó en observarse que Somervell se cansaba más de lo normal. En realidad, su insolación era bastante grave. Quería seguir andando a toda costa, pero Norton y Mallory le obligaron a regresar y volvió al campamento muy disgustado.
La tarea que incumbía a Norton y Mallory consistía en buscar una ruta que no ofreciera peligro de aludes. Observaron una inmensa grieta que se extendía a través de los grandes declives de hielo del Collado Norte. Las pendientes que conducían a ella, aunque muy pronunciadas, no eran peligrosas, y la misma grieta sería una barrera contra los aludes procedentes de las zonas más elevadas. Se dirigirían, pues, a la hendidura v subirían por su borde inferior hasta encontrar una ruta segura hacia el saliente o repecho del Collado Norte, donde pudiera instalarse un campamento.
El punto inmediato de ataque era, pues, la grieta. Norton y Mallory, precediendo a Odell y al peón cargado, compartieron la ruda labor de hacer escalones o de marcar huellas en una serie de declives nevados, ligeramente convexos, la mayoría con un ángulo relativamente suave, que daban acceso al extremo de la grieta que se proponían alcanzar. En el camino encontraron dos hendiduras menores; y el último trecho hacia la grieta principal resultó muy empinado; era obvio que se requería allí una cuerda fija para los peones. Pero se llegó a la hendidura principal sin más contratiempo que el trabajo de cortar peldaños. Sin embargo, al atacar la grieta misma, la cosa fue distinta. No había camino fácil a lo largo de su borde inferior, pues aparecía quebrado en su mitad, y salvar aquel paso exigía grandes precauciones. Se imponía un descenso hasta el fondo de la hendidura; desde allí deberían trepar de nuevo por lo que parecía un muro casi vertical de hielo quebrado, que conducía a un angosto pasaje o “chimenea”, único medio de acceso al borde inferior de la grieta, después de la solución de continuidad.
Tal era la situación con que debían enfrentarse Norton y Mallory, situados junto a la hendidura. Para poder avanzar por su borde inferior era indispensable que, de un modo u otro, salvaran aquel feo tajo. No había otro recurso que bajar al fondo y escalar la muralla y la “chimenea”.
“Al hallarse ante un obstáculo formidable en sus ascensiones Â?dice NortonÂ?, Mallory reaccionaba siempre de modo idéntico: se veía positivamente cómo se ponían tensos sus nervios, al modo de cuerdas de violín. Ceñíase metafóricamente los lomos, y su primer impulso instintivo lo ponía de un brinco en vanguardia. En la ocasión a que me refiero, fue él delante, trepando por la muralla de hielo y la «chimenea» con gran tiento y limpieza y con el bello estilo que le era peculiar.” Norton lo secundaba; con el mango o la punta del piolet le preparaba, de cuando en cuando, sitio donde poner los pies. El muro de hielo, como la mayoría de ellos, no era tan abrupto como parecía. El atolladero estaba en la “chimenea”. La nieve que cubría su fondo no sostenía el peso del cuerpo y parecía ocultar una grieta insondable. Sus flancos eran de liso hielo azul, y tan cercanos, que resultaba imposible excavar peldaños en ellos. Mallory dice que la ascensión por esa “chimenea” fue tan ardua como pudiera desear un buen escalador en cualquiera de las montañas más elevadas. Era un ejercicio gimnástico que hubiera resaltado ya muy duro en altitudes moderadas y era agotador en aquella zona que rayaba en los 6,000 metros.
“Pasada la “chimenea”, surgieron a una pequeña plataforma que les dio un gran alivio: estaban ya al otro lado del gran tajo que interrumpía el borde inferior de la principal hendidura. Siguieron avanzando a lo largo de ese borde, con la grieta a mano derecha y un abrupto declive a la izquierda. En aquella ruta no había riesgo de aludes, pero era muy empinada y fue necesario cortar más escalones. De pronto, surgió una nueva difictiltad en el otro extremo de la hendidura. En aquel momento, Norton y Mallory se hallaban en una escarpada pendiente de nieve, que culminaba en un montículo de unos sesenta metros, con un ángulo de inclinación que representaba el límite en que puede sostenerse la nieve: en su base se abría un gran abismo de hielo. Para facilitar la descripción, podremos llamar a aquel trecho “los últimos sesenta metros”.
Era la parte realmente peligrosa de la ascensión. No requería un esfuerzo gimnástico como la “chimenea”, pero ofrecía mayores riesgos. Podía desprenderse toda aquella masa de nieve y arrastrar a los escaladores hacia el precipicio que se abría debajo. En 1921 ocurrió ya tal deslizamiento en el intervalo entre la ascensión y el descenso de Mallory. Ahora, el temple de Mallory respondió, como siempre, a la llamada interna e insistió otra vez en el deseo de ir adelante. Para reducir el riesgo en lo posible se decidió trepar casi verticalmente por el pozo más abrupto y sólo cruzar hacia la izquierda en su boca, punto en que el declive se hacía menos pronunciado al acercarse al borde del repecho superior: aquél era el saliente que se utilizaría para instalar el cuarto campamento. Odell se había ya unido a Norton y Mallory; los dos primeros se dispusieron a sostener a Mallory desde abajo, situados en un rincón seguro, junto a un pináculo de hielo en el caso de que se desprendiese la traidora superficie y lo arrastrara hacia el fondo. Pero no ocurrió tal contratiempo, y media hora después Odell y Norton subieron por la empinada serie de peldaños que con tanto esfuerzo cortó Mallory en la superficie formada a medias por hielo y nieve.
Estaban ya en el repecho, que inundaba aún el sol y un muro de hielo protegía agradablemente contra el terrible viento del Oeste. No vieron rastro del campamento de 1922, pues toda aquella maraña de montículos de nieve y de tajos de hielo formaba parte del glaciar propiamente dicho y, por lo tanto, estaba sujeta a un constante movimiento. El saliente era más angosto que en 1922. Formaba una combada cresta de nieve intacta y reluciente, que apenas ofrecía espacio para la hilera de minúsculas tiendas de dos metros cuadrados que allí se montaría.
Fue una ascensión agotadora, pues a cada paso tuvo que apisonarse la nieve o hacerse escalones con el piolet para abrir la ruta clara y segura que deberían tomar los peones al día siguiente. Pero los alpinistas estaban satisfechos de haber preparado de nuevo el trecho más difícil de la ruta hacia la cumbre. Odell y Mallory tuvieron aún suficientes bríos para explorar el camino desde el repecho al collado, mientras Norton hincaba estacas para la cuerda fija que colgaría junto a la parte más abrupta de la serie de escalones que conducían a aquellos últimos sesenta metros. Como Mallory estaba muy fatigado por el esfuerzo de hacer peldaños, Odell abrió la marcha. El espacio donde se asentaba el cuarto campamento estaba separado del collado propiamente dicho por un laberinto de crestas de nieve y de grietas en parte disimuladas, y era preciso encontrar allí una ruta. Por fortuna, Odell logró descubrir un puente que permitía salvar la hendidura más difícil y se abrió un camino practicable. Este fue el toque final a la excelente labor de la jornada, y a las cuatro menos cuarto empezaron el descenso.
Pero estaban agotados, y precisamente a causa de su cansancio se expusieron a riesgos que, en circunstancias normales, hubieran evitado con suma precaución. Siguieron la antigua ruta del alío 1922 y avanzaron de prisa. Norton y Mallory abrían la marcha, sin encordar, y tras ellos iban Odell y el trajinero. De pronto, Norton dio un peligroso traspié; luego, resbaló el trajinero, y como sólo la había asegurado con un nudo sencillo, se desató la cuerda, y a no ser por una pequeña zona de nieve blanda, nada hubiera evitado un fatal desenlace. Pero entonces el propio Mallory se vio en un serio apuro, pues había caído en lo que, a todas luces, era una grieta. Primero tanteó la nieve que la cubría y la creyó segura, pero cedió de súbito y el alpinista se hundió cosa de tres metros antes de que lograra detenerse, jadeante y medio cegado; la nieve se desprendió a su alrededor mientras caía, y pasó momentos de ansiedad hasta que lo sostuvo precariamente el piolet, que aferraba aún con la mano derecha, y se atravesó en la hendidura. fue un azar afortunado, pues bajo sus pies se abría un hoyo feo y sombrío.
De momento no se atrevió a hacer ningún esfuerzo para salir de allí, temiendo que cayeran otras masas de nieve desprendida y lo sepultasen. Pero por el redondo agujero que había abierto al caer vio el cielo azul y en seguida dio voces de auxilio. Fue en vano. Nadie oyó sus gritos ni advirtió su caída, pues llevaba gran ventaja a sus compañeros, que también pasaban sus apuros. No le quedaba más recurso que trepar por su propio esfuerzo. Con la mayor precaución puso manos a la obra, haciendo desprender la nieve poco a poco y practicando al mismo tiempo un agujero hacia el lado del hoyo. Luego, trepando cuidadosamente, logró salir de aquella terrible situación y al fin pudo sentar de nuevo los pies en el declive. Pero estaba al otro lado de la grieta y tuvo que hacer escalones en una difícil pendiente de hielo muy duro y, hacia lo hondo, en una desagradable nieve pesada, antes de estar realmente a salvo. Aquel esfuerzo febril, tras la ruda jornada, lo dejó casi sin aliento.
Pudo, al fin, unirse a sus compañeros y avanzaron juntos hacia el tercer campamento, todos ellos bastante avergonzados de sí mismos, por haber permitido que su fatiga los hiciese tan descuidados. Pero ni siquiera por la noche pudo Mallory gozar del debido descanso. Llevaba ya algunos días sufriendo de la garganta y tuvo accesos de tos que lo dejaban rendido y le imposibilitaban el sueño. También le dolía la cabeza y le aquejaba un general malestar. Los demás se sentían casi igualmente maltrechos. Sólo los consolaba pensar que, por lo menos, habían abierto la ruta hacia el obstáculo más grave que se erguía en el camino de la cumbre. Ahora incumbía a los otros la misión de realizar el supremo esfuerzo.<\/div>\n

<\/p>\n

CAPÃ?TULO XXII<\/p>\n

EL SALVAMENTO<\/b><\/div>\n

<\/p>\n

Preparada ya la ruta por Norton y Mallory, la labor inmediata consistiría en instalar el cuarto campamento en el Collado Norte. Confióse la misión a Somervell, Hazard e Irvine. Como el tiempo apremiaba y podían comenzar los monzones de un momento a otro, se partió el 21 de mayo, al día siguiente de desbrozar el camino Norton y Mallory. Somervell estaba mejor Â?o se lo figurabaÂ?, y en compañía de los otros dos alpinistas y de doce peones que transportarían tiendas, fogones y víveres, debería instalar el cuarto campamento en el repecho elegido por Norton. Ayudaría a los trajineros a trepar por la “chimenea” y a fijar cuerdas en los trechos peores, especialmente en los feos sesenta metros inmediatos al repecho; regresaría el mismo día con Irvine, dejando a Hazard y a los doce peones en el nuevo campamento. Luego, Odell y Geoffrey Bruce emprenderían la marcha el 22 de mayo, pernoctarían en el cuarto campamento y el día 23 avanzarían con los peones hasta e! punto donde se organizaría el quinto.
El plan era sencillo, pero en seguida surgieron dificultades. La mañana del 21 de mayo fue anormalmente calurosa; por el espacio flotaban grandes masas de ligeras nubes. No tardó en caer una nieve húmeda y blanda que cubrió enteramente las pistas que con tanto esfuerzo trazó y apisonó Mallory. La capa de nieve era espesa y el avance se hacía difícil. Los escaladores tuvieron que hincar estacas y disponer cuerdas en los peores trechos para los peones que los seguían. Lo más arduo fue la “chimenea”, pues resultaba casi imposible transportar cargas por un sitio como aquél. Tuvo que ensayarse otro expediente. Como no lejos de allí se erguía un precipicio vertical de hielo, se izarían los fardos desde el fondo de una pequeña plataforma que había en lo alto, lo que permitiría a los peones trepar por la “chimenea” libres de carga. Así, pues, Somervell e Irvine se situaron en la plataforma e izaron los fardos, mientras Hazard permanecía al pie del muro, dirigiendo la operación. Era muy duro el esfuerzo exigido a Somervell y a Irvine y una giba de nieve acrecentaba sus dificultades; pero lograron subir, uno tras otro, los doce fardos, cuyo peso oscilaba entre doce y dieciocho kilos. Y habiendo dejado a Hazard y a los doce peones en el repecho donde debían instalar el campamento Â?operación que realizarían bajo la copiosa nevada que seguía cayendo aúnÂ?, volvieron al tercero, donde llegaron a las 6:35. Fue una jornada terrible, pero quedó montado el refugio.
Esto, ocurría en 21 de mayo. Por la noche nevó y continuó la nevada durante la mañana siguiente; sólo cesó a las tres de la tarde. Geoffrey Bruce y Odell no pudieron, pues, ponerse en marcha hacia el Collado Norte.
Aunque dejó de nevar por la tarde, aumentó rápidamente el frío. Aquella noche Â?la del 22 al 23 de mayoÂ? el termómetro descendió a 31º bajo cero. Y esa temperatura a 6,400 metros de altitud es muy distinta que si se experimenta al nivel del mar. Treinta y un grados bajo cero en una incómoda y minúscula tienda donde debe dormirse en el suelo es cosa muy diferente que observar igual temperatura en el exterior desde las ventanas de una cómoda casa. Claro es que en muchas partes del mundo se registran temperaturas muy inferiores, pero en pocos casos resultan tan difíciles de soportar como el frío que los alpinistas sufrieron en el Everest. En la “Misión tibetana” el frío fue muy duro, pero entonces el termómetro sólo descendió a los 27º bajo cero y la altitud era de 4,500 metros; además, por lo menos los que dirigían aquella exploración disponían de lechos. Quienes hayan experimentado intenso frío en grandes altitudes apreciarán mejor que nadie las penalidades que tuvieron que soportar entonces Norton y sus compañeros.
El día 23 de mayo amaneció con cielo despejado y sin viento, aunque el aire cortaba como un cuchillo. Esto permitía confiar en que la nieve recién caída en los flancos del Collado Norte no ofrecería dificultad. En vista de ello, se permitió que Geoffrey y Odell realizaran su programa. Partieron a las nueve y media, acompañados de diecisiete peones.
Pero ¿qué les ocurrió, entre tanto, a Hazard y a sus doce trajineros? Quedaron en el Collado Norte el 21 de mayo. El 22 nevó casi todo el día y la noche del 22 al 23 fue de las más frías que se recuerdan en aquella región. Su campamento no estaba asentado en una morena, como el tercero, sino sobre la nieve… y se hallaba 610 metros más arriba. ¿Qué les habría sucedido entre tanto? Era una cuestión que preocupaba seriamente a Norton. fue para él un alivio cuando, poco antes de la una, al empezar a nevar de nuevo copiosamente, logró distinguir, entre el trémulo velo que todo lo borraba, unas hileras de puntitos negros corno moscas en el blanquísimo muro, descendiendo poco a poco desde el cuarto campamento. Sería sin duda el grupo de Hazard que regresaba al tercer campamento y se alegró de ello.
Más tarde, a eso de las tres, vio regresar también a Geoffrey Bruce y a Odell en compañía de los peones. Llegaron a un punto, donde la nieve era peligrosa y vieron a los del grupo de Hazard más arriba, descendiendo por la “chimenea”, de lo que coligieron que era mejor retroceder.
Se esperaba, pues, ansiosamente la llegada de Hazard. Regresó al campamento a eso de las cinco de la tarde, pero sólo lo acompañaban ocho hombres; los cuatro restantes se quedaron atrás. No pudieron pasar aquel peligroso declive, “los últimos sesenta metros”, situados bajo el repecho donde se dispuso el cuarto campamento. Hazard abrió la ruta para tantear las condiciones de la nieve recién caída y lo acompañaron ocho peones, pero los cuatro restantes volvieron la espalda. Tal vez estaban enfermos; era seguro que dos de ellos sufrían los efectos de la congelación. Lo más probable era que uno de los trajineros hubiese entrado en una zona de nieve resbaladiza y temieran avanzar; seguramente no olvidarían lo que sucedió un poco más abajo, en aquellas mismas pendientes, durante la expedición anterior.
Sea como fuere, estaban sitiados en el Collado Norte. Entonces caía una persistente nevada, de copos blandos como plumón, haciendo cada vez más difícil la ascensión y el descenso.
Al parecer, Norton no vaciló ni un solo instante antes de decidir su línea de conducta. Otros hubieran titubeado o considerado desesperada la situación, pero no así Norton, Hubiera podido argüir en su fuero interno que el tiempo era demasiado hostil para que alguien se aventurase por aquellos flancos de hielo. Era triste abandonar a los pobres trajineros a su sino, pero debía velar por la vida de los demás, no sólo por la de los sitiados, y tener también en cuenta el esencial objetivo de la expedición. Si enviaba un grupo de socorro, acaso los que lo formasen perdieran también la vida. Y si no ocurría así, el esfuerzo los dejaría tan rendidos que ya no podrían utilizarse para el futuro intento supremo en la montaña y tal vez se malograría la posibilidad de conquistar su cumbre.
Con razón hubiera podido Norton argumentar así en su interior, pero lo cierto es que se dejó de razonamientos. Lo que hizo es obrar de modo instintivo. En el decurso de la gran aventura tuvo el propósito fijo de que, aquel año, debían evitarse a toda costa las bajas entre los peones. Sólo podía hacerse una cosa: ir a salvarlos. A todo trance debía conducirlos con vida al campamento. Además, el propio Norton formaría parte del grupo de auxilio �él y los otros dos, los mejores entre los alpinistas: Mallory y Somervell�. Sólo los mejores servirían para esa tarea. Y llegó a tal decisión �a la cual contribuyeron tanto él como sus dos compañeros�, a pesar de que los tres se sentían enfermos, tras las fatigosas experiencias de aquel campamento situado a 6,400 metros de altitud y la ardua labor de abrir la ruta hacia el Collado Norte.
A riesgo de su propia vida y la de Mallory y Somervell, debía salvarse a aquellos hombres, compañeros en una común aventura. Siempre estaban prestos a arriesgar la vida por sus jefes y era justo que éstos pusieran la suya en peligro para salvarlos.
El compañerismo salió por sus fueros. Y ese sentimiento de camaradería debió de estar muy grabado en el espíritu de Norton, Somervell y Mallory, pues en aquellas circunstancias de frío atroz, malestar y congoja, cuando la vida no era más que una trémula llama en su interior, sólo podían sobrevivir los impulsos más hondos. Todo lo superficial se había ya desvanecido hacía tiempo. De no haber tenido en la raíz del alma ese sentimiento de solidaridad, de no pensar que quienes los recordaban desde la lejana patria confiaban en que se comportarían como hombres, tal impulso no hubiera surgido en esas tremendas circunstancias.
Sin embargo, los tres advertían claramente los riesgos que correrían. Mallory y Somervell sufrían fuertes accesos de tos y dolor de garganta, lo que reduciría mucho su brío en la ascensión. El propio Norton, al decir de Mallory, tampoco estaba en condiciones de emprender la marcha. Y el tiempo seguía siendo malo. En la lona de la tienda resonaba el tamborileo de la nieve mientras estaban reunidos. Mallory escribe en sus Memorias que, con aquella nevada, sólo había escasísimas probabilidades de realizar la ascensión y muchas menos de conducir de nuevo un grupo en el descenso. Personalmente tuvo ya la experiencia de quedar sepultado bajo un alud y de caer en una grieta en aquel mismo Collado Norte.
Por fortuna, dejó de nevar a medianoche; a la mañana siguiente �24 de mayo�, a las siete y media, se pusieron en camino. Al llegar a los declives del Collado Norte, vieron que la nieve no era tan mala como se habían figurado, pues aún no tuvo tiempo de ponerse pegajosa. Sin embargo, la marcha era muy ardua; exigía un rudo esfuerzo, ya que el espesor de la nieve oscilaba entre unos treinta centímetros y la altura suficiente para llegar a la cintura; además, se sentían mal a causa del frío y de la altitud. Sea como fuere, lograron cruzar la nieve recién caída en el fondo del glaciar y continuaron subiendo, lenta y fatigosamente, resoplando y con frecuentes accesos de tos. Al principio, Mallory abrió la marcha y luego Somervell guió al grupo hasta el lugar donde, el día anterior, Geoffrey Bruce y Odell dejaron su carga. Después, Norton, que llevaba crampones, se puso al frente y logró conducirlos, sin necesidad de hacer peldaños, en la ascensión por la grieta mayor, donde descansaron media hora.
A eso de la una y media se encontraban al pie del muro que se yergue bajo la “chimenea”. Todos los escalones habían sido borrados por la nieve, pero quedaba la delgada cuerda fijada allí por Somervell; agarrándose a ella con ambas manos, lograron izarse por el difícil paso. En dos puntos de especial peligro, Norton y Somervell, por turno, se pusieron primeros de la cuerda, mientras los demás los sostenían. Luego, llegaron a los peligrosísimos “sesenta metros finales”, y en el repecho que los corona hallaron a uno de los trajineros sitiados, de pie sobre el borde. Norton dio voces, preguntando si se sentían capaces de andar. El peón le contestó con otra pregunta: “¿Subiendo o bajando?” “¡No seas necio! Bajando, claro está”. Y desapareció en seguida, en busca de sus compañeros.
Hasta aquel punto las condiciones de la nieve fueron menos peligrosas de lo que esperaban, pero la etapa final ofreció verdadero peligro. Somervell insistió en ir delante al cruzar el difícil declive, mientras Norton y Mallory se disponían a usar los sesenta metros de cuerda que llevaron consigo para casos de apuro. Hincaron en la nieve todo el mango de sus dos piolets y arrollaron en ellos la cuerda, que iban saltando, palmo a palmo, mientras Somervell se abría paso trabajosamente, subiendo por la abrupta pendiente de hielo, cruzándola luego horizontalmente y cortando en la marcha buenos escalones.
Se acercaba más y más a los cuatro hombres que esperaban, en la cresta del declive, pero cuando ya casi los alcanzaba quedó perplejo: la cuerda no daba más de sí. Se encontraba aún a unos nueve metros de los peones. ¿Qué hacer? Eran las cuatro de la tarde y el tiempo apremiaba. Los alpinistas decidieron que los trajineros debían arriesgarse a salvar sin ayuda aquellos nueve metros. Cruzarían uno a uno el trecho peligroso y, al llegar junto a Somervell, serían transferidos, mediante la tensa cuerda, a Norton y Mallory.
Los dos primeros llegaron sin tropiezo al lado de Somervell; uno de ellos alcanzó a Norton y el segundo acababa de ponerse en marcha cuando cedió la nieve bajo los pies de los dos restantes �que cometieron la insensatez de avanzar a un tiempo� y al instante volaron pendiente abajo. Durante unos segundos en que se le paró el corazón, Norton los vio despedidos por el borde del azulado precipicio de hielo, sesenta metros más abajo. Pero de pronto se detuvieron. Habían chocado contra una zona de nieve pastosa debido al frío matinal y al sol del mediodía, y quedaron clavados en ella. Se les ordenó que no se movieran, mientras Somervell, con pasmosa serenidad, traspasó primero a Norton el segundo peón, mediante la cuerda, y dedicó luego su atención a los infortunados compañeros.
El salvamento de aquellos dos, en tan terrible apuro, exigía el colmo de la destreza montañera. Primeramente, Somervell tuvo que calmar el nerviosismo de los sitiados y empezó a burlarse de su impericia, hasta que casi los hizo reír. Luego hincó todo el mango de su piolet en la blanda nieve, cogió la cuerda que llevaba arrollada a la cintura y la ató al piolet mientras Norton y Mallory sostenían el extremo con el fin de asegurarla. Dispuesta así la cuerda, Somervell bajó por ella hasta la otra punta y mientras se agarraba al extremo con una mano, tendió el otro brazo hasta alcanzar casi a uno de los peones. Después, aferrándolo por el cuello, lo izó sin tropiezo hasta el piolet. Lo mismo hizo con el segundo; y así llevó a feliz término el salvamento.
La desgraciada pareja volvía a estar en relativa seguridad, pero tenían tan alborotados los nervios, que tropezaron y dieron un resbalón mientras avanzaban junto a la cuerda hacia el seguro puerto donde los esperaban Norton y Mallory, y sólo agarrándose a ella lograron evitar un nuevo desastre. Al fin, cuando estuvieron ya a salvo, Somervell volvió a atarse la cuerda a la cintura y los siguió. Norton comenta: “Fue una magnífica lección práctica de arte montañero verlo seguir, equilibrado y erguido, por la maltrecho pista, sin un error ni un traspié”.
Entonces tuvieron que forzar la marcha para evitar que se les echara la noche encima, pues eran cerca de las cinco cuando empezaron el descenso. Mallory iba delante, encordado con uno de los peones. Somervell seguía inmediatamente, guiando a otros dos, y Norton formaba la retaguardia, acompañando a un trajinero cuyas manos sufrieron hasta tal punto los efectos de la congelación que las tenía inútiles, por lo que en sitios difíciles, como la “chimenea”, Norton tuvo que sostener todo su peso.
A eso de las siete y media dejaban las heladas pendientes del Collado Norte y estarían a un kilómetro y medio de “casa” (así dice Norton, pero se refería sólo al tercer campamento), cuando vieron surgir unas siluetas en la obscuridad: eran Noel y Odell que los esperaban, prestos a servirles una sepa caliente. De nuevo llegaba Noel en el momento en que más se necesitaba.
Los alpinistas habían salvado a los cuatro trajineros, pero estaban rendidos. Somervell, mientras hacía los escalones en el declive, no dejó de toser y de sufrir un terrible ahogo. A Mallory la tos lo mantuvo despierto toda la noche y Norton tenía los pies muy doloridos. Los tres salvaron la vida a los peones; pero más tarde, al llegar a trescientos metros de su objetivo, descubrirían la importancia del escote pagado por su abnegación.
Tras aquellos sucesos, los expedicionarios no estaban en condiciones de emprender en seguida el asalto al Everest. Era imperiosa una segunda retirada glaciar abajo, hacia los campamentos inferiores, para recobrar las fuerzas perdidas. Ya Norton dio las órdenes oportunas para que empezara el retroceso mientras él y sus compañeros salvaban a los trajineros sitiados. Volver otra vez la espalda a la montaña y precisamente criando podían empezar los monzones de un momento a otro, era un rudo golpe; pero no quedaba otro recurso. Ni uno solo de los expedicionarios estaba en condiciones de proseguir la marcha. De momento, el frío y el terrible esfuerzo habían vencido al grupo, especialmente a los mejores alpinistas, que llevaron la peor parte. Se imponían unos días de descanso en inferior altitud.
Geoffrey Bruce, Hazard e Irvine, con la mayoría de los peones, ya habían empezado a descender por el helero y al día siguiente al del salvamento los siguieron Norton y los demás. Formaban un diezmado y maltrecho grupo de cojos y ciegos y se vieron forzados a avanzar hacia el segundo campamento luchando con una cruel ventisca del nordeste. Al siguiente día �26 de mayo�, Norton y Somervell llegaron al primer campamento y el grupo se distribuyó así: Odell, Noel y Shebbeare se quedaron en el segundo campamento, en compañía de unos veinte peones; Mallory, Somervell, Bruce e Irvine permanecerían con Norton, en el primero; Hazard partió hacia la base principal, donde se unió a Hingston y Beetham.
Se distribuyó así el grupo escalonadamente para poder reanudar las operaciones con la mínima demora en cuanto el tiempo fuese favorable. Los que deberían avanzar hacia el Collado Norte estaban en el segundo campamento, de modo que, cuando se cursara la orden, podrían ocupar de nuevo el cuarto era el término de un solo día.
La misma noche de la llegada al primero celebróse “consejo de guerra”, se examinaron cuidadosamente los medios y arbitrios con que se contaba y se preparó un plan más sencillo. Al estudiarse la cuestión del transporte, se evidenció una situación muy difícil. Al decir de Shebbeare y Bruce, de los cincuenta peones de que se dispuso al principio, sólo podía contarse con quince. No era muy crecido el número de los que físicamente estaban imposibilitados para proseguir; pero el frío extremado, unido a los efectos de las grandes altitudes, había minado su ánimo y no podía ya confiarse en ellos. Hasta entonces, poco trabajo se había hecho. Se instaló rudimentariamente el cuarto campamento, con cuatro tiendas y sacos de dormir para doce peones y un alpinista. Debía aún transportarse allí todo el combustible y las provisiones, así como los aparatos de oxígeno y los balones que se necesitarían en la montaña y todas las tiendas y fogones para los campamentos más elevados. Además, debía también instalarse y abastecerse el quinto campamento; y, según el primer plan, sólo para este trabajo se requerirían quince peones.
Se imponía considerar asimismo la cuestión del tiempo. Faltaban sólo seis días para la fecha en que empezaron los monzones en 1922. Se necesitarían dos o tres días de descanso y se emplearía otra jornada para llegar al tercer campamento. Era obvio que el nuevo plan debía permitir a los escaladores preparar un serio intento, con la mínima demora una vez puestos en marcha para el asalto a la cumbre.
También se planteó la cuestión del oxígeno y hubo quien expresó sus dudas sobre los beneficios reales que proporcionó a los que lo usaron. El “consejo de guerra” se prolongó sin llegar a un acuerdo a este respecto y Norton convocó una nueva reunión para el siguiente día, invitando a Odell, Shebbeare y Hazard a que acudieran a la base desde el segundo campamento. En el nuevo consejo se pensó en todas las combinaciones posibles de los siete alpinistas con que se contaba y se examinó minuciosamente el asunto. Por fin, se adoptó el plan de mayor simplicidad. Se desecharía el oxígeno y se emprendería una serie de asaltos, por escaladores emparejados. Cada grupo saldría del cuarto campamento en días consecutivos de buen tiempo y pasaría dos noches más allá de aquel campamento: una en el quinto, a unos 7,775 metros de altitud, y la otra en el sexto, a unos 8,300. Norton insistió en la idea de que permaneciese constantemente un grupo de auxilio, formado por dos escaladores, en el cuarto campamento.
Al distribuir a los alpinistas en los varios grupos, Norton estipuló que Mallory tenía derecho a unirse al primero, si así lo deseaba. Su garganta había mejorado mucho, y aunque hasta entonces le tocó en suerte la más ruda labor, la energía y el íntimo ardor de aquel hombre �dice Norton� se reflejaban en todos sus ademanes y nadie dudó de que estaba en condiciones de llegar tan alto como cualquiera. De los demás, evidentemente era Bruce el más fuerte. Así, Mallory y Bruce formarían la primera pareja. La garganta de Somervell aún distaba mucho de estar sana; pero ya empezaba a mejorar gracias al calor del primer campamento. Era enorme el prestigio de que gozaba desde 1922 y aumentó con el salvamento de los peones sitiados. Seria él, sin duda, uno de los del segundo grupo y se dejó a Somervell y Mallory la misión de elegir al compañero; Norton les permitió que escogieran entre él, Odell, Irvine y Hazard. Se inclinaron en favor de Norton, y para la elección tuvieron en cuenta la importancia de que en cada grupo figurase un escalador que hablase suficientemente el nepalés para manejar a los peones cuando les empezase a flaquear el ánimo. Odell e Irvine formarían el grupo de auxilio en el cuarto campamento y Hazard se quedaría en el tercero.
El 28 de mayo, como el día anterior, fue cálido y de cielo despejado; los espíritus más ardorosos ya deseaban estar de nuevo en la montaña. Pero impresionó tan favorablemente a Norton la mejora de la salud observada en todos los expedicionarios, que decidió quedarse un día más. No se perdió el tiempo: los quince “tigres”, según los llamaron, se reunieron en el segundo campamento; y Odell e Irvine se dedicaron a hacer una escalera de cuerda para que los trajineros cargados pudiesen ascender por la abrupta muralla de hielo situada bajo la “chimenea” del Collado Norte.
El 30 de mayo empezó el último avance preparatorio. Los grupos de escaladores, acompañados por Noel �que llevaba su cámara ciematográfica� llegaron al tercer campamento.<\/div>\n

<\/p>\n

CAPÃ?TULO XXIII<\/p>\n

EL ASALTO<\/b><\/div>\n

<\/p>\n

Había llegado el gran momento. Por dos veces, la nieve, el frío y el viento rechazaron a los escaladores. De nuevo volvían al asalto y esta vez el tiempo era casi perfecto. Cierto es que los atacantes estaban rendidos y diezmados, pero habían terminado las ventiscas; día tras día se destacó la montaña claramente sobre el cielo, con acusado perfil, y los alpinistas ardían en deseos de aprovechar la última oportunidad antes de que empezaran los monzones ocultando al Everest bajo un manto de nieve y haciendo imposible su conquista.
Humanos como eran, cada escalador deseaba figurar en la primera de las sucesivas parejas que llevarían a cabo el asalto. Quizá se conquistaría la cima al primer embate, y las demás parejas habrían perdido va la ocasión; y en el caso de que fallara el primer par, tal vez los monzones o la borrasca impedirían el intento a otras parejas. La primera, era la que más probabilidades tendría a su favor. Norton, en calidad de jefe, hubiera podido designarse a sí mismo para figurar en ella, pero, según ya hemos visto, se quedó caballerosamente al margen. Tanto al principio como ahora, llegado el momento crítico, sólo ocupó su mente la idea del éxito de la expedición, no el recuerdo de su propia fama. No debía regatearse la menor acción que pudiese contribuir al feliz desenlace y procedía evitar cuanto pusiese en peligro el éxito. Así, serían Mallory y Geoffrey Bruce �pues eran, a la sazón, los más fuertes entre los escaladores� quienes realizarían el primer asalto y era de esperar que se llevarían la palma.
Pusiéronse en marcha, partiendo del tercer campamento el 1º de junio, acompañados de nueve “tigres”. El tiempo seguía siendo perfecto y los alpinistas abrigaban grandes esperanzas. Camino del Collado Norte, fijaron la escala de cuerda en la muralla de hielo situada bajo la “chimenea” de la grieta, para facilitar el paso a los peones cargados. Al llegar al cuarto campamento, encontraron a Odell e Irvine ya instalados allí, prestos a desempeñar sus funciones de auxiliares; cuidarían de confortar a los rendidos escaladores después del asalto, tendrían siempre a punto comida caliente y prestarían su socorro a los grupos de peones al regresar de las zonas mas elevadas.
El día 2 de junio, Mallory y Geoffrey Bruce, con sus nueve trajineros, partieron para iniciar el ataque definitivo. Confiaban establecer el quinto campamento en la primera jornada, el sexto en la segunda y conquistar la cumbre al tercer día. No era una esperanza infundada, pues el tiempo seguía siendo perfecto: el cielo estaba despejado y no aparecía ninguna señal que indicase la proximidad de los monzones.
Pero ¡ay!, en el Himalaya un sol radiante y un cielo azul suelen ser augurio de ventolera. Entre las llanuras recalentadas y los picos cubiertos de hielo se establecen fuertes corrientes de aire. Apenas el grupo de Mallory dejó el amparo de los bloques de hielo del Collado Norte, sufrieron, en toda su intensidad, el embate del furioso viento que azotaba la montada desde el noroeste. Los expedicionarios llevaban ropa a prueba de viento, pero apenas los protegió más que un impermeable contra el diluvio de los trópicos. El viento se filtraba a través de la ropa especial, de los trajes de lana, de la carne misma, Y llegaba a los huesos. Lo penetraba todo y no sólo eso, sino que empujaba con terrible fuerza. Los peones cargados casi perdían el equilibrio a causa de sus fieros embates.
Norton describe la montaña, allende el Collado Norte, como “un fácil picacho de roca, sin hielo ni grietas”. Pero, al usar la palabra “fácil”, se dirigía al Club Alpino, entidad que emplea un lenguaje diferente al usado por el común de los mortales. Según él, puede ser fácil la montaña, pero es evidente que será empinada y que, en un momento dado, puede cubrirla la nieve. Y tendremos una clara idea de su carácter abrupto si recordamos que cada vez que se nos habla de que a uno de los peones se le cayó algo, el objeto desapareció irremisiblemente. Y, entre el furor del vendaval, el grupo tuvo que trepar por la empinada vertiente roqueña del Everest.
Debía instalarse el quinto campamento hacia el Este, o sea en la parte resguardada de la cresta, a unos 7,700 metros de altitud. Pero al alcanzar los 7,600, aproximadamente, los peones estaban ya rendidos. (No olvidemos que, antes de la expedición al Everest, la mayor altitud alcanzada por el hombre, y sin carga, fue de 7,503 metros.) Sólo seis trajineros resistían; los demás dejaron en el suelo sus fardos, incapaces de proseguir. Mallory se vio, pues, obligado a retroceder y a organizar allí un campamento, mientras Geoffrey Bruce y el fornido Lobsang retrocedían por dos veces y transportaban a cuestas los fardos que faltaban. Fue un valeroso esfuerzo: por parte de Lobsang, porque ya había acarreado su propia carga, y por parte de Bruce, porque no estaba avezado como los peones a transportar cargas desde su niñez por las montañas.
“Dos frágiles tiendecillas, montadas en un declive que parecía casi el muro de un abismo” Â?según palabras de NortonÂ? fueron dignificadas con el honor y título de “quinto campamento”. Según el plan convenido, se hizo regresar a cinco peones al campamento auxiliar del Collado Norte; con los escaladores quedaron tres de los mejores trajineros, que llevarían otra tienda para formar un nuevo campamento 6oo metros más arriba.
A la mañana siguiente �3 de junio�, Mallory y Bruce debían partir hacia la cumbre. Pero durante la noche ya empezaron a dudar de sus hombres. El viento no sólo había penetrado en sus huesos, sino en su corazón; tenían helado el espíritu. Por la mañana, ni Bruce ni Mallory pudieron sacar de ellos el menor provecho. Uno de los peones se mostraba dispuesto a partir, pero los dos restantes afirmaban que se sentían enfermos. Geoffrey Bruce, como su primo de más edad, el general del mismo nombre, posee un don especial para tratar a aquellos indígenas de las montañas. Pero, por más que hizo, no logró conmoverlos. Además, el propio Bruce pagaba su escote por haber transportado los fardos el día anterior y tenía el corazón muy cansado. No quedaba más recurso que regresar al Collado Norte. El primer intento, en el cual los expedicionarios cifraban tan halagüeñas esperanzas, había fracasado.
Mientras Mallory y Bruce bajaban del quinto campamento, Norton y Somervell, que debían seguirlos con un día de intervalo, dejaban el cuarto campamento e iniciaban la ascensión. Los dos grupos se cruzaron en mitad del camino. Al ver regresar a Mallory, Norton se sintió muy contrariado. Su retirada significaba que se había ya descartado otra posibilidad de alcanzar la cumbre. Acaso significara también que ningún peón sería capaz de transportar un campamento a una altura superior a 7,6oo metros, lo que representaría la anulación de toda probabilidad de conquistar la cima. Eran malas perspectivas. Sin embargo, Norton y Somervell continuaron su ascensión, mientras Mallory y Bruce seguían bajando hacia el Collado Norte, donde Odell e Irvine les darían la bienvenida y les servirían algún alimento: formaban el precioso grupo de socorro, al que Norton, después de su experiencia en 1922, tanta importancia concedía.
También Norton y Somervell sufrieron los embates del viento helado del Everest, pero lograron llegar al quinto campamento e hicieron quedar a cuatro de sus peones, confiando en que a la mañana siguiente podrían transportar una tienda a unos 8,200 metros de altitud. Esos trajineros dormirían en una de las tiendas montadas por Mallory, y los dos escaladores utilizarían la otra. Norton y Somervell observaron que el suelo de su tienda había sido aplanado por sus predecesores, y después de tomar buenas raciones de “pemmicán” y de vaca en adobo, amén de café y bizcochos, pasaron una noche relativamente buena, logrando dormir casi la mitad de aquel tiempo; este punto es importante, pues se suponía entonces que no es posible conciliar el sueño en tan considerable altitud.
La clave de la cuestión, sin embargo, era si los peones querrían o no proseguir la marcha al siguiente día. Norton explica en sus Memorias que aquella noche observó signos de mal agüero: nada, en la actitud de los peones, podía alentar la esperanza de que él y Somervell, al día siguiente, tendrían más éxito que Mallory y Bruce al tratar de convencer a los indígenas para que transportaran los fardos a una zona más alta. A las cinco de la mañana se levantaron los dos alpinistas para afrontar la situación, y aquellas breves horas inmediatas fueron uno de los puntos decisivos en la historia de la expedición al Everest. Si los peones, como los de Mallory, no estaban en condiciones de proseguir la marcha o se negaban a ello, no sólo acabaría en fracaso la expedición, sino que se descorazonaría a los posibles organizadores de futuros intentos. Casi se daría por sentado que los peones no pueden transportar carga a una altura superior a 7,600 metros.
Si deseamos comprender el aspecto de un hombre, a las cinco de la mañana, en la mole principal del Everest, recordemos el de las abejas en una fría mañana otoñal. Generalmente, esos atareados y menudos seres están llenos de vida y se dedican a una febril actividad. Pero en la helada niebla de otoño apenas pueden moverse. Están ateridas, sin energía ni inteligencia; casi han perdido los resortes de la vida. Así estaban entonces los peones y acaso el mismo Norton no se sentía más animado. Al entrar en la tienda de los trajineros, se contestó a sus preguntas sólo con vagos gruñidos. Pero entonces se le ocurrió una feliz idea: los convenció para que preparasen y tomasen algún alimento caliente y regresó a su tienda para desayunar también. Tras el desayuno, las perspectivas fueron más halagüeñas. A quien tiene vacío el estómago, todo le parece imposible; es indudable que, por lo menos, le parecerá imposible transportar fardos Everest arriba. Pero, después del desayuno, aun de eso se puede hablar.
Habiendo comido todos, Norton puso manos a la obra. La pugna que empezó entonces entre él y los cuatro peones fue, esencialmente, una batalla espiritual. En lo que atañe a organización, todo estaba hecho. La cuestión planteada era saber si se podría inducir al espíritu a acarrear el cuerpo algo más allá. Eso no dependía tanto de la voluntad como de la imaginación, y en este punto mostró Norton gran sabiduría. Apeló a la imaginación, que es la que nos conduce en las grandes empresas. No les apuntó a la cabeza con una pistola; no hubo intervención física ni amenaza; ni siquiera se intentó conquistarlos con dinero. Norton se limitó a evocar a los peones la imagen de sí mismos, cubiertos de gloria y honor, recibiendo las alabanzas de todos; les dijo que se escribirían sus nombres con letras de oro en el libro en que se referiría su proeza si se decidían a transportar los fardos hasta 8,200 metros de altitud. Fue un golpe magistral; apeló directamente a sus sentimientos viriles. “Mostraos hombres, y los hombres os rendirán tributo”: tal fue lo que les dijo Norton en suma. El y Somervell podían usar aquel lenguaje, pues mostraron su hombría y su espíritu de compañerismo y solidaridad al regresar, con grave riesgo de su vida, de su salud y del éxito de la expedición, para salvar a los cuatro trajineros sitiados en el Collado Norte. Ante aquella invitación Â?y ello redundará en su imperecedera famaÂ? correspondieron los peones. Por lo menos tres, ya que el otro estaba realmente demasiado enfermo. Que el lector, al leerlos, convierta en oro las letras de sus nombres. Helos aquí: <\/p>\n
NAPBU YISHAY
LAHKPA CHEDI
SEMCHUMBI<\/div>\n

Se había doblado ya el recodo crítico y, en vez de retirada, tuvo lugar un avance. Iniciada la marcha, los peones siguieron avanzando con buen éxito, aunque Semchumbi, que se había dado un golpe en la rodilla, cojeaba algo y tenía que guiarlo Somervell; a éste le dolía mucho la garganta y frecuentemente se veía obligado a pararse para toser. Las fáciles roquedas del primer día de marcha se convirtieron en zonas de piedras más dispersas al continuar la ascensión; según Somervell, se gastaban energías y paciencia al subir trabajosamente desde los 7,600 metros hasta los 8,175, donde a las piedras desmenuzadas suceden inclinadas lajas cubiertas de pedruscos, sobre los cuales es difícil sentar el pie. De cuando en cuando debían detenerse para inhalar aire suficiente, pero el tiempo seguía bonancible y el viento era de furia muy menguada en comparación con el de la víspera. Al sobrepasar el punto más elevado que alcanzaron Norton, Somervell y Mallory en 1922 Â?y que era, con mucho, la suprema “marca” de altitud lograda por el hombreÂ?, los escaladores sintieron una oleada de optimismo. Iban a acampar en una zona aún más alta. Si podían contar con un día despejado y, en general, con buenas condiciones meteorológicas, ¡de qué proezas no serían capaces!
Siguieron avanzando hasta la una y media, poco más o menos; entonces se vio a las claras que el valeroso Semchumbi no podría proseguir la marcha. Se eligió una angosta hendidura de las rocas que dan al Norte y que ofrecía un asomo de amparo �apenas resultó más� contra el viento del noroeste. Norton encargó a los dos peones principales que recogieran y amontonaran las piedras sueltas del fondo de la hendidura, para formar con ellas la plataforma donde se asentaría la tienda.
Allí se montó la minúscula tienda destinada a los escaladores: tal era el campamento VI, situado a 8,175 metros de altitud. Se acampaba a una altura superior en unos 3,350 metros a la de la cumbre del Mont Blanc.
La situación distaba mucho de ser ideal, pero parecía la mejor posible en tales circunstancias; como dice Somervell, en el Everest debe tomarse lo que hay a mano y agradecerlo. Norton, por su parte, observa que las dos veces que recorrió en ambas direcciones, la cresta del flanco septentrional del Everest, jamás vio un sitio que ofreciera los dos metros cuadrados de superficie llana indispensable para montar una tienda sin disponer la previa plataforma.
Organizado el minúsculo “campamento”, se hizo regresar a los tres peones al refugio del Collado Norte. Habían desempeñado heroicamente su papel y sentado definitivamente el importantísimo hecho de que puede montarse una tienda a la distancia necesaria para escalar la cumbre en una sola etapa. Ahora se dejaba solos a los escaladores para desempeñar su misión.
Pero antes de empezar la ascensión suprema debían pasar una noche en el campamento y esclarecer otro punto muy importante. ¿Podría el hombre dormir a cerca de 8,200 metros de altura? A la mañana siguiente se había también contestado a esta pregunta: la respuesta era afirmativa. Norton anotó aquel día en su Diario: “He pasado la mejor noche desde que dejé el primer campamento.” Acaso tuvo algo que ver en ello el alivio que sintió al despejarse la incógnita de los peones. Sea lo que fuere, el hecho es innegable y de gran valor. Somervell no durmió tan bien como Norton, pero consigna en sus impresiones que “al llegar la mañana, estábamos descansados y no nos molestaban el jadeo ni los otros efectos de las grandes altitudes”.
Estos dos hechos �que los peones pueden transportar una tienda a cerca de 8,200 metros de altura y que es posible a los escaladores dormir allí� figuran entre los resultados más importantes de la tercera expedición. <\/div>\n

<\/p>\n

CAPÃ?TULO XXIV<\/p>\n

MOMENTOS CULMINANTES<\/b><\/div>\n

<\/p>\n

Había llegado el día que decidiría el fracaso o el éxito. Antes de que el sol desapareciera en el ocaso, aquel 4 de junio, Norton y Somervell, o uno de los dos, pondrían la planta en la cumbre del Everest o se verían forzados a retirarse, frustrado de nuevo su intento.
El tiempo era tan bonancible como pudiera desearse. Era un día casi sin viento y de sereno esplendor. ¡Qué lástima! Ahora que el viento se mostraba favorable, los hombres estaban rendidos. No tenían ya las energías con que hubieran contado si, tras el necesario descanso, hubiesen partido del primer campamento y remontado sin prisa el glaciar, aclimatándose gradualmente en la ruta y dejando a los demás las rudas tareas físicas. Norton sostuvo siempre, antes de que los expedicionarios partieran de Inglaterra, que se necesitarían más alpinistas. Se hubieran enviado en mayor número, de no temer que con ello se heriría la susceptibilidad del Gobierno tibetano. La adición de cuatro escaladores hubiera significado, además de otras complicaciones, un aumento, en las primeras jornadas, de animales cargueros; y el Gobierno del Tibet se mostraba ya receloso ante el volumen de aquellas expediciones anuales.
Sin embargo, Norton y Somervell se levantaron henchidos de esperanza al alborear el 4 de junio. Al principio se produjo uno de esos insignificantes contratiempos que suelen molestar tanto en un viaje. Se soltó el tapón del termos, derramóse la bebida caliente que con tanta avidez se esperaba y tuvieron que dedicarse a la ingrata tarea de ir a buscar nieve y fundirla para lograr otro desayuno caliente. En teoría, los jefes de las expediciones al Everest deberían tomar las debidas precauciones para que no se soltaran los corchos de los termos. Pero los accidentes son inevitables aun en las empresas mejor planeadas.
Norton y Somervell emprendieron la marcha a las siete menos cuarto, dirigiéndose hacia la derecha y sesgando en dirección sudoeste a lo largo de la vertiente septentrional, hacia la cumbre, que estaría, en línea recta, a unos metros de distancia y a unos 660 de desnivel. Pudieron ascender directamente hasta alcanzar la cresta y seguirla luego, pero prefirieron avanzar a su abrigo, pues en lo alto tal vez el viento hubiera sido demasiado fuerte. El inconveniente de esa táctica era que, al empezar, cuando más necesitaban el calor del sol, ascendían en la sombra. Marcharon trabajosa y lentamente por una amplia giba rocosa, dirigiéndose a una zona iluminada por el sol. Al fin, jadeando, dando resoplidos y resbalando a veces sobre los pedruscos �lo que los obligaba a detenerse para cobrar aliento� alcanzaron la zona soleada y empezaron a reaccionar.
Cruzaron el trecho nevado, en el que Norton, que iba delante, excavó esforzadamente escalones, y, cuando estarían a una hora del campamento, llegaron al borde más bajo de una ancha zona de roca amarilla, que tan claramente se destaca al contemplar la montaña desde lejos. Tiene unos trescientos metros de anchura y ofreció a los escaladores una ruta segura y fácil al atravesarla diagonalmete, pues la forma una serie de amplias lajas, de una anchura de tres metros o más, paralelas a la faja y suficientemente quebradas para permitir el fácil acceso de una a otra.
La marcha era buena y el día perfecto, pero al alcanzar los 8,387 metros se sintieron muy mal. Norton refiere que experimentó un frío tan atroz y le agitó un temblor tan violento mientras se sentaba al sol en uno de sus numerosos altos, que empezó a temer la proximidad de un ataque palúdico. Sin embargo, llevaba ropa más que suficiente: gruesa camiseta y calzoncillos de lana; camisa de franela de mucho abrigo y dos jerseys, bajo un vestido de calzón corto, algo más delgado, de gabardina especial para proteger contra el viento; vendas elásticas de tela de Cachemira y botas de fieltro, con suela de cuero y refuerzos del mismo material, provistas de los clavos corrientes en el calzado montañero. Cubría toda esa indumentaria con una gabardina muy leve y en forma de pijama de las que fabrica Burberry con la marca “Shackleton”. No llevaban pieles a causa de su peso, pero aquella ropa parecía suficiente para calentar a una persona. Se pulsó para ver si sufría un ataque de paludismo, y, con gran sorpresa, observó que tenía sólo unas setenta y cuatro pulsaciones, unas diez más que su lentísimo pulso normal.
Además de esa intensa sensación de frío, Norton empezaba a notar molestias en los ojos. Veía la imagen doblada y en los pasos difíciles no sabía a veces cómo sentar el pie.
También Somervell pasaba sus apuros. Llevaba ya algunas semanas con dolor de garganta; ahora, la respiración en el aire intensamente frío y seco afectaba el fondo de la laringe y tuvo desastrosos efectos para su garganta, ya muy dañada. Con gran frecuencia se veía obligado a detenerse para toser.
También empezaban a sentir ambos los efectos de la altura. A unos 8,400 metros, según dice Somervell, se notó un cambio casi repentino. Algo más abajo podían avanzar con relativa comodidad, haciendo tres o cuatro inspiraciones a cada paso; pero ahora necesitaban siete, ocho y aun diez respiraciones completas entre paso y paso. A pesar de ese promedio tan lento de avance, a cada veinte o treinta metros se imponía un descanso de uno o dos minutos. Norton dice que cifraba su ambición en dar veinte pasos consecutivos montaña arriba, sin pausa alguna para descansar, jadeante, con el codo apoyado en la rodilla; pero no recuerda haber logrado ese límite. A lo sumo, pudo dar trece pasos.
Hacia el mediodía, cuando estarán a unos 8,500 metros sobre el nivel del mar, se acercaban ya al límite de su resistencia. estaban cerca del borde superior de la faja de roca amarilla y próximos al amplio barranco que corta verticalmente el Everest y separa del gran ramal nordeste la base de la última pirámide. Allí sucumbió al fin Somervell a su dolor de garganta. Estuvo a pique de morir por su causa, y si hubiese avanzado algo más es seguro que le hubiera costado la vida. Dijo a Norton que si seguía avanzando no sería más que una rémora v le insinuó que continuara solo la ascensión; luego se acomodó en un saliente soleado para contemplar su marcha.
Pero también Norton tocaba al límite de sus bríos y sólo pudo luchar un corto trecho. Siguió exactamente el borde de la faja rocosa, que, con escasa pendiente, conducía al tajo y lo cruzaba. Pero para alcanzar este último debía doblar la punta de dos pronunciados contrafuertes que llegan hasta muy abajo en la vertiente del Everest. Allí, el avance se hizo mucho más difícil. El declive era muy pronunciado y los salientes donde podía sentar el pie menguaron su anchura hasta tener sólo escasos centímetros. Al acercarse al cobijo del barranco encontró mucha nieve en polvo, que disimulaba traidoramente lo precario del paso. Todo aquel flanco de la montaña está formado por lajas parecidas a las tejas de un techo, y con un ángulo de inclinación muy pronunciado. Por dos veces se vio obligado a volver sobre sus pasos y a seguir una faja distinta de la estratificación. El propio tajo estaba cubierto de nieve en polvo, donde se hundió hasta la rodilla y, a trechos, hasta la cintura; la nieve no tenía consistencia suficiente para sostenerlo si daba un traspié.
Pasado el barranco, la marcha empeoró cada vez más. Tuvo que avanzar de teja en teja, por decirlo así; todas eran lisas y se inclinaban mucho hacia el abismo. Norton empezó a reflexionar que dependía demasiado de un fortuito resbalón de un clavo de sus botas sobre las lajas. Dice que no era un avance difícil en el estricto sentido de la palabra; pero el lugar resultaba peligroso para un escalador solo y sin cuerda, pues un simple resbalón lo hubiera precipitado, según toda probabilidad, al fondo de la montaña.
El esfuerzo de ascender con aquel cuidado empezaba a hacer mella en Norton, que estaba ya rendido. Además, el trastorno de su vista empeoraba y era un serio impedimento. Debía seguir andando aún unos 6o metros por aquella fea zona antes de salir a la cara septentrional de la última pirámide y alcanzar un sitio seguro y la fácil ruta que lo llevaría a la cumbre. Pero era ya la una de la tarde. Su promedio de avance resultaba demasiado lento �sólo ganó una altura de unos 30 metros en una distancia de unos 280 desde que dejó a Somervell� y no tenía probabilidad alguna de escalar los 260 metros que faltaban si quería regresar sin peligro. Volvió, pues, sobre sus pasos a una altura que se precisó posteriormente con el teodolito: 8,578 metros.
Norton, como Somervell, tuvo que abandonar la lucha cuando estaba ya a unas tres horas de marcha de la cumbre. Ã?sta se erguía a más de medio kilómetro, pero, uno tras otro, tuvieron que retroceder. Tenían casi al alcance de la mano una inmarcesible gloria, mas estaban demasiado débiles para conquistarla. Sin embargo, su flaqueza no era precisamente desánimo. Nunca existió hombre de mejor temple ni de más indómito valor que Somervell, ni más sereno y tenaz que Norton. La verdadera causa de haber llegado irremisiblemente al límite de sus fuerzas se hallará mejor en las palabras de su antiguo camarada, el doctor Longstaff. Ã?ste, además de sus conocimientos profesionales ordinarios, posee especial experiencia en exploraciones himalayas y llegó a una altura de 7,000 metros. Con la expedición de 1922 ascendió hasta el tercer campamento (6,400 metros), de modo que, además de conocer a Norton y a Somervell, sabía las circunstancias en que se realizó su intento. Dirigiéndose, en 1925, a los socios del Club Alpino, pronunció estas palabras: “Cuando Norton, Somervell y Mallory subieron hacia el Collado Norte para salvar a los peones, ya estaban derrotados. El pésimo tiempo y los esfuerzos que realizaron en los campamentos III y IV acabaron con sus energías. Su único recurso era regresar sin demora a la base principal para recobrar la “forma”. Pero en vez de eso, tuvieron que dedicarse a la agotadora y peligrosísima tarea de salvar a aquellos hombres. Esto, más que otras causas, explica el fracaso. Si Somervell hubiese podido bajar en seguida, acaso se hubiera curado su garganta… La doble visión que sufría Norton no tenía relación alguna con la ceguera que sufrió mis tarde a consecuencia de la nieve: era un síntoma de trastorno de los centros cerebrales superiores, debido a la falta de oxígeno. Pero, a mi ver, su causa no fue tanto la extraordinaria altitud como el absoluto desgaste de energías producido por largas semanas de desmedido esfuerzo: así un corredor se desmaya al llegar a la meta. Las penalidades anteriores causaron la lentitud de su avance en la etapa suprema. Lo que realizaron en aquellas condiciones me convence plenamente de que, en circunstancias de veras favorables, hubieran conquistado la cumbre.”
En suma: fue la inesperada adición de las penalidades sufridas al salvar a los trajineros lo que impidió a Norton y Somervell alcanzar la cima, las fatigas que soportaron además de los ordinarios sufrimientos ocasionados por el frío, el viento y la nieve. Al llevar a cabo el salvamento, reafirmaron ese principio de leal compañerismo que debe ser la base de todo el deporte montañero. Pero, a causa de tal acción, perdieron el galardón preciadísimo que hubieran conquistado.
Sin embargo, lo alcanzado por ellos es mucho: demostraron la posibilidad de escalar el Everest. Después de lo que hicieron en circunstancias tan adversas, no podía ya dudarse de que, en condiciones normales, el hombre puede llegar a aquella cima. Alcanzaron una altura casi equivalente a la del Kangchenyonga; los millares de personas que han tenido ocasión de contemplar esa montaña, famosa el todo el mundo, comprenderán lo que representa tan estupenda altitud.
Los que suben al Everest no lo hacen por el simple placer de contemplar el panorama, pero quienes permanecemos en tierra baja quisiéramos saber cómo es el espectáculo que desde allí se domina. Por fortuna, Norton y Somervell poseen sensibilidad de artista y nos hablan de ello. ¿Qué nos dicen ? No gran cosa, es cierto, pues en su estado de agotamiento físico no eran capaces de ese hondo sentir que es factor esencial en la apreciación de la belleza. Sin embargo, sus observaciones poseen indudable valor.
He aquí lo que refiere Norton: “El panorama que se domina desde la formidable altura causa desilusión. Desde tina altitud de 7,600 metros, la inhóspita maraña de picachos nevados y de serpenteantes heleros, cada cual con sus líneas paralelas de morenas, como roderas en una carretera nevada, impone, hasta cierto punto, por su grandeza. Pero ahora nos encontrábamos a una altura muy superior a la de todas las montañas circundantes, y cuanto se extendía más abajo empequeñecíase tanto que se esfumaba en gran parte la belleza del perfil. Hacia el Norte, sobre la gran meseta del Tibet, la vista reseguía cordillera tras cordillera de sierras menores, hasta que se perdía el sentido de la distancia; sólo se recobraba al descubrir una línea de cumbres elevadas que asomaban por el horizonte como minúsculos dientes. El día era notablemente claro y, en un país que posee la atmósfera más límpida del mundo, se enardecía la imaginación a la vista de esas cimas infinitamente lejanas, arrebujadas sobre la curva del horizonte.”
Y Somervell escribe: “El espectáculo que se domina desde los puntos más elevados que alcanzamos y aun durante toda la ascensión, es de tal grandeza y magnificencia que no pueden expresarse con palabras. El Gyaching y el Choyo, dos de las montañas más elevadas de la Tierra, estaban a algo más de trescientos metros bajo nosotros. En torno suyo se extendía un prodigioso mar de bellos picachos, todos ellos gigantes entre las montañas, pero enanos bajo nuestros pies. La espléndida cúpula del Pumori, el más hermoso satélite del Everest, era un simple eslabón en la formación vastísima de cumbres y más cumbres. Sobre la llanura del Tibet resplandecía una lejana cordillera a más de trescientos kilómetros. El panorama era, en suma, indescriptible y nos parecía dominar toda la Tierra y poseer casi un atisbo de la visión propia de los dioses.”
Casi un atisbo, dice Somervell. ¿Qué hubiera ocurrido de haber logrado llegar a la cima? Hasta entonces sólo vio una de las vertientes y el Everest se erguía aún a cerca de trescientos metros sobre él. Pero desde la cumbre hubiera podido tender la vista en torno suyo; su visión habría sido realmente la de un dios. El propio Everest se habría humillado a sus plantas, estableciéndose, al fin, el señorío del hombre sobre la montaña. Menudo como es, hubiera demostrado que posee mayor grandeza que la titánica serranía. Contemplaría sus dominios hasta los más apartados horizontes: las llanuras indias y la meseta del Tibet ; hacia el Este y el Oeste, a lo largo de la vasta formación de las más poderosas cumbres de la Tierra, tendidas a sus pies.
Tal es la gloria que hubiera conquistado; en gran parte, gracias al sacrificio de otros y a la lealtad de sus compañeros, pero también por su tremendo esfuerzo personal. Y al contemplarlo en el esplendor de esa gloria lograda en tan rudo empeño, en el pináculo del mundo, es seguro que muchos hubieran cobrado nuevos bríos y que en las diversas esferas de la actividad humana hubiera estimulado al espíritu emprendedor.
Ni Norton ni Somervell lograron contemplar esa visión, aunque bien la merecían y sólo la perdieron a causa de su devoción y lealtad hacia sus camaradas. Pero surgiría a menudo en su imaginación cuando el perfil del Everest apareció por vez primera a su vista, al cruzar el Tibet, y fue sin duda el supremo incentivo de todos sus esfuerzos.
Ahora, al saber que nunca conquistarían esa gloria y al volver sobre sus pasos, definitivamente vencidos, ¿qué impresiones sentirían ? Por fortuna, el mismo estado que menguó su capacidad de avanzar, en ruda pugna, hasta la última pirámide, embotó también sus sentimientos y atenuó la decepción. Dice Norton que debiera consignar en sus impresiones el acerbo desengaño que era de esperar entonces, pero no pudo afirmar a conciencia haberlo sentido en gran medida. Por dos veces tuvo que volver la espalda, en un día favorable en que el éxito pareció posible; sin embargo, en ninguna de tales ocasiones experimentó los apropiados sentimientos. Considera el fenómeno como un efecto psicológico de la altitud. En aquellas zonas “las mejores cualidades de ambición y afán de dominio parecen embotarse hasta el aniquilamiento, y se da media vuelta para iniciar el descenso, sin otro sentimiento que el de alivio al ver terminados la tensión y el esfuerzo de trepar”.
Sin embargo, el sentimiento de decepción llegó, al fin Â?y aquel mismo díaÂ?. Regresados al Collado Norte, les dieron la bienvenida Mallory y Odell. “No regatearon sus felicitaciones Â?comenta NortonÂ? por el hecho de que alcanzamos una altitud que estimábamos en más de 8,500 metros, pero sólo sentíamos decepción ante nuestro fracaso.”
Estaban desilusionados, pero no les dolía haber realizado el esfuerzo. Somervell, escribiendo el 8 de junio desde el campamento principal, dice así: “Ambos estamos muy maltrechos, pero nos produce gran contento el haber gozado de buen tiempo y de una excelente oportunidad para medir nuestras fuerzas con el enemigo. No tenemos ningún motivo de queja. Instalamos los campamentos. Los peones representaron a maravilla su papel. Logramos conciliar el sueño aun en la zona más alta, a cerca de 8,200 metros. Para la última etapa gozamos de un día esplendoroso, casi sin viento y con sol radiante. Sin embargo, no logramos conquistar la cima. No tenemos, pues, ninguna excusa: hemos sido vencidos en leal combate; nos derrotó la altura de la montaña y la insuficiencia de nuestra respiración.
“Pero valía la pena la lucha; valía la pena cada vez.”<\/div>\n

<\/p>\n

CAPÃ?TULO XXV<\/p>\n

MALLORY E IRVINE<\/b><\/div>\n

<\/p>\n

Volvamos ahora junto a Mallory. Un furioso enojo invadió su alma al verse forzado a regresar al quinto campamento; no estaba airado contra los peones, a los que no pudo convencerse para que avanzaran, sino contra el cúmulo de circunstancias que le obligaban a retroceder precisamente cuando el tiempo era favorable. Pero no era posible derrotar definitivamente a Mallory: se encogía, mas sólo para brincar a mayor altura. La idea de escalar el Everest dominaba su espíritu como una obsesión. La conquista del Everest no era un simple incidente en su vida, sino su vida misma. Acaso no tuviera la genialidad de Somervell ni su extraordinario influjo sobre los demás; tampoco poseía, tal vez, el don de Norton para dirigir una expedición de grandes proporciones. Pero nadie como él se mostró tan fiel a la idea. Si alguien fue el alma de la expedición, cabe señalar a Mallory. Y su tenacidad no era la del bulldog ni simple y acerado deseo de conquista, sino esa imaginación de artista que no se decide a abandonar la obra mientras no esté terminada de modo cumplido, limpio y perfecto. Mallory era la encarnación del “espíritu del Everest”. Y para apartarlo del Everest antes de que lo rechazara la montaña, debían arrancarle las propias raíces.
Mientras bullían en su mente nuevos proyectos, en la misma jornada pasó directamente del cuarto campamento al tercero, deseoso de estudiar allí las posibilidades de una ascensión con oxígeno. Mallory nunca fue verdadero entusiasta de su uso, pero si era el único medio de escalar el Everest, lo emplearía. Tampoco Irvine era muy partidario del oxígeno y, en cierta ocasión, dijo confidencialmente a Odell que preferiría ascender a la pirámide final sin oxígeno �sentimiento que, seguramente, compartiremos muchos�. Es probable que Mallory pensara de igual modo; pero debía considerar que Norton y Somervell realizarían cuanto cabía, sin emplear el oxígeno, en aquella expedición. Si fracasaban, debía hacerse un supremo intento, pero con oxígeno.
Según era en él peculiar, se entregó en cuerpo y alma a los preparativos de la ascensión con oxígeno y eligió por compañero a Irvine, no a Odell, pues el primero conocía bien el uso del oxígeno, lo que no podía decirse del segundo. Otra razón fue que Irvine poseía un don genial para la mecánica y había ya obrado maravillas componiendo el deficiente aparato �deficiente porque no se construirá ningún aparato destinado a contener gases muy condensados y a soportar, además, los extremados cambios de temperatura que se observan entre las llanuras de la India y las zonas altas del Everest, y que no exija algún reajuste�. Otra de las razones que determinaron la elección, y acaso la más importante, es que Irvine fue, en un principio, designado para formar pareja con Mallory en la ascensión y este último le inculcó sus ideas y puso gran empeño en que se compenetraran, creando un aguzado esprit de pair.
A la luz de las ulteriores experiencias podríamos dudar de la prudencia del uso de oxígeno en aquel nuevo intento. El pesado aparato era un formidable inconveniente. Además, posteriormente se demostró que la aclimatación era de efectos muy superiores a lo que en un principio se supuso. Odell, que se aclimató poco a poco, subió después, por dos veces, a una altitud de 8,200 metros; en una de tales ocasiones llevaba a cuestas un aparato de oxígeno que pesaba unos diez kilos, pero se abstuvo de inhalar el gas a partir de los 7,900 metros, por considerar que no le hacía gran bien. Si Mallory hubiese elegido a Odell para acompañarlo, realizando el intento final sin oxígeno, es muy legítimo suponer que se hubiera alcanzado la cumbre. Odell no había compartido la ruda experiencia del salvamento, como Norton, Somervell y Mallory; a la sazón probablemente estaba ya en condiciones de conquistar la cima. Y pese al agotamiento de Mallory por efecto de aquel esfuerzo, teniendo junto a sí a un alpinista experimentado y fuerte, sabiendo que ya se había llegado a los 8,578 metros �lo que constituía un gran incentivo para el esfuerzo final� y con el constante estímulo de su temple, es probable que Mallory hubiese llegado al fin en compañía de Odell. También éste e Irvine, prescindiendo del oxígeno, hubieran podido vencer, pues tampoco Irvine gastó energías en el salvamento de los peones.
Pero tales consideraciones no son más que conjeturas. En la fecha en que Mallory hacía sus preparativos ignoraba aún que Norton hubiese alcanzado los 8,578 metros de altitud, así es que, hasta entonces, Odell no se había aclimatado tan bien corno los demás. Así, pues, el uso de oxígeno proporcionaría, al parecer, la mejor probabilidad de alcanzar la cumbre.
El 3 de junio, Mallory y Geoffrey Bruce llegaron al tercer campamento, procedentes directamente del quinto, y ambos estudiaron las posibilidades de reunir suficiente número de peones para transportar reservas de oxígeno al sexto campamento. La salud de los trajineros había mejorado, gracias al descanso y al buen tiempo, y, empleando las fuertes armas de la persuasión, Bruce podría congregar a los necesarios. Mientras se llevaban a cabo tales negociaciones, Irvine se dedicaba a preparar cuidadosamente los aparatos de oxígeno.
Entre tanto, Odell permanecía en el cuarto campamento, en compañía de Hazard, y Noel, el incansable y denodado fotógrafo, se había instalado en el Pico del Norte, a una altitud de 7,000 metros, y tomaba allí películas.
Se ultimaron los preparativos el 3 de junio y a la mañana siguiente Mallory e Irvine, con los nuevos peones, ascendieron al Collado Norte. Los dos alpinistas usaron oxígeno y cubrieron aquella distancia en el breve tiempo de dos horas y media. Los satisfizo el resultado, pero Odell se mostró escéptico. La garganta de Irvine se resentía ya mucho del aire frío y seco y, en opinión de Odell, el empleo de oxígeno agravó palpablemente la dolencia.
Allí, en el Collado Norte, se reunieron el nuevo grupo de escaladores y el de socorro. El cuarto campamento se había convertido en una especie de base avanzada para asaltar el Everest. Odell nos lo ha descrito. Uno de sus rasgos peculiares era el estar asentado sobre nieve, no sobre roca, como los demás �aun los más altos�, pues no había allí ningún espacio roqueño. Encaramado sobre un repecho de hielo, lo constituían cuatro tiendas: dos para los sahibs y las restantes para los peones. El repecho era una superficie de nieve helada, cuya máxima anchura sería de unos nueve metros. Un alto muro de hielo, que lo cobijaba por el lado oeste, lo protegía contra los helados vientos que soplan constantemente desde aquella dirección. A no ser por aquel amparo, no hubiera podido ocuparse el campamento tanto tiempo; Odell pasó allí por lo menos once días, hecho notable, pues unos años antes, montañeros tan distinguidos como el doctor Hunter Workman opinaban que no sería posible dormir a una altitud de 6,400 metros.
Las condiciones meteorológicas de aquella altura ofrecen especial interés. Durante dos días en que la temperatura, al sol y al mediodía, fue de 38º, a la sombra y a la misma hora era de 2º bajo cero. Odell duda de que allí la temperatura sobrepase nunca el límite de congelación. Es probable que la nieve desaparezca enteramente gracias a la evaporación directa. Era, pues, muy seca y blanda y nunca originaba ningún regato.
Al parecer, aquellas penosas condiciones no afectaron mucho a Odell y afirma que, lograda cierta aclimatación, sus sensaciones fueron completamente normales. Sólo cuando se requería un gran esfuerzo sentíase “convertido en nada”. Pensó que se había exagerado un tanto el efecto nocivo de las grandes altitudes sobre el espíritu. Tal vez se vuelva más lento el ritmo de los procesos mentales, pero la capacidad intelectual no disminuye.
El 4 de junio, el mismo día en que llegaron Mallory e Irvine al campamento del Collado Norte, procedentes del tercero, Norton y Somervell regresaban de su gran ascensión. Llegaban directamente del punto más elevado que alcanzaron, sin detenerse en el sexto campamento ni en el quinto. Somervell, en un acceso de tos, estuvo a pique de sufrir un colapso y aquella noche Norton quedó del todo ciego por el deslumbramiento que produce la nieve. Según ya hemos referido, estaban muy contrariados (y es natural que así fuera). Pero sentirse decepcionado por haber llegado sólo a una altura de 8,578 metros sobre el nivel del mar es una notable confirmación de la teoría de la relatividad descubierta por Einstein. No hace mucho tiempo, fueron considerados como héroes unos hombres que alcanzaron una altitud equivalente a la de aquel campamento al cual descendieron entonces Norton y Somervell, desde una zona que lo sobrepujaba en 1,500 metros.
Sin embargo, era un hecho innegable que no lograron llegar a la cumbre, y allí estaba Mallory, con la caldera a gran presión, presto a intentar un supremo y desesperado esfuerzo. Norton aprobó plenamente su decisión y nos refiere que se sintió “lleno de admiración ante el indomable espíritu de aquel hombre, resuelto, a pesar de sus esfuerzos ya excesivos, a no admitir la derrota mientras existiera alguna probabilidad de vencer”. Tales eran la voluntad y la energía nerviosa de Mallory, que pareció a Norton estar en perfectas condiciones para el empeño. Irvine seguía enfermo de la garganta y no era un alpinista consumado como Odell. Además, este último, aunque se aclimató lentamente, empezaba a revelarse como un montañero de resistencia y temple sin par. Pero como Mallory había ya completado sus planes, Norton, con prudente acuerdo, no intentó modificarlos.
Mallory permaneció un día Â?el 5 de junioÂ? en el campamento, en compañía de Norton, que sufría mucho a causa de su ceguera, y el día 6 se puso aquél en marcha, con Irvine y cuatro peones. ¿Quién sabe lo que entonces pensaría? Cierto es que conocía muy bien los peligros de la empresa y no se decidió a afrontarlos de modo irreflexivo y alocado. Aquélla era su tercera expedición al Everest; al final de la primera escribió que la montaña más elevada de la Tierra puede mostrar “severidad tan terrible y fatal que aun los más prudentes hacen bien en meditar y temblar al hallarse en el umbral de tan alto empeño”; y tanto en la segunda expedición como en la tercera había experimentado ya plenamente la severidad del Everest.
Sabía los peligros que le esperaban y estaba presto a afrontarlos, pero era hombre imaginativo y de ardiente visión, además de valeroso. Veía claramente lo que significaría el éxito. El Everest era la encarnación de la pujanza física del mundo y Mallory debía incitar al espíritu humano a medir sus fuerzas con la titánica montaña. Veía ya anticipadamente el júbilo retratado en el semblante de sus camaradas si lograba vencer. Imaginaba el estremecimiento que su éxito produciría en el corazón de sus compañeros de alpinismo; el honor que recibiría Inglaterra; la oleada de interés que se extendería por todo el mundo; la fama que conquistaría personalmente con tal proeza; la perdurable satisfacción de pensar que había dado a su vida un alto y noble contenido. Tales reflexiones debieron de ocupar entonces su mente. Poseía ya la experiencia del incomparable alborozo que produce la victoria en las ascensiones menores, en los Alpes; ahora, en el poderoso Everest, el júbilo se trocaría en exaltación; tal vez no la sintiera en el momento de la hazaña, pero más tarde, indudablemente la experimentaría. Quizá nunca llegó a formularlo concretamente, pero el dilema de “todo o nada” debió de dominar su espíritu. Entre las dos alternativas Â?volver la espalda por tercera vez o perder la vidaÂ? acaso juzgó Mallory más fácil la última. La angustia de la primera resultaría insoportable a su espíritu de hombre, de montañero y de artista.
Irvine, más joven y menos experimentado que Mallory, no advertiría tan claramente los riesgos. Por otra parte, tampoco sabría figurarse de modo tan vivo lo que implicaba el éxito de la aventura. Pero Odell refiere en sus memorias que Irvine no estaba menos decidido que Mallory a “luchar a toda costa”. Siempre tuvo la ambición de “dispararle una andanada a la cumbre”. Ahora que la ocasión se presentaba, la acogía “con entusiasmo infantil”.
En tal estado de ánimo partieron ambos el 6 de junio por la mañana. Norton, que nada veía ya, sólo pudo estrecharles la mano y desearles buena suerte con patética voz. Odell y Hazard (que habían subido al tercer campamento, en tanto que Somervell lo dejó para dirigirse a los refugios inferiores) les prepararon un almuerzo de sardinas en lata, galletas y gran abundancia de té caliente y chocolate; se pusieron en marcha a las 8:40. Su carga personal consistía en el aparato de oxígeno, convenientemente modificado, con sólo dos balones y unas pocas cosas más. como mantas y la ración de un día: su peso total sería de unos doce kilos. Los ocho trajineros que los acompañaban llevaban víveres, mantas y balones de oxígeno de reserva, pero no emplearían aparatos de oxígeno.
La mañana era espléndida. Por la tarde se encapotó algo el cielo y al atardecer cayó una pequeña nevada; pero no fue ningún serio contratiempo y cuatro de los peones de Mallory regresaron al quinto campamento al caer el día; eran portadores de una nota en la que se afirmaba que allá arriba no hacía viento y las cosas ofrecían buen cariz. A la mañana siguiente �7 de junio�, el grupo de Mallory se trasladó al sexto campamento y Odell ascendió al quinto, presto a facilitarles ayuda. Sin duda hubiera sido preferible que los acompañara, formando así un grupo de tres escaladores, cifra ideal para tales empresas. Pero las diminutas tiendas sólo permitían alojar a dos personas y no se contaba con suficientes trajineros para transportar otra tienda. Odell se limitó, pues, a seguirlos a un día de distancia, en calidad de auxiliar.
Mallory organizó sin tropiezo el sexto campamento, con sus cuatro peones, y tal hecho constituye otra prueba del valor de la tarea de Norton y Somervell. Gracias a haber logrado ellos conducir trajineros hasta aquel campamento, a 8,175 metros de altitud, el segundo grupo de peones ascendió como si se tratara de la cosa más natural del mundo. Desde allí fueron enviados con una nota de Mallory a Odell, en la que afirmaba que el tiempo era magnífico, si bien el aparato de oxígeno resultaba un antipático estorbo para trepar.
Al atardecer, cuando Odell dirigió la vista hacia lo alto, desde la tienda, el tiempo parecía prometedor; se dijo que Mallory e Irvine se acostarían muy esperanzados. Al fin, parecían tener el éxito al alcance de la mano.
Poco sabemos acerca de lo que ocurrió después. Debido a alguna avería en el aparato de oxígeno o por alguna otra causa, emprenderían la marcha con retraso, pues cuando Odell, que los seguía a distancia, logró verlos, eran ya las 12:50 y sólo se encontraban en el segundo estribo rocoso que, según el plan de Mallory, debían alcanzar, lo más tarde, a las 8. El día no resultó tan bonancible como la víspera permitía esperar. En torno a la montaña se cernían grandes masas de niebla. Tal vez era mejor el tiempo en la zona donde se encontraban Mallory e Irvine, pues Odell, mirando desde abajo, advirtió que la parte superior de la niebla era luminosa. Pero la cortina de nubes impedía o Odell observar la marcha de los escaladores; sólo un momento volvió a distinguirlos entre el deslizarse de la niebla.
Al llegar al extremo de un pequeño tajo, a unos 7,900 metros de altitud, se aclaró de pronto el cielo sobre su cabeza. Separáronse las nubes y surgió sin velos todo el ramal de la cumbre y la última pirámide. Muy lejos, en un declive nevado, Odell distinguió un diminuto objeto avanzando, acercándose al estribo roqueño. Algo atrás, lo seguía otro punto negro. Luego, el primero trepó hasta lo alto del estribo. Mientras Odell contemplaba fijamente esa dramática aparición, las nubes volvieron a invadir la escena. fue la última vez que se vio a Mallory e Irvine. Después, todo es misterio.<\/div>\n

<\/p>\n

CAPÃ?TULO XXVI<\/p>\n

ODELL<\/b><\/div>\n

<\/p>\n

Debemos reseñar ahora los movimientos de Odell, que nos brindan también no poco dramatismo. Su misión consistía en prestar ayuda a Mallory e Irvine. Al día siguiente de su salida del Collado Norte, también partió Odell, en compañía de un peón, y ascendió hasta el quinto campamento, que ya había visitado con Hazard, subiendo y bajando en una jornada. Pero como el trajinero sufría mareo y era evidente que no estaría en disposición de proseguir la marcha al siguiente día, Odell lo hizo regresar con los cuatro que aquella tarde volvieron del sexto campamento, ocupado por Mallory.
Así quedó Odell sin compañía alguna, en aquella minúscula tienda, perdido en la pavorosa soledad. Ningún hombre tuvo hasta entonces tal experiencia y vale la pena de detenerse en su examen. Según ya hemos visto, aquella tarde el tiempo era muy prometedor y el panorama causaba impresión hondísima. Hacia Poniente erguíase una salvaje maraña de picachos, dominando al Glaciar Rongbuk; culminaban los majestuosos Cho Uyo, de 8,194 metros, y Gyachungkang, de 7,927, bañados en los más delicados tintes de rosa y oro. Frente a ellos se erguían los pálidos acantilados del Pico Norte y la proximidad de su maciza pirámide rocosa sólo acrecentaba la amplitud del vasto horizonte que se tendía más allá; la sombría masa acentuaba la opalescencia de los lejanos picos que lo cerraban hacia el Norte. Hacia el Este, flotando en la leve atmósfera, a más de ciento cincuenta kilómetros, se erguía la nevada cumbre del Kangchenyonga. Más cerca, veíase el variado perfil de la cordillera de Gyankar.
Odell ya había escalado sin compañía muchas cumbres y admirado no pocas puestas de sol, pero, según dice, nunca vio un ocaso de tal magnificencia. Podemos estar seguros de que no exagera. Se hallaba en el corazón de la región más pavorosa de la Tierra, como muy próximo a Dios. En torno suyo se revelaba el poderío y majestad, la pureza, calma y sublime grandeza del Ser que rige el mundo. Y estando solo y al borde de una gran aventura, su espíritu sería sensible como nunca, aunque sólo más tarde, en el sosegado recuerdo, advertiría la hondura de lo vivido.
Si era impresionante el ocaso, debió de serlo también la profunda y solemne calma nocturna y el trémulo fulgor de los astros en el licuado zafiro celeste. Y luego, la aurora: el primer lozano esplendor del día, la creciente intensidad de los colores, los exquisitos matices como de vino translúcido, el primer rubor de los picachos, el zafiro del firmamento trocándose en el más límpido azul. ¿Existió jamás un hombre afortunado como Odell? Contemplar lo que él vio dejaría para siempre el alma exaltada y ardorosa.
Cuando amaneció el siguiente día, ya estaba levantado. Había llegado ya la gran jornada, la que, al fin, decidiría el éxito o el fracaso de la expedición. Empleó dos horas en prepararse el desayuno y calzarse las botas �pues tales operaciones exigen gran esfuerzo en las supremas altitudes� y a las ocho emprendió la marcha. Llevando una mochila con provisiones, para el caso de que faltaran en el sexto campamento, avanzó, solitario, por el empinado declive de nieve y hielo situado tras el quinto, hasta llegar a la cresta de la sierra principal. Seguía una ruta distinta de la de Norton y Somervell, que tomaron una dirección más oblicua, por la cara principal de la montaña, muy por debajo de la cresta. Pero el camino de Odell fue probablemente el mismo que había seguido Mallory. No pudo admirar Odell el estupendo panorama que se extiende hasta la Sierra del Tigre, situada detrás de Darjiling, y que sin duda debe de divisarse desde la cresta en días de cielo despejado, pues refiere que, aunque las primeras horas de la mañana fueron serenas y no excesivamente frías, ya los móviles arrecifes de niebla empezaban a formarse y a ocultar la enorme fachada del Everest.
Pero el viento �afortunadamente para él, así como para Mallory e Irvine, que ya habían ganado una altitud de 600 metros� no aumentó en intensidad; y, por ciertos síntomas, podía confiarse en que la niebla se ceñiría a invadir la mitad inferior de la montaña. Odell no sentía, pues, ninguna inquietud por el avance de Mallory hacia el sexto campamento. El viento era suave y no debió de estorbarlos al ascender a lo largo de la cresta. Confiaba en que entonces Mallory e Irvine habrían avanzado ya un gran trecho en la ruta hacia la última pirámide de la cumbre.
Odell se proponía no precisamente seguir la cresta del ramal, sino dar cierto rodeo alejándose de ella, por la cara norte de la montaña. Como geólogo, le interesaba examinar su estructura. Ya había observado que su zona inferior estaba formada por diversas clases de gneis, pero la mayor parte de la mitad superior la constituían principalmente piedras calizas muy alteradas, con algunas pequeñas zonas de rocas granitoides que las cruzaban o se mezclaban con ellas. Esta afirmación significa, para el profano, que, en la lejanía de los tiempos, el Everest debió de ocultarse bajo el mar: he ahí una nueva revelación de las poderosas energías que encarna.
“En conjunto Â?escribe OdellÂ?, las piedras sobresalen con un ángulo de inclinación de unos 30º, y como la pendiente general de aquella vertiente, sobre los 7,600 metros, es de 40º a 45º, se forma una serie de lajas superpuestas, casi paralelas al declive, que constituyen diversas plataformas, a menudo de metro y medio de altura; puede subirse a ellas por una ruta fácil, aunque bastante empinada, y algunas pueden sortearse enteramente. No son de textura endeble, pues las endurecieron considerablemente las intrusiones ígneas de las rocas granitoides. Pero, con frecuencia, hay esparcidos sobre las lajas pedruscos que cayeron de zonas superiores, y cuando se añade a ellos una capa de nieve recién caída, fácil es imaginar la dificultad de trepar por tales altitudes. No es precisamente una dificultad técnica, sino la que deriva de la inseguridad del paso en un declive no bastante inclinado para que el escalador pueda ayudarse con las manos”.
Odell se encontraba a medio camino, poco más o menos, entre los dos campamentos superiores cuando vio por última vez a Mallory e Irvine del modo descrito. Le extrañó que, ya tan avanzado el día, se encontrasen aún tan lejos de la cumbre; reflexionando sobre las causas del retraso prosiguió la marcha hacia el sexto campamento. Al llegar allí, a eso de las dos, empezó a nevar y el viento sopló con más furia. Depositó su carga de provisiones y pertrechos en el interior de la diminuta tienda y se cobijó un rato en ella. Encontró allí diversas ropas de reserva, restos de alimentos, dos sacos de dormir, balones de oxígeno y piezas sueltas de los aparatos. En el exterior había otras, así corno los dispositivos de duraluminio que sirven para su transporte. Pero los escaladores no dejaron nota alguna y, por lo tanto, Odell no pudo enterarse de la hora de su partida ni de lo que motivó el retraso.
Siguió nevando y, al cabo de un rato, Odell pensó que tal vez el tiempo en las alturas obligaría a los alpinistas a regresar. El sexto campamento �o sea aquella menuda tienda� estaba bastante disimulada en un repecho y protegido en la parte trasera por un pequeño barranco. Con aquel tiempo, a los que regresaran les sería muy difícil encontrarlo. Por eso salió Odell en dirección a la cumbre y, tras ascender unos sesenta metros, empezó a silbar y a dar voces, por si estaban cerca. Luego se agachó bajo una roca para guarecerse contra la ventisca. Tan densa era la atmósfera, que sólo veía a unos cuantos metros de distancia. Para olvidar el frío examinó las rocas de su alrededor, pero la alborotada nieve y el viento helado no tardaron en apagar el ardor de sus aficiones geológicas y al cabo de una hora decidió regresar. Suponiendo que Mallory e Irvine volvieran ya sobre sus pasos, con aquel mal tiempo era muy difícil que estuvieran suficientemente próximos para poder oírle.
Al llegar al campamento cesó la borrasca y al poco rato el sol bañaba toda la vertiente norte del Everest. Se distinguían con gran nitidez los tajos más elevados, pero no se veía ni rastro de los escaladores.
Odell se encontraba en situación embarazosa. Todos sus impulsos lo inclinaban a quedarse allí y aun salir al encuentro de sus compañeros, pero Mallory, en su última nota, le encarecía la necesidad de que regresase al Collado Norte y estuviese presto a evacuar el cuarto campamento, para descender, con él e Irvine, aquella misma noche hacia el tercero, por temor a que empezaran de pronto los monzones. Odell debía anticipárseles en el regreso por una razón: el sexto campamento, con su única y diminuta tienda, no podía cobijar a más de dos personas. Si se quedaba, se vería obligado a dormir al aire libre. Y pernoctar a la intemperie a 8,200 metros sobre el nivel del mar ya se sabe lo que significa.
Así, pues, mal de su grado, Odell vióse obligado a cumplir los deseos de Mallory. Tras tomar algún alimento y dejar abundantes provisiones para los otros dos, cerró la tienda y, a eso de las cuatro y media, dejó el campamento y empezó a descender por la cresta extrema de la sierra nordeste. De cuando en cuando se detenía y fijaba su atenta mirada en las zonas roqueñas superiores, buscando a sus compañeros. Pero todo fue en vano. A la sazón ya habrían avanzado mucho en su descenso, mas, aun así, no podía esperarse distinguirlos a tal distancia y sobre un fondo tan quebrado, a menos, claro está, que cruzasen uno de los raros trechos cubiertos de nieve, como ocurrió por la mañana, o que se recortase su perfil sobre la cresta.
A las seis y cuarto pasó cerca del quinto campamento, pero no existiendo ningún motivo para quedarse en él, siguió su camino y le interesó comprobar que el descenso en aquellas elevadas zonas es apenas más fatigoso que en altitudes moderadas. Esto le hizo confiar en que, a menos que hubiesen agotado sus energías, los escaladores podrían bajar con rapidez superior a la prevista y así evitarían que los sorprendiera la noche. Deslizándose cuidadosamente, Odell cubrió la distancia que separaba el quinto campamento del cuarto en unos treinta y cinco minutos.
En aquel refugio lo esperaba Hazard, que le había preparado una prodigiosa sopa humeante y gran abundancia de té. Ya reconfortado, salieron ambos para ver si lograban descubrir a Mallory e Irvine. Era un claro atardecer y siguieron vigilando hasta muy entrada la noche, pero nada vieron ni oyeron. Según sus conjeturas, se habrían retrasado; seguramente, a la luz de la luna, que reflejaban las cumbres circundantes, encontrarían la ruta hacia uno de los campamentos superiores.
A la mañana siguiente �9 de junio� Odell examinó con sus anteojos las diminutas tiendas de aquellos dos campamentos, pero no observó allí movimiento alguno. Ya muy inquieto, decidió volver una vez más a la montaña. Convino con Hazard una clave para comunicarse desde lejos; durante el día utilizaría los sacos de dormir, que colocaría sobre la nieve para asegurar la visibilidad, y por la noche emplearía la luz del magnesio. No sin cierta dificultad, logró convencer a dos peones para que le acompañasen y a las doce y cuarto se pusieron en camino, Durante la ascensión tuvieron que luchar con el furioso viento del Oeste que suele soplar en aquellas zonas; más de una vez los peones titubearon ante su empuje, pero a eso de las tres y media llegaron al quinto campamento. Allí tuvieron que pernoctar, pues era imposible alcanzar aquella tarde el campamento inmediato. Como Odell temía, no se vio el menor rastro de Mallory ni de Irvine: las perspectivas eran muy sombrías.
En aquel atardecer también fue hostil el tiempo. Las ráfagas furiosas que barrían la vertiente amenazaban arrancar las minúsculas tiendas, rompiendo sus débiles cuerdas y lanzando montaña abajo los refugios y sus moradores. Entre las nubes vaporosas que arrastraba el viento en loca carrera, asomaba, de cuando en cuando, un tormentoso ocaso. Al cerrar la noche, arreció el vendaval y el frío se hizo intensísimo. Agravado por el viento, el frío era tan atroz cine Odell no pudo conciliar el sueño ni un momento; estaba aterido, a pesar de que se guareció, con toda la ropa puesta, en el interior de dos sacos de dormir.
Al amanecer seguía la ventolera y el frío era tan cruel como antes. Los dos peones se llegaban a despabilarse; parecían sufrir de un cansancio extremo o de náuseas y sólo explicaban con signos que se sentían mal y deseaban descender. Les era imposible arrostrar el avance envueltos en la borrasca y Odell tuvo que resignarse a su regreso. Pero él siguió adelante.
Cuando los trajineros hubieron ya avanzado un gran trecho en la ruta de descenso, se puso en marcha hacia el sexto campamento; esta vez llevaba oxígeno. Encontró en la tienda el aparato que transportó allí dos días antes; ahora se lo llevó, sólo con un balón de repuesto. No tenía mucha confianza en su empleo, pero esperaba realizar la ascensión más rápidamente si lo usaba. En esto s engañó. El viento tormentoso y helado, que soplaba, como siempre, desde el Oeste hacia la serranía, era extremadamente molesto y Odell sólo pudo avanzar con gran lentitud. De cuando en cuando, para reaccionar, se guarecía tras una roca o se acurrucaba en algún tajo. Al cabo de una hora, llegó a la conclusión de que no le beneficiaba mucho el oxígeno. Atribuyendo su escasa eficacia a la moderada cantidad de sus inhalaciones, tomó dosis cada vez mayores, inspirando largamente. Sin embargo, el efecto fue casi nulo; sólo un vago alivio en el cansancio de sus piernas. Estaba ya suficientemente aclimatado a las grandes altitudes para que le hiciera falta el oxígeno, por lo que cerró la espita. Decidió seguir avanzando, con el aparato a cuestas, pero sin la molesta boquilla en los labios, y respirar únicamente el aire de la atmósfera; aquel método, al parecer, le dio un feliz resultado, a pesar de que la frecuencia de su respiración hubiera sorprendido hasta a un corredor de marcha atlética.
En ese trabajoso avance llegó, al fin, al sexto campamento. Allí lo encontró todo tal como lo había dejado. Ni rastro de Mallory ni de Irvine. Odell tuvo entonces la certidumbre de que habían muerto en la montaña.
El enigma era cómo y cuándo perecieron y si llegaron o no a la cumbre. Con la esperanza, leve pero ansiosa, de encontrar algún vestigio de los desaparecidos en el breve tiempo con que contaba, Odell dejó en el suelo el aparato de oxígeno y se puso en marcha sin demora por la ruta que Mallory e Irvine habrían seguido probablemente en el descenso �la cresta de la sierra secundaria� y donde los vio por última vez cuando trepaban. Pero el Everest estaba hosco como nunca. Una sombría atmósfera ocultaba sus rasgos y el vendaval se lanzaba locamente sobre su rostro cruel. Tras luchar dos largas horas, buscando en vano una clave, Odell advirtió que las probabilidades de hallarla en aquella vasta extensión de barrancos y lajas rotas eran, en realidad, insignificantes. Para una búsqueda más amplia hacia la pirámide final sería indispensable organizar un nuevo grupo de socorro. Con tan escaso margen de tiempo, no podía seguir buscando; muy a pesar suyo, tuvo que regresar al sexto campamento.
Aprovechando una pausa del viento, arrastró, con no poco esfuerzo, los dos sacos de dormir desde las tiendas hacia lo alto de las abruptas rocas que se erguían detrás, hasta alcanzar una empinada zona de nieve que ponía su blanco manchón en un risco. Tan fiero era el vendaval, que Odell hubo de emplear todas sus energías para hacer escalones en la pronunciada pendiente nevada y colocar debidamente los sacos de dormir. Puestos en forma de T, anunciaron a los que estaban 1,200 metros más abajo que no se había encontrado ningún rastro de sus compañeros.
Hecha la triste señal, Odell volvió a la tienda. Tras recoger en su interior la brújula de Mallory y el aparato de oxígeno ideado por Irvine �los únicos objetos que valía la pena rescatar�, cerró la tienda y se dispuso al regreso.
Pero antes de partir tendió la mirada hacia la poderosa cumbre que se erguía frente a él. De cuando en cuando se dignaba mostrar sin velo sus facciones ceñidas de nubes. Parecía mirar con fría indiferencia al intruso, al hombrecillo endeble y enano, y aullar su burla en fieras ráfagas al suplicarle éste que le revelara el secreto de lo que acaeció a sus amigos. Y, sin embargo, al volverlo a contemplar Odell, pareció insinuarse una nueva expresión en aquel rostro espectral y un raro hechizo envolvió la altanera presencia. Odell se sintió casi fascinado y advirtió que ningún montañero podrá mostrarse inmune a aquel embrujamiento; quien se acerque al gigante se sentirá atraído más y más y, olvidando todas las barreras, sólo anhelará alcanzar el lugar más alto y misterioso del mundo.
Le pareció a Odell que también sus amigos habrían caído en el hechizo: sólo así se explicaba su demora. Y tal vez ese encanto de la cumbre sea la solución del misterio. Toda montaña lanza, a un tiempo, invitación y reto; cuanto más se acerque el hombre a la cumbre, mayor será el atractivo. Antes de rendirse a su obstinado esfuerzo, la montaña le exigiría una total entrega de sus energías y hasta la suprema e incierta llama de su valor. Obligará al hombre a mostrar toda su grandeza y a dar más y más de sí. Pero precisamente por eso se siente hechizado: la montaña, al cincelar su ánimo, derrama en él nuevas perfecciones.
Y en esto se parece a otras realidades. Uno de los grandes misterios de la existencia es que lo más pavoroso y terrible no suele repeler al hombre, sino que lo atrae: lo atrae, acaso, a su ruina temporal, pero logra, al fin, un júbilo intenso que nunca conociera sin exponerse al peligro.
También Odell sintió esa atracción y, a no ser por la ansiedad que hubiera causado entre sus compañeros, se habría quedado allí aquella noche, para emprender al día siguiente la ruta hacia la cumbre. Y quién sabe si la hubiera alcanzado, pues era el más robusto y preparado de los que hasta entonces escalaron el Everest.
No se hizo, empero, el intento y de nuevo inició el camino montaña abajo. Embarazado por el equipo de oxígeno (que no necesitaba usar, pero quería recobrar en memoria de sus amigos) y azotado por las tempestuosas ráfagas que le penetraban hasta el tuétano, debía concentrar toda su atención al pasar por las saledizas lajas de la sierra secundaria, para evitar un resbalón en las superficies sembradas de pedruscos. Más abajo, en ruta menos difícil, aceleró el paso, pero de cuando en cuando se veía obligado a guarecerse bajo una roca para evitar los embates del viento helado y asegurarse de que no tenía síntomas de congelación. Llegó, por fin, al Collado Norte y le alivió el encontrar allí una nota de Norton y advertir que se había anticipado a sus deseos de que no prolongase la estancia en la montaña, por razón de la inminencia de los monzones. Acaso hubiera podido alcanzar la cumbre, pero las tormentas habrían, quizás, impedido su regreso. No podía contarse con ningún grupo de socorro y sólo hubiera aumentado la ya crecida lista de bajas.
Sólo quedaba una alternativa: volver sobre sus pasos. Era un deber que le incumbía si pensaba en sus compañeros. Sin embargo, sentiría desde entonces el hechizo de la cumbre y más de una vez pensaría que acaso la hubiera alcanzado.<\/div>\n

<\/p>\n

CAPÃ?TULO XXVII<\/p>\n

EL GRAN ENIGMA<\/b><\/div>\n

<\/p>\n

Queda en pie la gran cuestión: ¿llegaron Mallory e Irvine a la cumbre?
La última vez que los vio Odell iban muy retrasados en relación con su proyecto. Eran las 12:50, y Se encontraban por lo menos a 240 metros de la cumbre y acaso a 300. Odell no está muy seguro del lugar donde los vio, pues fue sólo un atisbo, al descubrir el mar de niebla por un instante la montaña; en la abrupta cresta de una sierra no es fácil precisar la situación. En todo caso, estaban muy por debajo de la zona que Mallory confiaba haber alcanzado en aquella hora. Lo cierto es que, según sus planes, ya debía estar entonces en la cumbre.
Procede, pues, examinar en primer término las posibles razones de la demora, para ver si encierran algo que nos incline a pensar que los escaladores no pudieron alcanzar la cima. Odell ha tratado este punto con gran detenimiento.
Se recordará que el día de la ascensión de Mallory el tiempo no era tan bonancible como cuando Norton y Somervell realizaron su esfuerzo supremo. Era un día de niebla y tormentoso. Odell, situado 600 metros más abajo, se vio envuelto en un terrible vendaval y en agitados vapores y experimentó un frío intensísimo; al desvanecerse algo la niebla y cuando pudo ver, por un instante, la cumbre, observó mucha nieve recién caída en algunas de las rocas más altas, cerca de la sierra superior. Acaso fue ésta una de las causas del retraso. Pudo ser otra el peso y el difícil manejo del aparato de oxígeno. En su última nota Â?la que dejó en el sexto campamentoÂ? recalcó Mallory ese carácter de molesta carga, que retrasaba la ascensión. En realidad, usó un epíteto más gráfico que “molesta”. Y con el desagradable aparato a cuestas, las lajas cubiertas de pedruscos y ocultas bajo la nieve debieron darles un rudo trabajo. Además, quizás el propio aparato exigiera reparación o reajuste, ya sea antes o después de dejar los escaladores el sexto campamento, y eso los demoró. También cabe suponer, aunque es bastante improbable, que la zona de nubes y nieblas que observó Odell en torno suyo se extendiera hasta donde se hallaban Mallory e Irvine y dificultara un poco su avance.
Cualquiera de esos motivos o acaso todos ellos Â?dice OdellÂ? pudo demorarlos e impedir que alcanzaran la altura prevista en sus planes. Pero cuando los vio “avanzaban con celeridad, como para compensar el tiempo perdido”. La expresión “con celeridad” es especialmente digna de nota.
El hecho, pues, es que a las 12:50 estaban a 250 o quizá a 300 metros de la cumbre. Como las cuatro de la tarde es el límite para alcanzarla con el margen de tiempo suficiente para regresar sin tropiezo al refugio �en este punto estaban de acuerdo Mallory y Norton�, ¿podían, en esas tres horas, ganar aquella altura?
Para ello debían avanzar a un promedio de 90 metros por hora, poco más o menos, teniendo en cuenta el punto donde se encontraban cuando Odell los vio. Norton y Somervell, sin oxígeno, no pudieron alcanzar este promedio de marcha. Desde el sexto campamento hasta el punto más elevado alcanzado por ellos, su promedio de avance fue sólo de 60 metros por hora. Pero acaso con oxígeno hubieran podido avanzar más de prisa y, como ya hemos observado, cuando Odell vio a Mallory e Irvine caminaban rápidamente. Cabe, pues, suponer que alcanzaran un promedio de 90 metros por hora y aun es posible un avance mucho más rápido.
Pero ¿pudieron hallar en la ruta algún serio obstáculo y ver frustrado su intento en el último instante? Es improbable. A Odell le pareció que en sólo dos lugares pudieron pasar cierto apuro. El primero es el punto que los expedicionarios llamaban “segundo peldaño”. Parecía escabroso, pero era viable por el lado norte. El segundo se halla al pie de la última pirámide, donde se acentúa la inclinación de las lajas antes de que pueda alcanzarse la sierra, de aspecto relativamente fácil, que conduce a la cumbre suprema. Norton ya indicó que aquel punto exigiría especial cuidado. Pero, como observa Odell, las moderadas dificultades que ofrece aquella zona no pudieron detener por mucho tiempo a un jefe tan experimentado y hábil como Mallory, y mucho menos vencerlo. En realidad, no existe ningún obstáculo físico que pudiera impedirles conquistar la cumbre.
Claro es que pudo fallarles el aparato de oxígeno, y quedar así reducida su marcha al promedio de Norton y Somervell, pero, en opinión de Odell, la falta de oxígeno no hubiera motivado un total colapso. El propio Odell, al usarlo en la ruta entre los campamentos V y VI, cerró la espita cuando se hallaba a unos 7,900 metros de altitud, y siguió avanzando y regresó sin emplearlo. Mallory e Irvine sólo lo usaban a pequeñas dosis y ambos, en las anteriores semanas, pasaron en las grandes altitudes, o sea a 6,400 metros o más, tiempo suficiente para aclimatarse y evitar el colapso al fallar el oxígeno.
Sólo queda una causa, descartadas las demás que pudieron impedirles alcanzar la cumbre: un accidente. Aun a los más experimentados escaladores puede ocurrirles un resbalón y, según las observaciones que hizo Odell en las cercanías de la zona roqueña donde vio por última vez a Mallory e Irvine, un grave traspié de un alpinista que formase en un grupo de dos, debidamente encordados, hubiera podido significar allí la destrucción de ambos; eso podía ocurrir especialmente cuando �como en el día en cuestión� las inclinadas lajas están cubiertas de una espesa capa de nieve en polvo, recién caída.
Cualquiera de esas causas, o todas ellas, pudo impedir a Mallory e Irvine la conquista de la cumbre; también es posible que no les impidiera alcanzar el picacho, pero imposibilitara su regreso al sexto campamento. Acaso sentaron el pie en la cumbre y sufrieron el contratiempo al regresar. Norton y todos los demás, salvo Odell, atribuyen su desgracia a un resbalón, pero el accidente pudo ocurrir en el descenso. Y es más probable que acaeciera entonces, cuando estaban más cansados, pero avanzaban más de prisa, y acaso con mayor descuido, debido a su alborozo, que durante la ascensión.
También pudieron alcanzar la cumbre después de las cuatro de la tarde. Según Norton, en el campamento de abajo, Mallory decidió solemnemente que, en calidad de jefe, le incumbía la seria responsabilidad de “volver sobre sus pasos, por muy cerca que estuvieran de la cumbre, con tiempo suficiente para asegurar el regreso a un refugio seguro”.
Por muy cerca que estuvieran de la cumbre. Pero ¿apreció debidamente Mallory el hechizo de la suprema altura? De sobra sabía hasta qué punto puede repeler el Everest, pero ¿advertía con igual lucidez su atractivo? ¿Supo calibrar, acaso, su propia impresionabilidad ante los hechizos de la cumbre, contemplada a corta distancia? Supongamos que estuviese ya en la última pirámide; supongamos que se encontrase sólo a unos sesenta metros, verticalmente, y a unos ciento ochenta, en línea recta, de la cumbre y que, al consultar su reloj, viera que eran ya las cuatro de la tarde, ¿se lo guardaría inmediatamente en el bolsillo y volvería sobre sus pasos? Y aunque tuviera él ese sobrehumano dominio de sí mismo, ¿lo tendría también su compañero, más impulsivo y más joven? Si Irvine hubiese dicho: “No me importa lo que pueda ocurrir. Voy a emprender mi última carrera hacia la cumbre”, ¿hubiera logrado detenerse, Mallory? ¿No hubiera, acaso, cedido con jubiloso alivio?
Tal es la opinión que algunos sostienen y que comparte Odell. Como también él sintió la mágica llamada de la cumbre, le parecía que sus amigos no pudieron evadir el hechizo. “En plena dicha Â?dice, hablando de MalloryÂ? acaso llegó a dominarlo el deseo de vencer. Sabiendo su gran resistencia y la de su compañero, tal vez no pudo resistir el afán de un arriesgado juego que los llevara a la cima… ¿Quién de los que hemos medido nuestras fuerzas con un gigante alpino, en plena tempestad, o intentando ganarle ventaja a la noche, retrocedería en el preciso instante en que es posible alcanzar ese gran triunfo humano?”
Odell cree muy probable que Mallory e Irvine triunfaron, alcanzando la cumbre, y que luego los sorprendiera la noche en el descenso. En tal caso, ¿era de esperar que usaran las señales luminosas que llevaban consigo? Tal vez olvidaron que las tenían o no se acordaron de emplearlas; y aún es más probable, que su espíritu caballeresco les impidiese hacer señales. Sabían muy bien que una señal pidiendo auxilio hubiera hecho salir por segunda vez a Odell del campamento del Collado Norte, obligándolo a ascender hasta 8,200 metros de altitud y, además, a afrontar una muerte casi cierta. Nadie podía llegar con tiempo a prestarles auxilio. No; ya habían realizado su esfuerzo supremo y, volviesen o no, los demás podían estar seguros de que lucharon hasta lo último.
No sabemos cómo ni cuándo murieron, pero descansan para siempre en brazos del Everest, a una altura superior en tres mil metros al lugar más alto donde antes perdiera la vida un hombre. Cierto es que el Everest derrotó sus cuerpos, pero su espíritu es inmortal. En adelante, nadie escalará ningún pico del Himalaya sin dedicar un recuerdo a Mallory e Irvine.<\/div>\n

<\/p>\n

CAPÃ?TULO XXVIII<\/p>\n

HONOR<\/b><\/div>\n

<\/p>\n

No tardaron las noticias de la tragedia en difundirse por el mundo entero y despertaron general emoción. El Rey de Inglaterra comunicó su condolencia a los familiares de los alpinistas desaparecidos y a los demás expedicionarios y solicitó una entrevista con uno de los miembros del Comité del Everest para que le comunicara cuantos detalles conocieran entonces. Su Majestad deseaba saber especialmente cómo se produjo el accidente que costó la vida a Mallory e Irvine, pues, al principio, creyeron todos que la tragedia fue debida a un accidente. De momento, Norton sólo envió un telegrama muy breve, ya que se proponía redactar otro explicando circunstanciadamente lo ocurrido. Entonces nada se sabía aún del supremo intento para escalar la cumbre, y se suponía que Mallory e Irvine murieron en un accidente, en zonas más bajas de la montaña, probablemente en el peligroso Collado Norte.
Al llegar el detallado telegrama de Norton se experimentó cierto alivio �casi una emoción de triunfo�, pues explicaba cómo los dos alpinistas desaparecidos lograron casi escalar la cumbre y cómo Norton y Somervell alcanzaron algo más de 8,200 metros sobre el nivel del mar. Mallory e Irvine no ofrecieron en vano sus vidas pues se realizó una hazaña memorable.
El Club Alpino y la Real Sociedad Geográfica recibieron mensajes de pésame de los clubes montañeros de todo el mundo. Celebráronse funerales en Birkenhead Â?que era precisamente la población natal de Mallory y también de IrvineÂ?, en el “Magdalene College”, de Carnbridge, y en el “Merton College”, de Oxford. Y, especialmente, gracias a la iniciativa de Douglas Freshfield, se celebraron cultos de carácter nacional en la catedral de San Pablo, cuando hubieron regresado los miembros de la expedición. El Rey, la reina Alejandra, el Príncipe de Gales, el Duque de York y el príncipe Arturo de Connaught estuvieron representados en la ceremonia. Asistieron a ella el general Bruce, el coronel Norton y casi todos los miembros de las tres expediciones, así como el presidente y la mayoría de los consejeros de la Real Sociedad Geográfica y el Comité y muchos socios del Club Alpino. Los fieles eran numerosos, y el propio deán de San Pablo leyó los salmos. A petición del Comité del Everest, predicó el doctor Paget, obispo de Chester, en cuya diócesis regentaba una parroquia el padre de Mallory.
Tan cumplidamente expresó el prelado el espíritu y el sentir de los que organizaron las tres expediciones y de los que intervinieron en ellas, que su oración fue publicada en el número del Geographical Journal correspondiente a diciembre de 1924 y podemos reproducirla en estas páginas. Tomó por lema las palabras del salmo: “En cuyo corazón se hallan Tus sendas”, y dijo así:
“Muchos sabrán, sin duda, la equivalencia de esas palabras en la versión latina de los Salmos, versión usada más ampliamente que la nuestra y de belleza más familiar a numerosos fieles que comparten con nosotros la fe cristiana: Ascensiones in corde suo disposuit, «Ha puesto en su corazón el ansia de las ascensiones» o, como diríamos nosotros: «Ha puesto su corazón en las cumbres».
“No se refería el salmista a ninguna peligrosa escalada por abruptos tajos, sino, a lo sumo, a esa larga y fatigosa jornada que constituye una azarosa empresa para un alma sosegada que vive lejos del Templo y de la Ciudad de Dios. Pero el viaje lo llevaba hacia lo alto, hacia el punto donde quería llegar. Ya en el recuerdo o en la esperanza, le era grato el camino. Puso el corazón en él: amaba el sendero que conduce a las alturas. Se hincaba hondamente en sus afectos. Ascensiones in corde suo disposuit.
“Muy distinto de esa fácil peregrinación es el reto a las cumbres que unió en la más estrecha camaradería a muchos de los aquí presentes. Ese espíritu acorde confiere intenso sentido a vuestra reunión en la Casa del Señor, pues los amantes de las cumbres forman una hermandad más íntima, más estrechamente unida y animada de disposiciones más afectuosas que la mayoría de los grupos humanos. Es natural y bello que, antes de vuestra gran asamblea de esta noche, os reunáis aquí para recordar, como en presencia de Dios, a aquellos cuyos nombres se inscribieron en vuestros Anales con letras áureas.
“No pretenderemos nosotros, tímidos peatones, comprender vuestro enamoramiento de las cumbres. Pero si, aunque sólo sea desde lejos y desde un bajísimo nivel, hemos contemplado las montañas; si conocimos el silencio de los ventisqueros, la jubilosa pureza de aquel aire y el perfecto azul que cubre las alturas (no ignoro que os adorna suficiente bondad para creer que aun los más humildes pueden sentirse penetrados por el Espíritu de los Montes), ¿podrá alguien maravillarse del hechizo que ejercen sobre el verdadero alpinista y de que tengáis tan hincado en el corazón el amor de las cumbres? Ascensiones in corde suo disposuit. ¿No podría ser casi éste el lema del Club Alpino?
“Me han pedido que os hable hoy aquí porque ambos eran oriundos de nuestro condado y de la diócesis de Chester. Debo representar, en lo posible, sus hogares y a las personas que más los amaron. No dudo de que comprenden y aprecian en todo su valor lo que deseáis expresar con vuestra presencia. Por ello sienten hacia vosotros viva gratitud. Les pedí que me refirieran algo de la infancia y la mocedad de sus gloriosos hijos y en ambos casos se me relató la misma historia de humilde energía, de infinita perseverancia, de un intenso y tierno amor al hogar, de un corazón limpio y puro, de esas cosas hondas y sencillas que colman de orgullo y gratitud a los padres. Ojalá hubieseis podido acompañarnos en Birkenhead, donde, más cerca de sus hogares, una asamblea no menos significativa, aunque, acaso, no tan solemne como ésta, quiso mostrar su afecto a los desaparecidos y a los suyos.
“Y al leer lo que se escribió tan bellamente, con toda la elocuencia de la sobria emoción, no era difícil ver en ello el presagio de lo que seguiría en Winchester y en Shrewsbury, en Cambridge y Oxford, en los Alpes y en el Spitzberg y, por último, en el propio Everest. Era el mismo Leigh Mallory que disimulaba la gracia y el brillo de su labor de guía bajo una impenetrable modestia; el que, al ocurrir lo que era casi un desastre, insistió en aceptar la responsabilidad del suceso, y cuando su increíble presencia de ánimo salvó la vida a otros, ocultó cuidadosamente su intervención; el que nos recordaba que en tales empresas todos somos camaradas. Y era también el mismo Andrew Irvine que, pese a sus brillantes, asombrosas y prematuras proezas de alpinista, aceptaba con la sonrisa en los labios la labor más humilde o empleaba su magnífica fuerza de gigante en compartir la carga de los demás.
�Ascensiones in corde suo disposuit. ¿Era sólo el amor de las cumbres lo que anidaba en corazones de ese temple? No hay duda de que con el enamoramiento de las montañas se mezclaba en ellos el de las alturas del espíritu, esos espléndidos picachos de valor, abnegación y alegría que no alcanzan precisamente los de firme pie y clara cabeza, sino los compasivos, fraternales y limpios de corazón.
�Pues los anales del Everest pueden contribuir, si no a la comprensión del espíritu de las majestuosas serranías, por lo menos a que penetremos más profunda y reverentemente en el espíritu de los montañeros. Si hemos de agradecer a la expedición lo que hizo, sus intentos, grandes proezas y maravillosos recuerdos gráficos, acaso hable más claramente �y de modo especial a los que nos reunimos hoy en el templo de San Pablo� en su calidad de historia y documento humano. Su indomable jovialidad, su valor asombroso, la pasión puesta en la tarea, la renuncia a las alabanzas. Abrigáis, ciertamente, el ansia de lo alto en vuestros corazones y nos habéis ayudado más de lo que os figuráis a ver las cosas que se ciernen en las alturas. Nos habéis ayudado a recordar todo lo digno y verdadero, lo recto y puro, lo bueno y atrayente, la viril virtud y la noble alabanza.
“George Mallory, Andrew Irvine, de vida dulce y buena: tampoco la muerte os separó. Dijérase que, cuando Dios se propone que aprendamos, reviste sus enseñanzas con formas de sencilla y solemne hermosura, cuya llamada no es difícil resistir. Así ocurre en nuestro caso. Se apartan un instante las nubes y podemos ver a los dos hombres avanzando hacia la cumbre con paso firme. No los vemos ya más y queda sin respuesta la pregunta de si llegaron o no a la cima; pero algún día se dilucidará esta cuestión. De momento, la implacable montaña conserva su secreto.
“Mas la suprema ascensión, con el bello misterio de su gran Enigma, representa algo más que el heroico esfuerzo para escalar una montaña, aunque sea la más elevada del mundo Â?Sic ituir ad astra.
“Imaginadlo como queráis: como la ascensión que conduce al espíritu humano, de real estirpe, hasta la Casa del Señor, como el sendero que, allende la muerte, nos lleva a perdurable vida; como la subida por la cual los hombres de limpias manos y puro corazón alcanzan la montaña celeste y se encumbran en su Mansión sagrada; como el camino que siguiera el que nos dijo: “Voy a disponemos un lugar y, así, donde Yo esté podréis estar también vosotros.” <\/p>\n
\n

»Designios elevados su fruto lograrán;
también muy en lo alto resplandece.
Dejadlos en la altura que nadie imaginó:
la vida allí encontraron con la muerte.<\/p><\/blockquote>\n<\/blockquote>\n

“Pero es indudable que cobran siempre nuevos ánimos los que pusieron su corazón en las cumbres.”
La misma noche del 17 de octubre, día en que se celebró esta ceremonia en la catedral de San Pablo, tuvo lugar en el “Albert Hall” una reunión conjunta de la Real Sociedad Geográfica y del Club Alpino. Ocupó la presidencia lord Ronaldshay, presidente de aquella entidad, y hablaron el general Bruce, Norton, Odell y Geoffrey Bruce. La gran sala estaba atestada; para que los que no pidieron asistir por la mañana a los funerales se unieran al homenaje de admiración y respeto que se tributó entonces a la memoria de los desaparecidos, lord Ronaldshay pidió a los asistentes que permanecieran un rato en pie, guardando silencio.
Así honró Inglaterra a sus hijos.
Mallory era un simple profesor de Cambridge e Irvine un estudiante de la Universidad de Oxford, pero ambos dieron honor a su patria y merecieron su tributo de gratitud. Su nombre será recordado para siempre.<\/div>\n

<\/p>\n

CAPÃ?TULO XXIX<\/p>\n

LA MONTAÃ?A SERÃ? VENCIDA<\/b><\/div>\n

<\/p>\n

Llegando tan cerca de la cumbre, la expedición de 1924 demostró que es posible escalar la montaña más alta del mundo. No ofrece obstáculos físicos insuperables, y el hombre ha demostrado que posee suficiente capacidad para conquistar aun la suprema altura de la Tierra. ¿Por qué no dejarlo así? Con los conocimientos obtenidos se satisfizo ya la ciencia. ¿No sería preferible renunciar a ulteriores esfuerzos?
Cualquiera que sea la respuesta que dé la Razón a esa pregunta �diga lo que dijere la Prudencia�, lo cierto es que el Espíritu contestará con un No rotundo. No; no debe renunciarse al intento. El conocimiento no lo es todo en la vida. Puede estar satisfecha la ciencia, pero el alma no lo está. Fue el espíritu humano, no la ciencia, quien se embarcó en la aventura, y no estará satisfecho mientras no llegue a buen fin.
Si alguien puede usar la fatal voz de “abandono” son los que llegaron tan cerca de la cumbre, los que conocen a fondo los riesgos y penalidades y sufrieron la pérdida de sus compañeros. Y fueron precisamente ésos Â?muy recientes aún las terribles experienciasÂ? quienes dijeron antes que nadie: “Hay que volver a intentar.” Ni siquiera podían imaginar la renuncia. Al volver de la montaña, cablegrafiaron encareciendo la conveniencia de otro intento. Lo exigía la lealtad hacia sus camaradas caídos. Y antes de llegar a la India se dedicaron ya a escribir sus experiencias y el detalle de la organización, en beneficio de la expedición inmediata.
De momento, han debido suspenderse los preparativos previstos por el Comité del Everest con miras a una cuarta expedición, por la dificultad de lograr el permiso del Gobierno del Tibet. Esos prudentes tibetanos opinan que el mero afán de escalar una montaña no puede ser el verdadero objetivo de esas importantísimas expediciones que surgen de Inglaterra año tras año, invariablemente dirigidas por generales y coroneles, y que nunca alcanzan la cumbre, sino que se limitan a escudriñar en torno a la montaña y acaban siempre por asomarse al Nepal. Y, sea lo que fuere lo que en la montaña se haga, lo cierto es que los dioses manifiestan claramente su disgusto, y que han muerto ya en sus manos trece de los alpinistas. Es preferible negar el nuevo permiso que arriesgarse a dificultades políticas o arrostrar la ira de los ultrajados dioses del Everest.
Mientras tal sea la actitud de los tibetanos, será difícil lograr el permiso. De momento, se han cruzado en el camino y es probable que durante algunos años no se muevan de allí. Pero, al fin, el hombre se saldrá con la suya. Se enviará al Everest una expedición tras otra y, con certeza matemática, el hombre vencerá.
La montaña se yergue ahora, altiva e invencible, y las tímidas gentes que la rodean no se atreven a acercarse a ella; poseen capacidad física para alcanzar su cumbre cuando quieran, pero les falta firmeza de espíritu. A lo sumo, evocan en sus toscas pinturas el terrible enojo de los dioses rechazando a los ingleses que osaron acercárseles. Sin embargo, la montaña está amenazada y será vencida al fin. El hombre conoce ya lo peor de sus tretas. Sabe exactamente la ruta por donde puede trepar hasta su cima y el rigor del hielo, la nieve y las tormentas que le sirven de escudo. Pero le consta también que la capacidad de defensa de la montaña es invariable, mientras que las posibilidades humanas de conquista crecen más y más. La montaña no aumentará su estatura, ni contará con frío más intenso ni vientos más furiosos para defenderla, pero el hombre, al volver a ella de nuevo, será muy distinto de lo que fue la última vez. Irá a ella con nuevos conocimientos y experiencias y mejor templado espíritu. Sabiendo que ya se instaló un campamento a cerca de 8,200 metros de altitud, establecerá otro en una zona mucho más elevada. Habiendo ya rebasado los 8,500 metros, no le arredrarán los 300 o 345 que faltan hasta la cumbre. Hace cincuenta años no alcanzó una altura superior a 6,400 metros. Luego, subió hasta los 7,000, hasta los 7,500, hasta los 8,200. Más adelante, llegó a los 8,500. Es evidente que no dejará de conquistar los 8.845.
Tal esperanza parece mejor fundada si consideramos la proeza de Odell. �ste experimentó todas las penalidades que puede infligir el Everest al hombre. Cierto es que no tuvo el esfuerzo marginal de salvar a los peones, pero soportó todos los sufrimientos del extremado frío y las crueles ventiscas. Podemos, pues, tomarlo como ejemplo de lo que es capaz de hacer un alpinista defendiéndose contra los peores ataques del Everest. He aquí, en detalle, su hazaña.
Del 31 de mayo al 11 de junio, subió y descendió por tres veces entre los 6,400 metros y los 7,000. Esto se hubiera tenido ya por notable aventura antes de que empezasen las expediciones al Everest, pero en ellas los 7,000 metros se consideran simple punto de partida; lo notable de veras son sus proezas desde aquella altura. Trepó hasta el campamento situado a 7,700 metros y por dos veces llegó al instalado a 8,175, Y algo más allá. Las dos ascensiones en que alcanzó, aproximadamente, una altitud de 8,200 metros se hicieron en cuatro días consecutivos. En la última llevó consigo un pesado aparato suministrador de oxigeno y trepó montaña arriba pugnando con el furor del vendaval. Otro rasgo notable de la hazaña de Odell es que, en un período de doce días, sólo pasó una noche en una zona inferior a los 7,000 metros y pernoctó dos veces a 7,600.
Suponiendo que el día decisivo en que Mallory e Irvine emprendieron la última etapa hacia la cumbre y Odell llegó al sexto campamento (8,175 metros), hubiese pernoctado allí, en vez de regresar a la base, y que al siguiente día se hubiese dirigido a la cumbre, ¿no es casi seguro que la hubiera alcanzado? Pero lo cierto es que aquel mismo día regresó al cuarto campamento, y al día siguiente, al quinto (acarreando el pesado aparato de oxígeno), y en la jornada inmediata volvió al sexto y regresó otra vez al cuarto. Si fue capaz de hacerlo, si pudo bajar de los 8,200 metros a los 7,000 y ascender de nuevo a los 8,200, ¿no es casi seguro que hubiera ido de los 8,200 a los 8,845?
Sea de ello lo que fuere, la hazaña de Odell, añadida al éxito logrado por Norton y Somervell al alcanzar una altitud de 8,578 y 8,540 metros, respectivamente (y también sin oxígeno), sin olvidar lo que hicieron los fornidos peones, que por dos veces transportaron su carga hasta una altua de casi 8,200 metros sobre el nivel del mar, confirma y amplía el descubrimiento realizado en la expedición anterior y patentiza que el hombre posee la capacidad de adaptarse a las condiciones de las extremas altitudes. Su organismo no permanece fijo e inalterable: se pone a nivel de lo que le exige el extraño medio circundante v se muestra capaz de lo que, antes de la adaptación, hubiera parecido imposible. Se vio entonces nuevamente que también el espíritu humano se pone, como el cuerpo, a la altura de las circunstancias y se adapta a las nuevas condiciones. Tras alcanzar una altura superior, la mente aceptó el hecho y su aceptación facilitó aún más la conquista de un nivel más alto. Esto pudo observarse especialmente cuando los trajineros transportaron por segunda vez sus cargas a una altura de 8,200 metros sobre el nivel del mar, poco más o menos. Ya no conturbaba al espíritu el enigma de si era o no posible la proeza, puesto que se había realizado. Y al rayar cada vez a mayor altura, se adaptó más gustosamente a la conquista del supremo objetivo. De nuevo pudo comprobar el hombre que cuanto más se esfuerza, más halagüeños son los resultados.
Es, pues, indudable que algún día el hombre sojuzgará a la montaña. Pero, aquel gran día, quien se yerga en la cumbre, teniendo bajo sus pies toda la enorme mole, será el que mejor comprenderá, y con gratitud más rendida, cuánto debe a los precursores que posibilitaron su triunfo. Acaso sea su nombre el que herede la posteridad, como el del primero que escaló la montaña más elevada de la Tierra. Pero al suyo debieran asociarse siempre los nombres de Mallory e Irvine, los de Norton, Somervell y Odell, sin olvidar los de Naphu Yishay, Lhakpa Chedi y Semchumbi, esos peones de gran temple y robusto cuerpo, que demostraron por vez primera la posibilidad de transportar un campamento hasta una altura desde donde puede alcanzarse la cumbre en una sola etapa.
Es probable que ni uno solo de los que tomaron parte en la última expedición al Everest pueda unirse a la inmediata. Por ello es más necesario que los jóvenes que sienten la ambición de las grandes hazañas montañeras se apresten a la con[…] (espacio en blanco en el original) expedición dirigida por el coronel Hunt. El neozelandés aún, deseoso de ayudar a obtenerlo. Ojalá, cuando esté en condiciones de convocar de nuevo a los expertos, pueda contar con gente apta y presta a secundarlo. El Everest sólo se rendirá a los mejores, a los más preparados en el cuerpo y el espíritu.
Además del Everest, existen en el Himalaya no menos de setenta y cuatro picachos que sobrepasan los 7,300 metros de altitud; ni uno solo ha sido escalado hasta la cumbre. El hombre ha alcanzado en sus flancos grandes alturas, pero no logró hasta ahora conquistar ninguna de esas cimas. Las expediciones al Everest, aunque fracasaron en su objetivo primordial, demostraron que nada hay en los efectos de la simple altitud que pueda impedir a los alpinistas alcanzar la cumbre de tales sierras menores. Si el hombre se propone escalarlas, no sólo adquirirá mejor temple para la lucha final con el Everest, sino que abrirá todo un ignoto mundo de belleza, de inagotable extensión, que espera a quien acepte la ruda tarea de su búsqueda.
Tal vez en esa búsqueda lo sigan los pueblos del Himalaya. Quiera Dios que no resulte vano el sacrificio de salvar a los peones en el Collado Norte y que la amistad con aquellos pueblos, iniciada por Bruce y sellada por Norton, Somervell y Mallory, se mantenga y acreciente. Así , cuando se asalte de nuevo el Everest, podrán contar los alpinistas con la leal y celosa ayuda de aquellos recios himalayos, prenda segura de triunfo.<\/div>\n

<\/p>\n

CAPÃ?TULO XXX<\/b><\/div>\n

<\/p>\n

\n
\n

Los editores han creído conveniente completar la presente obra, con la reseña de las expediciones al Everest posteriores a la que costó la vida a Mallory e Irvine, culminando con la de la expedición británica mandada por el coronel Hunt que el día 29 de mayo de 1953, alcanzó la cima del célebre pico.<\/i><\/p><\/blockquote>\n<\/blockquote>\n

Hasta 1933 no se efectuó otra expedición al Everest. Esta tuvo que soportar un tiempo terrible y las ventiscas la obligaron a retroceder repetidamente de las pendientes del Collado Norte; luego, un tiempo peor, si cabe, la obligó a abandonar el quinto campamento, a 7,838 metros, donde algunos de los peones fueron víctimas de la congelación. Si los peones hubiesen abandonado la partida, apenas habría podido criticárselas, pero los “sherpas” del valle de Sola Khombu, en el Nepal, y los “bothias” del Tibet son mucho más que peones. Son aventureros; son asombrosamente tenaces; son alpinistas natos capaces de resistir el frío y todas las penalidades; son alegres, bravos, y en extremo leales. Pero los peones no sólo deseaban, sino que ansiaban volver al ataque. “Queremos instalar un campamento a mayor altitud que todos los precedentes. Luego, que los sahibs terminen la tarea.” Tal era su espíritu. Y lo cumplieron.
Se instaló el sexto campamento a 8,357 metros, y desde él se asaltó dos veces la cumbre, primero por P. Wyn Harris y Lawrence Wager, y después por Eric Shipton y F. S. Smythe. Ambas tentativas fallaron a los 8,570 metros, o sea la altura alcanzada por Norton en 1924. El fracaso debióse también al tiempo, porque una capa de nieve en polvo cubrió las empinadas lajas e hizo imposible la ascensión. En el curso de su intento, Wyn Harris y Wager encontraron un piolet que pudo pertenecer solamente a Mallory o a Irvine. Se cree que uno de ellos resbaló, y que el otro dejó en el suelo el piolet para agarrar mejor la cuerda con ambas manos, a fin de detener la caída de su compañero. Pero no lo logró y el piolet quedó allí, como único testimonio de la tragedia.
Desde 1933 a 1938 se hicieron dos tentativas más y un reconocimiento, pero la suerte fue adversa porque unos monzones excepcionalmente prematuros impidieron que se llegara a la altitud alcanzada en las expediciones de 1924 y 1933. La de 1938 consiguió rebasar los 8,235 metros, pero a causa de la abundante nieve que acababa de caer y que no estaba aún endurecida, les fue imposible a los escaladores trepar por las lajas de declive muy pronunciado que preceden a la pirámide final.
Después de los largos años de interrupción impuesta por la última guerra mundial, el Everest vuelve a despertar general interés cuando los franceses Maurice Herzog y Louis Lachenal vencen al Annapurna en 3 de junio de 1950, primera cumbre de más de 8,000 metros hollada por el pie del hombre.
Se reanuda el intento de asalto al Everest en 1951 con la expedición inglesa de reconocimiento dirigida por Eric Shipton, quien descubrió el paso de acceso por la vía Sur.
En 1952 la expedición suiza dirigida por el doctor Wyss-Durant atacó por primera vez el Everest por la vía Sur. Instalaron un campamento a 8,400 metros, entre el Collado Sur y la cima. Y en el asalto final Raymont Lambert y el “sherpa” Tensing Bhutia, con sus aparatos de oxígeno, llegaron hasta los 8,610 metros, la mayor altura hasta entonces alcanzada.
En esta breve reseña de cuantas expediciones se han realizado al Everest sería prolijo narrar los innumerables obstáculos de toda índole que han tenido que superarse hasta lograr la hazaña total de su conquista, en la que la heroica colaboración de los “sherpas” ha sido decisiva y cuyos nombres son dignos de grabarse con letras de oro.
Pero el triunfo final de la ascensión al Everest, al que aspiraron figuras cimeras del alpinismo Â?los precursores, de diversas nacionalidades Â? le ha cabido en suerte a Inglaterra con la expedición dirigida por el coronel Hunt. El neozelandés M. E. P. Hillary, que en 1951, ya tomó parte en una victoriosa expedición al Mukut Parbat, formada sólo por neozelandeses, y Tensing Bhutia, el “sherpa” jefe de porteadores, veterano de las expediciones al Himalaya, son los que alcanzaron la codiciada cumbre.
El campamento-base de la expedición británica de 1953 se estableció en el glaciar de Khombu, logrando Hillary y Lowe hallar un camino a través de la catarata de hielo. Se fueron implantando campamentos hasta poder situar el octavo alrededor de los 8,500 metros, el de mayor altitud instalado hasta entonces. A partir de este momento, aquel esfuerzo de titanes sólo es patente en dos hombres: Hillary y Tensing, los dos únicos destinados a poner su planta en el “techo del mundo”, que alcanzaron el día 29 de mayo de 1953. Pero los 8,883 metros escalados son la cifra elocuente de lo que el magnífico impulso de un puñado de hombres de corazón esforzado y extraordinarias condiciones físicas ha podido conquistar a la naturaleza.<\/div>\n

<\/p>\n

<\/div>\n

<\/p>\n","protected":false},"excerpt":{"rendered":"

El primer acercamiento a la montaña más alta del mundo con el propósito de escalarla se realizó en 1921 por la vertiente norte, en el Tibet. Esta es la historia de las primeras expediciones al Everest, de 1921 a 1924, es el descubrimiento de la ruta norte (otra exploración de montaña), el intento sucesivo por llegar a su cumbre y, finalmente, la desaparición de Mallory e Irvine en 1924 mientras subían a la cima, lo que supondría la creación de una hombre legendario.<\/div>\n

<\/a><\/p>\n","protected":false},"author":11609,"featured_media":0,"comment_status":"open","ping_status":"closed","sticky":false,"template":"","format":"standard","meta":{"jetpack_post_was_ever_published":false,"_jetpack_newsletter_access":""},"categories":[1013],"tags":[],"jetpack_featured_media_url":"","jetpack_shortlink":"https:\/\/wp.me\/p51GhY-2Ya","_links":{"self":[{"href":"https:\/\/montanismo.org\/wp-json\/wp\/v2\/posts\/11418"}],"collection":[{"href":"https:\/\/montanismo.org\/wp-json\/wp\/v2\/posts"}],"about":[{"href":"https:\/\/montanismo.org\/wp-json\/wp\/v2\/types\/post"}],"author":[{"embeddable":true,"href":"https:\/\/montanismo.org\/wp-json\/wp\/v2\/users\/11609"}],"replies":[{"embeddable":true,"href":"https:\/\/montanismo.org\/wp-json\/wp\/v2\/comments?post=11418"}],"version-history":[{"count":1,"href":"https:\/\/montanismo.org\/wp-json\/wp\/v2\/posts\/11418\/revisions"}],"predecessor-version":[{"id":17880,"href":"https:\/\/montanismo.org\/wp-json\/wp\/v2\/posts\/11418\/revisions\/17880"}],"wp:attachment":[{"href":"https:\/\/montanismo.org\/wp-json\/wp\/v2\/media?parent=11418"}],"wp:term":[{"taxonomy":"category","embeddable":true,"href":"https:\/\/montanismo.org\/wp-json\/wp\/v2\/categories?post=11418"},{"taxonomy":"post_tag","embeddable":true,"href":"https:\/\/montanismo.org\/wp-json\/wp\/v2\/tags?post=11418"}],"curies":[{"name":"wp","href":"https:\/\/api.w.org\/{rel}","templated":true}]}}